El sabor de la pepitas de manzana (16 page)

BOOK: El sabor de la pepitas de manzana
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Mi abuelo se quejaba del desorden que reinaba en la casa. Harriet hacía todo lo que podía pero siempre tenía que acabar alguna traducción urgente y Rosmarie no contribuía precisamente a que la casa pareciera cuidada y ordenada. Hinnerk empezó a cerrar su despacho con llave por temor a que su mujer pusiera todo patas arriba. Bertha, desconcertada, golpeaba una y otra vez la puerta y repetía que ella tenía que entrar. Para todos nosotros, ese era un espectáculo difícil de soportar. Después de todo, era la casa de Bertha.

A decir verdad, yo conocía Bootshaven solo en verano, de cuando pasaba allí las vacaciones. A veces iba con mis padres pero casi siempre iba solo con Christa y, alguna que otra vez, incluso sola. Para el entierro de Hinnerk habíamos viajado en noviembre. Pero no había hecho más que llover. Fuera del cementerio, no había podido ver gran cosa, ni el jardín siquiera.

«¿Y cómo era el jardín en invierno?», le preguntaba a mi madre, la patinadora, cuyo nombre sonaba como el crujido de los patines sobre el hielo. Christa se encogía de hombros y decía entonces que en invierno el jardín era también hermoso, sin duda alguna. Pero, cuando se percataba de que esa respuesta no me bastaba, añadía que una vez lo había visto cubierto por una capa de hielo. Había estado lloviendo todo el día pero por la noche, repentinamente, comenzó a hacer mucho frío y todo se convirtió en vidrio. Cada hoja, cada brizna de hierba se había cubierto de un manto de hielo transparente, y al soplar el viento en el bosquecillo de pinos se podía oír el sonido metálico cuando entrechocaban las agujas de los pinos, y aquello fue como oír música celestial. Cada piedra en el patio parecía de cristal. Nadie tenía permiso para salir de la casa. Habían abierto la ventana de la habitación de Inga y contemplado el jardín desde allí. Al día siguiente, subió de nuevo la temperatura y la lluvia que volvió a caer lo limpió todo.

«¿Cómo era el jardín de Bertha en invierno?», le preguntaba yo a mi padre, que tenía que haberlo visto alguna vez además de en las vacaciones de verano.

El asentía enérgicamente con la cabeza y decía:

—Bueno, prácticamente igual que en verano, solo que marrón y plano.

Si bien era un especialista en ciencias naturales, sospecho que la naturaleza no lo estimulaba demasiado.

Se lo pregunté también a Rosmarie y a Mira durante mis vacaciones. Estábamos sentadas en la escalera de la entrada y escondíamos pequeñas cartas bajo las losas sueltas.

—¿El jardín en invierno?

Rosmarie no necesitó reflexionar mucho:

—Aburrido —respondió.

—Mortalmente aburrido —agregó Mira riéndose.

Un día, cuando Rosmarie, Mira y yo jugábamos a disfrazarnos, pasó mi abuelo a ofrecernos caramelos de su caja de Macintosh. Él nos quería mucho. Me prefería a mí antes que a Rosmarie porque yo era la hija de Christa, porque era la más joven, porque no vivía con él en la misma casa y porque me veía con menos frecuencia, pero le gustaba, sin embargo, bromear con ella y con Mira y ellas no se privaban de devolverle las bromas. Eso lo hacía feliz y lo convertía en un ser encantador, así que le pregunté también a él cómo era el jardín en invierno. Hinnerk nos hizo un guiño, miró entonces por la ventana y, tras un dramático suspiro, se volvió hacia nosotras y recitó con voz grave:

El invierno es un anciano

cascarrabias, gris y malo.

El invierno trae el frío,

si no te vistes caliente

aunque se ría la gente

puedes pillar un resfrío.

Es una gran crueldad

que tenga tan mal cariz

el que tu roja nariz

anuncie tu enfermedad.

