El universo, los dioses, los hombres (19 page)

BOOK: El universo, los dioses, los hombres
12.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Pero Harmonía, a través de su madre, Afrodita, es la diosa de la unión, los acuerdos y la reconciliación. Todos los dioses acuden a la ciudadela de Tebas para celebrar esos esponsales en los que la novia es una de los suyos. Las Musas entonan el canto nupcial. Los dioses, de acuerdo con su costumbre, hacen regalos. Algunos de estos dones serán presentes maléficos y provocarán la pérdida de quienes los reciban. Cadmo tendrá varios hijos, entre ellos Sémele, Autónoe e Ino, que se casará con Atamante y se convertirá en Leucótea, la diosa del mar. Tuvo también otra hija, llamada Ágave. Se casará con uno de los Espartoi, Equión, del que tendrá un hijo, Penteo. En otras palabras, los comienzos de Tebas representan el equilibrio y la unión entre un personaje que viene de lejos, Cadmo, convertido por su hazaña y la voluntad de los dioses en soberano, y, por otra parte, unos personajes implantados en la gleba, salidos de la tierra, autóctonos, que llevan la tierra de Tebas pegada a la suela de sus sandalias y son guerreros en estado puro. La primera sucesión de los reyes de Tebas dará siempre la sensación de que entre esas dos corrientes, entre esas dos formas de generación, debería existir acuerdo, pero que también puede haber determinadas tensiones, incomprensiones y conflictos.

EL MUSLO UTERINO

Existe, pues, una muchacha, Sémele, que es una criatura deslumbrante, como lo era Europa. Zeus mantiene con ella unas relaciones, no de un solo día, sino bastante duraderas. Sémele, que ve a Zeus acostado a su lado noche tras noche en forma humana, pero que sabe que se trata del rey de los dioses, desea que se le aparezca en todo el resplandor de su persona, con toda su majestad de soberano de los afortunados inmortales. No para de implorarle que se le muestre así. Está claro que para los humanos, aunque los dioses acudan a veces a sus nupcias, la pretensión de que éstos se presentan tal como son ante sus ojos, como harían unos amantes mortales, entraña algún riesgo. Cuando Zeus cede al ruego de Sémele, y se le muestra en todo su deslumbrante esplendor, Sémele es consumida por la luminosidad y el fulgor, el resplandor divino del que es su amante. Se abrasa. Como ya está preñada de un hijo de Zeus, Dioniso, Zeus no vacila ni un segundo, extrae del cuerpo de Sémele, que está a punto de consumirse, al pequeño, se hace un corte en el muslo, lo abre y lo convierte en un útero; allí aloja al pequeño Dioniso, que es en aquel momento un feto de dos meses. De ese modo, Dioniso será doblemente hijo de Zeus, será el «nacido dos veces». Llegado el momento, Zeus reabre su muslo y el pequeño Dioniso sale de él de la misma manera que ha sido extraído del vientre de Sémele. El niño es extraño, anormal desde el punto de vista divino, ya que es al mismo tiempo el hijo de una mortal y de Zeus en toda su gloria. Es extraño porque ha sido alimentado en parte por el vientre de una mujer y en parte por el muslo de Zeus. Dioniso tendrá que luchar contra los celos tenaces de Hera, que no perdona fácilmente las aventuras de Zeus y siempre detesta los frutos de sus amores clandestinos. Una de las grandes preocupaciones de Zeus es sustraer a Dioniso de la mirada de Hera y confiarlo a unas nodrizas que lo oculten.

Apenas comienza a crecer, comienza también a vagabundear y a ser objeto de las persecuciones de algunos personajes que no quieren que se cuestione su poder. En especial, cuando todavía es muy joven, desembarca en Tracia, llevando consigo un cortejo de jóvenes bacantes. El rey de la tierra, Licurgo, ve con muy malos ojos la llegada del joven extranjero, del que no se acaba de saber de dónde viene y que pretende ser un dios, y de esas muchachas que deliran como fanáticas adeptas de una nueva divinidad. Licurgo hace apresar a las bacantes y las mete en la cárcel. Pero el poder de Dioniso las libera. Licurgo persigue al dios y le obliga a escapar. Divinidad ambigua y equívoca, pues tiene también un intenso componente femenino, Dioniso se muere de miedo durante la persecución; finalmente, se arroja al agua y escapa de Licurgo. La diosa Tetis, la futura madre de Aquiles, lo oculta en las profundidades marinas durante cierto tiempo. Cuando sale de allí, después de esa especie de iniciación clandestina, se marcha de Grecia y llega a Asia. Es la gran conquista de Asia. Recorre todos sus territorios con ejércitos de fieles, sobre todo de mujeres, que no poseen las armas clásicas del guerrero, combaten a golpes de tirso, es decir con grandes tallos vegetales en cuya punta se clavan unas pifias, y que poseen poderes sobrenaturales. Dioniso y sus acompañantes ponen en fuga a todos los ejércitos que se lanzan contra ellos con la vana intención de detener su avance; recorre Asia como un vencedor. Después regresa a Grecia.

