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Authors: Hosseini Khaled

Mil Soles Esplendidos (26 page)

BOOK: Mil Soles Esplendidos
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La puerta de la casa se abrió nuevamente. Desde el pasillo, Mariam vio a la muchacha, que con el brazo izquierdo sostenía un bulto envuelto en ropas. Tenía un pie fuera y el otro dentro, impidiendo que la puerta se le cerrara de golpe. Estaba encorvada y gruñía al tratar de recoger la bolsa de papel con sus pertenencias, que había dejado en el suelo para abrir la puerta, mientras hacía una mueca de dolor debido al esfuerzo. Alzó la vista y vio a Mariam.

Ésta dio media vuelta y se metió en la cocina para calentar la cena de Rashid.

—Es como si alguien me estuviera metiendo un destornillador por la oreja —se quejó Rashid, frotándose los ojos desde la puerta de la habitación de Mariam. Tenía los ojos hinchados y sólo llevaba un
tumban
atado con un nudo flojo. Sus blancos cabellos eran greñas que salían disparadas en todas direcciones—. No soporto tantos lloros.

Abajo, la muchacha paseaba por la habitación con el bebé en brazos, cantándole.

—No he dormido una noche entera desde hace dos meses —siguió lamentándose Rashid—. Y la habitación huele a cloaca. Hay pañales sucios por todas partes. La otra noche, sin ir más lejos, pisé uno.

Mariam sonrió para sus adentros, sintiendo un perverso placer.

—¡Llévatela fuera! —gritó Rashid por encima del hombro—. ¿No puedes sacarla fuera?

—¡Pillará una pulmonía! —exclamó Laila, interrumpiendo su canto por un momento.

—¡Es verano!

—¿Qué?

Rashid apretó los dientes y alzó la voz.

—¡He dicho que hace calor!

—¡No pienso llevarla fuera!

Volvió a oírse el tarareo.

—A veces, te juro que a veces me entran ganas de meter esa cosa en una caja y dejarla flotando en el río Kabul. Como hicieron con Moisés.

Mariam jamás le había oído llamar a su hija por el nombre que le había puesto la muchacha: Aziza, la más preciada. Rashid siempre decía «el bebé» o, cuando más exasperado estaba, «esa cosa».

Algunas noches Mariam los oía discutir. Se acercaba de puntillas hasta su puerta y escuchaba a Rashid quejándose del bebé, siempre del bebé, de su incesante llanto, de los olores, de los juguetes con los que tropezaba, y de que la criatura había acaparado toda la atención de Laila exigiendo constantemente que la alimentara, le hiciera eructar, la cambiara, la paseara y la acunara. La muchacha, a su vez, lo reprendía por fumar en la habitación y por no permitir que el bebé durmiera con ellos.

Otras discusiones se producían en voz baja.

—El médico dijo que seis semanas.

—Todavía no, Rashid. No. Suelta. Por favor, no hagas eso.

—Ya hace dos meses.

—Sshh. ¿Lo ves? Has despertado al bebé. —Luego añadía más bruscamente—.
Josh shodi?
¿Ya estás contento?

Mariam volvía entonces sigilosamente a su habitación.

—¿Por qué no la ayudas? —preguntó Rashid a Mariam—. Algo podrás hacer.

—¿Y qué sé yo de bebés? —dijo Mariam.

—¡Rashid! ¿Puedes traerme el biberón? Está sobre el
almari.
No quiere mamar. Voy probar otra vez con el biberón.

Los chillidos de la criatura rasgaron el silencio como el cuchillo del carnicero hendía la carne. Rashid cerró los ojos.

—Esa cosa es un cabecilla, como Hekmatyar. Te lo aseguro, Laila ha dado a luz a otro Gulbuddin Hekmatyar.

Mariam observaba cómo la muchacha se pasaba los días dedicada a ciclos inacabables, alimentando, meciendo, acunando y paseando al bebé. Y cuando la niña dormía, tenía que lavar pañales y dejarlos en remojo en un cubo con el desinfectante que había pedido a Rashid con tanta insistencia. Después tenía que limarle las uñas con fino papel de lija, y lavar la ropa y los pijamas. También eso se convirtió en motivo de disputa, como todo lo que concernía al bebé.