Lloras, toses y moqueas

estornudas y gangueas

y te quedas solo en casa

viendo el amor cómo pasa:

porque un surtidor de mocos

no le gusta ni a los locos,

ni a las guapas, ni a las feas.

Hinnerk estalló en estruendosas carcajadas e hizo una reverencia. Y nosotras gritamos ¡Bravo! más por cortesía que por convicción, y aplaudimos con nuestras manos enguantadas. Rosmarie y yo llevábamos guantes blancos que se abotonaban en los puños. Los guantes de Mira eran de satén negro y largos hasta el codo. Hinnerk volvió a bajar sin dejar de reírse, la escalera crujía bajo sus pasos. ¿Habría realmente improvisado ese poema?, se preguntaba Mira. A mí también me habría gustado saberlo, pero Rosmarie se limitó a encogerse de hombros.

—Es posible —dijo ella—, siempre está escribiendo poemas. Tiene un cuaderno lleno.

Entre tanto, Max y yo habíamos llegado a la altura de la pintada de aerosol rojo. Yo pasaba el rodillo sobre la «i»; él, sobre la «N», y avanzamos así lentamente hasta cruzarnos.

—Yo acabo con esto —le dije—, tú sigue con otra pared. Una única pared blanca quedaría un poco rara, así que lo pintamos todo de blanco. Acabaremos enseguida.

Max cogió otro cubo, abrió la tapa, removió la pintura y dio la vuelta al gallinero para cubrir el lado que daba al bosquecillo de pinos.

—Dime, Max…

Yo le hablaba a la pared. La voz de Max me llegó desde la derecha.

—¿Sí?

—¿No tienes realmente nada mejor que hacer que pasarte la tarde aquí pintando?

—¿Es una queja?

—No, por supuesto que no, me alegra, de verdad. Pero, al fin y al cabo, tú tienes tu vida, ¿no? Quiero decir, que tú tienes seguramente… Bueno, tú ya me entiendes.

—No, no te entiendo. Ahora tienes que acabar la frase, Iris. Ni se me ocurre echarte un cable.

—Bueno, yo tengo la culpa. Solo quería ser amable. Tengo la impresión, Max, de que te ocupas de mí y de mis asuntos como si no hubiera otra cosa en tu vida. ¿Es así?

—Sí, quizá, es muy posible que sea así. Y ahora, con tu miserable pequeño cerebro de mujer, sacas naturalmente la conclusión de que si estoy aquí, contigo, es únicamente porque estoy terriblemente solo y aburrido.

Max suspiró, sacudió la cabeza y volvió a desaparecer detrás del gallinero. Respiré hondo:

—¿Y bien? ¿Lo estás?

—¿Solo y aburrido?

—¿Sí?

—Sí, a veces, un poco. En todo caso, no tanto como para sentir el impulso de buscar sistemáticamente la compañía de mujeres desconocidas y dedicarme a hacer trabajos manuales en su casa y en su gallinero.

—Mm… ¿Habría de tomarlo entonces como algo personal?

—Por supuesto.

—¿Qué haces cuando no pintas gallineros y no estás en el trabajo?

—Oh, ya sabía yo que acabarías preguntando eso. Muy poca cosa, Iris. Veamos. Juego al tenis dos veces por semana con un colega, por las tardes salgo a correr aunque me aburre mortalmente, cuando hace calor voy a nadar, veo la tele, leo dos periódicos todos los días y, de vez en cuando, hojeo el Spiegel. A veces también voy al cine después del trabajo.

—¿Y dónde está tu mujer? Porque a los veinticinco años, aquí en el campo, vosotros soléis tener ya dos o tres hijos con una mujer con la que habéis empezado a salir a los dieciséis.

Me alegré de que Max no pudiera verme.

—Es cierto y, en mi caso, poco faltó. Mi última pareja, a quien no conocí hasta los veintidós y con la que viví durante cuatro años, se marchó de aquí el año pasado. Era enfermera.

—¿Y por qué no te fuiste con ella?

