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Authors: Hosseini Khaled

Mil Soles Esplendidos (27 page)

BOOK: Mil Soles Esplendidos
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«Tenía unas pestañas preciosas, espesas como las tuyas. Un buen mentón, la nariz perfecta y la frente redondeada. ¡Qué guapo era tu padre, Aziza! Era perfecto. Tanto como tú.»

Pero ponía mucho cuidado en no mencionar nunca su nombre.

A veces sorprendía a Rashid observando a Aziza de un modo muy peculiar. Una noche, sentado en el suelo del dormitorio mientras se recortaba un callo del pie, preguntó con tono despreocupado:

—¿Y qué relación teníais vosotros dos?

Laila lo miró desconcertada, como si no lo entendiera.

—Laili y Maynun. Tú y el
yablenga,
el lisiado. ¿Qué relación teníais él y tú?

—Éramos amigos —contestó ella, procurando que no la delatara la voz y afanándose en preparar el biberón—. Ya lo sabes.

—No sé lo que sé. —Rashid depositó la piel cortada en el alféizar y se echó en la cama. Los muelles protestaron con un sonoro chirrido. Se despatarró y se tocó la entrepierna—. Y como... amigos, ¿hicisteis alguna vez algo que no debierais?

—¿Que no debiéramos?

Rashid sonrió con desenfado, pero Laila percibía su mirada, fría y alerta.

—Bueno, veamos. ¿Te besó alguna vez? ¿Tal vez metió la mano donde no está permitido?

Laila esbozó una mueca con expresión indignada, o al menos eso esperaba ella. Notaba los latidos del corazón en la garganta.

—Éramos como hermanos.

—¿En qué quedamos, era un amigo o un hermano?

—Las dos cosas. Él...

—¿Cuál de las dos?

—Era las dos.

—Pero los hermanos son criaturas curiosas. Sí. A veces un hermano deja que su hermana le vea la polla, y ella...

—Eso es asqueroso —replicó Laila.

—Así que no hubo nada.

—No quiero seguir hablando de esto.

Rashid ladeó la cabeza, frunció los labios y asintió.

—La gente rumoreaba, ¿sabes? Lo recuerdo. Decían todo tipo de cosas sobre vosotros dos. Pero tú afirmas que no había nada.

Laila hizo un esfuerzo para fulminarlo con la mirada.

Rashid le sostuvo la mirada durante un rato espantosamente largo, sin pestañear, hasta que a Laila se le pusieron las manos blancas de tanto apretar el biberón y estuvo a punto de perder los nervios.

La muchacha tembló de miedo pensando en lo que Rashid haría si descubría que le había estado robando. Cada semana desde el nacimiento de Aziza, le abría la cartera cuando él dormía o estaba en el excusado y cogía un billete. Algunas semanas, si la cartera no estaba muy llena, sólo cogía un billete de cinco afganis, o nada, por temor a que se diera cuenta. Cuando la cartera estaba llena, cogía uno de diez o de veinte, y una vez incluso se arriesgó a coger dos de veinte. Escondía el dinero en un bolsillo que se había hecho en el forro de su abrigo de invierno a cuadros.

Se preguntaba qué haría su marido si supiera que planeaba huir la primavera siguiente, o como máximo cuando llegara el verano. Para entonces, Laila esperaba tener mil afganis o más, y la mitad sería para el billete de autobús de Kabul a Peshawar. Empeñaría la alianza cuando llegara el momento, así como las demás joyas que le había regalado el año anterior, cuando ella era todavía la
malika
de su palacio.

—En cualquier caso —prosiguió Rashid al fin, tamborileando con los dedos sobre el estómago—, no puedes culparme. Soy tu marido, y un marido se pregunta este tipo de cosas. Pero tuvo suerte de morir, porque si estuviera aquí ahora, si le pusiera las manos encima... —Aspiró una bocanada de aire entre dientes y meneó la cabeza.

—¿No decías que no querías hablar mal de los muertos?

