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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes (32 page)

BOOK: Espada de reyes
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Tyorl atizó las brasas casi extintas. Lavim, en esta ocasión sin que hubiera que pedírselo, había recogido leña y algunas estaquillas a fin de alimentar la fogata ante la abertura de la gruta. En cuanto a la solicitada flauta, todavía no había dado con ella.

«Sí, se ha extraviado —pensó el elfo—, pero en los pliegues de tus bolsillos, bribonzuelo. Disfruta de tu noche de asueto, kender, porque los dioses son testigos de que te ataré y registrare tus ropas y abultadas bolsas cuando vuelvas de tus correrías.»

El crujir de una bota sobre una piedra, acompañado por el roce siseante de una capa contra pieles curtidas, capturó de pronto la atención de Tyorl. Kelida, a todas luces exhausta y con los ojos enrojecidos, se detuvo a su espalda.

—¿Te molesto?

—No —contestó el elfo, invitándola a sentarse—. Lehr ha pescado truchas para cenar. ¿Te apetece un bocado?

—No tengo hambre. Sólo estoy agotada —repuso la moza, respaldándose contra la pared exterior de la gruta.

—¿Qué hace Stanach?

—Duerme. Ha caído en un profundo sopor después de que Kem le administrara una mixtura de hierbas y polvitos. Tu compañero asegura que lo tonificará.

—Es infalible en estas cuestiones. Además de guerrear valientemente posee unas ingentes facultades curativas. ¿Es él quien vela al herido?

La joven masculló un «sí» y clavó los ojos en el río, mientras atendía a su ancestral canturreo.

—¿Has vivido mucho tiempo en esta comarca?

—Algunos años.

—Mientras desinfectaba y vendaba los dedos de Stanach, él intentó hablar. Compuso un par de palabras, mas en una lengua para mí incomprensible.

—Quizá la de su pueblo.

—Eso presumí yo también. Era algo así como
Lit kware.


Lyt chwaer -
-la corrigió el elfo—. Hermanita. En su estado no tiene nada de particular que se le trastocara un poco el juicio y llamara a algún pariente, creyéndose en casa. Al parecer, no está solo en el mundo. Nos comentó que Kyan Redaxe era su primo, pero, por alguna razón, nunca supuse que tuviera familia ni que estuviera ligado a otra cosa que no fuera su maldita espada.

El río lamía la ribera, lamentándose al pasar por entre los escollos rocosos. Tyorl echó una rama a las moribundas ascuas y, sonriente, señaló al corpulento individuo que hacía guardia en el exterior con zancadas enormes e inquietas.

—Ese guerrero me recuerda a Hauk. Finn nos ha apodado la «Compañía de Vengadores, Pesadilla de los Draconianos». Nosotros hemos bautizado a Lehr como la «Pesadilla de Finn».

—¿Por qué?

—Por su carácter impulsivo y pendenciero. Siempre que estalla una trifulca, él está en primera fila.

El ventarrón arrastraba desde las cumbres nevadas corrientes gélidas, cuyo ulular sobre el torrente tenía la cualidad de una voz plañidera. Kelida se arropó en su capa hecha trizas.

—¿No son ésas virtudes idóneas en un luchador?

—¿No adviertes diferencias entre el centinela y Hauk? —interrogó el elfo a su vez.

—No conocí a tu inseparable amigo más que durante aquella noche en Tenny's. Tan sólo...

—Continúa. Tan sólo ¿qué? —preguntó Tyorl con los ojos fijos en la hoguera.

—Intuí que quizá llegaríamos a congeniar de poder tratarnos más.

«Llegaríamos a
amarnos
sería el término exacto», se descorazonó el guerrero.

Se alteró la dirección de las ráfagas, que ahora soplaban desde el nordeste y enfilaban la vía delimitada por los bordes del torrente. Lehr hizo una pausa en su agitado andar y se detuvo junto a la orilla.

—Nuestro Hauk es un tipo simpático.

—También le gusta mucho pelear.

—No, no es así. La mayoría de las veces mantiene la cabeza fría. Yo siempre me sentía seguro cuando él me cuidaba las espaldas, pero, al igual que la «Pesadilla de Finn», es muy joven. Por eso Lehr me recuerda a Hauk.

La memoria de Kelida retrocedió hacia la velada en Long Ridge, ahora tan remota, en que Hauk le había regalado a Vulcania. La conducta de Tyorl había sido de divertida tolerancia ante la excesiva disculpa de su amigo y bastante enigmática en su propia forma de escrutarla mientras ella se afanaba en fregar el suelo o pasar el paño sobre los cercos de los vasos en el mostrador. La posadera había reparado en el contraste que ofrecía aquel par de falsos cazadores, uno fornido como un oso y el otro más afín a un elástico ciervo. También había pensado que era prácticamente insondable la edad de un elfo si había que basarse en sus rasgos.

Lo estudió de nuevo ahora, con el dorado cabello agitado por el viento, los azules ojos suavizados a tenor de sus cavilaciones y las esbeltas piernas cruzadas en tijera mientras se inclinaba hacia las llamas. Delgado y no obstante atlético, tenía a la vez el aspecto de un peligroso guerrero y de un romántico. Nadie le habría atribuido más años que a Hauk.