—¿Qué pasa con la ropa? —preguntó Rashid.

—Es ropa de niño. Para un
bacha.

—¿Y crees que ella se da cuenta de la diferencia? Me costó un buen dinero. Y otra cosa te digo: no me gusta nada ese tono. Considéralo un aviso.

Todas las semanas sin falta, la muchacha ponía a calentar un brasero de metal negro, arrojaba en él unas semillas de ruda silvestre fechaba el humo en dirección al bebé para protegerlo de toda maldad.

Pese a que a Mariam le resultaba agotador observar el torpe entusiasmo de la muchacha, debía admitir, aunque fuera en privado y a regañadientes, que también le inspiraba cierta admiración. Le maravillaba que los ojos de la muchacha brillaran de adoración, incluso por la mañana, cuando su rostro se veía apagado y pálido como la cera tras haberse pasado la noche entera acunando a la criatura. La joven tenía ataques de risa cuando el bebé expulsaba los gases. Los más pequeños cambios de su hija la tenían embelesada y todo lo que hacía lo encontraba espectacular.

—¡Mira! Alarga la manita para coger el sonajero. Qué lista es.

—Llamaré a los periódicos —mascullaba Rashid.

Todas las noches había demostraciones. Cuando la muchacha insistía en que Rashid presenciara alguna cosa, él alzaba el mentón y lanzaba una impaciente mirada de reojo por encima de su aguileña nariz cruzada por venas azules.

—Mira. Mira cómo se ríe cuando hago chasquear los dedos. Mira. ¿Lo ves? ¿Lo has visto?

Rashid soltaba un gruñido y volvía a fijar su atención en el plato. Mariam recordaba que antes Rashid se sentía abrumado ante la mera presencia de la muchacha. Todo lo que ella decía le complacía, le intrigaba, le hacía levantar la cabeza del plato y asentir.

Lo extraño era que la caída en desgracia de la muchacha debería haber satisfecho a Mariam, quien debería haberse sentido vengada, pero no era así. No, no lo era. Sorprendida de sí misma, Mariam descubrió que la compadecía.

También era durante la cena cuando la muchacha soltaba toda una retahíla de preocupaciones. Encabezaba la lista una posible neumonía, de la que sospechaba al oír la más mínima tos del bebé. Luego estaba la disentería, cuyo espectro despertaba cada vez que hallaba una deposición un poco líquida. Y cualquier sarpullido tenía que ser la viruela o el sarampión.

—No deberías encariñarte tanto con ella —espetó Rashid una noche.

—¿Qué quieres decir?

—La otra noche estaba escuchando la radio. La Voz de América. Y oí una estadística interesante. Dijeron que en Afganistán uno de cada cuatro niños morirá antes de cumplir los cinco años. Eso fue lo que dijeron. Y luego... ¿Qué? ¿Qué? ¿Adónde vas? Vuelve aquí. ¡Vuelve aquí ahora mismo!

—¿Qué le pasa? —preguntó a Mariam, mirándola con perplejidad.

Esa noche, Mariam estaba acostada cuando volvió a producirse una pelea. Era una calurosa noche estival, típica del mes de Saratan en Kabul. Mariam había abierto la ventana y había vuelto a cerrarla al comprobar que por ella no entraba aire alguno que aliviara el bochorno, sólo mosquitos. Notaba el calor que desprendía el suelo en el patio, traspasaba las tablas astilladas del retrete y subía por las paredes hasta penetrar en su habitación.

Por lo general la discusión terminaba en unos minutos, pero pasó media hora y no sólo no había acabado, sino que iba subiendo de tono. Mariam oía los gritos de Rashid. La voz de la muchacha sonaba aguda y vacilante. Pronto el bebé empezó a protestar.

