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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (44 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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—¡No puede ser! —soltó desolada.

Ya todos se habían acercado y acababan de darse cuenta de los motivos del lamento de Marie. Todo el alto y ancho del espacio que había ocupado la puerta del dios Tatenen ocultaba el elemento que estaba bajo su advocación: simple y pura tierra.

—¡Esto está lleno de escorias! —maldijo Marie dando un enérgico golpe a la arena con la linterna.

El polvo les saltó a los ojos a todos. Los apelmazados terrones, libres de su prisión, empezaron a desmenuzarse y caer tímidamente en el pasillo donde estaban situados.

Sintieron una gran frustración.

No sabían qué hacer ahora, sólo miraban el aluvión de partículas derrumbarse en alegre cascada, como quien observa un reloj de arena.

Poco a poco la fuente se secó, los sedimentos cesaron de chorrear y de ensuciar la pavimentación de la galería.

—Vamos, no hay que desmoralizarse —dijo por fin John—, esto es otra prueba de Sheshonk, de eso podemos estar totalmente seguros.

—¿No será que la tumba está incompleta? —especuló un Alí que deseaba terminar cuanto antes con una excavación que estaba dejando su autoestima por los suelos, igual que la arena desparramada que tenía en este momento a sus pies.

—No lo creo —aseguró convincentemente John—. El dios Tatenen nos indica claramente que la próxima prueba que debemos pasar es la de la tierra.

—¿Próxima prueba? —dijo Marie expresando una incredulidad algo fingida.

—¡Vamos! —contestó John—. No nos engañemos a nosotros mismos, éste es ya el tercer obstáculo que Sheshonk nos pone en nuestro camino y sabemos por propia experiencia que todas estas trampas están perfectamente pensadas y construidas.

—Supongo que tienes razón —admitió Marie derrotada.

—Seguro que lo único que tenemos que hacer es excavar hasta encontrar la continuación de la tumba —insistió el inglés—, igual que hicimos con el laberinto de agua.

—Está bien, eso haremos —dijo Marie dando media vuelta y dejando de dirigir la vista a la granulosa superficie de grava y polvo.

Los dos egipcios y la europea estaban a punto de irse. John, sin embargo, no se movió de su sitio, seguía mirando el boquete rebosante de tierra.

—Además. —dijo quedamente, como para sí mismo—, creo que esta no será la última prueba.

—¿Qué? —aulló Marie.

—Mejor salgamos al exterior —propuso John sonriendo maquiavélicamente—, os lo contaré mientras cenamos.

Pero todavía no era excesivamente tarde y Gamal no había terminado de cocinar el pollo con arroz que estaba preparando. Dentro de la oscuridad de la tumba se perdía la noción del tiempo. Tampoco los obreros habían terminado de levantar los tabiques de ladrillo que sellarían los túneles repletos de agua, aún continuaban dentro de la tumba.

El sol no se había ocultado del todo, pero sus rayos habían perdido casi toda su potencia. Decidieron hablar fuera, a la sombra de un toldo.

Osama tendría que estar ahora mismo fiscalizando la tarea de los
fellah,
pero decidió que le interesaba más lo que pudieran decir los arqueólogos, estaba incluso arrepintiéndose de no haber seguido otra carrera profesional que no fuese la militar. Claro que, cuando la escogió, pensaba de otra manera, eran tiempos en los que agradecía la economía mental que procuraban las instituciones totales, las que te lo daban todo hecho. Desde que había aprendido a pensar por sí mismo los retos intelectuales dentro de su oficio se le quedaban muy pequeños, y suerte tenía de tener a un superior como Yusuf al-Misri que le confiaba tareas interesantes y de responsabilidad, como podía ser esta expedición arqueológica.

Cogieron cuatro sillas plegables y las dispusieron a modo de cónclave, en círculo, alrededor de una garrafa de agua provista de grifo que habían recogido de la cocina.

—Bien John —dijo Marie bromeando—, somos todo tuyos, haznos partícipes de tus calenturientas elucubraciones.

—Es una mera suposición —empezó a decir el inglés—, pero creo que Sheshonk ha dispuesto cuatro pruebas u obstáculos dentro de las fauces de su tumba. Llevamos superadas dos, la del fuego y la del agua, y acabamos de encontrarnos una tercera, la de la tierra.

—¿Y por qué sabes que falta otra? —preguntó Marie suspicaz.

—Sheshonk mismo nos lo advierte en la primera inscripción que encontramos, la de la primera puerta, la misma que nos revelaba lo del atajo y que no supimos interpretar.

Marie, Alí y Osama trataban de hacer memoria para recordar la fórmula exacta del aviso del faraón, pero eran incapaces de rememorar las palabras exactas. John les ayudó sacando una hoja con la copia de la traducción que había improvisado en un Londres ya casi olvidado. Les pasó el folio a todos y les indicó la frase que le hacía sospechar:

Por el poder de los cuatro principios,

El que entre en la muerte, muerto será.

