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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (43 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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Bajaron totalmente los dos tramos de escalera sin decir nada. Ante los tres investigadores se abría un nuevo corredor horizontal, enfilado, ya sin disimulos, a lo más íntimo del montículo que Sheshonk había elegido como túmulo de su sepulcro.

La parte superior se había transformado otra vez en tejado a dos aguas, artificio constructivo que apuntalaba mejor las cargas de los cientos de toneladas de tierra y piedra que había por encima del túnel.

No veían el final del alargado pasadizo, pero lo que sí advertían es que la cubierta en forma de escuadra estaba plagada de jeroglíficos, igual que los que habían visto en el pasillo ascendente de la primera trampa, idénticos a los que los que contaban la historia incompleta del faraón Sheshonk.

John se mostró tan exultante que, en su afán por verlos mejor, empujó a un Alí que rebotó a su vez en una firme Marie.

—¡Vaya, yo tenía razón! —prorrumpió el inglés sin preocuparse de pedir disculpas al egipcio—. ¡Aquí está la segunda parte de los anales del faraón!

—Eso parece —dijo Marie mucho más tranquila que su compañero.

—Habrá que traducirlos enseguida —reclamó John.

—Sí —tranquilizó Marie—, pero primero veamos hacia dónde nos lleva esta galería.

Este trecho de la tumba era algo más alto y amplio que las primeras travesías exploradas antes de que se tropezaran con los pozos de agua.

Aparte de los artísticos e informativamente valiosos pictogramas del techo, había pintados en los laterales del pasaje lo que parecía una gran sucesión de barcos de los más diversos tamaños y tonelajes. Se veían desde pequeñas e individuales barquichuelas de pesca hasta grandes barcos impulsados por extensos velámenes cuadrados y por multitud de afanosos remeros. Esto a ambos lados del pasillo. Parecía una auténtica procesión de la que los arqueólogos formaban parte porque el suelo, al igual que la parte baja de las paredes, estaba teñido de un azul marino que, sin duda, simulaba el mar, o más probablemente el río, un Nilo de donde brincaban peces que parecían caer gustosos dentro de las cubiertas de las embarcaciones.

Había naves con una, dos e incluso tres cabinas para albergue de la tripulación o la carga, aunque todas sostenían una única pieza de vela rectangular, que nunca repetía los colores que la que portaba la anterior embarcación. Era un verdadero y alegre homenaje que una civilización eminentemente fluvial se daba a sí misma.

A pesar de la vistosidad de los frescos John estaba más interesado en descifrar, mientras continuaba avanzando en pos de Marie y de Alí, alguna palabra de los numerosos signos que llenaban el techo. Quizá así podría adivinar algún detalle de la continuación de una biografía que le tenía enormemente intrigado. Pero las palabras sueltas nunca forman una historia, no conseguía sacar nada en claro.

Después de navegar durante unos 30 metros, la flota de barcas tocaba puerto en dos simulacros de templos con muelle que no estaban representados de perfil, sino totalmente de frente. Así, la sensación que tenían los arqueólogos de estar caminando sobre las aguas del Nilo se acrecentaba al llegar a los dos santuarios encarados, cada uno situado en una pared o, lo que es lo mismo, en cada orilla del río.

La linterna de Marie ya enfocaba el final del tramo de corredor que estaban atravesando. Era otro portón de piedra, parecía desde lejos, lo próximo que encontrarían.

Los últimos cinco metros de galería cambiaron bruscamente el color del agua por un tono gris oscuro que llenaba todo el espacio que había desde el suelo hasta el techo y, curiosamente, se veían ahora pintados lo que parecía un conjunto de animales subterráneos: topos, ratones, anilladas lombrices rojas, gusanos blancos, serpientes de diversos tipos, repulsivas arañas, escarabajos y otros indeterminados insectos y reptiles.

El contraste era tremendamente violento y desapacible. Era como pasar de la alegría del aire libre, simbolizada por la festiva comitiva acuática, a las ominosas profundidades de la pesada tierra con sus turbadores moradores. Como pasar de la vida a la muerte.

Llegaron a la siguiente puerta que, cómo no, obstruía completamente el paso a los ajenos visitantes.

—Fin del trayecto —consideró Marie al ver que ellos solos no podrían mover la pesada y empotrada pieza.

Otro dios egipcio, con su típico perfil hierático, estaba esculpido en la losa que les cerraba el camino. La efigie era muy parecida en sus proporciones y talla a las que ya habían visto anteriormente de Ra y Hapi.

—¡Mucho cuidado! ¡Esto es otra trampa! —espetó Alí un poco demasiado alarmadamente.

El egipcio empezó a transpirar todavía más de lo que proponía el ya de por sí caldeado microclima de la tumba. Sentía el calor del miedo. Todo el sólido coraje que había acopiado anteriormente para mostrarse a la altura de sus colegas en la indagación de esta nueva sección de tumba se licuaba en una humedad que se evaporaba rápidamente. Los tres estados de la materia se hacían visibles en Alí. Se separó de sus compañeros dando dos pasos hacía atrás.