—Supongo que algunas personas no están lo bastante muertas —replicó él.

Dos días más tarde, Laila se despertó por la mañana y encontró una pila de ropa de bebé pulcramente doblada en la puerta del dormitorio. Había un vestido con falda de vuelo y pececitos rosas en el cuerpo; un vestido de lana azul con estampado de flores, con calcetines y guantes a juego; un pijama amarillo con lunares naranjas y unos pantalones de algodón verdes con volantes de lunares en las vueltas.

—Corre el rumor —dijo Rashid esa noche durante la cena, relamiéndose, sin prestar atención a Aziza ni fijarse en el pijama que le había puesto Laila— de que Dostum va a cambiar de bando para unirse a Hekmatyar. Massud tendrá problemas para luchar contra esos dos. Y no nos olvidemos de los hazaras. —Cogió un trozo del encurtido de berenjena que había hecho Mariam en verano—. Esperemos que sólo sea eso, un rumor. Porque si llega a ocurrir de verdad, esta guerra parecerá un picnic en Pagman un viernes cualquiera —añadió, agitando una mano grasienta.

Más tarde, Rashid se acostó con Laila y se desahogó con mudo apremio, sin molestarse en desvestirse siquiera, limitándose a bajarse el
tumban
hasta los tobillos. Cuando terminó su frenético meneo, se apartó de ella y se quedó dormido casi al instante.

Laila salió de la habitación a hurtadillas y encontró a Mariam en la cocina sentada en cuclillas, limpiando un par de truchas. Junto a ella había una cazuela llena de arroz en remojo. La cocina olía a humo y comino, a cebollas sofritas y pescado.

Laila se sentó en un rincón y se cubrió las rodillas con el borde del vestido.

—Gracias —dijo.

Mariam no le prestó atención. Terminó de cortar la primera trucha y cogió la segunda. Con un cuchillo de sierra, recortó primero las aletas y luego le dio la vuelta para abrirle el vientre expertamente desde la cola hasta las agallas. Laila la observó mientras metía el pulgar en la boca del pez, justo por encima de la mandíbula inferior, y con un solo movimiento hacia abajo le sacaba las agallas y las entrañas.

—La ropa es preciosa.

—A mí no me servía para nada —musitó Mariam. Dejó caer el pescado sobre un periódico manchado de viscoso líquido gris y le cortó la cabeza—. Si no era para tu hija, se la habrían comido las polillas.

—¿Dónde aprendiste a limpiar así el pescado?

—Cuando era niña vivía junto a un arroyo. Solía pescar allí.

—Yo nunca he pescado.

—No es gran cosa. Se trata de esperar sobre todo.

Laila la vio cortar la trucha destripada en tres trozos.

—¿Has cosido tú la ropa?

Mariam asintió.

—¿Cuándo?

Mariam metió los trozos de trucha en un cuenco con agua.

—Cuando me quedé embarazada la primera vez. O quizá la segunda. Hace dieciocho o diecinueve años. Ha pasado mucho tiempo ya. Como decía, nunca llegaron a servirme para nada.

—Eres una
jayat
realmente buena. A lo mejor podrías enseñarme.

Mariam colocó los trozos de trucha lavados en un cuenco limpio. Con las manos goteando agua, levantó la cabeza y miró a Laila como si la viera por primera vez.

—La otra noche, cuando él... Nadie me había defendido nunca —dijo.

Laila examinó las mejillas flácidas de Mariam, los párpados cubiertos de pliegues, las profundas arrugas que rodeaban su boca. Vio esas cosas como si también ella estuviera mirando a la mujer por primera vez. Y, en esa ocasión, no vio las facciones de su rival, sino un rostro marcado por injusticias y cargas soportadas sin protestar, por un destino al que se había resignado. Si se quedaba, ¿sería así ella misma al cabo de veinte años?, se preguntó Laila.

—No podía permitírselo —adujo—. En mi casa no se hacían esas cosas.

—Ésta es tu casa ahora. Más vale que vayas acostumbrándote.

