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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

La casa del alfabeto (9 page)

BOOK: La casa del alfabeto
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Finalmente James había sucumbido a sus necesidades.

Movida por el asco, la vigilante se llevó los brazos al pecho y dio un paso atrás.

Lo último que oyó Bryan antes de volver a sumirse en un sueño superficial y vigilante y una vez que todos hubieron vuelto a sus puestos, el médico, las enfermeras, los auxiliares y el oficial de seguridad, fue el canturreo lastimero de James, siempre atonal e incesante aunque cada vez más débil. La inyección que le hablan administrado estaba surtiendo efecto.

CAPÍTULO 6

La sensación de tener un montón de moscas bailando sobre los párpados, el suave balanceo en un mar movido por un viento estival y los fríos chorros de espuma de las olas que se pulverizaban y se posaban en la mejilla, llevaban un tiempo luchando contra sonidos ajenos y unas continuadas y crecientes punzadas en la espalda. Las olas rompieron contra los costados del barco y el agua le salpicó en el rabillo del ojo. Bryan parpadeó y notó el siguiente salpicón con mayor nitidez. El extraño y masivo dolor recorrió su espalda y se asentó en la región lumbar.

Unos enormes copos de nieve se arremolinaron sobre su rostro cuando abrió los ojos en un intento de volver a la realidad.

Una estrecha franja de cielo plomizo se dibujaba ante sus ojos, separando la superestructura de la estación del convoy estacionado. A su alrededor estaban retirando camillas. De la parte delantera del convoy salían los soldados de las SS, uno detrás de otro, con el petate y el rifle al hombro.

Un par de ellos saltaron desde el andén a las vías del tren y las siguieron charlando y bromeando, con el casco y la careta antigás colgando descuidadamente del hombro.

Eran soldados que volvían a sus casas.

Descolgaron el vagón trasero entre chirridos y traqueteos de los demás y aparecieron las colinas y los edificios de la ciudad envueltos en la neblina. Volvieron a caer algunos copos de nieve sobre la mejilla de Bryan uniendo, por un corto espacio de tiempo, los sueños con la realidad. Solivió la espalda para impedir que el frío que despedía el suelo se apoderara de él por completo y buscó a James con la mirada entre el caos de camillas del andén.

Una hilera de vigas verticales soportaban la viga maestra del techo creando un pasaje de menos de dos metros que iba a dar al edificio de madera. Las camillas estaban dispuestas oblicuamente a la pared en alfombras de nieve dispersas. Ya habían retirado a un gran número de enfermos. Bryan se dejó caer hacia atrás en la camilla con un sentimiento de impotencia al pensar que tal vez ya se habían llevado a James. De pronto irrumpió el traqueteo de un motor y un camión se acercó marcha atrás al punto de descarga más alejado del andén.

Aparecieron unos hombres que pasaron revista a los enfermos. Luego se sacudieron la nieve suelta que se había depositado en los pliegues de sus abrigos y cargaron con las camillas que tenían más cerca. Poco después, la única camilla que quedaba sobre el andén era la de Bryan, además de una que estaba medio escondida detrás de la rejilla de un carro de correos. Los pies desnudos del paciente se perfilaban bajo la manta, coronados por una mancha oscura y rojiza. Bryan dirigió la mirada hacia sus propios pies y los movió. Una aguja prendida de la manta sujetaba una hoja de papel de color; parecía una mancha de sangre sobre el fondo blanco de la manta.

A lo lejos, siguiendo las vías del tren, se distinguía otro edificio entre la nieve que continuaba cayendo en grandes racimos que cambiaban de sentido a sacudidas. Habían trasladado la mayoría de los vagones hasta allí. Unos puntitos negros emitían gritos alegres en su dirección. Bryan reconocía la atmósfera; también él había sido recibido por sus seres queridos tras largo tiempo de servicio. Presa de la melancolía, Bryan rezaba por volver a experimentar ese sentimiento.

Entonces se abrió la puerta del edificio que se encontraba a sus espaldas. Dos hombres de paisano, de edad avanzada, encendieron unos cigarrillos en el umbral de la puerta y se dirigieron lentamente hacia la locomotora sin cerrar la puerta.

Poco después empezaron a salir un gran número de soldados del primer vagón. Esta vez no se trataba de muchachos alegres y llenos de expectación, por fin de vuelta en casa, donde los esperaban las ollas de mamá o tal vez el abrazo de una novia, sino de hombres experimentados, cansados y encorvados, que sólo avanzaban debido a la presión que ejercían los hombres que iban por detrás. El hombre que esperaba en el andén recibió al primero de los soldados, lo tomó del brazo y lo condujo a lo largo del convoy pasando por el lado de Bryan. Una cadena de hombres los seguían, irresolutos, escoltados por soldados armados y cubiertos con abrigos.

Eran oficiales procedentes de todos los cuerpos de las SS. Bryan apenas era capaz de distinguirlos a unos de otros; soldados de élite alemanes, los héroes coronados de los nazis. El malestar por tantas insignias, calaveras, pantalones de montar, morriones, órdenes y demás cacharrería se apoderó repentinamente de él; precisamente, el enemigo al que había aprendido a odiar y a combatir encarnizadamente.

