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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

La casa del alfabeto (10 page)

BOOK: La casa del alfabeto
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Ora el pesado vehículo temblaba sobre los caminos cubiertos de guijarros, ora traqueteaba como si rodaran directamente sobre la roca desnuda.

Transcurrido algún tiempo recorriendo aquellos caminos, el transporte de enfermos se detuvo.

Varios hombres de blanco los aguardaban, listos para hacerse cargo de ellos. Sacaron la camilla de James antes de que tuvieran tiempo de despedirse con un apretón de manos. Los dos camilleros que habían agarrado la camilla de Bryan resbalaron en el suelo deslizadizo y a punto estuvieron de soltarla. Ante sus ojos apareció una oscura zona despejada y cubierta de guijarros, rodeada por una franja estrecha de abetos muertos.

Al otro lado de esa franja, unas formaciones densas de pinos dominaban el paisaje ofreciendo abrigo contra las peores ráfagas de viento. El paisaje se iba disolviendo en una neblina de cristales de nieve en las profundidades del valle que tenían debajo. Ni una sola luz desvelaba que hubiera vida en la Tierra de Promisión. Bryan supuso que Friburgo se encontraba al sur.

Habían dado un rodeo hasta llegar al lugar.

El patio se hallaba parcialmente oculto detrás del seto de abrigo. Los pasajeros, aturdidos, sortearon tambaleantes las camillas custodiados por los soldados que los habían acompañado. Bryan distinguió otro camión estacionado que ya había sido evacuado. La tropa que había abandonado el camión estaba formada más abajo, cerca de unos edificios claros de tres plantas. El apagado brillo amarillento de las ventanas se posó suavemente sobre el patio. Bryan soltó un gruñido silbante al ver el signo de la Cruz Roja pintado en los tejados planos e inclinados. A pesar de la gran cantidad de sacos de arena apilados regularmente a lo largo de los muros, las rejas de las ventanas del primer y del segundo piso y las patrullas de perros, parecía tratarse de un hospital normal y corriente. Visto desde fuera, aquellos cubos superaban, en todos los aspectos, los lazaretos construidos a toda prisa que daban cobijo a los heridos de la Roya] Air Forcé. «Pero no te dejes engañar», pensó Bryan mientras se iban acercando lentamente a los edificios.

Poco a poco, los enfermos se fueron reuniendo en uno de los extremos del patio. En total había unos sesenta o setenta hombres esperando mientras pasaban los soldados con las camillas. Un poco más allá, uno de los camilleros que transportaba a James intentaba subir el brazo que éste había dejado caer por el borde de la camilla y que seguía balanceándose descompasadamente. Enmarcados por una capa de hielo que despedía reflejos amarillentos aparecieron dos dedos formando el signo de la victoria, una pequeña y discreta muestra de desprecio por la muerte.

En el lugar en el que estaban apostados aparecieron más edificios diseminados por el terreno. Los fundamentos de dos de ellos estaban arraigados sólidamente en la roca mientras que el resto se distribuía por una explanada bordeada de árboles. A lo lejos, los extremos de unos postes sobresalían por encima de unos acebos silvestres. Estos postes soportaban el alambrado que corría entre las paredes de roca. Más allá, un cercado de alambre cortaba el terreno despidiendo un brillo helado a la luz de las farolas. Delante de la puerta principal del recinto y a la luz de una farola, se había reunido un grupo de oficiales alrededor de un vehículo negro con la cruz gamada pintada en la puerta delantera y unos banderines que ondeaban orgullosamente al viento a cada lado del parabrisas. Parecían estar discutiendo algo. Uno de los oficiales que vestía una bata blanca se separó del grupo y con un gesto de la mano solicitó la presencia de un par de guardias que estaban apostados delante de uno de los edificios más cercanos. Les dio un par de órdenes y los guardias asieron los rifles y salieron corriendo con las armas en alto y las faldas de los abrigos ondeando al aire, dispuestos a transmitir las órdenes recibidas a los demás.

Esta vez, las camillas abrían la procesión de enfermos. Algunos, sumidos en el silencio y en la apatía, ni siquiera se movieron y tuvieron que Llevárselos a empellones y bajo todo tipo de amenazas. Aparte del crujido seco de cientos de pies pisando la fina capa de nieve helada y del sonido lejano de los camiones, sólo se oían los crecientes resoplidos de los camilleros. Cuando hubieron dejado atrás el bloque más próximo descubrieron que estaba aislado de los demás. Desde donde se encontraba, Bryan pudo distinguir unos nueve o diez edificios más, algunos de ellos unidos de dos en dos por unos corredores blancos de madera. Sin duda se dirigían hacia uno de esos complejos; hacia los bloques gemelos más alejados.

Dejando de lado una farola solitaria que iluminaba la puerta de entrada con una luz tenue, el edificio, negro y sin vida, estaba a oscuras. Una enfermera cubierta con una capa salió del edificio. El súbito frío la hizo estremecerse y se apresuró a indicarles con la mano que la siguieran hasta los dos barracones de madera que se alzaban a su izquierda. Los camilleros protestaron aunque acabaron por hacerle caso.