—Los de tu raza nos calificáis a todos de jóvenes —dijo Kelida con cierta vacilación.

—Es inevitable; no olvides que yo he asistido al transcurso de cien estíos y ese hecho me transforma en un veterano frente a vosotros. Entre los de mi pueblo, estoy en la flor de la vida. —Tyorl sonrió y se encogió de hombros—. El problema es que, al convivir con humanos, todas las décadas que os aventajo se hacen notar. He de apelar al corazón —tamborileó los dedos sobre el pecho— a fin de reconfortarme y tomar conciencia de mi propia juventud.

Lehr cesó en su vigilancia para emprender un trote ligero río arriba, con la cabeza baja como un mastín que olfateara conflictos. Tyorl, sabedor de lo que eso significaba, se puso en pie.

—Kelida, ve a avisar a Finn.

Ella, advirtiendo la repentina tensión en la voz del elfo, se incorporó con premura. Antes de que pudiera indagar nada, Tyorl había emprendido carrera hacia la orilla.

* * *

Lavim olió el humo en el instante en que el viento cambió de sentido. Tumbado cuan largo era, boca abajo, a unos centímetros del agua, aquel aroma le sugirió acampadas y una añorada tibieza. Su raído capote estaba extendido en la hierba y él se había empapado hasta los hombros tratando de atrapar algún pez con las manos, como le había visto hacer antes a Lehr.

«¡Tan fácil que parecía!», protestó para sus adentros.

No hay que fiarse de las apariencias, Lavim.

El kender nada replicó a su sabiondo amigo Piper; hizo caso omiso y hundió una vez más los brazos en el torrente. Demasiado tarde. La pieza que pretendía cobrar dio un brinco y nadó a contracorriente, rozándole la palma con la cola antes de abandonar el bajío a la búsqueda de mayores profundidades. Lavim sacó las manos del agua y, sacudiéndolas para no helarse, las cobijó en las bocamangas de la camisa.

No
has tenido en cuenta el juego de las perspectivas, Lavim. Al examinar el fondo lo ves todo desfigurado, de la misma manera que el pez tampoco se hace más que una idea aproximada de las proporciones y los espacios en el medio terrestre.

—¡Oh! ¿Así que eres erudito en la materia? —se mofó Springtoe—. ¿Eres, o fuiste, la reencarnación de una de esas criaturas acuáticas?

Creo que cometes un error -
-gruñó Piper—.
Después de todo, ya que he muerto soy yo quien tiene derecho a ser irritable, no tú.

—No soy irritable —replicó Lavim—; sólo procuro un sabroso desayuno a mis compañeros. Piper —mudó de pronto su tono, ahora conciliador—, me aflige sinceramente tu fallecimiento. No intimamos en vida, pero aun así me apena que hayas dejado de existir. ¿Cómo se siente uno siendo un espíritu?

De ningún modo especial,
contestó el hechicero tras un corto silencio.

—¿Dónde reside tu alma?

Dentro de ti y en el más allá.

—¿Es un paisaje bello o terrorífico?

Ni
una cosa ni otra -
-negó el mago, riéndose de la excitación del kender—.
En ambos lugares hay una bruma que lo nubla todo. Lavim, hay otra pieza a la vista.

Una segunda trucha, tan grande y carnosa como la anterior, aglutinó en sus escamas los destellos de los astros. Con un impetuoso coletazo, el animal se adentró en la red natural que formaban las plantas al mecerse bajo la superficie. El pescador se arremangó y levantó los brazos.

Húndelos hacia adelante y de lado respecto al pez.

—¿Por qué?

Porque de lo contrario te quedarás sin almuerzo.

Dando esta razón por válida, Springtoe hizo lo que le aconsejaban.

—¡Aja! —exclamó al circundar sus dedos el perímetro del cautivo.

Lo sacó del agua de un tirón y el hermoso ejemplar relució más todavía a la luz de las lunas, chorreando todo su cuerpo. Pero empezó enseguida a convulsionarse y el kender, fascinado por aquella textura resbaladiza y rasposa que restregaba sus palmas, aflojó un poco la garra. Como si le hubieran crecido alas, la trucha saltó de sus manos y regresó rauda al hogar.

—¡Maldita sea!

Lavim se derrumbó sobre su espalda, contrariado y con un enfriamiento que le indujo a desistir de volver a someter sus violáceos nudillos a los efectos del agua. El olor a madera quemada se acrecentó.

—¿Qué harán con esa hoguera? Acabarán por incendiar...

¡Lavim!

—¡Por lo que más quieras, Piper, no berrees así! Un día de éstos me romperás los tímpanos. ¿Qué...?

¡Dragones!

—¿Dónde? —Sin enfadarse por las continuadas interrupciones, el kender asió capote y hoopak y se enderezó con los ojos clavados en el cielo—. ¿Dónde? —repitió.

Por el norte. Uno sobrevuela el bosque y vienen hacia el río. Debes regresar con los otros sin pérdida de tiempo.

