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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

Panteón (11 page)

BOOK: Panteón
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—Solicitamos que se nos permita…

—Déjese de cháchara, oficial —interrumpió Jebediah—. Quiero que me indiquen dónde tienen el objeto que les ha traído a este planeta.

Tesla se puso lívido. Los otros mandatarios mantuvieron la mirada al frente, pero la tensión en sus rostros se hizo evidente.

—No sé de qué está…

Jebediah saltó hacia delante. En apenas un par de segundos, su puño se encontró hundido en el pecho del mandatario. Había retenido su cuerpo con la otra mano. Tesla apenas tuvo tiempo para abrir desmesuradamente los ojos; inclinó la cabeza como sacudido por una arcada y vomitó un chorro de sangre. Sus ojos, preñados de sorpresa y terror, miraban a la atrocidad mecánica que tenía delante. Levantó las manos para agarrar el antebrazo de su asesino, pero descubrió que no tenía fuerzas para nada.

De pronto, Jebediah levantó el brazo. La herida empezó a manar mientras producía sonidos inenarrables. Tesla empezó a chillar. El grito fue tan agudo y profundo que algunos de los presentes, sin importar su bando, retrocedieron un paso. Después, simplemente, se colapsó como un muñeco. Los brazos cayeron laxos a ambos lados y la cabeza quedó colgando, dejando escapar hilos del fluido vital.

Jebediah avanzó otro paso, llevando el cadáver empalado en el brazo doblado en forma de «V». Lentamente, miró a otro de los Cinco.

—Indíqueme dónde está —exclamó.

El mandatario había sentido terror antes, pero no era comparable al olor dulzón que lo envolvía ahora y el fogonazo blanco que le nublaba la visión..

6
Accidente sincronizado

Maralda Tardes llegó a las oficinas de intendencia cuarenta y cinco minutos después de ser convocada, y aun le llevó varios minutos más pasar los controles de seguridad. Éstos incluían una serie de escáneres completos para asegurarse de que la persona que quería ingresar era quien decía ser.

El supervisor la saludó cortésmente cuando salió a recibirla. Luego, la tomó del brazo y le guió hasta hacerle dar la vuelta.

—Acompáñeme, por favor. Quiero que demos un paseo.

Maralda asintió despacio, pero una pequeña arruga de preocupación apareció en su frente.

El supervisor Naguas inició entonces una especie de monólogo en un tono afable. La sujetaba por el brazo mientras la conducía por los corredores hacia un destino desconocido. Ella fingía escuchar con interés, pero la historia era del todo irrelevante: una anécdota trivial sobre una inspección en un asteroide donde unos piratas se hacían pasar por mineros para recibir los fondos anuales. Maralda caminaba, con la cabeza llena de pensamientos encontrados. Una de las cosas que la habían hecho ascender tan rápido en su carrera (apenas contaba cuarenta años) era una suerte de sexto sentido… un legado de su abuela que parecía haber escapado del laboratorio de ajuste genético. Y éste le chillaba, desde la trastienda de su mente, que algo no iba bien.

En un momento dado, llegaron al Tubo Veintiuno, que llevaba a las zonas de esparcimiento. Allí había parques y ambientes naturales construidos bajo colosales cúpulas, pero estaban algo lejos: el trayecto podía durar veinte, quizá treinta minutos.

El supervisor se tomó un momento para asegurarse un transporte biplaza y la invitó a subir. Tan pronto se cerraron las puertas, el vehículo se puso en marcha con un pequeño zumbido que se redujo hasta desaparecer.

Maralda le miró intensamente. Estaban sentados uno frente al otro, en dos cómodos sillones recogidos en dos estructuras esféricas.

—Bien, basta de teatro, ¿no le parece? —preguntó el supervisor Naguas.

Aquí viene
, pensó Maralda.

—Usted dirá, supervisor.

—Por favor, esto no es una reunión oficial —exclamó Naguas—. Es más, cuando acabemos, le pediré que la olvide. No habrá tenido lugar nunca. Así que llámeme Naguas. O Den, si lo prefiere. Pero no me llame supervisor. Me incomoda, en este contexto.

Maralda asintió despacio.

—De acuerdo, Den —contestó suavemente.

Den miraba sus manos, pensativo. Inspiró hondo y levantó la cabeza.

—Maralda, he estado supervisando su carrera y su trabajo durante bastante tiempo, y creo que lo sé todo, o casi todo, sobre sus aptitudes. Creo que es usted una mujer de gran valía. Una de esas personas destinadas a ocupar un puesto importante.

—Gracias… —musitó ella.

—Tiene una especie de don. Algunos lo llaman olfato y otros le dan otras explicaciones —se encogió brevemente de hombros—, pero en el fondo, todos se refieren a lo mismo. Creo que usted, acertadamente, detectó algo en ese planeta y me lo hizo saber.

—Eso creo, sí —confirmó ella.

—Bien. A mí la historia me pareció extraña, pero no lo bastante. De todas formas, mi obligación es informar al Comité, y como le dije, tenía una reunión esta misma mañana, así que les hablé de su caso.

