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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes (33 page)

BOOK: Espada de reyes
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—No la conseguirá —repitió—. ¡Levántate, muchacho!

Hauk no podía incorporarse. Unas manos nudosas, temblorosas y repletas de cicatrices, le tocaron el rostro. Delataban idéntico sufrimiento al que él padecía ahora.

—Mi Vulcania, quiere arrebatarme mi espada. ¡Cree que la ha encontrado!

El pavor traspasó a Hauk al oír aquellas palabras. La humareda oleosa del farolillo se elevaba como el estandarte de los muertos y un siniestro centelleo anaranjado ahuyentaba las tinieblas. Rodó hasta ponerse boca arriba, y topó con el rostro de un enano. Larga y desmelenada, una cabellera cana le caía en cascada hasta los hombros mientras que su barba, convertida en una hirsuta jungla, le alcanzaba casi la cintura. Sendos riachuelos de lágrimas surcaban sus pómulos y el terror se reflejaba en sus oscuros ojos.

Aunque tuvo que hacer acopio de toda su fortaleza, el humano alzó la mano —se asustó al notar el chasquido de sus agarrotados músculos— y asió la muñeca del enano. El pánico se adueñó del barbudo anciano al observar frente a frente al ser que tantas veces había matado Realgar.

* * *

Las cuevas se sucedían, los muros de roca se erguían hasta techos tapizados de aterciopelada negrura. Bajo los agridulces aromas del agua, la piedra de los siglos se prolongaba en una cadena de grutas.

El enano poseía una vitalidad que contradecía su aspecto de ser tan vetusto como las mismas montañas. Se encogía siempre que había de soportar el peso de Hauk o la presión de sus manos en los brazos si bien, pese a tener ciertas dificultades, lo transportaba. Su asombrosa resistencia residía en su ansia de sacar al guerrero del encierro y llevarlo a un reducto donde esperaba ponerlo a salvo de Realgar.

Así, fatigosamente, avanzaron largo rato hasta detenerse en una cueva. El enano condujo a Hauk a un burdo jergón situado en una esquina que, con el espesor de cuatro mantas, aisló al Vengador de la frialdad de la losa y lo hizo sentirse tan cómodo y abrigado como un noble en su lecho de dosel. Varias antorchas se alineaban en las paredes del habitáculo, espaciadas a intervalos regulares y encajadas en almenares de intrincada forja. La ventilación apenas dejaba rastro de su humear.

El enano, parloteando en voz muy queda como si evitara a cualquier precio perturbar el reposo del humano, recorrió el recinto de la caverna agrupando vituallas y vasijas de agua. Había un brasero en el centro de la cámara, que el solícito anfitrión no dejó de atender. Cada vez que lo hacía, daba un vistazo al maltrecho huésped y procuraba callar.

Hauk lo escudriñó a conciencia. Sus ojos, opacos por la edad, denunciaban su enajenación, pero una llama ardía ahora en las pupilas, un brillo intermitente que prendía un instante para apagarse al siguiente, desalojado por el dolor, la nostalgia y el miedo. El nuevo elemento era un indicio de lucidez. El viejo reconocía algo, aunque el fornido luchador no intuía qué podía ser.

Tampoco le interesaba. No le dio nada a cambio, ni siquiera pestañeó para quebrar esa helada mirada que aterrorizaba al anciano.

Poco a poco, como la marea que al alba gana centímetros a la playa desierta, Hauk recobró las fuerzas. Creció con ellas la rabia y el odio, y decidió aguardar paciente la hora del desquite por mucho que tardara en presentarse.

Una vez restablecido, arrancaría el corazón del pecho de su verdugo, aquel despiadado bastardo, y con sus manos haría picadillo la víscera incrustándola en la roca.

21

Dragones en acción

Stanach levantó su mano derecha con la izquierda. Bajo el vendaje, notaba los dedos fracturados tan pesados e inanimados como barrotes de hierro. Sus rodillas flaqueaban, pero aun así rechazó el soporte de Kem y logró dar un par de pasos bamboleantes. Resollando, caminó hacia la boca de la gruta mientras se repetía que, tal como había dicho el curandero, pronto estaría totalmente restablecido.

El enano se recostó en la pared rocosa de la cueva y observó el fluir de las aguas. Unas nubes de humo tan densas como la bruma flotaban río arriba con el impulso de la brisa invernal. El cielo palpitaba en irisaciones bermejas muy por encima del bosque. Kelida, con Vulcania colgada al cinto, corría junto a la orilla en pos de Lavim. El kender brincaba sin orden ni concierto, en la cumbre de la excitación, tanto que lo primero que hizo la muchacha al alcanzarlo fue atenazar sus brazos de manera que, un poco más quieto, escuchase lo que había de decirle. Luego, en medio del rebotar de sus saquillos, Springtoe fue en busca de Tyorl, que patrullaba la ribera en la vecindad.

Otros dos guerreros surgieron de la tupida muralla forestal y se reunieron con el elfo. Uno, Finn, señaló hacia el norte.

—¿Qué ocurre? —preguntó Stanach con el rostro vuelto hacia el interior de la cueva.

