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Authors: Cilla Börjlind,Rolf Börjlind

Tags: #Intriga, #Policíaco

Marea viva (26 page)

BOOK: Marea viva
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Todavía.

Sin embargo, era lo bastante realista para darse cuenta del peligro que corría: de que sí acabara en su hoja de ruta cuando se hubieran agotado los tres días.

¿Qué haría entonces si Wendt daba a conocer la conversación? ¿Qué podrían hacer sus abogados? ¿Afirmar que era una falsificación? Pero un simple análisis de voz podría confirmar que era él sin ningún tipo de dudas. ¿Y Linn? Ella reconocería su voz de inmediato.

Bertil encendió un purito. Se había fumado casi una cajetilla entera ese día. Miró de reojo su rostro en el retrovisor. Parecía tan ajado como el de Wendt; sin afeitar, macilento; no había dormido ni desayunado, había aguantado comentarios enconados sobre reuniones anuladas, y luego estaba Linn. Sabía que ella presentía e intuía algo y que le plantearía unas cuantas preguntas incómodas en cuanto pudiera hacerlo. Preguntas a las que él no podría contestar sin mentir. Y no resultaba fácil mentir a Linn.

Era un hombre sometido a una presión muy grande.

—Suenas algo estresado.

—¿De veras? Sí, bueno, tengo bastantes cosas candentes ahora mismo en mi agenda.

Acababa de telefonearle Erik Grandén. Había vuelto de Bruselas e insistió en que cenaran juntos. Puesto que Bertil de momento quería evitar todo contacto directo con Linn, acordaron verse.

—¿En el Teatergrillen, a las siete y media?

—Está bien.

—¿Irá Linn?

—No.

Bertil colgó. Miró la madeja de cinta que aún tenía en la mano, observó el canal de Djurgård y sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Un nudo ardiente. Tragó saliva una y otra vez, y al final se rindió.

El ambiente que se respiraba en el Teatergrillen, el restaurante cercano al Teatro Nacional, podría catalogarse de íntimo. Un empapelado de un profundo rojo, pequeños cuadros de marcos dorados y luz tenue en los apliques fijados en las paredes. Erik Grandén se encontraba a gusto allí. En el centro de la ciudad. Era donde quería estar. Acababa de pasarse por el Buckan, en Arsenalsgatan. Había una exposición de obras de arte moderno y Grandén había encontrado un Bærtling temprano del que se había prendado. Quizá debería hacer una oferta. De pronto volvía a ser rentable invertir en Bærtling.

Había aposentado su cuerpo larguirucho en una butaca frente a su antiguo compañero de juegos, Bertil Magnuson. No es que hubieran jugado en el parquecito de arena, pero en sus círculos la gente era «compañeros de juegos» de muy buena gana. Ahora estaban sentados jugando con un lenguado
meunière
y un par de copas del mejor vino blanco frío. El vino era cosa de Grandén. Había invertido en algunas botellas de calidad excepcional que guardaba en un lugar especial del sótano de la ópera.

—¡Salud!

—Salud.

Bertil estaba muy callado. Grandén estaba encantado. Le gustaba oír su propia voz. Bien modulada, siempre con un vocabulario conciso, tenía mucha práctica a la hora de hablar en público.

También se sentía cómodo a la luz pública.

Cuando le contó a su amigo su posible próxima misión al más alto nivel europeo, fue como escuchar un discurso electoral.

—Digo posible porque, a estos niveles, no hay nada seguro hasta que está completamente cerrado, como suele decir Sarkozy. Por cierto, tenemos el mismo peluquero en París. Pero me extrañaría mucho que no acabara positivamente. ¿A quién van a elegir si no a mí?

Bertil sabía que era una pregunta retórica, así que masticó otro bocado de lenguado.

—Pero ya basta de hablar de mí. ¿Cómo va MWM? Tengo entendido que las olas se han agitado un poco en el estanque con motivo del galardón.

—Así es.

—¿El Congo?

—Sí.

—Leí lo del trabajo infantil, no tiene muy buena pinta.

—No.

—¿A lo mejor podrías intervenir con algún tipo de donación?

—¿A?

—A un hospital infantil en Walikale, encargarte de la construcción y el equipamiento, tirar unos millones en la sanidad local ayudaría a maquillarlo todo un poco.

Grandén tenía una capacidad extraordinaria para pensar con un enfoque de política real, de manera táctica; era un maestro a la hora de adornar las cosas.

—Es posible. El problema es la extracción en sí, no hemos conseguido las tierras que queríamos.

—Tal vez hayáis procedido con demasiada lentitud.

Bertil sonrió apenas. Erik era magistral a la hora de desentenderse de un asunto, de todos los que «no acababan de arreglarse».

—Sabes exactamente cómo hemos procedido y con qué prontitud, Erik, conoces perfectamente todo el proceso, ¿o no?

—No hace falta que entremos en detalles.

A Grandén no le gustaba que le recordaran que ya tenía las manos en la masa. Oficialmente, hacía tiempo que se las había lavado.