Maralda se inclinó ligeramente hacia delante. Lo veía venir, tan claro como una aeronave entrando en la atmósfera de un planeta, como un punto fulgurante en el cielo.

—Quizá lo más extraño —continuó diciendo Naguas— fue el poco tiempo que les llevó darme una respuesta. He dado informes como ése durante más tiempo del que puedo recordar. Se vuelven tan rutinarios que a veces tengo que contener mis ganas de bostezar. Siempre escuchan, Maralda. Escuchan, y al final del informe, proponen. Siempre ha sido así, sin que haya habido ni una sola excepción. Jamás.

—Pero respondieron rápido —dijo ella.

—Al instante. Apuesto a que no adivina qué me dijeron.

Maralda pestañeó un par de veces, y desvió la mirada para observar a través del cristal de la esfera, mientras intentaba organizar sus pensamientos. Los otros transportes, de todas las formas y tamaños, viajaban a gran velocidad a su lado y por encima de ellos, entre las paredes circulares del Tubo, hechas a su vez de un material transparente que permitía ver las impresionantes estructuras internas de la nave.

De repente, el panel de luces de su cabeza se iluminó con todos los indicadores en verde, y se volvió para mirar a su supervisor de nuevo.

—Le dijeron que cerrara la incidencia. Que ellos… que alguien… se ocuparía.

Naguas sonrió, complacido.

—Así es. Como decía antes, tiene un buen olfato.

A continuación se inclinó hacia delante para apoyar los codos en las rodillas. Había juntado las manos como si estuviera suplicando.

—Quiero que entienda lo inusual que es esto, Maralda. No es el procedimiento, y ya sabe lo importante que son los procedimientos estándar en nuestra estructura.

—Entiendo.

—Ahora debo identificarme ante usted —dijo de repente. Maralda inclinó ligeramente la cabeza. Eso, al menos, no lo había visto venir.

Den extendió su brazo derecho y un pequeño holograma de luz brotó de su muñeca. Era su tarjeta de identificación. Su tamaño se ajustó para que Maralda pudiera leerlo sin problemas.

Cuando lo hizo, abrió mucho los ojos.

Allí, escrito con los caracteres legales estándar, estaba escrito un cargo. Ponía: «inspector civil.»

—Por las estrellas —exclamó.

Den bajó el brazo y el holograma desapareció sin hacer ruido.

La Colonia había aprendido demasiado bien que la corrupción era el gran enemigo del sistema. Si la corrupción se apoderaba de sus modelos de gobierno, de sus procesos, de su estructura esencial, toda la ventaja tecnológica y organizativa desaparecería de la noche a la mañana. A veces era inevitable impedirlo, pero desde que crearon la figura de los inspectores civiles, las cosas habían mejorado mucho. Los inspectores eran reclutados en secreto tras minuciosos análisis de su conducta, su perfil psicológico y un sinfín de otros factores, y permanecían atentos en sus puestos de responsabilidad haciendo, simplemente, un trabajo normal. Eran anónimos, invisibles y no se conocían entre ellos; ésa parte era esencial. Cuando un inspector veía algo sospechoso o le proponían alguna actividad ilegal, sólo tenía que informar a sus superiores y dejar que el sistema hiciera el resto. El modelo funcionaba.

—Enhorabuena —dijo Maralda—. Es un honor ser seleccionado para ese cometido.

—Lo es —dijo el inspector—. Gracias. Pero eso no hace las cosas más fáciles. Creo que algo huele a podrido en el Comité, pero no quiero informar sin estar seguro.

—¿Y qué piensa hacer?

—Voy a movilizarla a usted.

Maralda inspiró hondo. Iba a decir algo, pero se contuvo. Prefirió que el supervisor Naguas le ampliase la información.

Naguas suspiró.

—Podría hacerlo como inspector, sabe que tengo autoridad para ello, pero no será necesario. Ahorrémonos el papeleo. Como su supervisor, quiero que coja una nave pequeña, vaya allí y haga una inspección sobre el terreno. Haga una pasada. Llevará identificadores de La Colonia completos, así que no tiene que preocuparse.

Maralda intentó tragar saliva, pero, de repente, tenía la boca seca. Sonrió, levantando ambas manos.

—Un momento, sup… Den. No entiendo muy bien esta parte. ¿Por qué yo?, ¿no hay personal más cualificado para hacer este tipo de trabajo?

—Ahora no está pensando con la cabeza fría —exclamó el supervisor—. Se ha puesto nerviosa. Pero se lo explicaré. No puedo mandar a una patrulla de inspección porque el caso, oficialmente, está cerrado. Se me ha dejado bien claro que es así, no ha sido una sugerencia. Sin embargo, digamos que aún no la he informado a usted de ello, Maralda, porque para mí no es tan importante. Cuidé mucho ese detalle en la reunión con el Comité. Así que el ir allí a investigar por sí misma es su prerrogativa. Al fin y al cabo, como todos nosotros, tiene usted capacidad suficiente para realizar este tipo de misiones.