Marie no dijo nada y John pronto sustituyó al egipcio en la primera línea, había divisado que también había unas filas de jeroglíficos junto al relieve del dios. Se sacó una cuartilla del bolsillo y empezó a anotar una rápida traducción de los mismos a la pobre luz de su linterna.

Enseguida se dio cuenta que la disposición de los signos no era la acostumbrada. Estaban esculpidos en la piedra formando hileras horizontales bastante disímiles entre sí; y el espacio libre, el no ocupado por el grabado del dios, no explicaba tan extravagante distribución de los jeroglíficos. La primera hilera era la más corta, sólo un signo, la última la más larga, la que contenía más pictogramas. Trató de reproducir la misma estructura en su papel.

La francesa examinaba en cambio la figura del dios, tallada en lo que parecía ser mármol jaspeado de color verdoso. El bajorrelieve parecía estar mucho mejor trabajado que los dos anteriores del dios Sol y el dios Nilo.

La imagen representaba a alguien de sexo indefinido, sentado en cuclillas, portando una aparatosa corona formada por dos largos cuernos retorcidos que nacían de su testuz, pero no hacía arriba sino horizontalmente; y, sobre ellos, dos gráciles plumas de avestruz. En la mano, que apenas sobresalía de su cuerpo cubierto de vendas, llevaba un cetro en forma de látigo.

—Es Tatenen, dios de la Tierra —declaró Marie con respeto casi religioso.

Tatenen era una deidad ctónica, subterránea, que simbolizaba para los antiguos egipcios toda la fuerza, energía y vigor físico de lo material. No hay nada más tangible que la tierra. El significado literal de su nombre era
Tierra Emergida
y solía llevar asociado el título de
Padre de Todos los Dioses.
Era la personificación del
Interior del Mundo,
porque no hay nada antes que la tierra que nos ve nacer a todos y nada posterior a ella, cuando nos cubre una vez muertos.

Aunque Marie sabía que, más prosaicamente, se relacionaba su culto con los terrenos que emergen periódicamente cuando la crecida del Nilo disminuye.

Estas tierras, atestadas de nutritivo fango, servían para que los agricultores obtuviesen pingües cosechas. Ésta era la verdadera fuente de riquezas de la nación.

Por extensión, también era una divinidad asociada a la naturaleza, porque todo brota del interior de la tierra; al renacimiento y la resurrección, atendiendo a los ciclos vegetales de vida y muerte; y, por último, de los minerales y de los animales subterráneos, los mismos que estaban pintados en el último tramo del pasillo que acababan de transitar.

—¡Tatenen! ¡Esta trampa tiene que ver con la tierra! —exclamó Alí un poco pasado de decibelios.

El egipcio no hacía más que mirar al techo repleto de pictogramas, creía, con visible recelo, que de un momento a otro se podía venir abajo la construcción sepultándoles a los tres. No podía evitar su angustia, tenía muy presentes los terribles momentos en los que, de joven, había pasado enterrado vivo más de cinco horas, faltándole el aire, temiéndose lo peor. Los recuerdos se le agolpaban a la cabeza haciéndole sentir rematadamente mal, con ganas de escapar corriendo de allí.

Los europeos intentaron serenarle.

—Tranquilo Alí, no vamos a tocar nada —le dijo John sin apenas volver la vista, inmerso todavía en el desciframiento de los extraños jeroglíficos. Marie fue más práctica y más diplomática.

—Alí, hazme un favor, sal fuera y ve a buscar a Osama y a los trabajadores, necesitaremos su ayuda si queremos mover este pedrusco.

El conservador del Museo de El Cairo no puso ninguna pega, al revés, desapareció de allí precipitadamente, sin dejar de lanzar miradas rápidas hacia la parte superior del corredor.

—¿Tú qué crees John? —preguntó Marie cuando los pasos de Alí dejaron de oírse en la lejanía.

—Que es una trampa, por supuesto.

—Ya —coincidió una Marie que empezaba a sentirse algo abatida y encogida.

John no paraba de escribir en el folio y cotejar su traducción con los pintados jeroglíficos que estaban esculpidos al lado derecho de la efigie de Tatenen. De vez en cuando tachaba algo y volvía a garabatear. Marie le miraba sin decir nada.

—¿Has acabado? —preguntó la francesa después de observar que el policía arqueológico llevaba un rato sin corregir nada.

—Creo que sí —confirmó.

—¿Qué nos cuenta Sheshonk esta vez? —dijo Marie con acento algo siniestro, como el que espera una mala noticia.

Por toda respuesta John leyó lo que acababa de anotar en su papel:

La

Forma

Perfecta,

De tres puntos

Debe estar compuesta.

