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Authors: Pamela Sargent

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Gengis Kan, el soberano del cielo (88 page)

BOOK: Gengis Kan, el soberano del cielo
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El Kan podría haber enviado mensajeros al nuevo monarca, exigiéndole que se entregara, pero no lo hizo. A principios del otoño, cuando los campos ya no tenían hierba, él y los que lo acompañaban abandonaron las montañas.

Los desfiladeros y cañones dieron paso al ardiente desierto. Al este de las arenas se extendía el río Amarillo, que fluía junto a una muralla de tierra; sus defensores habían caído o tal vez habían escapado. El ejército avanzó por la fértil ribera, arrasando a su paso las pequeñas aldeas. El viento cubrió a los invasores de polvo y arena hasta que estuvieron tan amarillos como las rocas, y fueron un ejército dorado que avanzaba contra el corazón de Hsi-Hsia.

Los mongoles se habían apoderado de las rutas comerciales del oeste, aislando poblaciones que se encontraban junto al río Amarillo. Ying-li era la primera gran ciudad en el camino de los invasores. Allí los Tangut, conscientes de que su rendición sólo facilitaría el ataque de las ciudades de Ling Chou y Ning-hsia, resistieron el asalto de las máquinas de asedio y las oleadas de hombres que escalaban las murallas hasta que llegó el invierno y la nieve empezó a arremolinarse sobre las almenas.

Cuando Ying-li finalmente cayó, los Tangut enviaron un gran ejército para enfrentar a los mongoles a campo abierto y atacar a las fuerzas que asediaban Ling Chou. Al enterarse de esto, el Kan ordenó una retirada al oeste de las montañas Alashan. El ejército Tangut los siguió, sin encontrar resistencia en los pasos montañosos. Los mongoles los atrajeron, cayeron sobre ellos en el desierto, más allá de las montañas, y aplastaron el ejército de Hsi-Hsia. El Kan fue recompensado con la cabeza de Asha Gambu, quien había sido ejecutado durante la matanza.

Los canales de irrigación que rodeaban Ling Chou estaban congelados cuando los mongoles renovaron su asedio, y el río que antes había obstaculizado su acceso ahora los ayudó, pues pudieron cruzar su superficie helada. Ling Chou estaba condenada, pero sólo se rindió cuando la mayoría de sus defensores murieron y los mongoles habían empezado a entrar en la ciudad.

Parte del ejército se desplazó hacia el norte para rodear la capital Tangut, Ning-shia; Temujin en persona se trasladó al oeste para tomar la ciudad de Yen-chuan Chou. Allí, desde la fortaleza que dominaba la ciudad, el Kan, con Yisui a su lado, contempló las distantes columnas de humo que se alzaban hacia el gris cielo invernal.

El invierno había debilitado a Temujin. Su fiebre volvió a aparecer después de la caída de Yen-chuan Chou. Yisui llamó a su guardia y le dijo que fuera a buscar a Ye-lu Ch'u-tsai.

El Kan era un hombre a las puertas de la muerte, y su sufrimiento alimentaba su furia; así era como Yisui se lo explicaba a sí misma. Él había ordenado el exterminio de los Tangut, pero sus generales habían procurado aún más destrucción. Durante días habían enviado peticiones al Kan, quejándose del pobre botín obtenido durante la campaña, y sugiriendo que los Uigjur que moraban en las ciudades Tangut, los Han que trabajaban la tierra y otros pueblos sometidos debían ser ejecutados también. Esos hombres eran inútiles como soldados, y la tierra podía convertirse en campos de pastoreo.

Yisui tuvo entonces más razones para mantener con vida a su esposo. Sólo Temujin podía dar las órdenes que impidieran que sus hombres actuaran de ese modo. Qué extraño le resultaba sentir tanta compasión por gente que no conocía. Yisui creía haber superado esa debilidad mucho tiempo atrás.

Entró en el "yurt". Temujin estaba sentado en su cama, apoyado en almohadones, pero respiraba con dificultad.