Los barracones, altos aunque de un solo piso, estaban provistos de ventanas cubiertas de escarcha, dispuestas en hilera justo debajo del alero. Unos postigos y unas cortinas pesadas de tela protegían de la luz de los postes altos del exterior.

La puerta del barracón daba directamente a una sala en la que habían colocado decenas de colchones de rayas en el suelo. Unas espalderas cubrían las paredes laterales y del techo colgaban unas lámparas que despedían una débil luz, unas barras fijas, unas anillas y unos trapecios. La pared del fondo estaba desnuda. Cuatro cubos que alguien había dejado en el centro de la sala harían las veces de letrinas. A ambos lados de la puerta de entrada se erguían unos pequeños apartados, cada uno de ellos rodeados por unas cuantas sillas de madera oscura y basta.

Los camilleros que transportaban a Bryan se detuvieron a mitad de camino entre la puerta y el fondo de la sala, lo depositaron sobre un colchón, metieron el historial médico debajo del jergón y desaparecieron con la camilla vacía detrás de los pacientes que iban llegando, sin siquiera haberse molestado en comprobar el estado de salud del paciente que habían tenido a su cargo.

El flujo de hombres de miradas vacías que avanzaba arrastrando los pies pronto cesó. James se encontraba a tan sólo un par de colchones de Bryan, siguiendo a los recién llegados con la mirada. Una vez que estuvieron todos los enfermos sentados o echados sobre los lechos duros que les habían asignado, una enfermera dio unas palmadas en el aire y recorrió las filas repitiendo la misma frase una y otra vez. Bryan no entendía lo que decía, pero sí comprendió, a juzgar por la confusión y los intentos acompañados de quejidos de sus compañeros de sala de desvestirse, que debían dejar todas sus ropas en un montón a un lado del colchón. No todos siguieron la orden y tuvieron que soportar la ayuda tosca y ruda de los camilleros, que hasta entonces habían seguido los acontecimientos pasivamente, mascullando algún que otro improperio ininteligible. Ni James ni Bryan reaccionaron, y dejaron que fueran otros los que les sacaran el camisón por encima de la cabeza. La manera ruda con la que se aplicaron los camilleros les dejaron las orejas enrojecidas. Bryan observó aliviado que James ya no llevaba el pañuelo de Jill alrededor del cuello.

Uno de los hombres desnudos se incorporó y, con los brazos colgando a los lados, se puso a orinar sin ton ni son sobre el colchón y sobre su vecino, que apenas se molestó en apartarse.

La enfermera se dirigió a toda prisa hacia él, le propinó un golpe en la nuca que instantáneamente detuvo el chorro y lo guió hasta los cubos.

Bryan se alegró entonces de no haber ingerido apenas nada en los últimos días.

La puerta que daba al edificio gemelo se abrió y apareció un carrito cargado de mantas. Y allí permaneció un buen rato.

El suelo de la sala no era frío, pero la corriente de aire que se escurría por la puerta de entrada ponía la carne de gallina. Bryan se encogió en un intento de alejar el frío que lentamente iba apoderándose de su cuerpo.

Poco después, uno de los hombres empezó a gemir. Muchos de ellos temblaban visiblemente de frío. Las dos enfermeras encargadas de la vigilancia sacudieron la cabeza, irritadas, y señalaron el carrito. Así pues, se suponía que ellos mismos debían procurarse una manta. Inmediatamente, un par de hombres encorvados y enjutos dieron un salto por encima de los colchones y se precipitaron sobre el montón de mantas, sin tiempo para pensar de dónde había salido la manta, si del fondo
o.
de lo más alto del montón.

El resto no se movieron ni dieron señales de saber lo que pasaba a su alrededor. Eran hombres aturdidos y ensombrecidos.

Las horas fueron pasando. A medida que el frío iba calando en los huesos de los enfermos, el canto monótono de las dentaduras fue subiendo de tono. Las enfermeras dormían a cabezadas, sentadas en los taburetes que se hallaban en el extremo más alejado de la sala. Hacía ya tiempo que habían abandonado a los pacientes a su suerte.

A la tenue luz de las lámparas, Bryan apenas era capaz de distinguir el cuerpo encogido de James entre los demás. En cambio sí vio la punta del pañuelo de Jill, que sobresalía por debajo del jergón. «¡Deja que siga ahí!», rezó Bryan para sus adentros. De pronto James se incorporó de un tirón y de un salto se precipitó hacia el lugar donde estaban los toneles. Pocos segundos después, uno de ellos retumbó.

La evacuación en sí sólo duró unos instantes, pero las secuelas de un estómago revuelto, los retortijones, el sofoco y las escurriduras de orina mantuvieron a James paralizado en la misma postura torpe durante un buen rato. Cuando terminó resopló y se puso a buscar a tientas el papel tan deseado alrededor de los cubos. Fue en vano.