SACERDOTE AMBULANTE Y MUJERES SALVAJES

Aquí interviene su regreso a Tebas. Dioniso, el vagabundo, el niño perseguido por el odio de una madrastra, el joven dios obligado a arrojarse al agua y a ocultarse en las profundidades marinas para evitar la cólera de un rey tracio, es un adulto que regresa a Tebas. Llega en el momento en que Penteo, el hijo de su tía Ágave, hermana de Sémele, es el rey. Sémele ha muerto. Ágave se ha casado con uno de los Espartoi, Equión, que ha muerto después de haberle hecho concebir un hijo. Este joven hereda su título de rey de su abuelo materno, Cadmo, que sigue vivo, pero es demasiado viejo para reinar. Ha heredado de Equión su intimidad con la tierra tebana, su adhesión local, su temperamento violento, su intransigencia y su soberbia de soldado.

Dioniso llega disfrazado a la ciudad de Tebas, que es como un modelo de las ciudades griegas arcaicas. No se presenta como el dios Dioniso, sino como sacerdote de su culto. Un sacerdote ambulante, vestido de mujer, con la cabellera hasta los hombros, que parece un meteco oriental: tiene ojos oscuros, aire seductor, facilidad de palabra… Es decir, todo lo que puede irritar y provocar a Penteo, rey de Tebas y descendiente del Espartoi Equión. Ambos cuentan casi con la misma edad. Penteo es jovencísimo, al igual que el supuesto sacerdote. Alrededor de ese sacerdote gravita una pandilla de mujeres, jóvenes y no tan jóvenes, que son de Lidia, es decir, mujeres orientales. Son orientales física y espiritualmente. Llenan de ruido las calles de Tebas, se sientan, comen y duermen al aire libre. Penteo lo ve y entra en cólera. ¿Qué hace allí esa pandilla de vagabundos? Quiere expulsarlos. Todas las matronas tebanas son enloquecidas por Dioniso, porque éste no perdona a las hermanas de su madre, a las hijas de Cadmo, y en especial a Ágave, que hayan dicho que Sémele nunca tuvo relaciones con Zeus, que era una histérica que había tenido amoríos no se sabía muy bien con quién, que había muerto en un incendio por culpa de su imprudencia y que, si había tenido un hijo, éste había desaparecido; y que, en todo caso, él no podía ser hijo de Zeus. Toda esa parte de la saga familiar que representaba Sémele, el hecho de que ésta hubiera tenido relaciones con lo divino —aunque su falta hubiera sido desear esta relación demasiado estrecha—, los tebanos la niegan: la consideran un cuento chino. Están de acuerdo con la boda de Cadmo y Harmonía, eso sí, pero se trataba de fundar una ciudad humana organizada según criterios estrictamente humanos. Dioniso, por su parte, pretende —pero de otra manera que en el momento de las nupcias de Cadmo y Harmonía— restablecer el vínculo con lo divino. Restablecerlo no con motivo de una fiesta, de una ceremonia en la que los dioses son invitados para irse una vez terminada, sino en la propia vida humana, en la totalidad de la vida política y cívica de Tebas. Pretende introducir un fermento que abra una nueva dimensión en la existencia cotidiana de todo el mundo. Para eso, tiene que enloquecer a las tebanas, unas matronas sólidamente instaladas en su condición de esposas y madres y cuya forma de vida está en las antípodas de la de las mujeres lidias que componen el séquito de Dioniso. Así que las hace caer presas de su delirio.

