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Authors: Pamela Sargent

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Gengis Kan, el soberano del cielo (89 page)

BOOK: Gengis Kan, el soberano del cielo
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La farsa volvió a comenzar. Sus escribas Uighur y Khitan cogieron sus pinceles; se sirvió comida y bebida a los hombres sentados a su derecha y a las mujeres sentadas a su izquierda, entre los que se encontraba Yisui. El dolor le corrió por el brazo cuando ofreció pedazos de carne a los hombres más próximos. Le ardían las entrañas; el fuego que había sentido allí desde que su caballo lo había tirado se atenuaba un instante, para renacer con furia renovada, pero nunca lo abandonaba por completo. Alzó su copa, y las garras se cerraron sobre su corazón.

Bebió el "kumiss" de un trago y le sirvieron más. Cuando los enviados Kin fueron conducidos a su presencia, la bebida había nublado su mente, de modo que apenas si pudo comprender las palabras que Ye-lu Ch'u-tsai traducía. El esfuerzo por parecer controlado, por mostrarse ante esos embajadores como el hombre fuerte que la ocasión requería, ni le permitía concentrarse en sus palabras.

—Han traído el tributo que exigiste —decía el Khitan—. Estos siervos de Su Majestad el emperador, humildemente ruegan a su hermano el Gran Kan que acepte la plata y la seda, los caballos y los esclavos, y las perlas que te adornarán a ti y a tus favoritas, a cambio de que reine la paz en estas tierras.

Temujin volvió en sí. Miró a los dos enviados, y luego se dirigió a sus hombres.

—¿Acaso no escuchasteis mis órdenes? —preguntó—. ¿Hay alguno entre vosotros que se atreva a desobedecerme? Pronuncié un decreto cuando los cinco planetas estaban en conjunción, prohibiendo las matanzas y saqueos excesivos, y ese decreto sigue en pie. Ordeno que lo informéis a todos, para que todos conozcan la voluntad de Gengis Kan. He hablado.

Ye-lu Ch'u-tsai tradujo esas palabras mientras Temujin volvía a reclinarse en su trono. Su declaración no lo obligaba a nada, pero el Rey de Oro la tomaría como una promesa de paz. Más tarde, las fuerzas comandadas por Ogedei y Tolui encontrarían a un enemigo mal preparado.

El Kan no cabalgaría con sus hijos, ni dirigiría esas batallas. Era probable que ni siquiera conociera el resultado final. Eso era lo que más le costaba ver dentro de sí, una visión que sólo aumentaba su tormento: cómo sería el mundo cuando ya no viviera en él.

Yisui se movió a su lado. La mujer estaba siempre cerca, y todas las noches dormía bajo su manta. Parte de la farsa requería que Temujin durmiera con una mujer. Como ésta siempre era Yisui, cuyo orgullo le impedía que una esclava se enterara de que su belleza ya no excitaba al Kan, la farsa se mantenía.

Ella se llamaba a sí misma "su sombra", y en realidad parecía una sombra de sí misma. La dureza de su voz había desaparecido; Temujin percibía ahora en ella la piedad hacia los enemigos. Yisui no se atrevería a compadecerse de él.

Cómo lo había enfurecido cuando se había atrevido a hablar abiertamente de su fin y de la necesidad de elegir un heredero. Le había disgustado saber que ella miraba más allá de su muerte. Ahora que su esposo se moría, Yisui eludía ese pensamiento como si significara su propia muerte.

Cómo había temido antes a la muerte. Ahora mismo, todo en él se rebelaba contra esta perspectiva, pero nada podía salvarlo: los generales no podían hacer que retrocediera, ni los guardias podían protegerlo ni los chamanes lograr que se alejara; no había ningún elixir, ni Dios. El ser había retrocedido, retirándose de la muerte como si fuera un enemigo, pero muy pronto debería volverse y enfrentarla.