El flujo de soldados inexpresivos y de camillas seguía su curso hacia la abertura en el extremo más alejado de la zona, desde donde salía una luz pálida y blanquecina; había llegado otro camión.

No los había oído acercarse debido al crujido de las botas en la nieve helada. El último hombre de la columna llamó a la escolta y señaló la camilla de Bryan y la otra.

Los hombres las asieron y se las llevaron tras la tropa de soldados encorvados.

En el extremo del convoy dejaron las camillas en el suelo durante un rato. Tardaron un tiempo en llenar el vagón. Un empleado ferroviario atravesó las vías del tren golpeando las agujas por las que pasaba con una vara larga. Un soldado le dio la orden de detenerse con gestos amenazantes y el fusil en posición de disparo. El hombre dejó caer la vara en la nieve, echó a correr sin mirar atrás y no se detuvo hasta desaparecer detrás de un enorme letrero que se erguía entre las vías;
«Freiburg im Breisgau»,
rezaba con letras claras e infladas.

Ni uno solo de los oficiales que estaban allí esperando había dicho nada. Todo había tenido lugar de forma controlada, impidiendo que Bryan pudiera echar la vista atrás a fin de averiguar si James se hallaba en la camilla que habían depositado a unos metros de la suya.

El sol se preparaba para una lenta puesta. La tarde debía de estar muy avanzada. La calle que había detrás del edificio estaba desierta, exceptuando a los soldados de las SS que vigilaban la plaza delante de la estación de mercancías.

Éste era, pues, su primer destino; Friburgo, ciudad de Renania cercana a la frontera francesa, situada en el suroeste del reino alemán, a apenas treinta millas de la frontera suiza y de una vida en libertad.

Sobre la plataforma del camión se vislumbraban dos hileras de siluetas en la penumbra, sentadas a lo largo de los lados de la caja y el toldo. Entre las dos hileras había varias camillas colocadas oblicuamente una al lado de la otra, tan juntas que sus extremos se metían por debajo de los pies de los soldados y de los bancos sobre los que éstos se sentaban. Bryan había tenido suerte, pues su camilla se encontraba debajo de un soldado de piernas cortas cuyas botas no ejercían tanta presión sobre sus tibias heladas, como era el caso de otros desgraciados.

Cuando hubieron subido la última camilla, los soldados de escolta saltaron a la plataforma y bajaron el toldo, mientras la escolta se encargaba de cerrar la puerta trasera.

La repentina oscuridad impidió que Bryan pudiera ver nada. El cuerpo que estaba tendido a su lado estaba inmóvil. Cuarenta hombres respiraban de una forma irregular y profunda. Se oían algunos murmullos y gruñidos procedentes de aquí y de allá. Los dos guardias se apretujaron en el extremo del banco, uno al lado del otro, y empezaron a hablar entre sí en voz baja.

Entonces Bryan se percató de que el cuerpo que tenía al lado se movía. Con unos movimientos abruptos y agudos, su mano avanzó por el costado de Bryan hasta que llegó al pecho. Una vez allí, la mano se detuvo.

Bryan la cogió y le devolvió el suave apretón.

A medida que los cuerpos iban adquiriendo un rostro, Bryan empezó a comprender que los hombres del transporte de enfermos tenían muchas cosas en común, aunque había un rasgo que destacaba por encima de los demás, un denominador común que ahora también los incluía a James y a él: estaban locos.

James había intentado hacérselo entender mediante miradas cargadas de significado, destacando a algunos de ellos con signos explícitos.

La mayoría de los enfermos se habían quedado prácticamente inmóviles, de vez en cuando alguno movía la cabeza ligeramente siguiendo las sacudidas del camión. Unos pocos estaban tensos, los músculos del cuello se dibujaban visiblemente bajo la piel, y mantenían la mirada fija en un punto imaginario o retorcían los brazos de una forma grotesca mientras se balanceaban hacia adelante y hacia atrás en movimientos apenas perceptibles, cerrando y abriendo los puños sin cesar.

James puso los ojos en blanco y señaló furtivamente su boca abierta con el índice. «Los han atiborrado de medicamentos», dedujo Bryan que le decía, a la vez que le daba a entender a James que lo había entendido. También a ellos los habían adormecido, el veneno ya había surtido efecto y sus reflejos se habían vuelto lentos y su capacidad mental se había atenuado notablemente. Si hubieran tenido la ocasión de ponerse en pie, sin duda se habrían caído al suelo inmediatamente.

Un sentimiento ambiguo se fue apoderando de Bryan: por un lado se sentía aliviado, y por otro, la preocupación empezaba a dejarse notar. Así pues, la marca roja los había clasificado como dementes, algo que había entrado en sus planes y que, por tanto, le producía alivio. Pero ahora que los habían metido en el mismo saco que aquel grupo de soldados retorcidos, ¿qué pensaban hacer con ellos? Resultaba fácil imaginarse que el cuidado que la raza de los señores estaba dispuesta a dispensar a enfermos irrecuperables podía traducirse en una inyección letal o incluso en algo no tan sofisticado, en una bala, por ejemplo.