—A eso no. Ni hablar.

—Se volverá contra ti también, ¿sabes? —dijo Mariam, secándose las manos con un trapo—. Muy pronto. Y le has dado una hija. Así que tu pecado es aún más imperdonable que el mío.

Laila se puso en pie.

—Sé que fuera hace fresco, pero ¿qué te parece si nosotras, pecadoras, tomamos una taza de
chai
en el patio?

—No puedo —respondió Mariam, sorprendida—. Tengo que cortar y lavar las judías.

—Te ayudaré a hacerlo por la mañana.

—Y tengo que recoger la cocina.

—Lo haremos juntas. Si no me equivoco, queda un poco de
halwa.
Está estupendo con
chai.

Mariam dejó el paño sobre la encimera. Laila percibió cierta inquietud en la forma en que se bajaba las mangas, se ajustaba el
hiyab
y entremetía un mechón de pelo.

—Los chinos dicen que es mejor quedarse tres días sin comer que pasar un solo día sin té.

Mariam esbozó una media sonrisa.

—Es un buen dicho.

—Sí.

—Pero no puedo entretenerme mucho.

—Sólo una taza.

Se sentaron en el patio en las sillas plegables y comieron
halwa
con los dedos del mismo cuenco. Tomaron una segunda taza de té y cuando Laila preguntó a Mariam si quería una tercera, ésta aceptó. Mientras oían los disparos que resonaban en las colinas, observaron las nubes que surcaban el cielo, ocultando la luna, y las últimas luciérnagas de la temporada trazando brillantes arcos amarillos en la oscuridad. Y cuando Aziza se despertó llorando y Rashid llamó a gritos a Laila para que subiera y la hiciera callar, las dos mujeres se miraron. Fue una mirada franca, cómplice. Y con aquel fugaz intercambio sin palabras, Laila comprendió que habían dejado de ser enemigas para siempre.

35

Mariam

A partir de aquella noche, Mariam y Laila se ocuparon juntas de las tareas domésticas. Se sentaban en la cocina y amasaban el pan, cortaban las cebollas, picaban el ajo y daban trocitos de pepino a Aziza, que daba golpes con las cucharas cerca de ellas o jugaba con zanahorias. En el patio, colocaban a la niña en un moisés de mimbre, vestida con varias capas de ropa y bien abrigada con una bufanda. Las dos mujeres la vigilaban mientras hacían la colada, y sus nudillos se rozaban al frotar camisas, pantalones y pañales.

Poco a poco, Mariam se acostumbró a aquella compañía, tímida pero agradable. Aguardaba con impaciencia las tres tazas de
chai
que se tomaba con Laila en el patio y que se habían convertido en un ritual nocturno. Por la mañana, esperaba con ansia oír el sonido de las zapatillas rotas de Laila en las escaleras, cuando ésta bajaba a desayunar, y la risa aguda y cristalina de Aziza, y la visión de sus ocho dientecitos y el olor lechoso de su piel. Si Laila y Aziza dormían hasta tarde, Mariam se inquietaba. Lavaba platos que no necesitaban limpieza alguna. Arreglaba cojines en la sala de estar que ya había ahuecado antes. Quitaba el polvo a alféizares limpios. Se mantenía ocupada hasta que la joven entraba en la cocina con la niña apoyada en la cadera.

Cuando Aziza veía a Mariam por la mañana, sus ojos parecían abrirse de golpe, y empezaba a gemir y a retorcerse en los brazos de su madre. Alargaba los brazos hacia la mujer, pidiendo que la cogiera, abriendo y cerrando las manitas con apremio, y con una expresión de adoración y de temblorosa ansiedad pintada en el rostro.

—Qué impaciencia —decía Laila, soltándola para que fuera a gatas hasta Mariam—. ¡Qué impaciencia! Tranquila.
Jala
Mariam no se va a ninguna parte. Ahí tienes a tu tía. ¿La ves? Vamos, ve con ella.