—He mandado llamar a tu consejero Khitan —le dijo ella—. Sus medicinas tal vez te alivien más que los hechizos de los chamanes.

—¿Está en el campamento?

—Sabes que sí —respondió ella—. Llegó hace varios días y envió a uno de sus hombres a preguntar si podía presentarse ante ti.

Posiblemente lo había olvidado a causa de la fiebre, pero la mujer lo dudaba. Él sabía qué respondería Ch'u-tsai al pedido de los generales, que deseaban convertirlo todo en campos de pastoreo, y tal vez por eso no había llamado al Khitan.

Si Ch'u-tsai le pedía clemencia, era posible que el Kan lo escuchara. Yisui dejaría que el Khitan le dijera a su esposo lo que ella no podía decirle.

Ye-lu Ch'u-tsai se presentó con dos hombres jóvenes.

—Te doy la bienvenida, amigo y hermano —masculló Temujin—. Mi esposa cree que tal vez puedas aliviar mi sufrimiento.

El Khitan observó a Yisui con sus grandes ojos oscuros. Temujin hubiera querido darle al consejero una parte mucho mayor del botín, pero Ch'u-tsai se contentó con los escritos, las hierbas y los antiguos mecanismos que se había llevado de las ciudades conquistadas: un pedazo de vidrio que convertía un rayo de luz en bandas de colores, un espejo mágico de bronce a través del cual la luz pasaba y formaba un diseño sobre el muro, una aguja de metal que señalaba el sur cuando se la ataba a un corcho que flotaba en un cuenco con agua. A menudo Yisui se sentía incómoda en presencia de aquel hombre, pues parecía que lo que ella poseía no significaba nada para él.

—Lamento no haber podido venir antes —dijo Ch'u-tsai—. Tuve que atender a muchos de nuestros soldados en Ling Chou cuando la enfermedad se desató en nuestras filas.

—Eso me dijeron.

—Y como no me llamaste, pensé que estabas descansando, que suele ser la mejor cura de las enfermedades. He estado muy ansioso por hablar contigo, mi Kan.

Temujin gruñó.

—Al igual que todos.

—Te he traído mi "ma-wang" —dijo el Khitan—. Te facilitará la respiración. Yo mismo molí las ramitas, y después las mezclé con lima.

Uno de los jóvenes entregó una pequeña bolsa a Temujin. El canciller permaneció en silencio mientras el Kan masticaba la medicina.

—He visto un presagio en los cielos —continuó Ch'u-tsai—. También sé lo que tus generales desean hacer en estas tierras.

Temujin frunció el entrecejo.

—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? —preguntó.

—El cielo, Gran Kan, ha revelado qué debes decidir.

—Sé lo que debo hacer. He dicho que esa gente ha de morir. Son inútiles para nosotros.

—¿Cómo puedes decir que son inútiles? Déjalos vivir para que cumplan sus tareas, y darán mucho a tus tropas. Ganarías más de ese modo que incendiando todas las tierras y convirtiéndolas en campos de pastoreo.

—Mis deseos son conocidos —dijo Temujin—, y el pedido de mis generales está de acuerdo con ellos.

—Y el cielo mismo protesta. —El Khitan se inclinó hacia adelante—. Gran Conquistador, he observado los cielos y he visto que cinco planetas están en conjunción. Cuando el sol se ponga, mira hacia el sudoeste y los verás; te advierten que no debes tomar esa decisión.

—Mis chamanes ven las mismas estrellas. —Temujin se enjugó la boca—. Dicen que los Cinco Vagabundos se han reunido para celebrar mis triunfos.

—Te celebran, mi Kan, pero también te advierten. He leído los escritos de hombres que han visto esos mismos signos en el pasado, y siempre son una advertencia para abandonar las matanzas y los gestos de crueldad.

Había dicho lo que Yisui esperaba oír, y ese presagio daba mayor poder a sus palabras.