En la colina primordial estás.

Si sabes esto, busca la senda correcta.

—Muy bien John —aplaudió sarcástica Marie—. Pero, ¿qué quiere decir?

—Yo que sé —dijo el inglés—, soy un mero traductor no un psicoanalista de faraones trastornados.

—La colina primordial
debe ser esta montaña, eso seguro —infirió Marie.

—Sí, puede ser, pero también era otro sobrenombre por el que era conocido Tatenen —añadió John que seguía mirando la insólita colocación de las líneas de jeroglíficos.

—Tendremos que abrir esta puerta si queremos salir de dudas —decidió Marie.

—Y deberíamos completar el mapa de la tumba con estos nuevos tramos de galerías, quizá nos dé alguna pista de lo que quiere decir la inscripción —señaló John sentándose en el suelo.

Marie le imitó.

—Por cierto, ¿qué tal estás de tu herida de la pierna? —preguntó el inglés acordándose de repente del corte que se había producido Marie hacía apenas dos días y que él mismo le había curado.

—Bien, me molesta un poco, pero bien —contestó tímida la francesa.

John se apoyó en los brazos y estiró las piernas a lo largo del piso, que estaba un poco polvoriento pero casi limpio comparado con otras zonas de la tumba.

—¿Quieres verla? —añadió Marie al cabo de unos segundos con un sugerente hilo de voz y amenazando con un gesto de ambas manos con desabrocharse allí mismo el holgado y cómodo pantalón de algodón que llevaba puesto.

John sintió un escalofrío que le estalló en la columna vertebral, se transmitió por sus cuatro tensas extremidades y acabó sacudiendo violentamente las paredes de la tumba como si de un terremoto se tratase. O al menos eso le pareció a él.

Marie también había sentido el latigazo de John. Estaba claro que sus insinuaciones le turbaban a más no poder, cosa que cautivó a la francesa, aunque ni ella misma sabía todavía qué es lo que quería de su antiguo alumno. No obstante, siempre iba un paso por delante del inglés, que no sabía ni lo que quería en el futuro ni lo que había querido en el pasado.

John no tuvo ocasión de contestar a la pregunta de Marie, se oían ruidos en el pasadizo y se veían las luces de dos linternas.

Eran el teniente Osman y Alí, que sorprendentemente se había repuesto de sus desazones y había encontrado fuerzas para regresar de nuevo a la tumba.

—¿Otra puerta? —dijo Osama a modo de saludo.

—Otra puerta —respondió John un poco atontado por la todavía reciente acometida de Marie.

El inglés no sabía si los dos egipcios le habían salvado o le habían fastidiado, aunque en lo más profundo de su ser, allí donde no llegan ni las razones ni las disculpas, hubiese preferido ver otra vez la herida de su antigua profesora.

Osama, totalmente ajeno a los escarceos de los dos europeos, se fijó en el nuevo dios esculpido en la roca.

—¿Quién es nuestro amigo? —solicitó mientras dejaba las palancas que había traído en el suelo, sin ningún cuidado.

—Es Tatenen, Señor de la Tierra —le aclaró Marie.

—Así que… —empezó a decir el militar.

—…es otra trampa —terminó un Alí visiblemente más calmado o resignado a encontrarse con lo peor. La toma de aire del exterior, del que se había llenado los pulmones, le hacían mantener los nervios moderadamente templados, aunque no por ello había dejado de disparar rápidas miradas de soslayo al techo del corredor.

—¿Y los trabajadores? —preguntó la directora de la excavación.

—Los he dejado levantando los tabiques que cerrarán la tumba —dijo Osama como disculpándose.

—Vaya —se quejó Marie.

—Puedo ir a buscarlos en un momento —añadió enseguida el teniente.

—Bueno, no importa, lo haremos nosotros —dijo la francesa después de pensárselo mejor—. No sería justo que expusiéramos a los obreros a un peligro que debemos correr exclusivamente nosotros.

Alí hubiese querido discutir más en profundidad la última afirmación de su teórica jefa, sobre todo en otro sitio, pero no tuvo ocasión de decir palabra, le pasaron una de las palanquetas con las que debían mover el bloque de piedra y Osama se aprestó a manejarla con él.

Empezaron a actuar. Una y otra vez. Buscando el mejor punto de apoyo.

Por fin, la mole se agitó. Se quedaron quietos, expectantes, pero no pasó nada.

Cogieron otra vez las barras de acero y, entre todos, corrieron la piedra hasta dejarla cerca de la pared, donde no estorbara el paso.

Después, jadeando, fueron a recuperar las linternas para mirar dentro de la abertura que debería haberse abierto en la pared. Era raro porque, en esta ocasión, no habían percibido el ya consabido olor a cerrado.

La más rápida en enfocar el rayo de luz al pretendido hueco fue Marie; pero, ante su sorpresa, comprobó que no había ningún hueco.

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