—¿Es por eso que pareces un poco fuera de lugar? —preguntó.

—No.

De pronto Bertil se sorprendió a sí mismo cerca, muy cerca, de decir demasiado. Podía deberse al vino, a la falta de sueño, a la prensa, o simplemente a la necesidad de desahogarse. Sincerarse un poco con un viejo mosquetero.

Pero se contuvo.

Nunca hubiera podido explicarse. Explicar aquella conversación grabada. Y aunque lo hubiera hecho, aunque le hubiera contado a su viejo amigo y compañero de correrías el motivo de aquella maldita conversación, ignoraba cuál sería su reacción. Lo que sí sabía era que Erik era de la misma cuerda que él. Forjado con el mismo acero egocéntrico. Si le hablaba de la conversación grabada era muy posible que pidiera la cuenta, diera las gracias por una larga y fructífera amistad y luego desapareciera de la vida de Bertil.

Para siempre.

Así pues, condujo la conversación hacia el tema favorito de Erik.

—¿En qué misión estás trabajando actualmente?

—Es confidencial. Pero si todo va bien brindarás con uno de los hombres más poderosos de Europa la próxima vez que nos sentemos aquí. —Y contrajo el labio inferior levemente: un gesto que en él indicaba claramente un segundo significado.

A ojos de Bertil simplemente pareció amanerado.

Supuso que había perdido el conocimiento un rato. No sabía cuánto. Cuando volvió en sí sintió que un frío viento recorría el estrecho pasadizo. Algo debía de haberse abierto en el extremo opuesto, creando una corriente helada. Seguramente fue el frío que contrajo su cuerpo unos milímetros, los justos para liberarlo. Lo justo para zafarse del recodo con la ayuda de movimientos espasmódicos con sus pies y recuperar la posición longitudinal.

Respiró varios minutos, y constató que sería imposible volver por donde había venido. Si quería salir de allí solo había una manera, un camino, y era hacia el interior.

Empezó a arrastrarse de nuevo.

Y siguió arrastrándose.

Y puesto que hacía un buen rato que su noción del tiempo había desaparecido, no tenía ni idea del tiempo que tardó, pero de pronto llegó casi al final del pasadizo. Una abertura más o menos del tamaño del extremo por el que había entrado. Recorrió el último tramo a rastras y miró hacia fuera.

Había un enorme recinto en el interior de la montaña.

Nunca olvidaría lo que vio.

Primero la luz. O luces. Un gran número de proyectores colgados de un soporte que arrojaban una luz giratoria roja y verde por toda la estancia. Una luz fuerte. Sus ojos tardaron un tiempo en acostumbrarse.

Entonces vio las jaulas.

Dos. Cuadradas. Tres metros de ancho por dos de alto, en mitad de la sala. Con marcos de acero y malla metálica en los lados.

Y dentro de las jaulas había niños.

Dos en cada una, de unos diez años. Vestidos solo con pantalones cortos de cuero negro. Enzarzados en una pelea delirante, uno contra otro. Con los cuerpos ensangrentados.

Y luego estaban los espectadores.

Varias filas alrededor de las jaulas. Azuzando, gritando, arengando. Esgrimiendo billetes que cambiaban de mano varias veces durante la pelea.

Cagefighting
. Lucha en jaulas.

Con apuestas.

De no haber sido advertido de antemano por Acke, habría tardado un buen rato en darse cuenta de lo que estaba viendo. Aun así le resultó difícil.

Sin embargo, un par de horas antes había entrado en uno de los ordenadores de
Situation Stockholm
, había buscado
cagefighting
y encontrado información bastante terrorífica. Cómo empezó en Inglaterra varios años atrás. Padres que dejaban que sus hijos lucharan en jaulas metálicas. Para «entrenarse», como declaró un padre. Vio un vídeo en Youtube de dos niños de ocho años peleando en una jaula de acero en el Greenlands Labour Club de Preston. Casi se mareó.

Pero siguió buscando.

De forma metódica fue encontrando información cada vez más turbia. Cómo el
cagefighting
se extendió a otros países y cómo fue a más cada año que pasaba. Con apuestas cada vez más importantes, al tiempo que se tornaba más invisible. Para, poco a poco, acabar bajo tierra, en la clandestinidad.

Oculto para el resto del mundo, pero conocido por los que disfrutaban viendo a niños pelearse en jaulas. Como gladiadores imberbes.

¿Cómo demonios podía mantenerse algo así en secreto?, pensó. ¿Y cómo conseguían que los niños participaran?

Lo entendió cuando topó con un texto que contaba que el que ganaba una pelea subía un peldaño en la lista de los mejor clasificados. El que alcanzaba el primer puesto después de diez peleas ganaba dinero. El mundo era un hervidero de niños pobres. Niños sin hogar. Niños secuestrados. Niños sin nadie que se preocupara por ellos. Niños que tal vez vieran una oportunidad de llegar a algún lugar peleando en jaulas.

O niños que simplemente querían intentar ganar un poco de dinero para ayudar a sus madres.