—Creo que la amenaza implícita en esta frase queda ahora meridianamente clara —les informó John—. Los
principios
son las trampas y tiene que haber exactamente cuatro, como nos avisa el faraón.

—Pero…

Marie quería hacer, sin duda, alguna objeción, pero John no estaba dispuesto a que le interrumpieran ahora, no hasta decir todo lo que tenía que decir.

—En la leyenda que encontramos en la puerta de ayer —continuó el inglés— hay otra referencia a los
principios.

John sacó otro papel de los numerosos bolsillos de su pantalón y les indicó a sus colegas el siguiente párrafo:

Vuelve raudo al incierto desierto

O por los principios serás muerto.

—Otro ultimátum que lanza Sheshonk contra los que se atrevan a perturbar la paz de su sepultura —advirtió el inglés.

—Así que, al final, había algo de cierto en lo de la maldición que persigue a todos los profanadores de tumbas —suspiró Alí recordando cómo los europeos se habían mofado de sus aprensiones referentes a los anatemas faraónicos.

—Bueno, sí —reconoció el inglés—, sólo que aquí las imprecaciones psicológicas se han trocado en verdaderas amenazas físicas y mecánicas.

—Eso que has dicho antes del fuego, el agua y la tierra. —titubeó Marie.

—Vamos Marie, esa es la parte más clara —declaró John vehementemente para acabar con las resistencias de la francesa—. Los propios dioses Ra, Hapi y Tatenen nos aclaran la naturaleza de cada prueba o trampa, además recordad este pasaje del
Libro de los Muertos
que estaba pintado en la Sala Hipóstila de la tumba de Sheshonk. No puede ser más revelador.

John sacó un tercer papel y subrayó el siguiente texto antes de tenderlo a los presentes:

Recorro el tiempo inalterado,

Vivo aquí igual que en el pasado,

Cubierto por el fuego,

Sostenido por el agua,

Escoltado por la tierra,

Vengado por el aire.

Rompe mi serena quietud

Y la maldición te alcanzará

Devorándote con prontitud.

—Este párrafo es de… —medio enunció, medio preguntó Alí.

—De la cuarta pared, donde aparece reflejado el saqueó de Jerusalén —le aclaró John.

—Así que la supuesta cuarta trampa es el aire —anticipó Osama que, siempre apegado a lo práctico, expresaba lo más concreto e inmediato.

—Exacto, debe ser el aire —convino John.

—El aire… —repitió Marie que, aunque siempre quisquillosa, no podía hacer otra cosa que aceptar las lógicas deducciones de su compañero.

—Es curioso —sonrió John—, pero esto del fuego, agua, tierra y aire es algo más complejo de lo que parece y. bastante más místico.

—Explícate —espetó Marie, otra vez resignada a aguantar las digresiones de John.

—Veréis —comenzó el británico—, los antiguos creían que todos los cuerpos de la naturaleza estaban compuestos por cuatro elementos principales: fuego, agua, tierra y aire. Estos principios conformaban todo lo que hay en el universo mediante las diferentes proporciones de los mismos que conservaba cada substancia; es decir, que el hombre, por ejemplo, tenía algo de agua, la sangre y líquidos corporales; de tierra, en las partes más densas de su cuerpo, como los huesos; de aire, que entraba en los pulmones al ser respirado; y de fuego, en forma de aliento vital y calor en los miembros del organismo.

—¿Y eso qué tiene que ver con la tumba? —criticó una escéptica Marie que pensaba que el inglés volvía a desvariar.

John optó por obviar el comentario de la francesa.

—Los químicos de la antigüedad —continuó— pensaban que al variar la proporción de estos principios en cualquier materia daría como fruto la transmutación de la sustancia en otra completamente diferente.

—Cuando te refieres a los químicos de la antigüedad quieres decir los alquimistas, ¿no? —preguntó Marie.

—Sí, si quieres llamarlos así —consintió John.

—Y qué tiene esto que ver con la excavación —atacó de nuevo una Marie inmune a los regateos dialécticos.

—Algo tendrá que ver si están ahí —expelió el inglés un poco perdiendo la paciencia.

Marie no quería que John se enfadase, así que decidió callarse, al menos por un rato. Se sirvió un vaso de agua de la garrafa que hacía de centro geográfico de la reunión.

—El caso es que para los antiguos —prosiguió John ante la silenciosa aquiescencia de Marie— todos los cuerpos estaban formados por la mezcla de estos átomos o corpúsculos indivisibles y, para alcanzar la correcta interpretación de todos los fenómenos naturales, solamente había que conocer la correcta proporción de estos elementos.

—La alquimia empezó en el Antiguo Egipto, de eso no hay ninguna duda —salió Alí en apoyo de John, que le caía mejor como persona que la insidiosa y autoritaria francesa.