—Cambió de trabajo y se fue a otro hospital mucho más lejos. Y antes de que nos diera tiempo a plantearnos si continuábamos viviendo juntos a mitad de camino entre mi bufete y su nuevo hospital, ella ya estaba liada con el médico jefe.

—Oh, lo lamento.

—Yo también. Sin embargo, lo que más lamento es que en el fondo me dio lo mismo. Lo único que de verdad me indignó fue el cliché del médico y la enfermera. No me rompió el corazón, ni siquiera me dolió. Quizá ya no tenga corazón o tal vez se haya fundido con este paisaje cenagoso.

—Pero sí tenías corazón cuando eras pequeño.

—¿De verdad? ¡Qué tranquilizador!

—El día que sacaste a Mira del agua. En la esclusa.

—¿Acaso prueba eso que yo tenía corazón? Lo que hice fue cumplir con mi deber, y en realidad no lo hice de muy buena gana.

—De acuerdo. Pero demostraste que tenías corazón cuando dejaste de saludarnos.

—Vosotras me inquietabais.

—Venga ya, admite que nos encontrabas alucinantes.

—Temibles.

—Estabas loco por nosotras.

—Vosotras estabais completamente locas.

—Te parecíamos guapas.

Max se calló.

—¡Te parecíamos guapas!

—Sí, maldita sea. ¿Y qué?

—Pues eso.

Y continuamos pintando.

Al cabo de unos minutos de silencio, me llegó otra vez la voz sorda de Max por la derecha:

—Esta pintada la ha hecho alguien que no tiene ni la menor idea del significado de lo que escribe o alguien que conocía bien a Hinnerk, porque en Bootshaven no existe una asociación de extrema derecha. De hecho, no existen asociaciones de ningún tipo. A no ser que nos refiramos al gremio de los lavadores de coches y al de los cultivadores-de-geranios-en-jardineras-de-hormigón. Aquí pasan tan pocas cosas que de vez en cuando voy a sentarme en el cementerio a beber vino tinto, para ver si pasa algo. Soy un tipo aburrido y con la inteligencia justa para darme cuenta. Qué mala suerte tengo.

Permanecí en silencio. No estaba con ánimo para consolarle y tampoco creía que él estuviera pidiendo consuelo. ¿Qué era lo que veía yo en ese joven y sencillo abogado? Probablemente, el pasado. Supongo que me importaba que él me siguiera viendo tal y como había sido en otros tiempos: una chiquilla rubia, regordeta, que trataba desesperadamente de llamar la atención de dos chicas algo mayores que ella. Para él, yo era la nieta de Bertha, la prima de Rosmarie, la preferida de Hinnerk. Y aunque Max, como todos los hermanos pequeños, se esfumaba como por encanto en nuestra presencia, no nos perdía de vista. A veces, Mira tenía que traerlo cuando venía a casa. Nosotras ni nos dignábamos mirarlo y él hacía lo mismo, pero yo me daba cuenta de que se le iban los ojos. Podía percibirlo en la indiferencia que ambos fingíamos y en la que inevitablemente se entreveraba una buena dosis de desesperación.

A excepción de mis padres y mis tías, yo no conocía a nadie que nos hubiese visto tal como éramos entonces. Pero ellos no contaban porque nunca dejaban de vernos como en aquella época. Max, en cambio, me veía como era ahora. Qué suerte que fuera tan amable. Seguramente lo era, puesto que todas las demás cualidades estaban ya ocupadas por Mira. Ella era salvaje; él era tranquilo. Ella llamaba la atención; él se hacía invisible. Ella se había marchado; él se había quedado. Mira adoraba el drama; Max, la tranquilidad. Y como era tan amable, nunca nos habíamos fijado en él. ¿Qué chica que se precie se fijaría en un muchacho por su amabilidad?