—Pero, si el caso está cerrado, ¿cómo haré para que me autoricen un vuelo a ese sector, a ese planeta en concreto?

—Usted puede hacerlo. Es controladora jefe. Sólo tiene que solicitar una nave y poner en el informe que es una misión rutinaria de comprobación. Puede utilizar uno de esos prototipos nuevos. Siempre están buscando gente cualificada que quiera probarlos en sus misiones.

Maralda asintió.

—Hace mucho que no vuelo —dijo—. No estoy segura de estar a la altura de esta tarea.

El supervisor le brindó una sonrisa radiante. Ahora se había recostado otra vez en el asiento y había apoyado ambas manos en los reposabrazos.

—Créame, Maralda —dijo suavemente—. Lo hará usted excepcionalmente bien.

La cabeza del segundo mandatario salió despedida como si hubiera sido el blanco de un cañonazo. Cuando chocó contra la pared, reventó como una fruta madura, esparciendo sangre en todas direcciones. Luego resbaló lentamente hacia el suelo.

Jebediah se concentró en el siguiente miembro del Consejo. Mientras enfocaba sus lentes cibernéticas en él, bajó el brazo y dejó que el cadáver de Tesla resbalara lentamente hacia el suelo, donde quedó tendido en una postura del todo antinatural. Su mano apareció, tan completamente cubierta de sangre y vísceras, que parecía teñida de rojo.

—Usted —exclamó, en un tono de voz tan carente de inflexiones que resultaba aterradora—, indíqueme dónde está el objeto que les ha traído a este planeta.

El hombre estaba sudando. Su barbilla se sacudía como si fuera a desencajarse y sus ojos le miraban revelando un profundo pánico. Parecía que iba a salir corriendo cuando Laars, el encargado de la computación de la nave, empezó a hablar.

—No lo entiende… —dijo—. Lo que usted quiere conseguir, no debe caer en manos de nadie. Puede matarnos a todos. No le diremos dónde está. Jamás.

Jebediah se volvió para mirarle, dio un par de pasos y se puso frente a él. Entonces, se quitó el casco. Laars se enfrentó entonces a un rostro humano, de duras facciones. Su cráneo estaba desprovisto de pelo, y sus labios eran finos y alargados. Una cicatriz recorría su cara, de un indescriptible tono ceniciento, desde la frente hasta la barbilla.

—Mataré a todos sus hombres, uno a uno, y alguno hablará. No le quepa ninguna duda. Lo único que está en juego aquí es cuánto tiempo nos llevará eso, y yo tengo mucho.

Laars apretó los labios. Sabía que tenía razón. Sus hombres estaban allí por el salario y tenían otras aspiraciones que morir inútilmente por alguna noble causa cuya verdadera naturaleza se les escapaba. Ninguno de ellos, ni siquiera los oficiales de alto rango, conocían el valor de aquello de lo hablaban.

—No crea que tiene tanto tiempo como cree —dijo Laars.

—Veo que tiene usted la información que necesito —exclamó Jebediah—, así que le contaré lo que ocurrirá ahora. Empezaré a matar a sus hombres delante de usted. Si ellos no hablan, cuando la sangre inunde el suelo de esta cámara, creo que acabará por hacerlo usted. El olor de la sangre puede ser muy convincente.

—No lo entiende —musitó Laars. Sin embargo, el líder de los sarlab notó un casi imperceptible cambio en su tono de voz.

—Si aún así no habla —continuó diciendo—, le llevaremos a nuestra nave. Tenemos un amplio repertorio de interesantes métodos para hacerle contar sus más íntimos secretos.

Laars tragó saliva.

—Por último, llevaremos lo que quede de usted a un lugar que conocemos, en el otro extremo de la galaxia. Son expertos en doblegar la resistencia más férrea con… procesos químicos y psicológicos. Cogerán su mente y la reducirán a jirones de delirantes recuerdos. Hasta nos dirá usted a qué sabía el condensado para lactantes que tomaba cuando era un bebé.

Laars se sintió desfallecer. Podía aparentar entereza, pero sabía muy bien que aquel hombre tenía razón. Si la tortura no funcionaba (y sabía también que su umbral del dolor no era muy alto), las drogas lo harían confesar. Había un montón de cosas que podían inyectarle, y aparatos estimuladores que harían creer a su mente que tenía ocho años y estaba de vacaciones en un planeta con playas y océanos. Sin embargo, aún había esperanza. Sólo hablaban de un objeto,
el
objeto, pero no de todo lo demás. Sospechaba que alguno de sus hombres había filtrado información sobre esa pieza, alguno con ganas de retirarse y montar un local en algún planeta con un clima y una calidad de vida privilegiados. Pero si todo lo demás seguía siendo un secreto, todavía había una posibilidad de que nadie supiera qué hacer con él realmente.

Eso esperaba.

—Está bien… —admitió Laars—. Puede llegar a hacerme hablar, y seguramente le diré dónde está lo que busca. Pero debo advertirle… No creo que tengan ni idea de lo que se trata realmente…

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