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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Los límites de la Fundación (9 page)

BOOK: Los límites de la Fundación
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Los sentidos de Trevize se despertaron y recordó.

La alcaldesa estaba en el salón de Pelorat, tan serena como siempre. Kodell se encontraba con ella, frotándose el bigote.

Trevize se ajustó debidamente el cinturón y se preguntó si los dos, Branno y Kodell, habrían estado separados alguna vez.

Trevize dijo burlonamente:

—¿Es que el Consejo ya se ha recuperado? ¿Están sus miembros preocupados por la ausencia de uno de ellos?

La alcaldesa contestó:

—Hay señales de vida, si, pero no tantas como para que le sirvan de algo. Lo único importante es que aún tengo poder para obligarle a marcharse. Será conducido al puerto espacial de Ultimate…

—¿Por qué no al puerto espacial de Términus, señora alcaldesa? ¿Me privarán de la despedida de mis numerosos partidarios?

—Veo que ha recobrado su afición por las simplezas de la adolescencia, consejero, y me alegro.

Acalla lo que de otro modo podría ser un creciente remordimiento de conciencia. En el puerto espacial de Ultimate, usted y el profesor Pelorat se marcharán tranquilamente.

—¿Y nunca regresaremos?

—Y quizá nunca regresarán. Naturalmente —y en este punto esbozó una fugaz sonrisa—, si descubren algo de tanta importancia y utilidad que incluso yo pueda alegrarme de tenerles aquí con su información, regresarán. Quizá incluso sean recibidos con honores.

Trevize asintió con indiferencia.

—Eso puede ocurrir.

—Casi todo puede ocurrir. En cualquier caso, estarán cómodos. Se les ha asignado un crucero de bolsillo recién terminado, el Estrella Lejana, bautizado como el crucero de Hober Mallow. Una sola persona puede manejarlo, aunque albergará un máximo de tres personas con razonable comodidad.

Trevize se sorprendió hasta el punto de olvidar su fingida actitud de festiva ironía.

—¿Completamente armado?

—Desarmado, pero completamente equipado en lo demás. Adondequiera que vayan serán ciudadanos de la Fundación y siempre habrá un cónsul hacia el que puedan volverse, dé modo que no requerirán armas. Dispondrán de todos los fondos que necesiten. Aunque quizá deba añadir que no son fondos ilimitados.

—Es usted muy generosa.

—Lo sé, consejero. Pero, consejero, entiéndame. Usted ayudará al profesor Pelorat a buscar la Tierra. A pesar de lo que usted piense que está buscando, está buscando la Tierra. Todos aquellos a los que conozca deben entenderlo así. Y recuerde siempre que el Estrella Lejana no está armado.

—Estoy buscando la Tierra —dijo Trevize—. Lo entiendo perfectamente.

—Entonces ya puede marcharse.

—Perdóneme, pero seguramente hay muchos detalles de los que no hemos hablado. Piloté naves en mi juventud, pero no tengo experiencia en cruceros de bolsillo último modelo. ¿Y si no sé pilotarlo?

—Me han dicho que el Estrella Lejana está totalmente computadorizado. Y antes de que me lo pregunte, usted no tiene que saber manejar la computadora de una nave último modelo. Ella misma le dirá lo que necesite saber. ¿Desea alguna otra cosa?

Trevize se miró tristemente.

—Cambiarme de ropa.

—La encontrará a bordo de la nave, incluyendo esas fajas que lleva, o cinturones, o como se llamen. El profesor también dispondrá de lo que necesite. Todo lo razonable ya se halla a bordo, aunque me apresuro a añadir que eso no incluye la compañía femenina.

—Lástima —dijo Trevize—. Sería agradable, pero, en fin, da la casualidad de que en este momento no tengo una candidata adecuada. Sin embargo, me imagino que la Galaxia es populosa y que una vez lejos de aquí podré hacer lo que me plazca.

—¿Respecto a su compañía? Desde luego.

Se levantó pesadamente.

—Yo no le acompañaré al espaciopuerto —dijo—, pero hay quienes lo harán, y le aconsejo que no se esfuerce en hacer nada que no le digan. Creo que le matarían si intentara escapar. El hecho de que yo no esté con ellos impedirá cualquier inhibición.

—No haré ningún esfuerzo que no esté autorizado, señora alcaldesa, pero una cosa… —dijo Trevize.

—¿Si?

Trevize pensó con rapidez y finalmente, con una sonrisa que deseó no pareciera forzada, dijo:

—Quizá llegue el día, señora alcaldesa, en que usted me pida un esfuerzo. Entonces haré lo que me parezca mejor, pero recordaré estos dos últimos días.

La alcaldesa Branno suspiró.

—Ahórreme el melodrama. Si ese día llega, llegará, pero por ahora… no le pido nada.

4. Espacio
14

La nave resultaba incluso más impresionante de lo que Trevize, a tenor de sus recuerdos de la época en que el nuevo tipo de crucero fue ampliamente divulgado, había esperado.