—Hace tiempo que no conozco la voluntad del cielo —dijo Temujin entre dientes—. Mis chamanes me dicen los augurios, pero ya no sé si están repitiendo la voluntad de los espíritus o sólo me dicen lo que creen que deseo escuchar.

—Yo siempre te he dicho lo que sé que es verdad —dijo el Khitan—. Cuando marches sobre los Kin, tus soldados necesitarán provisiones y abastecimiento. Los campesinos de aquí pueden pagarte por la tierra, y los mercaderes pueden ofrecerte parte de sus ganancias. Los impuestos que decretes pueden darte plata, seda y grano. Aniquilar a esta gente sólo te reportará unos pocos campos de pastoreo, y no muy buenos.

—Debo admitir algo, Sabio Consejero —murmuró Temujin—. En las tierras que conquisté encontré muchos hombres sabios. Algunos me han servido bien, pero con frecuencia me pregunto si verdaderamente puedo gobernarlos. —Respiraba con mayor facilidad; el "ma-wang" estaba haciendo su efecto—. ¿Y si ignoro tu consejo?

—No es sólo mío, sino también de las estrellas. Lamentaría que rechazaras esa advertencia.

—La rechace o no la rechace, mi final será el mismo. —Temujin volvió la cabeza hacia Yisui—. Y tú, esposa, ¿qué opinas? Me gustaría conocer tus pensamientos.

Ella encogió los hombros, tratando de no demostrar compasión.

—Si permites que esos desdichados vivan, tendré más esclavos. También es prudente obedecer los signos del cielo, ¿no es cierto?

—Es de sabios aceptar consejos prácticos —dijo el Kan—, aunque no nos gusten. Muy bien, hermano Khitan, diré a mis generales que limiten la matanza a las tropas que se resistan, y que no permitan que sus hombres saqueen las poblaciones. Tú decidirás qué debemos pedir a esta gente. Todos los oficiales importantes de este campamento serán convocados para escuchar mi decreto.

Yisui advirtió resignación y desesperación en la voz de su esposo. Se le ocurrió que la furia que él sentía ante su muerte inminente había pasado, que ahora la aceptaba. Su furia había mantenido alejada a la muerte, su deseo de venganza lo había mantenido con vida. Los Tangut recibirían un poco de piedad, pero la muerte de Temujin llegaría mas rápidamente.

Para salvar Ning-hsia, el rey Tangut envió al resto de sus fuerzas contra los mongoles. Una vez más, éstos se retiraron detrás de las Alashan, cayeron sobre el enemigo y lo aplastaron. Se reanudó el asedio de Ning-hsia, mientras Ogedei y Subotai marcharon al sur del río Wei para tomar el valle y marchar sobre los Kin. Temujin se dirigió al oeste para apoderarse de Kansu y tomar las pocas ciudades que quedaban.

Algunos murmuraban que el Kan, ante la proximidad del triunfo definitivo, recuperaría rápidamente sus fuerzas. Otros miraban la figura encorvada y envejecida que marchaba en medio de sus guardias, y temían que esta victoria fuera la última.

Yisui compró plegarias a los chamanes, recibía a los oficiales en la tienda de Temujin y alejaba a todos los que lanzaban al Kan miradas cargadas de preocupación. Cuando él estaba con sus hombres, escuchando los relatos de sus éxitos, la mujer casi creía que el espíritu maligno finalmente lo abandonaría. Pero por la noche, cuando ambos estaban solos, ella oía los susurros de su esposo y se preguntaba qué sueños le enviarían los espíritus. Las sombras en el interior de la tienda parecían un ejército de espectros. Si al llegar la mañana Temujin ya no se levantaba de su lecho, ello significaría que los espectros finalmente lo habían reclamado.

122.

Temujin abrió los ojos. Un halcón invisible le clavaba las garras en el pecho, como si fuera a arrancarle el corazón. No recordaba cómo era estar sano, sin ese dolor.