Abandonan a sus hijos, interrumpen de repente sus tareas caseras, dejan a sus maridos y se van a las montañas, a las tierras sin cultivar, a los bosques. Allí se pasean con unas indumentarias impropias de damas tan dignas, y se entregan a toda clase de locuras, que los campesinos contemplan con sentimientos contradictorios, a un tiempo estupefactos, admirados y escandalizados. Penteo es informado de la situación. Su cólera aumenta. Actúa, en primer lugar, contra las devotas seguidoras del dios, las bacantes, consideradas responsables del desorden que se ha extendido entre las mujeres de la ciudad. Ordena que apresen a todas las lidias fieles al nuevo culto y las encarcelen. Y sus órdenes son obedecidas. Pero, tan pronto como entran en la cárcel, Dioniso las libera por arte de magia. Las tenemos de nuevo cantando y bailando por las calles, haciendo sonar sus crótalos, alborotando. Penteo decide enfrentarse a ese sacerdote ambulante, a ese mendigo seductor. Ordena que lo detengan, que lo carguen de cadenas, que lo encierren en las cuadras reales con los bueyes y los caballos. El sacerdote es encarcelado. No ofrece la menor resistencia; siempre sonriente, siempre tranquilo, un poco irónico, no se opone a nada. Está encerrado en los establos reales. Penteo piensa que el caso ha quedado resuelto y da a sus hombres la consigna de prepararse para una expedición militar; va a iniciar una campaña para traer a la ciudad a todas las mujeres que se entregan a los excesos del culto dionisíaco en lugares apartados. Los soldados forman en columna de a cuatro y abandonan la ciudad para extenderse por campos y bosques a fin de capturar a los grupos de mujeres.

Durante todo ese tiempo, Dioniso sigue en su cuadra. Pero, de repente, sus cadenas se rompen y el palacio real se incendia. Los muros se desploman y él sale indemne. Penteo se siente fuertemente conmocionado, sobre todo, porque en el momento en que ocurren estos acontecimientos y ve cómo su palacio se desmorona, se le aparece el famoso sacerdote, siempre sonriente, indemne, impecablemente mal vestido, y lo mira. Llegan sus capitanes, ensangrentados, desgreñados, con las armaduras rotas. «¿Qué os ha ocurrido?» Le explican, como si fuera un informe, que mientras dejaban tranquilas a esas mujeres, parecían flotar en la felicidad, no eran agresivas ni amenazadoras; por el contrario, parecía emanar de ellas una maravillosa dulzura que se extendía por los prados y los bosques; se las veía coger en sus brazos a los cachorrillos, sin distinción de especies, y darles el pecho como si fueran sus propios hijos, sin que jamás las bestias salvajes que manoseaban les hicieran el menor daño. De acuerdo con lo que contaban los campesinos y lo que también creyeron ver los soldados, aquellas mujeres parecían vivir en otro mundo, en el que reinaba una armonía perfecta entre todos los seres vivos; hombres y bestias se mezclaban armoniosamente; los animales salvajes, predadores, carniceros, se reconciliaban con sus presas y correteaban a su lado, divirtiéndose todos con un mismo corazón, abolidas las fronteras, en la amistad y la paz. La propia tierra bailaba al mismo compás. Brotaban del suelo, tan pronto como era golpeado con un tirso, manantiales de agua pura, de leche, de vino. Parecía el regreso de la edad de oro. Pero, tan pronto como aparecieron los soldados, desde que la violencia guerrera se ejerció contra ellas, aquellas mujeres angelicales se convirtieron en furias asesinas. Se abalanzaron con sus tirsos contra los soldados, desbarataron sus formaciones, los golpearon, los mataron, los obligaron a una vergonzosa huida.

Es una victoria de la dulzura sobre la violencia, de las mujeres sobre los hombres, de la campiña salvaje sobre el orden cívico. Penteo encaja esta derrota ante un Dioniso que le sonríe a la cara. Penteo encarna uno de los aspectos fundamentales del mundo griego, convencido de que lo que importa es cierta forma aristocrática de comportamiento, de control de sí mismo, de capacidad de razonar. Y también la entereza de carácter que consiste en no hacer jamás lo que es bajo, saberse dominar, no ser esclavo de los propios deseos ni las propias pasiones, actitud que supone, como contrapartida, cierto desprecio hacia las mujeres, vistas, por el contrario, como presas fáciles de las emociones. Y, finalmente, el desprecio, también, hacia todo lo que no es griego, hacia los bárbaros asiáticos, lascivos, que tienen la piel demasiado blanca, porque jamás se ejercitan en el estadio, y no están dispuestos a soportar los sufrimientos necesarios para alcanzar el dominio de sí mismos. En otras palabras, Penteo está imbuido de la idea de que el papel de un monarca consiste en mantener un orden hierático en que los hombres están en el lugar que les corresponde, las mujeres permanecen en casa, y los extranjeros no son admitidos; también cree que Asia, Oriente, está poblada por gentes afeminadas, acostumbradas a obedecer las órdenes de los tiranos, mientras que Grecia es tierra de hombres libres.