No era el tamaño lo que impresionaba, pues era bastante pequeña. Estaba diseñada para alcanzar la máxima maniobrabilidad y velocidad, para motores totalmente gravíticos, y por encima de todo para una computadorización avanzada. No necesitaba envergadura; ésta habría frustrado su propósito.

Era un aparato individual que podía remplazar, ventajosamente, a las naves antiguas que requerían una tripulación de doce miembros o más. Con una segunda o incluso una tercera persona para establecer turnos de guardia, una nave así podía derrotar a una flotilla de naves mayores no pertenecientes a la Fundación. Además, podía superar la velocidad de cualquier otra nave existente y escapar.

Había cierta elegancia en su diseño; ni una línea inútil, ni una curva superflua dentro o fuera. Hasta el último metro cúbico de volumen estaba aprovechado al máximo, como para crear una paradójica sensación de amplitud en su interior. Nada de lo que la alcaldesa pudiera haber dicho sobre la importancia de su misión habría impresionado a Trevize más que la nave con que debería realizarla.

Branno «la mujer de bronce», pensó con disgusto, lo había empujado hacia una peligrosa misión de la mayor importancia. Quizás él no habría aceptado con tal determinación si ella no hubiera dispuesto las cosas de modo que él quisiera demostrarle lo que era capaz de hacer.

En cuanto a Pelorat, estaba maravillado.

—¿Creería usted —dijo, colocando un suave dedo sobre el casco antes de trepar al interior— que nunca me he acercado a una astronave?

—Si usted lo dice, naturalmente, le creeré, profesor, pero, ¿cómo lo ha conseguido?

—Si he de serle sincero, no lo sé, mi querido ami…, quiero decir, mi querido Trevize. Supongo que estaba demasiado ocupado con mi investigación. Cuando se tiene una excelente computadora capaz de llegar a otras computadoras en cualquier lugar de la Galaxia, uno apenas necesita moverse de casa, ¿sabe? Por alguna razón, pensaba que las astronaves eran más grandes que ésta.

—Este es un modeló pequeño, sin embargo por dentro es mucho más grande que cualquier otra nave de su tamaño.

—¿Cómo es posible? Se está usted burlando de mi ignorancia.

—No, no. Hablo en serio. Esta es una de las primeras naves que ha sido completamente gravitizada.

—¿Qué significa eso? Pero, por favor, no lo explique si se trata de algo muy técnico. Aceptaré su palabra, tal como usted aceptó ayer la mía en lo referente a la única especie de la humanidad y el único mundo de origen.

—Intentémoslo, profesor Pelorat. Durante los miles de años de vuelo espacial, hemos tenido motores químicos, motores iónicos y motores hiperatómicos, y todos ellos han sido voluminosos. La vieja Flota imperial tenía naves de quinientos metros de longitud y no más espacio vital que el de un pequeño departamento. Felizmente la Fundación se ha especializado en la miniaturización durante todos los siglos de su existencia, gracias a su falta de recursos materiales. Esta nave es la culminación. Utiliza la antigravedad y el aparato que lo hace posible ocupa muy poco espacio y está incluido en el casco. Si no fuese porque aún necesitamos el…

Un guardia de Seguridad se acercó.

—¡Tendrán que darse prisa, caballeros!

El cielo empezaba a clarear, aunque todavía faltaba media hora para que amaneciese.

Trevize miró a su alrededor.

—¿Está mi equipaje a bordo?

—Sí, consejero, encontrará la nave totalmente equipada.

—Con ropa, supongo, que no será de mi talla ni de mi gusto.

El guardia sonrió, de improviso y casi con infantilismo.

—Creo que lo será —dijo—. La alcaldesa nos ha hecho trabajar de lo lindo durante estas últimas treinta o cuarenta horas y hemos conseguido un duplicado de todo lo que tenía. Con dinero no hay problemas. Escuche —miró a su alrededor, como para asegurarse de que nadie observaba su súbita fraternización—, son ustedes muy afortunados. Es la mejor nave del mundo, totalmente equipada, a excepción del armamento. Vivirán a cuerpo de rey.

—Pero de rey destronado —dijo Trevize—. Bueno, profesor, ¿está listo?

—Con esto lo estoy —dijo Pelorat, y levantó una oblea cuadrada de unos veinte centímetros de lado, guardada en un estuche de plástico plateado. Trevize cayó repentinamente en la cuenta de que Pelorat no la había soltado desde que salieron de su casa, cambiándosela de una mano a otra pero sin dejarla un momento, ni siquiera cuando se detuvieron a desayunar.

—¿Qué es eso, profesor?

—Mi biblioteca. Está clasificada por temas y orígenes, y la he condensado toda en una oblea. Si piensa que esta nave es una maravilla, ¿qué hay de esta oblea? ¡Una biblioteca completa! ¡Todo lo que he reunido! ¡Maravilloso! ¡Maravilloso!

—Bueno —dijo Trevize—, vivimos a cuerpo de rey.

15

Trevize se maravilló al ver el interior de la nave.

La utilización del espacio era ingeniosa. Había una habitación con comida, ropa, películas y juegos. Había un gimnasio, un salón y dos dormitorios casi idénticos.