En cuanto la niña se encontraba en brazos de la mujer, se metía el pulgar en la boca y enterraba el rostro en su cuello.

Mariam la mecía con el cuerpo rígido y una sonrisa entre perpleja y agradecida en los labios. Jamás la habían querido de ese modo. Jamás le habían entregado un amor tan incondicional, sin malicia alguna. Sosteniendo a Aziza, Mariam sentía deseos de llorar.

—¿Por qué se ha fijado tu corazoncito en una vieja fea como yo? —musitaba Mariam en los cabellos de Aziza—. ¿Eh? Yo no soy nada, ¿no te das cuenta? Sólo una
dehati.
¿Qué puedo ofrecerte yo?

Pero la pequeña se limitaba a soltar unos gemidos satisfechos y a acercar aún más su cara. Y cuando lo hacía, Mariam se sentía desfallecer. Se le llenaban los ojos de lágrimas. Se le alegraba el corazón. Y se maravillaba de que, después de tantos años de soledad, hubiera hallado en aquella criatura el primer lazo auténtico y sincero en toda una vida de vínculos falsos y fracasados.

A principios del año siguiente, en enero de 1994, Dostum acabó cambiando de bando. Se unió a Gulbuddin Hekmatyar y tomó posiciones cerca de Bala Hissar, los antiguos muros de la ciudadela que se alzaba sobre la capital desde las montañas de Kó-e-Shirda-waza. Juntos dispararon contra las fuerzas de Massud y Rabbani, que ocupaban el Ministerio de Defensa y el Palacio Presidencial. Sus respectivas artillerías intercambiaban disparos desde uno y otro lado del río Kabul. Las calles se llenaron de cadáveres, cristales y trozos de metal aplastados. Había saqueos, asesinatos y cada vez más violaciones, que se utilizaban para intimidar a los civiles y recompensar a los milicianos. Mariam oyó hablar de mujeres que se suicidaban por miedo a ser violadas, y de hombres que mataban a sus esposas o hijas, si las habían violado, apelando a su honor.

Aziza chillaba al oír el estruendo de los morteros. Para distraerla, Mariam echaba granos de arroz en el suelo y dibujaba con ellos la forma de una casa, un gallo o una estrella, y luego dejaba que la niña los esparciera. También dibujaba elefantes tal como le había enseñado Yalil, de un solo trazo, sin levantar la pluma del papel.

Rashid decía que mataban a docenas de civiles todos los días. Se bombardeaban hospitales y depósitos de suministros médicos. Se impedía la entrada a vehículos que llevaban alimentos a la ciudad, afirmaba, o los saqueaban, o les disparaban. Mariam se preguntaba si también en Herat estarían viviendo la misma situación, y de ser así, qué tal le iría al ulema Faizulá, si aún seguía vivo, y a Bibi
yo,
con todos sus hijos, nueras y nietos. Y, por supuesto, se preguntaba por Yalil. ¿Se ocultaba también, igual que ella? ¿O acaso habría huido del país con sus esposas e hijos? Mariam esperaba que estuviera a salvo en alguna parte, que hubiera logrado escapar de la masacre.

Durante una semana, los combates obligaron incluso a Rashid a permanecer en casa. Atrancó el portón, puso bombas trampa en el patio, cerró la puerta principal y formó una barricada desde el interior con el sofá. Luego se dedicó a pasear por la casa fumando, a mirar por la ventana y a limpiar su pistola, que cargaba una y otra vez. En dos ocasiones disparó a la calle con la excusa de que había visto a alguien tratando de trepar por el muro.

—Los muyahidines están obligando a combatir a los niños —dijo—. A plena luz del día, los encañonan y se los llevan de la calle. Y cuando los soldados de una milicia rival capturan a esos niños, los torturan. He oído que los electrocutan, eso se dice, y que les revientan los testículos con tenazas. Los obligan a conducirlos a su casa. Y entonces entran, matan a los padres y violan a las madres y a las hermanas.

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