Comparado con Penteo, el joven Dioniso es, en cierto modo, su retrato y su doble: son primos hermanos, de la misma familia, los dos naturales de Tebas, aunque uno de ellos tenga a sus espaldas un pasado errante. Tienen la misma edad. Si quitáramos a Penteo esa especie de caparazón que se ha construido para sentirse realmente un hombre, un
anér,
un hombre que sabe lo que se debe a sí mismo y lo que debe a la comunidad, siempre dispuesto, cuando es preciso, a mandar y castigar, nos encontraríamos exactamente a Dioniso.

«LE HE VISTO VERME»

El sacerdote Dioniso actuará con una inteligencia de sofista, con unas preguntas y unas respuestas ambiguas, a fin de despertar el interés de Penteo por lo que ocurre en un mundo que éste no conoce y que no quiere conocer, ese desordenado mundo femenino. En el gineceo aún llegamos a saber algo de lo que las mujeres hacen —jamás sabemos del todo lo que maquinan esas diablesas, pero,
grosso modo,
las controlamos—, mientras que en campos y bosques, entregadas a sí mismas, lejos de la ciudad, lejos de los templos y las calles, donde todo está perfectamente calibrado, en plena naturaleza, sin testigos, quién sabe hasta dónde pueden llegar. De todos modos, a Penteo le gustaría saberlo. En este diálogo entre Penteo y Dioniso, con prudencia, Penteo pregunta: «¿Quién es ese dios? ¿Cómo le has conocido? ¿Le has visto? ¿De noche en sueños?» «No, nada de eso, le he visto completamente despierto», contesta el sacerdote. «Le he visto verme. Le he mirado mirarme.» Penteo se pregunta qué significa esta fórmula: «Le he visto verme.»

Esta idea de la mirada, del ojo, de que hay cosas que no es indispensable conocer, pero que se conocen mejor si se ven, poco a poco cala en el cerebro del hombre asentado, del ciudadano, del monarca, del griego. Se dice que tal vez no estaría mal ir a verlo. Va a manifestar un deseo nuevo para él, el de ser un mirón, un
voyeur.
Ya que además cree que al entregarse al desorden en los campos, esas mujeres, que son las mujeres de su familia, organizan unas orgías sexuales espeluznantes. Penteo es pudibundo, es un joven soltero, quiere ser extremadamente estricto en ese terreno, pero no puede menos que excitarse al pensarlo. Le gustaría saber qué ocurre allí. El sacerdote le dice: «Nada más sencillo, tus hombres fueron ahuyentados porque llegaron con sus armas y en columnas de a cuatro, porque se presentaron abiertamente a la vista de esas mujeres; tú, por el contrario, puedes llegar hasta allí sin que nadie te vea, en secreto, presenciarás su delirio, su locura desde muy cerca y nadie te verá. Basta con que te vistas como yo.» De repente, el rey, el ciudadano, el griego, el macho, se viste como un sacerdote ambulante de Dioniso, se viste de mujer, deja flotar su cabellera, se feminiza, acaba por parecerse a aquel asiático. En determinado momento, los dos están cara a cara, parece como si los dos se contemplaran en un espejo, que son los ojos que tienen delante. Dioniso coge a Penteo de la mano y le lleva hasta el Citerón, donde están las mujeres. El uno sigue al otro, el que está arraigado en la tierra —el hombre de la identidad— y el que viene de lejos —el representante de la alteridad— se alejan juntos de la ciudad, se dirigen hacia la montaña, hacia las laderas del Citerón.

BOOK: El universo, los dioses, los hombres
12.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Forfeit by Cullum, Ridgwell
Open Pit by Marguerite Pigeon
Chase the Wind by Cindy Holby - Wind 01 - Chase the Wind
The Wizard's War by Oxford, Rain
Just a Little Promise by Tracie Puckett
Something to Tell You by Kureishi, Hanif
Maddy's Oasis by Lizzy Ford
Scar Flowers by O'Donnell, Maureen