Antes el cielo le hablaba. La voz de Tengri había sido tan clara como la de las personas que lo rodeaban, y sus sueños le habían mostrado la voluntad del cielo. Todo lo que había conquistado sin duda demostraba que Dios lo había guiado, pero cuanto más conseguía, tanto mayor parecía ser el mundo que no podía comprender.

De repente, volvió a ser un muchacho, sentado en la tienda de Dei Sechen y contando su sueño en presencia de Bortai y Anchar. Entonces ignoraba cómo encontraría el camino que conducía a la cumbre de aquella montaña, pero no había dudado que daría con él. El cielo lo había puesto a prueba, convirtiéndolo en la espada que uniría a todos los que vivían bajo el Eterno Cielo Azul. Había aprendido su primera lección importante después de la muerte de su padre: que todos los que no se sometieran a él eran enemigos potenciales, que no habría seguridad para él hasta que todos esos enemigos se sometieran a su voluntad o fueran aniquilados. Nunca habría aprendido eso de no haber sido un descastado.

—Temujin —dijo Hoelun.

Últimamente escuchaba con más frecuencia la voz de su madre llamándolo. De todas las mujeres que había conocido, sólo ella y Bortai lo habían asustado alguna vez, porque sabía que lo amaban verdaderamente. Sus consejos habían sido buenos, pero Temujin se había resentido por el poder que ambas tenían sobre él.

—Bortai —susurró .

Su primera batalla importante había sido por ella, pero aceptar a Jochi como hijo propio había sido una parte del precio que había pagado para recuperarla. Siempre había sospechado que el hijo del raptor de Bortai acabaría por convertirse en su enemigo. Cuando Ning-hsia fuera tomada y los Kin vencidos, él castigaría a Jochi por sus afrentas, por haberse negado a acudir a su campamento, por imaginar que podía hacerse lo bastante fuerte para desafiarlo.

Pero Jochi estaba muerto. Lo había olvidado, como tantas otras cosas durante los últimos meses. Un correo le había llevado la noticia esa primavera; él había presidido un banquete en memoria de Jochi y había enviado un mensaje a su heredero Batu. Con la muerte de Jochi había desaparecido una grave amenaza para la unidad de su "ulus", pero la pérdida del hijo mayor de Bortai hacía que su propia muerte pareciera más próxima.

Demasiados habían muerto: Mukhali, el fiel Jebe, el desleal Daritai, su padrastro Munglik, cuya alma había seguido rápidamente a la de Hoelun, generales y leales seguidores, hijos y nietos que apenas había conocido, y Jamukha. Todavía penaba por su "anda", pero convertirse en lo que Jamukha había deseado que fuera habría significado dar la espalda a su propio destino, convertirse en un jefe entre otros muchos. Su pueblo habría continuado con sus viejas disputas y jamás hubiera conocido la grandeza. Jamukha había sido otra de las pruebas del cielo. Al menos eso había creído Temujin, y ahora el cielo estaba en silencio.

El calor de la tienda era opresivo; se preguntó si la fiebre habría retornado. Su pasión por Khulan había sido otra fiebre, pero conquistar su amor sólo lo había debilitado. Desde el principio Temujin había comprendido que aquella mujer terminaría ablandándole el corazón por la piedad que sentía por sus enemigos. Amar a cualquier mujer con demasiada intensidad significaba concederle un poder que ella no debía tener. Hacer que las mujeres sintieran lo que llamaban amor aseguraba su lealtad, pero compartir profundamente ese amor era una tontería. El amor no le habría mostrado cómo rescatar a Bortai. Aunque cuando al perderla montó en cólera, comprendió cómo utilizar el secuestro de la mujer para sus propios fines.