Kem, enmarcado el óvalo facial en una sombría aureola y visiblemente preocupado, interrumpió su tarea de guardar su equipo curativo en el botiquín.

—Se ha declarado un incendio; al menos ésas son mis noticias, y tenemos que partir sin demora. Espero que puedas andar. Finn se propone vadear cuanto antes el torrente e interponerlo entre el fuego y nosotros.

—¿Ah, sí? Entonces será mejor que esté en condiciones de caminar —respondió el enano, suavizando su gruñido con un encogimiento de hombros.

Lehr, con su desgreñada melena aún más revuelta de lo usual, entró en la caverna. Su jefe y él se habían adentrado en la espesura, de tal suerte que sus vestiduras se habían impregnado del olor a quemado. Lanzó al convaleciente una mirada escrutadora y lo palmeó en el hombro con tal vigor que Stanach se alegró de tener el respaldo de la roca.

—Así que vas a valerte por ti mismo, ¿no? ¡Bravo! Kem, hay que moverse.

Kembal se colgó del hombro el cargado zurrón.

—¿A qué distancia está el incendio? ¿Qué provocó el desastre?

—No muy lejos, y avanza muy deprisa —explicó Lehr, al mismo tiempo que se aseguraba de no dejar nada de valor—. Nos figuramos que la primera línea del fuego está entre nuestro grupo y el resto de la compañía, pero ignoramos el grado de retroceso de los flancos y no tuvimos tiempo de averiguarlo. Finn presume que el único lugar donde podemos encontrarnos todos es en la orilla oriental.

El guerrero se fue antes de que Stanach o Kembal se apercibiesen de que no había mencionado las causas que habían originado el incendio. El semblante del humano adoptó un rictus nada halagüeño.

Stanach abandonó la cámara con la tizona a la espalda y un mendrugo de pan en el estómago.

* * *

—En este punto el caudal no es excesivo: dudo que cubra por encima de la cintura —informó Tyorl—. ¿Podrás cruzarlo, Stanach?

Fuera debido a las pócimas que le habían administrado o al ímpetu que le daban el amenazador zumbido y el crepitar del fuego, el enano constató que se aceleraba su mejoría y que no se rezagaría. Una fugaz ojeada al cielo le reveló que las lunas se habían puesto: el manto carmesí que se cernía sobre los árboles era fruto de unos furores vindicativos.

—Haré lo que sea preciso.

Aunque el elfo asintió, el habitante de Thorbardin leyó en sus pupilas un cierto resquemor.

—Iré detrás de ti —ofreció Tyorl—. Según Kembal, no es conveniente que se te moje la mano.

Finn encabezó la comitiva, con el arco en alto. Apenas se había alejado de la orilla, cuando el humo lo engulló.

Con la mano derecha erguida de forma que las aguas no pudieran salpicarla, rezando para que el ungüento oleoso que había aplicado a la vaina de su espada la impermeabilizara, Stanach ocupó el segundo puesto.

Contuvo una exclamación cuando el gélido líquido lo cercó, empujando con fuerza sus piernas y arremolinándose en torno al tórax para clavarle mil agujas. El frío atacaba sus huesos y músculos, y al poco su contacto le dejó los pies tumefactos como si no los salvaguardara un recio par de botas.

Tyorl y Kelida fueron, en este orden, los siguientes. Fiel al ejemplo de Finn, la moza blandía a Vulcania envuelta en su capa y por encima de su cabeza, tanto por cuestiones de equilibrio como para mantener el arma seca. Kem marchaba a un costado de la fila, dispuesto a escoltar y socorrer a quien lo necesitase para salvar las corrientes. Lehr no se apartó de la posadera, tendiéndole la mano y sujetándola en los tramos más accidentados, en especial en uno en que hubo que rodear su talle y alzarla en volandas porque se había atascado en unas plantas acuáticas del fondo.

El guerrero emitió una risotada al posar a la mujer de nuevo en el suelo. Era evidente que no le suponía ninguna molestia llevar a una chica guapa, con la indumentaria empapada, agarrada del cuello. A Tyorl no le hizo ninguna gracia la picardía de su compañero. Perplejo ante sus propias reacciones, se planteó si un golpe de su espada le enseñaría a su imprudente compañero una lección de buenos modales. Irritado, adelantó a Stanach y lo obligó a desviarse para cederle el paso.

Lavim no siguió a los demás. Rindiéndose a lo «inevitable», se sumergió en aquel torrente y buceó por las turbulencias con el entusiasmo de un pez pero con poco de su habilidad y nada de su gracia.

Cuando Stanach por fin arribó a la orilla opuesta, entumecido por el frío y la humedad, fatigado y otra vez en tierra firme, se volvió a fin de estudiar su trayectoria. Como el aliento de una hueste espectral, ondeante y tenebrosa, la niebla desplegaba su velo sobre el otro lado. Kelida apoyó unas livianas manos en sus hombros e indagó:

—¿Cómo estás?

—Bien —repuso el enano, aunque no estaba del todo convencido. El cruce del río lo había dejado helado.