—Yo creo —dijo el inglés sin hacer tampoco mucho caso del comentario de refuerzo del egipcio— que la prístina creencia en que toda la materia tiende necesariamente a la perfección, a su mutación en los elementos puros de los que está compuesta, el fuego, el agua, la tierra y el aire, estaba en la mente de los arquitectos que proyectaron la tumba de Sheshonk; o lo que es lo mismo, que estas personas, o persona, estaban también iniciadas en las artes mágicas, dado que en esta época ambas disciplinas, la química y la magia, eran claramente inseparables.

—Ya aparecieron los hechiceros —murmuró Marie con desaprobación.

—Ya sé que suena demasiado místico… —se disculpó el inglés.

—John, no puedes propugnar hipótesis que crean más incógnitas que las que resuelven —sentenció la profesora.

—Tienes razón —reconoció algo compungido el inglés—. Pero sólo quería poner de manifiesto que lo de las cuatro trampas está conscientemente pensado y planeado; y que, seguramente, todavía nos queda una por experimentar.

—Bueno, puede que la prueba del aire ya la tengamos superada —declaró Marie divertida.

—¿A qué te refieres? —inquirió Alí.

—A que cada vez que abrimos una lápida nos atacan los fatídicos vapores de Sheshonk —emitió Marie sin poder sofocar la risa y refiriéndose al mal olor que desprendía la tumba cada vez que apartaban una puerta sellada.

Todos rieron la ocurrencia, hasta John.

—Lo raro —dijo un receloso Osama cuando el regocijo cesó— es que nos den tantas pistas.

—Sí, eso es cierto —coincidió Marie—, si quisieran que cayésemos en las trampas no deberían adelantarnos su existencia.

—Tal vez el creador de la tumba, o el propio Sheshonk, quería que su obra maestra fuese descubierta alguna vez —opinó John.

—Por alguien que lo mereciese —siguió Alí.

—Capaz de comprender los acertijos —dedujo Osama.

—El ego humano es más poderoso que cualquier clase de creencia —concluyó Marie.

De pronto vieron como los dos obreros salían de la tumba, justo cuando el sol se ocultaba completamente por el horizonte.

Osama se levantó de su asiento y se dirigió directamente hacia los trabajadores, quería interesarse por la marcha de la faena. Después de un rato de charla con los
fellah,
regresó a la reunión.

—Ya han terminado de cerrar la trampa del agua —dijo al volver a sentarse.

—Mañana vendrán todos, ¿no es así? —preguntó Marie.

—Sí, ya les he adelantado que mañana tendrán que cavar —respondió el teniente.

—Necesitaremos material para apuntalar las paredes del agujero —observó John.

—Sí, sí, soy consciente de ello —admitió Osama—. Los propios trabajadores se encargarán mañana de comprarlo y traerlo al campamento: vigas, soportes, capazos, sacos, travesaños de madera…, les he dicho que no reparen en gastos y Ahmed parece un operario muy capaz.

Dicho esto, levantaron la sesión y pasaron al cenador portátil.

No tardaron mucho tiempo en devorar la comida de Gamal y esa noche no habría ninguna reunión de trabajo aprovechando la sobremesa.

Mañana sería martes y haría, justo entonces, una semana que habían montado, inaugurado el campamento y empezado con esa insólita excavación. La fatiga acumulada de tantos días de incomodidades, esfuerzos y excitaciones empezaba a pesar como una mochila llena de aerolitos en las espaldas de los expedicionarios.

John emergió de la tienda cocina con claras intenciones de meterse en su pabellón para descansar, pero su atención fue requerida por Marie, que justo había saltado detrás de él.

—¡John! —le llamó.

—Sí, dime —dijo dándose media vuelta.

—Deberíamos mandar otro mensaje a nuestros compinches del mundo exterior, ¿no crees? —preguntó la francesa mientras se sacudía el polvo de un pelo tan rubio que incluso conseguía brillar con la mortecina luz de la luna en cuarto menguante.

—Sí —dijo el inglés débilmente, mirando a Marie como si no la hubiese visto nunca tan bella.

—¿Vienes conmigo? Podemos mandar el mismo mensaje los dos, así no nos complicaremos —manifestó espontánea la francesa.

Entraron en la caja del camión y encendieron los dos ordenadores.

—¿Qué vas a poner? —preguntó John a su compañera, que ya había empezado a escribir su correo electrónico.

—Voy a decirles que hemos solucionado el problema que teníamos de la tumba inundada, pero que hemos encontrado un tramo con el techo desplomado, que tendremos que desescombrar, lo que nos llevará un par de días.

—¿Por qué ponernos plazo? —objetó el inglés que no podía apartar la mirada de Marie.

—Tienes razón, mejor no ser tan concreta, pondré que nos llevará más tiempo únicamente.

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