Su mano siempre había sido firme. Habría nuevas conquistas, y si él no vivía para verlas, sus hijos y nietos continuarían con su obra. Ellos seguirían viviendo como su pueblo había vivido siempre, pero con la riqueza que las tierras conquistadas les darían. El más humilde entre ellos sería el igual de los jefes del pasado; el mejor pueblo bajo el cielo vería cómo el mundo entero se arrodillaba ante él. Todos recordarían al que los había conducido a la grandeza.

Eso había creído antes de que sus dudas se hicieran profundas. Si sus descendientes aprendían las costumbres de los conquistados para gobernarlos más sabiamente, podían ser víctima de las debilidades de la gente sedentaria, y convertirse en presa de hombres más fuertes. Sin embargo, si conservaban sus propias costumbres y se mantenían preparados para la guerra, tal vez disputaran entre sí cuando no tuvieran más tierras que conquistar.

El mundo no estaba hecho para el hombre; C'hang-ch'un se lo había dicho. Si eso era cierto, todos sus esfuerzos no habían sido más importantes que los de un corcel que guiara a la manada en busca de mejores pastos. Su pueblo podía tener tan sólo un breve momento de gloria, como en otro tiempo había ocurrido con los Khitan, con los Kin y con los pobladores de Khwarezm.

De pronto, sus viejos sueños se burlaban de él. El mundo podría liberarse en su momento del yugo de su "ulus", y entonces su pueblo no tendría nada excepto el recuerdo de lo que había sido. Tal vez hasta perdiera esa memoria. Todo su trabajo sería inútil, su nombre se olvidaría, su imperio estaría perdido.

La tienda estaba llena de hombres. Temujin no abandonaba el lecho desde que habían trasladado el campamento hasta las estribaciones que dominaban el río Amarillo, pero sus generales todavía solicitaban audiencias con él. El Kan ya no los recibía en el pabellón abierto, sino en su gran tienda. El esfuerzo que significaba abandonar la cama ya era demasiado grande para él. Sin embargo, mientras no hubiera una lanza clavada frente a la entrada, los hombres seguirían fingiendo que el Kan sanaría.

—El enviado espera fuera del campamento.

Era la voz de Tolun Cherbi. Yisui lo había ayudado a incorporarse, pero Temujin carecía de la energía necesaria para alzar la cabeza y mirar al general.

—Se le ha dicho que no tendrá el honor de una audiencia, que el Gran Kan ya le ha demostrado demasiada cortesía al permitirle esperar mientras yo te traía su mensaje —continuó Tolun Cherbi—. Ning-hsia ha decidido rendirse. La ciudad no tiene alimentos, y muchos han muerto de fiebre. El enviado sólo te pide que des a su soberano un mes para reunir sus obsequios. Li Hsien en persona te traerá su tributo.

—Le concederé ese mes.

—Li Hsien también te suplica por las vidas de los que abandonen Ning-hsia después de su rendición. —Ahora era Chaghan el que hablaba—. Sabe que juraste borrar a su pueblo de la faz de la tierra, pero también sabe que las estrellas te advirtieron en contra de ese proceder.

—Mi orden —dijo Temujin—es ésta: cuando nuestro ejército entre en esa ciudad, nuestros soldados tomarán lo que les plazca y harán lo que quieran con los pobladores. La clemencia que he demostrado a otros no será ofrecida a los defensores de Ning-hsia.

Cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, los hombres se habían marchado. Yisui estaba inclinada sobre él, con una copa en la mano.

—Es posible que el rey deba morir —dijo ella—, pero por cierto que podrías salvar la vida de sus hijos y de la gente de la ciudad. Me gustaría tener príncipes como criados, y los que queden con vida en Ning-hsia ya no son una amenaza para ti.

Había piedad en su voz. Él se sintió decepcionado; después de todo, no había conseguido acabar con la debilidad que había en Yisui.

—He dado una orden —dijo el Kan—. No la retiraré para darte el placer de adueñarte de más vidas Tangut, cuando puedo experimentar el placer mayor de saber que no me sobrevivirán. Ahora me quedan muy pocos placeres.