Sin perder el tiempo en más consideraciones de carácter higiénico, se abalanzó sobre el carrito, agarró una manta y, en un par de movimientos ágiles, volvió a su jergón. «¿Porqué no has cogido una manta para mí también, idiota?», pensó Bryan. Consideró seguir el ejemplo de James mientras echaba un vistazo a las mujeres uniformadas que dormitaban en el otro extremo de la estancia. Pero desistió.

De pronto, aquella misma noche, se abrió la puerta del patio de un golpe, seguido inmediatamente por una luz cegadora al encenderse las lámparas del techo. Bryan se quedó en la cama, totalmente paralizado. Los soldados de las SS se dirigieron sin titubeos hacia un par de hombres que se habían envuelto en las mantas, se inclinaron sobre ellos, sacaron sus historiales médicos de debajo del colchón y arrancaron la esquina superior de la primera página.

Uno de los hombres que fue estigmatizado de esta manera dormía en el lecho vecino al de James. El bulto revuelto que lo cubría era la manta de James. Bryan tuvo la certeza de que él no habría sido capaz de mostrar tal resolución y acierto.

James se había limitado a coger deliberadamente una sola manta.

CAPÍTULO 7

El control nocturno había despertado a toda la sala. A pesar de que
,
por entonces, la mayoría de los pacientes ya llevaban puesto el camisón y de que, por fin, habían repartido las mantas, los gemidos se multiplicaron a medida que fueron pasando las horas. El efecto de la medicina que les habían suministrado iba menguando.

Cada vez eran más los que intentaban abstraerse del mundo que los rodeaba meciendo sus cuerpos hacia adelante y hacia atrás, adoptando posturas incómodas y expresiones faciales pasmadas. Bryan jamás había visto nada igual. Él se limitó a permanecer inmóvil.

Unos hombres, a los que hasta entonces no habían visto, encendieron las luces de la sala y echaron un vistazo a los cuerpos desparramados por el suelo. Uno llevaba un abrigo negro abierto que le llegaba hasta los tobillos. Cuando clavó el tacón en el suelo, todos levantaron la mirada. Al son de una orden que salió de su boca, un par de enfermos se pusieron en pie y zarandearon a sus vecinos con delicadeza hasta que éstos también se incorporaron. Al final, sólo unos seis o siete hombres permanecían tumbados sobre sus colchones.

Seguido de cerca por un par de enfermeros, el oficial del abrigo le hizo una pregunta a uno de los que seguían echados sin recibir respuesta. Con una seña indicó a sus ayudantes que lo levantaran por las axilas y lo pusieran en pie. Cuando lo soltaron, el enfermo se desplomó y fue a dar con la nuca en el suelo entre los colchones. Bryan no pudo evitar estremecerse. Los enfermeros miraron al oficial mientras se arrodillaban para devolver al hombre inconsciente al jergón, pero por entonces éste ya había dirigido sus pasos hacia donde se hallaba Bryan.

Cuando Bryan se encontró con aquel rostro pálido que lo observaba fijamente, optó por ponerse en pie inmediatamente.

El tambaleo y el temblor de las rodillas eran auténticos. Llevaba varios días echado. La sangre voló hasta su cerebro y se mareó. Sin embargo, se mantuvo en pie cuando lo soltaron. De los siete, tan sólo James siguió su ejemplo.

Durante el despiojamiento doloroso que siguió, Bryan intentó acercarse a James, pero las mujeres no dejaban de batir las palmas enguantadas contra los delantales de goma en un intento de mantener al grupo en movimiento constante.

James hacía cola pegado a la pared alicatada, con el camisón numerado apretado contra el regazo, esperando que la siguiente hilera de duchas quedara libre. Uno de los hombres desnudos había vuelto la cara hacia el chorro de agua y mantenía los ojos abiertos. Cuando, poco después, empezó a gritar de dolor, los alaridos se propagaron de demente a demente hasta que formaron un coro de lobos.

Con la misma rapidez con que se había producido el caos, el orden fue restablecido mediante golpes y amenazas. El enfermo que había desencadenado el alboroto recibía los azotes con los globos de los ojos inyectados en sangre, tan aturdido que ni siquiera alcanzaba a darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor. Entonces lo agarraron por el pelo y lo arrojaron contra la pared. Cuando finalmente lograron ponerle la camisa de fuerza y se lo llevaron, sus alaridos cesaron.

Lo último que Bryan vio cuando los devolvieron a la sala fue cómo un James que volvía a canturrear sonriente y aparentemente apático se dejaba empujar bajo la ducha helada, todavía con el camisón en el regazo.

Cuando todos hubieron vuelto a la sala, les suministraron un par de zapatos del mismo número a cada uno y los dispusieron en tres filas paralelas a las paredes cubiertas de espalderas, de cara al centro de la sala. Separaron a unos cuantos inmediatamente y los colocaron contra una de las paredes. Bryan reconoció a un par de los que habían osado coger una manta durante la noche. Por lo visto, aún no habían comprendido que se les estaba dando un trato especial.

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