—Este —dijo Trevize —debe ser el suyo, profesor. Al menos, contiene un Lector FX.

—Bien —dijo Pelota con satisfacción—. He sido un tonto evitando los viajes espaciales durante tanto tiempo. Podría vivir aquí, mi querido Trevize, con absoluta satisfacción.

—Más espacioso de lo que esperaba —dijo Trevize complacido.

—¿Y los motores están realmente en el casco, como usted ha dicho?

—Los aparatos de control lo están, en todo caso. No tenemos que almacenar combustible o utilizarlo. Utilizaremos las existencias de energía fundamental del Universo; así pues, el combustible y los motores están… ahí fuera. —Hizo un gesto impreciso.

—Bueno, ahora que lo pienso… ¿qué ocurrirá si algo falla?

Trevize se encogió de hombros.

—He sido adiestrado en navegación espacial, pero no en estas naves. Si hay algún fallo en los controles gravíticos me temo que no podré hacer nada.

—Pero ¿sabe conducir esta nave? ¿Pilotarla?

—Ni yo mismo lo sé.

Pelorat dijo:

—¿Supone que es una nave automatizada? ¿Es posible que seamos simples pasajeros? Tal vez no tengamos que hacer absolutamente nada.

—Eso ocurre en el caso de transbordadores entre planetas y estaciones espaciales dentro del sistema estelar, pero nunca he oído hablar de un viaje hiperespacial automatizado. Al menos, hasta ahora.

Miró de nuevo a su alrededor y sintió una cierta aprensión. ¿Se las habría ingeniado la bruja de la alcaldesa para maniobrar hasta tal punto a espaldas suyas? ¿Había la Fundación automatizado también los viajes interestelares, y se proponían depositarle en Trántor contra su voluntad, y sin consultarle más que al resto de los enseres de la nave?

—Profesor, usted siéntese. La alcaldesa dijo que esta nave estaba totalmente computadorizada. Si en su habitación hay un Lector FX, en la mía debe haber una computadora. Póngase cómodo y déjeme echar una ojeada por mi cuenta —dijo, con una optimista animación que no sentía.

Pelorat se mostró instantáneamente ansioso.

—Trevize, mi querido compañero… No irá a desembarcar, ¿verdad?

—No tengo la menor intención de hacerlo, profesor. Y si lo intentara, puede estar seguro de que me lo impedirían. La alcaldesa ya habrá dado órdenes en ese sentido. Lo único que me propongo hacer es averiguar qué pone en funcionamiento al Estrella Lejana. —Sonrió—. No le abandonaré, profesor.

Aún sonreía cuando entró en lo que parecía ser su dormitorio, pero su cara recobró la seriedad mientras cerraba suavemente la puerta tras de si.

Tenía que haber algún medio de comunicarse con un planeta situado en las cercanías de la nave. Era imposible imaginarse una nave deliberadamente aislada de sus alrededores y, por lo tanto, en algún lugar, quizás en un nicho de la pared, habría un comunicador. Lo utilizaría para llamar al despacho de la alcaldesa y preguntarle por los controles.

Inspeccionó minuciosamente las paredes, la cabecera de la cama, y los funcionales muebles. Si aquí no encontraba nada, revisada el resto de la nave.

Estaba a punto de abandonar la búsqueda cuando percibió un destello luminoso sobre la lisa superficie marrón de la mesa. Un círculo luminoso, con nítidas letras que rezaban: INSTRUCCIONES DE LA COMPUTADORA.

¡Ah!

Sin embargo, su corazón latió con rapidez. Había computadoras y computadoras, y había programas que no resultaban sencillos de descifrar. Trevize nunca había cometido el error de subestimar su propia inteligencia, pero, por otra parte, él no era un Gran Maestro. Había quienes tenían habilidad para usar una computadora, y quienes no la tenían… y Trevize sabía muy bien a qué grupo pertenecía.

Durante la época que pasó en la Armada de la Fundación, había alcanzado el rango de teniente, y de vez en cuando había sido oficial de servicio y había tenido la oportunidad de usar la computadora de la nave. Sin embargo, nunca había estado a cargo exclusivo de ella, y nunca se le había exigido que supiera nada más que las maniobras rutinarias encomendadas al oficial de servicio.

Recordó, con una sensación de aprensión, los volúmenes ocupados por un programa enteramente descrito en impresión, y recordó la conducta del sargento técnico Krasnet ante el tablero de mandos de computadora de la nave. Lo manejaba como si fuese el instrumento musical más complejo de la Galaxia, y lo hacía con aire de indiferencia, como si su simplicidad le aburriera; y aun así había tenido que consultar los volúmenes algunas veces, maldiciéndose a sí mismo con desconcierto.

Trevize colocó un vacilante dedo sobre el círculo luminoso y la luz se extendió inmediatamente hasta cubrir la superficie de la mesa. Sobre ella apareció el contorno de dos manos: una derecha y una izquierda. Con un movimiento suave y repentino, la superficie de la mesa se inclinó hasta un ángulo de cuarenta y cinco grados.

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