—Vivirás para siempre, Temujin. ¿No podrías dejarlos vivir para que trabajen para ti?

—Cállate, Yisui. Una vez, cuando me lo suplicaste, mostré clemencia, y ahora estás violando el pacto que entonces hicimos. —Cerró los ojos. El placer del que había hablado sería fugaz, una llama que se agitaba un instante antes de extinguirse.

Ye-lu Ch'u-tsai, que era tan sabio, nunca lo había entendido verdaderamente; Temujin siempre lo había sabido. El Khitan no podía compartir sus dudas, ni siquiera comprenderlas. Fuera cual fuere el tormento que Ch'u-tsai había experimentado al ver morir su propio mundo, había aceptado el mundo que Temujin había construido. Dar orden a ese mundo, mantenerlo en armonía, actuar correctamente: ésas eran las tareas de un hombre. El consejero diría que la naturaleza de Temujin era la de un gobernante, y que él había cumplido con esa naturaleza. El hombre afectaba al cielo, según el Khitan, en la misma medida en que el cielo afectaba al hombre. Pensar que una voz del cielo pudiera hablarle a un hombre, a Ch'u-tsai y sus instruidos camaradas se les antojaba una locura: ellos no buscaban un propósito fuera del mundo que les era dado. Pero el Khitan nunca había sido un muchacho abandonado y solo en una montaña, escuchando los espíritus en el viento y buscando algo más allá de sí que pudiera guiarlo y endurecer su corazón.

Sus dudas lo habían librado finalmente de los miedos que el chamán Teb-Tenggeri había utilizado para controlarlo, pero también le habían mostrado un mundo sórdido y sin sentido. Cuanto más ganaba, más fútiles parecían sus esfuerzos. Su final seguiría siendo el mismo: la extinción que sus súbitos budistas consideraban la meta más alta del alma, pero sin ninguna Presencia Celestial que engullera esa alma.

Levantó la vista hacia la salida de humo. Yisui estaba fuera, hablando con los guardias, pero su voz parecía distante. De repente una luz llenó la tienda, como si el sol se hubiera acercado a la tierra; unas formas se agitaron en el haz de luz.

Los espectros tomaron forma a su alrededor. No podía distinguir cuántos eran, pero entre ellos estaban su madre y su padre, con los rostros resplandecientes que él recordaba de su niñez. Jebe estaba allí, con el arco y el carcaj colgados del cinturón, y también Mukhali, ataviado con sedas de Khitai. Jamukha alzó la cabeza y sus ojos oscuros escrutaron el alma de Temujin. Al ver a su "anda", las garras le oprimieron el corazón.

¿Acaso esos espectros habían sido enviados por los espíritus? No, se dijo, sólo eran producto de la febril imaginación de un hombre enfermo y desesperado. Ya empezaban a desvanecerse; la luz se hizo más tenue. A través de la salida de humo sólo vio un rectángulo de cielo azul.

¿Qué sentido tenían sus actos? Sus descendientes se rodearían de tesoros durante un tiempo. Gobernarían hasta que hombres más fuertes los vencieran o hasta que las costumbres sedentarias los engulleran.

El rostro de un anciano flotó sobre él; Temujin reconoció al sabio Ch'ang-ch'un. Los labios del monje se movieron, pero Temujin no podía oírlo. El taoísta le había dado algunos consejos prácticos, sugerencias para ayudar al pueblo de Khitai mientras se recuperaba de la devastación de la guerra y se acostumbraba al dominio mongol. Hacían falta hombres sabios que administraran esas tierras para que el Kan obtuviera de ellas el mayor beneficio. Su consejo repetía los de Ch'u-tsai, pero Temujin había visto los peligros que entrañaba. Sus sucesores dependerían cada vez más de esos hombres, pero su pueblo sólo podría seguir siendo mongol si dejaba esas tareas de gobierno a otros.

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