Repugnante, pensó Stilton. Leyó que a menudo las peleas eran organizadas por jóvenes que también habían empezado luchando en las jaulas. Y cómo todos llevaban un tatuaje especial que indicaba quiénes eran. Dos iniciales: KF. Con un círculo alrededor.

Como uno de los agresores del sin techo en el puente de Väster.

Kid Fighters, según Acke.

Por eso estaba allí.

Le costaba mantener la mirada en las jaulas. Un niño había sido abatido y estaba echado en el suelo de la jaula, sangrando. Alguien entreabrió la puerta metálica y arrastró el cuerpo fuera, como si fuera un cadáver. El otro niño daba saltos y bailaba en el interior de la jaula mientras los espectadores silbaban y lo vitoreaban, hasta que de pronto se hizo el silencio. Iba a empezar una nueva pelea.

Fue entonces cuando estornudó.

No solo una vez, sino cuatro. Se le había metido el polvo del pasadizo en la nariz. Al cuarto estornudo lo descubrieron.

Y también fueron cuatro los que lo sacaron a rastras del agujero y uno quien lo derribó. En la caída se golpeó la cabeza contra la pared de la gruta. Lo arrastraron hasta una cueva menor, fuera de la vista de los espectadores. Allí le arrancaron la ropa. Dos de ellos eran un poco más jóvenes, los otros dos un poco mayores. Lo levantaron y lo arrojaron contra la fría pared de granito. La sangre de la herida en la cabeza corría por sus hombros. Uno de los jóvenes sacó un espray y escribió TRASHKICK sobre su espalda desnuda.

Otro sacó un móvil.

Uno de los inconvenientes de los móviles son las llamadas por accidente cuando lo llevas en el bolsillo. Una ventaja es que resulta fácil llamar al último número que marcaste. Fue lo que ocurrió cuando sonó el móvil del Visón. Una rellamada de una persona que durante su última conversación había estado centrada y despierta, pero que ahora se hallaba en un estado muy distinto. En un estado calamitoso, pues el Visón solo oyó unos débiles estertores. Pero el número que apareció en la pantalla le dijo quién llamaba: Stilton.

El Visón se imaginó rápidamente dónde podía estar.

Más o menos.

Årsta es grande si no sabes por dónde empezar a buscar, así que el Visón tardó un buen rato en encontrarlo. Al final llamó a Vettan y habló con Acke, que le dio indicaciones más concretas de dónde se encontraba ese lugar de Årsta. Le sirvió un poco. Se pudo hacer una idea razonable de la zona, lo bastante para finalmente encontrar a Stilton. Desplomado al pie de un muro de piedra gris. Desnudo y ensangrentado, la ropa desperdigada por el suelo. Sostenía el móvil en la mano. El Visón vio que Stilton estaba bastante maltrecho, pero vivo. Y consciente. Consiguió ponerle los pantalones y una cazadora.

—Vamos a un hospital.

—¡No!

Stilton odiaba los hospitales. El Visón consideró obligarlo. Renunció y llamó a un taxi.

El primero que apareció dio media vuelta en cuanto el taxista los vio. El segundo se detuvo y propuso llamar una ambulancia; luego se fue. El tercero acababa de dejar a un cliente a unos metros de allí cuando el Visón le indicó que se acercara. Para entonces, ya había aprendido la lección y había dejado a Stilton un poco apartado, detrás de un arbusto. Rápidamente le contó al taxista que su amigo había recibido una paliza y necesitaba atención médica, y antes de que el taxista pudiese responder, introdujo dos billetes de quinientas coronas por la ventanilla. Las ganancias del día.

—Yo mismo conduje un taxi muchos años, sé cómo puede ser esto a veces, borrachos y otros mierdas, pero tranquilo, vamos a la calle Wibom, en Solna. Mil pavos sin taxímetro, bastante bien pagado, ¿no crees?

Olivia estaba sentada en la cocina tomando un helado, ante el portátil. De pronto se quedó boquiabierta y se le cayó el helado al suelo. Había entrado en Trashkick por curiosidad. Primero había visto a un hombre desnudo al que estaban maltratando en una especie de gruta, unas imágenes bastante oscuras, y luego vio cómo lanzaban el cuerpo en algún lugar y cómo este aterrizaba junto a un muro de piedra.

¿Stilton?

Primero se quedó como el helado un rato antes: frío por dentro. Luego marcó el número de Stilton.

Y esperó.

Elvis
se apresuró a terminarse el helado derretido. ¿Contestaría? Lo hizo, aunque no él, sino una voz desconocida.

—Hola, soy el Visón contestando el móvil de Stilton.

¿El Visón? ¿Era uno de los agresores? ¿Le había mangado el teléfono? Entonces, ¿por qué contestaba?

—Me llamo Olivia Rönning y… ¿Está Tom con usted? ¿Stilton?

—Sí.

—¿Dónde?

—En la caravana de Vera. ¿Qué quieres?

¿La caravana de Vera? ¿La mujer asesinada?

—¿Cómo está? He visto en internet cómo le pegaban y…

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