Entonces Mariam oyó que la puerta de la habitación de Rashid se abría violentamente. Por la mañana, encontraría la marca circular del pomo en la pared del pasillo. Mariam ya se incorporaba en la cama cuando su puerta se abrió de golpe y Rashid irrumpió en su habitación.

El hombre llevaba unos calzoncillos blancos y una camiseta a juego que el sudor amarilleaba en las axilas. Calzaba chancletas. En la mano sujetaba un cinturón, el de cuero marrón que había comprado para su
nikka
con la muchacha, con la parte perforada enrollada alrededor del puño.

—Es culpa tuya. Lo sé —gruñó, avanzando hacia Mariam.

Ella se levantó de la cama y empezó a retroceder. Instintivamente cruzó los brazos sobre el pecho, donde solía pegarle primero.

—¿De qué hablas? —balbuceó la mujer.

—De su rechazo. Tú se lo has enseñado.

A lo largo de los años, Mariam había aprendido a insensibilizarse cuando su marido la despreciaba, le hacía reproches, la ridiculizaba y la reprendía. Sin embargo, no había conseguido dominar el miedo que le inspiraba. Después de tanto tiempo, seguía echándose a temblar cuando Rashid iba por ella con aquella expresión de sorna, apretando el cinturón en torno al puño, haciendo crujir el cuero, y con los ojos brillantes e inyectados en sangre. Era el miedo de la cabra a la que meten en la jaula de un tigre, cuando el tigre alza la cabeza y empieza a gruñir.

La muchacha entró en la habitación con los ojos como platos y el rostro crispado.

—Debería haber imaginado que tú la corromperías —espetó Rashid a Mariam, y probó el cinturón en su propio muslo. La hebilla tintineó con fuerza.

—¡Basta,
bas
! —exclamó la joven—. Rashid, no puedes hacer esto.

—Tú vuelve a la habitación.

La mujer siguió retrocediendo.

—¡No! ¡No lo hagas!

—¡Obedece!

El hombre volvió a levantar el cinturón, esta vez con intención de golpear a Mariam.

Entonces ocurrió algo asombroso: la muchacha se abalanzó sobre él. Lo agarró por el brazo con ambas manos y trató de obligarle a bajar la mano, pero simplemente se quedó colgando. Lo que sí consiguió fue evitar que avanzara hacia Mariam.

—¡Suéltame! —gritó Rashid.

—Tú ganas. Tú ganas. No lo hagas. ¡Por favor, no le pegues! Te lo ruego, no lo hagas.

Siguieron forcejeando así, con la chica colgada del brazo de Rashid, suplicando, y éste tratando de zafarse de ella sin apartar los ojos de Mariam, que estaba demasiado asombrada para moverse.

Al final, la mujer comprendió que esa noche no recibiría ninguna paliza. Rashid había conseguido lo que se proponía. Permaneció inmóvil durante unos instantes más, jadeando, con el brazo levantado y una fina película de sudor en la frente. Luego bajó el brazo lentamente. Aunque los pies de la muchacha tocaron el suelo, aun así no se soltó, como si no se fiara de él. Rashid tuvo que desasirse de un tirón.

—Te lo advierto —masculló, echándose el cinturón por encima del hombro—. Os lo advierto a las dos. No consentiré que me convirtáis en un
ahmaq,
un idiota, en mi propia casa.

Lanzó una última mirada asesina a Mariam y empujó a la joven para que saliera delante de él.

Cuando oyó que se cerraba la puerta de la habitación de Rashid, la mujer volvió a acostarse, se cubrió la cabeza con la almohada y esperó a que cesaran los temblores.

Tres veces se despertó Mariam esa noche. La primera fue por el estruendo de los misiles que llegaba desde el oeste, desde Karté Char. La segunda vez fue por el llanto del bebé en el piso de abajo, mientras la muchacha lo arrullaba para que callara al tiempo que agitaba la cucharilla en el biberón. Finalmente, fue la sed lo que la impulsó a levantarse.

La sala de estar se encontraba a oscuras, salvo por la franja de luz de luna que entraba por la ventana. Mariam oyó el zumbido de una mosca y distinguió la estufa de hierro forjado en un rincón, con el tubo que ascendía y luego formaba un ángulo agudo justo al llegar al techo.