Eso decían los rumores.

Era evidente que no habían querido que ningún civil los viera en la estación de mercancías. Y ahora atravesaban un país desconocido envueltos en la oscuridad. Los vigilaban dos soldados. Así fue cómo surgió la preocupación.

Bryan intentó sonreírle a James, y éste le correspondió levantando el labio superior. Todavía no veía razón para preocuparse.

Por cada curva que tomaban, las piernas del soldado se balanceaban cerca de los pies de la camilla de Bryan. La carretera debía de serpentear, tornearse y retorcerse por el terreno nevado, siguiendo lindes, canales de drenaje, riachuelos y desniveles naturales. Habían llegado con el tren desde el norte a la Selva Negra y a la ciudad de Friburgo. Durante el trayecto, habían pasado por una serie de estaciones menores y apeaderos que podrían haber sido utilizados como lugar de descarga si realmente tenían intención de dirigirse al sur. Tal como estaban las cosas, Bryan suponía que los llevaban en dirección norte o nordeste, hacia el interior de la Selva Negra.

Una vez allí, probablemente los harían desaparecer de una forma u otra.

De momento, el terreno era llano. James se mecía hacia adelante y hacia atrás y empujaba a Bryan con la regularidad de! avance escalonado del segundero. El sonido del motor del camión rebotaba en los muros de las casas. La grava dio paso a los adoquines y, durante algunos segundos fortuitos, a la superficie roncera y arrulladora del asfalto, para volver a desembocar en carreteras de tierra, desgastadas y heladas. No había ni un solo momento que se pareciera al siguiente y, sin embargo, su viaje se asemejaba a la eternidad. Bryan tomó nota de sus impresiones. Estaba seguro de que la próxima parada sería su último destino en esta vida.

Una respiración pesada acompañaba el sueño de James y abandonaba a Bryan a un sentimiento de desamparo y claustrofobia. Evocó para sí la promesa que le había hecho James en un intento de arrostrar las ganas de saltar que lo invadieron a medida que los medicamentos dejaron de surtir efecto.

Uno de los guardias dio un paso adelante y pisó el muslo de Bryan con su bota claveteada. En su empeño de controlar el dolor, Bryan no advirtió que empujaron al enfermo contra el banco. En cambio sí oyó cómo se rajaba el toldo con un chasquido cuando el demente chocó contra el lado de la caja con los codos rígidos apuntando hacia atrás.

De pronto, la mitad de la pared de lona se soltó y los golpes de viento la arrojaron contra la cabina del camión. El soldado que indirectamente había causado el accidente se desprendió de su fusil con tal mala suerte que James se despertó con un fuerte golpe de la culata y el fusil aterrizó de tal manera que acabó encañonando a Bryan.

Mientras el soldado se lanzaba contra el lado de la caja y asomaba todo el cuerpo al vacío, Bryan llevó la mano con cautela hacia el fusil.

Cuando sus ojos se encontraron con los de James, Bryan se detuvo. Su compañero sacudió la cabeza ligeramente.

Detrás de la silueta del soldado, el paisaje se iluminó mostrando reflejos de los campos cubiertos de blanco. Había luz más que suficiente para Bryan, cuya tarea consistía en observar el terreno sin tener en cuenta la hora del día.

A lo lejos, en dirección oeste, en medio de la zona llana, se perfilaba un penacho gris que incluso un navegante recién salido de la academia sería capaz de reconocer. Un repecho desnudo surcado por las tormentas de invierno, un puesto avanzado cercano a Francia, un nexo entre la Selva Negra y Vogeserne con el pomposo nombre de Kaiserstuhl, desapareció a lo lejos brindándole un nuevo punto de referencia. Las copas de los árboles desfilaban por la puerta trasera del camión. Bryan se incorporó sobre los codos. Unas figuras se movían por encima de las zanjas de drenaje en movimientos deslizantes. Tonos frescos y voces alegres los seguían en su viaje. Juegos invernales y patinaje por los canales helados. Un solo destello de la realidad y el rostro de la guerra adquiría una nueva expresión. ¡Cuánto tiempo había pasado desde que los jóvenes de Canterbury, con Bryan y James entre ellos, doblaron las rodillas y, llenos de júbilo, corrieron a toda velocidad por debajo de los pequeños puentes que unían las sendas de los bueyes! Deslizamientos crujientes por el hielo, pasatiempos felices e ingenuos.

La siguiente curva le hizo perder el equilibrio y desaparecieron las copas de los árboles detrás del toldo y el rostro sudoroso y autocomplaciente del soldado. Cuando finalmente el sinvergüenza de las SS logró agarrar la lona, se abrió paso entre los dos enfermos sin por ello soltar la punta de la tela por el camino. Las botas del paticorto colgaban sobre las tibias de Bryan como dos plomadas, cada vez más inclinadas. Eso quería decir que volvían a subir.

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