Finn hizo un gesto para indicar unas colinas bajas y pedregosas. Kem fue hacia la derecha, y Tyorl insistió en que Lehr lo acompañase hacia la izquierda. Lavim, secándose a la manera de un can, se escabulló en línea recta y enseguida dejó atrás a los guerreros.

Los aromas de la socarrada vegetación los escoltaron hasta las estribaciones. El terreno del este del cauce era rocoso y marcaba un paulatino ascenso, moteado de arbustos de espino que se apiñaban en bosquecillos dispersos. Tras los repechos, en sentido oriental, venían los páramos, siempre con tendencia a subir. La muchacha, absorta en sus pensamientos, acompasó su ritmo al de Stanach. De vez en cuando volvían la vista para atisbar la mancha escarlata del fuego recortada contra el cielo.


Guyll fyr -
-murmuró el enano, que se había detenido a observar la arrasadora acción del incendio en los alrededores de la gruta.

A despecho del viento cortante y de ser la hora, previa al amanecer, en que más bajaban las temperaturas, Stanach sudaba copiosamente. El sudor corría por sus pómulos, resaltando aún más su palidez, y, antes de humedecer su velluda barba, bordeaba el no menos poblado mostacho. Kelida, al percatarse de que el enano requería unos minutos de reposo para recuperar sus fuerzas, hizo una pausa.

La joven, que había intentado inútilmente descifrar las palabras de Stanach, preguntó al fin:

—¿Qué has querido decir?

Su compañero respondió con una sonrisa forzada:

—Que el fuego del infierno se acerca. El sotobosque también ha sido afectado, pero son las copas de los árboles las que lo propagan —agregó, señalando hacia el linde meridional del bosque—. Si el viento cambia de dirección, el río no impedirá que se difunda.

—¿Así es el fuego del infierno?

Stanach examinó la penumbra que se extendía delante de ellos. Kembal los aguardaba al pie de una serie de estepas mesetarias.

—No —puntualizó—. Sería realmente el
guyll fyr
cuando llegue a las Llanuras de la Muerte, a unos cuarenta kilómetros de aquí.

«Si el viento continúa, sucederá mañana», pensó con ánimo ceñudo.

No volvió a despegar los labios, ni sobre este tema ni sobre ningún otro: el mero hecho de caminar reclamaba toda su atención. La posadera iba delante de él, con los ojos clavados en el traicionero suelo para detectar los montículos, baches y agujeros entre las piedras, y sujetarlo a tiempo por el brazo antes de que tropezara.

Su mano derecha colgaba a su costado como un bloque de hielo, pesada e insensibilizada. Recordó, quizás asociando ideas, el implacable fuego que había abrasado su mano, poco antes. Pero el recuerdo no estaba en su mano, no era allí donde resonaban los ecos de su reciente dolor, sino que sentía un frío en el pecho, una opresión en el vientre.

¿Cuándo se terminaría el efecto de las hierbas calmantes de Kembal?

* * *

Tyorl, de puntillas en una de las lomas, oteaba el horizonte buscando signos del nacimiento de un nuevo día. No los halló. El declinar de las estrellas le confirmaba que el firmamento debería haberse teñido de gris, pero los resplandores de la generalizada ignición, que ahora se extendía a gran velocidad hacia el sur y el este, eclipsaban a los tímidos heraldos del sol.

¿Habrían atravesado las llamas el obstáculo del agua? El elfo no lo creía así. En posición normal, estiró sus músculos y trató de no pensar en la cantidad de horas transcurridas desde que descabezara el último sueño. Tampoco sabía en qué momento podría disfrutar del próximo.

Finn escudriñó la falda de la cuesta que acababa de trepar y dio un ligero codazo a Tyorl. Kem reculaba ladera abajo para auxiliar a Stanach y Kelida.

—El enano pronto necesitará hacer un alto. A juzgar por su aspecto, creo que tendría que hacerlo antes de emprender el ascenso.

—No podemos detenernos aquí. El fuego puede atravesar el río —objetó el elfo.

—¿Puede? —repitió el otro—. Lo hará, y pronto.

Se estableció entre ambos un prolongado silencio. Tyorl exploró el oeste desde su atalaya, preguntándose si la treintena de hombres de su compañía habrían escapado de las llamas. Miró de soslayo a Finn y descubrió en sus curtidos rasgos la misma pregunta. Y en sus ojos leyó la respuesta.

No podían haberse librado. El río trazaba un espumeante itinerario, en salvajes rápidos, a lo largo de ocho kilómetros hacia el norte, sin un enclave por donde vadearlo. Al parecer, el incendio había empezado donde sus amigos estaban acampados. ¿Qué había ocurrido?

«Dioses —invocó con fervor Tyorl a los hacedores, algo que no solía hacer—, preservad la vida de algunos si no podéis salvarlos a todos.»

Kerrith, Bartt, el viejo G'Art... Los nombres y rostros de los humanos y congéneres que fueran sus compañeros durante años desfilaron por su memoria, pero cincelados sobre humo. El elfo se estremeció. Así, deprisa, morirían sus amigos, y así esparciría el viento sus cenizas.

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