De camino a la cocina, estuvo a punto de tropezar con algo. Había una forma a sus pies. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, descubrió que eran la madre y la hija tumbadas en el suelo sobre una colcha.

La muchacha dormía de lado y roncaba. El bebé estaba despierto. Mariam encendió la lámpara de queroseno que había sobre la mesa y se agachó. A la luz de la lámpara, vio de cerca a la niña por primera vez: su mata de cabellos oscuros, los ojos de color avellana con abundantes pestañas, las mejillas sonrosadas y los labios del color de una granada madura.

Mariam tuvo la impresión de que el bebé también la examinaba a ella. La niña estaba tumbada de espaldas con la cabeza ladeada, y la miraba fijamente con una mezcla de regocijo, confusión y suspicacia. La mujer se preguntó si su cara la asustaría, pero entonces el bebé soltó unos alegres gorjeos y ella supo que el juicio le había sido favorable.

—Shh —susurró—. Despertarás a tu madre, aunque esté muerta de cansancio.

El bebé cerró la manita. Levantó el puño y lo dejó caer, dirigiéndolo torpemente hasta la boca. Sin dejar de morderse el puño, la niña sonrió, dejando escapar pequeñas burbujas de saliva relucientes.

—Fíjate. Da lástima verte, vestida como un niño. Y tan tapada, con el calor que hace. No me extraña que aún estés despierta.

Mariam apartó la manta y se horrorizó al ver que había otra debajo. Chasqueó la lengua y apartó también la segunda manta. El bebé rió con alivio y agitó las manos como un pájaro que aleteara.

—¿Mejor,
nay
?

Cuando se dispuso a incorporarse, la pequeña le agarró el meñique. Los diminutos dedos se cerraron con fuerza en torno al de Mariam. Eran suaves y cálidos, y estaban húmedos de babas.

—Gugú —dijo el bebé.

—De acuerdo,
bas,
suéltame.

La niña siguió aferrada al meñique y pataleó.

Mariam se desasió. La pequeña sonrió y soltó unos cuantos gorgoritos. Luego volvió a llevarse los nudillos a la boca.

—¿Por qué estás tan contenta, eh? ¿Por qué sonríes? No eres tan lista como dice tu madre. Tu padre es un bruto y tu madre una tonta. No sonreirías tanto si lo supieras. No, ya lo creo que no. Ahora duérmete. Vamos.

Mariam se levantó y avanzó unos cuantos pasos antes de que el bebé empezara a hacer los sonidos típicos que indicaban el inicio de una buena llantina. Volvió entonces sobre sus pasos.

—¿Qué pasa? ¿Qué quieres de mí?

El bebé esbozó una sonrisa desdentada.

Mariam suspiró. Se sentó, dejó que la pequeña le agarrara el dedo, y la contempló mientras chillaba y doblaba las piernas regordetas para patalear. La mujer se quedó sentada, observándola, hasta que la niña dejó de moverse y empezó a respirar pesadamente.

Fuera, los sinsontes cantaban alegremente y, por momentos, cuando levantaban el vuelo, Mariam veía en sus alas el reflejo azul fosforescente de la luna que brillaba entre las nubes. Y aunque tenía la boca reseca y notaba calambres en los pies, tardó un buen rato en soltarse delicadamente para levantarse.

34

Laila

De todos los placeres terrenales, el preferido de Laila era tumbarse junto a Aziza, con el rostro tan cerca del de su hija que veía cómo se dilataban y se contraían sus pupilas. Le encantaba acariciar con un dedo la tersa y delicada piel de la niña, sus nudillos, los pliegues de sus codos. A veces tumbaba a la pequeña sobre su pecho y le hablaba a la suave coronilla, susurrando cosas sobre Tariq, el padre que nunca conocería y cuyo rostro no podría ver. Laila le hablaba de su habilidad para resolver acertijos, de sus mañas y travesuras, de su risa fácil.

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