Pero ahora sí me había fijado en él y me preguntaba por qué. La muerte y el erotismo han ido siempre de la mano, eso es innegable, pero ¿aparte de eso? ¿Porque precisamente ahora los dos estábamos sin compañía y sin consuelo? Yo había dejado a Jon porque quería volver «a casa»: todos sabemos que hay que ser prudente con los propios deseos, pues a veces se cumplen. Max vino con la casa. La casa. El olvido compartido es un vínculo tan fuerte como los recuerdos comunes, acaso incluso más fuerte.

Y con esto, el misterio del hombre con la botella en el cementerio quedaba también aclarado. Nada podía permanecer demasiado tiempo en secreto en el pueblo. Para entonces, seguramente todos sabían ya que Max estaba aquí y que pintaba el gallinero de Bertha Deelwater.

¿Y en qué había reparado Max en aquella época? El día en que fuimos juntas a la esclusa Rosmarie, Mira y yo era uno de los primeros días de verano. Me acuerdo de unas enormes nubes de moscas verdes con las que nos habíamos encontrado mientras pedaleábamos a través de los prados de camino al canal. Rosmarie llevaba un vestido violeta de tubo y el viento de cara inflaba sus mangas abullonadas hechas de un fino tul transparente. Sus brazos blancos centelleaban a través del tejido lila y parecía como si dos serpientes de mar le brotaran de los hombros. Para poder pedalear, se había levantado el vestido por encima de las rodillas y lo sujetaba con pinzas para tender la ropa que se mantenían en posición horizontal a causa del viento. Debía de pedalear delante de mí, porque veía las pecas de sus rodillas por detrás, aunque tal vez esté mezclando recuerdos de alguna otra excursión en bici.

Ese día yo llevaba el vestido verde de tía Inga. Estoy absolutamente segura. Pues recuerdo que a la ida me sentía como una ninfa de río y, de regreso, como el cadáver hinchado de un ahogado.

Mira vestía de negro.

Recogimos nuestros enseres de baño de los portaequipajes, lanzamos las bicis sobre la hierba y bajamos la pendiente corriendo hacia una de las pasarelas de pesca. Me puse una enorme toalla sobre los hombros y traté de quitarme la ropa a cubierto de miradas indiscretas. A excepción de nosotras, allí no había nadie. Mira y Rosmarie se rieron al ver lo que hacía.

—¿Pero por qué te escondes de esa manera? ¿O acaso tienes algo que esconder?

Me avergonzaba de mi cuerpo, precisamente porque aún no tenía nada de lo que poder avergonzarme. Rosmarie tenía senos pequeños y firmes con rebeldes pezones rosados; Mira tenía pechos sorprendentemente generosos que apenas se presentían, a la vista de sus hombros estrechos y bajo su jersey negro. Yo no tenía nada. Nada apropiado, porque tampoco era del todo lisa ahí arriba como el año anterior, cuando todavía iba a nadar en braguitas sin la menor reserva. Yo no entendía por qué en las piscinas municipales las chicas tenían que cambiarse siempre en un vestuario común mientras que las señoras disponían de cabinas individuales. Lo contrario habría sido mucho más lógico: lo inacabado tiene necesidad de ocultarse. Es el caso de las obras de arte y del escarabajo de la patata. Yo tenía perfectamente claro a cuál de esos grupos pertenecía.

Nos tumbamos sobre la pasarela de madera y nos pusimos a comparar el color de nuestra piel. Todas estábamos blancas como la leche. De las tres, yo era la que tenía el pelo más claro y la piel más oscura, tirando un poco al amarillo. Mira era de alabastro y Rosmarie tenía venas azuladas y estaba llena de pecas. Luego, comparamos nuestros cuerpos. Rosmarie hablaba de pechos y de que se volvían más pequeños después de las reglas. Yo no comprendí lo que decía; ¿cuáles eran las reglas que hacían que los senos se volvieran grandes o más pequeños? ¿Y habría reglas que hacían que los senos se quedaran para siempre tan diminutos como los míos? Mira y Rosmarie se rieron a carcajadas. Yo me puse colorada y empecé a sentir calor; lo único que sabía es que no sabía algo que debería saber. Los ojos me ardían y, para no llorar, me mordí el interior de las mejillas.

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