El cielo que se veía a través de la salida de humo era claro. Yisui y sus mujeres estaban en la entrada, murmurando en voz baja mientras trabajaban en su costura. El Kan recordó que unos días antes habían trasladado el campamento a las montañas Ling-Pan-Shan para escapar del calor estival de las tierras bajas. Durante el viaje, Temujin había yacido en un carro, pero consiguió montar para llegar al gran pabellón donde recibió a Subotai y se reunió con sus oficiales. El "kumiss" que bebió durante la reunión le robó todo recuerdo de lo que se había dicho. Las posiciones de Ye-lu Ch'u-tsai, los hechizos de los chamanes y la solicitud de Yisui ya no lo aliviaban. Sólo la bebida podía disminuir el dolor, y nunca durante mucho tiempo.

De pronto, recordó que Subotai le había traído como obsequio cinco mil caballos, y el informe de victorias en el valle del río Wei. Ogedei avanzaba siguiendo el curso del río, cada vez más cerca de K'ai-feng; el emperador Kin había enviado esa primavera dos delegaciones para pedir la paz. Otros emisarios habían llegado al campamento para solicitar una audiencia con el Kan. Temujin se preguntó si tendría la fuerza necesaria para levantarse de la cama y recibirlos.

Su mente estaba nublada como la visión de un anciano. Antes podía ver los movimientos de sus tropas como si fuera un pájaro. También podía ver lo que un pájaro jamás vería: los movimientos que haría el enemigo y cómo contrarrestarlos. Pero ahora ya no veía claramente esta guerra. Cuando concentraba sus pensamientos en una batalla, el resto de los movimientos de su ejército se le escapaban. Siempre había visto una guerra enteramente, como un diseño de batallas, asedios, retiradas tácticas, divisiones para enfrentar al enemigo en distintos lugares y después volver a reunir las fuerzas. Recordó que Ning-hsia había estado sitiada durante toda la primavera, que su general Chaghan todavía no había negociado la rendición de la ciudad, pero las posiciones que ocupaban sus fuerzas junto a los ríos Amarillo y Wei y cerca de los oasis de Kansu, desaparecieron de su mente. Ning-hsia era toda la guerra, todo lo que su mente podía aprehender.

La ciudad tendría que rendirse pronto. Las enfermedades y el hambre detrás de sus murallas eran tan devastadoras como los soldados mongoles.

Sus enemigos habían poseído armas de las que él carecía, y el Kan había advertido que debería cambiar las tácticas bélicas para contrarrestarlas. Las lluvias de flechas de las ballestas enemigas podían eliminar a un muro de hombres que avanzaban, las bolas de fuego arrojadas desde las murallas podía repeler a los invasores con ríos de fuego, y las bombas que despedían fragmentos de metal podían ensordecer, mutilar y asustar a los soldados. Temujin supo entonces que los hombres que construían esas armas eran tan esenciales para él como sus valerosas y disciplinadas tropas, y que sus invenciones habían cambiado la naturaleza de la guerra.

Su mente vagaba. No oía música en su tienda, y recordó que había ordenado que los músicos se marcharan. El sonido de los laúdes tal vez lo tranquilizase; pensó en ordenar a los músicos que regresaran, pero estaba demasiado débil hasta para llamar a Yisui.

Las garras invisibles volvieron a clavarse en él. Tendría que obligarse a incorporarse, a ir a su pabellón y presidir la corte, escuchar a correos y enviados y ver cómo todos los que lo rodeaban fingían que pronto sanaría.

Le llevaron un caballo. Su dolor aumentó mientras cabalgaba hasta el pabellón y desmontaba. Los hombres lo rodearon mientras entraba. Su trono se alzaba sobre una plataforma al fondo de la tienda abierta, rodeado de almohadones. Las garras volvieron a clavarse en sus entrañas mientras caminaba sobre las alfombras.

BOOK: Gengis Kan, el soberano del cielo
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