Lavim corrió al encuentro de los otros miembros de la expedición, aunque no era miedo lo que experimentaba. Todos los moradores de Krynn se referían insistentemente en sus conversaciones a estos monstruosos seres, que constituían un abigarrado arco iris si se atenía a las distintas versiones: eran encarnados, negros, azules y verdes. Él tan sólo había divisado uno, el de coraza roja que patrullaba a gran altura sobre Long Ridge.

Lavim Springtoe era la personificación de la felicidad al arribar a la cueva, intentando observar el cielo y el suelo al mismo tiempo. ¡Su fortuna daba al fin un giro positivo!

20

Fuga inesperada

Los sueños de Hauk estaban esculpidos en piedra y sin embargo se movían como fantasmas arrimados al muro de su calabozo. La primera vez que lo asaltaron creyó que eran el síntoma de una ineludible demencia.

Había cesado de preocuparse. Aguardaba la muerte, pero esta vez la definitiva. Aunque Realgar ya no formulaba preguntas ni le mostraba ilusorios espectáculos, seguía divirtiéndose con el juego de la muerte. Súbita como el halcón que se lanza en picado sobre la presa o perezosa a la manera del buitre, que vuela en círculos y espera, la Parca se había asentado en aquella húmeda tumba, susurrando su nombre y estrujándolo entre sus frías zarpas, arrastrándolo a través de unas negras puertas hasta un reino donde el aire corroía sus pulmones con punzantes dentelladas. Hacía tiempo que había perdido la cuenta de sus muertes, y se limitaba a yacer en la penumbra y contemplar cómo las imágenes oníricas se deslizaban en la rugosa roca de la celda.

Vio el bosque. Qualinesti, la verde y sombreada patria de los elfos, aparecía iluminada por gruesas columnas de luz de las que manaban haces del color de la miel. En una suerte de ensoñación dentro del sueño, la figura de Tyorl se movía en los claros y entre los pinos y álamos arracimados. Una mirada extraña enturbiaba la nitidez de aquellos ojos almendrados, azules, que tan bien conocía Hauk: los de un amigo leal, que ahora reflejaban el pesar, el dolor casi, la resignación. Transitaba por unas sendas que sólo los suyos conocían, y siempre buscaba algo.

Como los vapores de la neblina en alas del viento, el subconsciente de Hauk se desplazó a la taberna de Long Ridge. Una muchacha de cobrizas trenzas y esmeraldinos iris le sonreía.

«Lo estás tergiversando —le regañaba una parte de su mente—. Nunca hizo nada semejante. Te rehuyó con las facciones contraídas por el miedo y, de repente airada, comprimió los labios para escupirte. Al fin, desahogada su cólera, la cautela oscureció sus ojos. No hubo en ella ningún amago de afabilidad.»

¿Cuál era el nombre de la moza? No llegó a averiguarlo.

Estiró el cuello hacia la pared para escrutar el episodio de su enfrentamiento y ver la faz femenina con mayor detalle. Era alta; él sólo la sobrepasaba en un palmo. ¿Cómo se llamaba?

Las siluetas proyectadas se difuminaron, oscilaron los contornos, y el prisionero, temeroso de perder a aquella mujer que encarnaba el único recuerdo que Realgar no había logrado robarle, tensó ambos brazos en dirección de los bloques pétreos, prestas sus manos a retenerla.

«Sí, es mas alta de lo normal en su sexo», pensó mientras el sueño se hacía más nítido. Ahora la muchacha parecía una cazadora e incluso una guerrera; llevaba una espada y vestía una capa del mismo color que sus ojos y unas pieles de animales tan plomizas como un cielo tormentoso.

«Muchacha cazadora o guerrera, ¿cuál es tu nombre?»

Como si hubiera oído su muda pregunta, la joven se volvió. Tenía la tez pálida, los iris de una tonalidad pareja a la de los mares profundos, y le hizo un cálido gesto de bienvenida. Una fría chispa parpadeó en los zafiros y el oro de su arma.

Era la espada que Hauk le había dado, aquella a la que Realgar se refería como Vulcania, la que colgaba de su cadera.

El sueño se hizo añicos, desintegrado por un blanco relámpago de dolor que le traspasó los ojos y recorrió su espina dorsal con sus aserrados cantos. El cautivo lanzó un alarido ante la desaparición de su sueño, y su voz retumbó en todos los rincones de la mazmorra.

Alguien alzó un fanal, derramando su claridad por el suelo como una fuente de fuegos artificiales. Vieja y reseca, semiasfixiada en su propio duelo, una voz se recortó en las sombras, tras el círculo luminoso.

—No la conseguirá.

El preso identificó el acento. Demente, sin más cohesión interna que las quebradizas hebras de una telaraña, el dueño de aquella voz merodeaba a menudo en torno a los confines de sus pesadillas, riendo o sollozando cuando él moría.

Con un gemido, Hauk volvió a repetir una pregunta que nunca obtenía respuesta:

—¿Quién eres?

Antes la voz solía desvanecerse frente a esta solicitud, opacada por los sonidos siseantes o abruptos de la retirada. Hoy no lo hizo.

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