El sabor de la pepitas de manzana (14 page)

BOOK: El sabor de la pepitas de manzana
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Bajaba para comer. Madre e hija comían juntas en la cocina. Desde que Harriet había regresado a casa, Hinnerk se quedaba a comer en el despacho. Harriet lavaba los platos y Bertha se tendía un momento en el sofá del salón. Harriet retomaba luego el trabajo, pero solo hasta media tarde. Interrumpía a eso de las cuatro, ponía una funda gris de plástico flexible sobre la máquina de escribir y echaba la silla hacia atrás. Entre tanto había perdido agilidad y descendía pesadamente las escaleras. Al oír los pasos torpes de su hija, Bertha apartaba las judías verdes que estaba cortando, depositaba la cesta llena de ropa con la que en ese preciso instante entraba en el cobertizo o bajaba el lápiz con el que estaba anotando algo en su lista de compras y se quedaba inmóvil a la escucha, llevándose la mano a la oreja. Un sollozo seco se escapaba a veces de su garganta.

Sin percatarse de nada, Harriet se dirigía lentamente al huerto —era final de verano—, echaba mano de la azada y desherbaba los arriates. Debía abrir mucho las piernas para hacerle sitio a su barriga o de lo contrario le faltaba el aire y le dolía. Aun así, seguía arrancando las malas hierbas. Día tras día, arriate tras arriate. Y cuando acababa, volvía a empezar. Los días de lluvia iba hasta el fondo del jardín, donde solía estar tendida la ropa, y vadeando los pastos avanzaba penosamente hacia los enormes zarzales para recoger moras. Las gotas de la lluvia proyectaban una imagen ampliada de los frutos negros, que aumentaban de peso y se reblandecían. Su jugo y el agua se colaban por las mangas de Harriet, y con cada mora que ella recogía el arbusto se sacudía como un perro mojado.

Tras dos o tres horas de actividad en el jardín, se sentaba en una vieja silla plegable o en un banco, apoyaba la cabeza contra el muro de la casa o contra el tronco de un árbol y se dormía. Las libélulas revoloteaban a su alrededor y los abejorros se enredaban en su pelo rojo, pero Harriet no sentía nada. No volaba, no soñaba, solo dormía como un tronco.

Cuando peor dormía, en cambio, era durante la noche. Hacía calor bajo el techo, calor bajo la pesada manta, sus pechos empapados en sudor descansaban sobre el enorme vientre. Dormir boca abajo le resultaba imposible; si se acostaba boca arriba, era presa del vértigo; si lo hacía sobre un costado, al cabo de un momento le dolían las articulaciones, las rodillas, las caderas, los hombros y el costado sobre el que estaba tumbada. Amén de eso, no sabía qué hacer con el brazo de abajo, que casi siempre se dormía antes que ella, y eso era muy desagradable. Harriet se levantaba todas las noches y bajaba a duras penas las escaleras para ir al baño pero, a partir del momento en que empezó a levantarse dos veces por noche, decidió recurrir al orinal que ya había utilizado de niña. El camino le parecía en aquel entonces demasiado largo, demasiado empinado y también demasiado frío para recorrerlo cada noche. Cuando se levantaba, Harriet no regresaba enseguida a la cama. Las ventanas estaban abiertas; sin embargo, el frescor nocturno vacilaba a la hora de difundirse por las habitaciones de arriba. Harriet se situaba delante de la ventana y la corriente de aire inflaba su camisón como una gran vela.

Rosmarie nos contó un día que la misma Harriet le había comentado que la gente que pasaba en aquella época por la calle decía haber visto un fantasma blanco planear a la altura del desván de la casa. Debía de haber sido Harriet. Ella no salía jamás de la finca, de modo que habría gente en el pueblo que no se había enterado siquiera de que había regresado a casa de sus padres. Aunque la mayoría estuviera naturalmente al corriente, incluso de su estado, y hablase más de la cuenta.

Debió de ser entonces cuando los libros de las estanterías superiores empezaron a cambiar de sitio. Y, desde entonces, cada dos meses, repentinamente una y otra vez, los libros aparecían distribuidos de manera diferente, siempre dando la impresión de que no se había hecho de forma arbitraria sino siguiendo un determinado orden. A veces los libros parecían ordenados por formato; otras, por características de sus cubiertas; otras veces, parecía que los hubieran agrupado por autores que habían tenido proximidad y mucho que decirse en vida o, por el contrario, que se hubiese buscado unir precisamente a aquellos autores cuyo único punto en común era el odio y el desprecio que habían albergado los unos hacia los otros.

Harriet jamás reconoció que era ella quien cambiaba los libros de lugar.

—¿Por qué razón habría de hacer yo nada parecido? —nos respondió a su hija y a mí con una mirada de amable sorpresa.

—¿Y quién podría haberlo hecho sino tú? —le devolvimos la pregunta.

—Al fin y al cabo, eres tú quien vuela mientras duerme —agregó desafiante Rosmarie.

Harriet se echó a reír.

—Pero ¿quién os llena siempre la cabeza con esas historias?

Volvió a reírse, hizo un gesto de desaprobación y salió de la habitación.

Naturalmente, nunca había dejado de preguntarme quién cambiaba de sitio los libros ahí arriba. ¿Era posible que hubiese sido Bertha cuando la llevaban de la residencia de ancianos a pasar la tarde en su casa? Por el momento, yo estaba ahí, arrodillada ante el escritorio de mi difunto abuelo, lidiando con la mala conciencia por haber descubierto un cuaderno de poemas escritos por él hacía más de cuarenta años. Volví a dejar el cuaderno en su sitio. Lo reservaría para otra ocasión. Ahora debía ocuparme sin falta del gallinero.

Fui por el bolso verde donde tenía el monedero y salí con la bici. A la entrada del pueblo había un enorme almacén de bricolaje. Dejé la bici sin candado, entré y cogí un gran cubo de pintura. Habría sido mejor coger dos a la vez, pero, como iba en bicicleta, con un solo cubo tenía suficiente, e incluso así me preguntaba cómo haría para transportarlo. Cogí también un rodillo de pintura y una botella de aguarrás y me dirigí a la caja. La cajera, que debía de tener la misma edad que yo, me examinó y frunció la boca en expresión de burlona incredulidad. Conseguí salir de allí con todos mis trastos, pero fracasé cuando intenté fijar el cubo de pintura sobre el portaequipajes; el dobladillo de mi vestido se quedó enganchado a la cadena de la bici, y comprendí por qué la cajera me había mirado con expresión insolente. Yo seguía con el vestido dorado, y la visión del dobladillo deshecho, ahora también lleno de manchas negras de grasa, no contribuyó precisamente a reforzar la seguridad en mí misma ni a levantarme el ánimo. Embutí como pude el rodillo y la botella de aguarrás en el bolso, me lo colgué en bandolera, remangué un poco el vestido y lo sujeté con la goma de mis bragas para acortarlo. Al montarme en la vieja bicicleta negra de mi abuelo, poco faltó para que el pesado cubo de pintura cayera al suelo. Conseguí agarrarlo en el último momento, zigzagueando peligrosamente al hacerlo y casi atropellando a un inocente cliente de la tienda de bricolaje. Le oí gritar a mi espalda algo como «estúpida yonqui». A lo mejor el hombre pensaba que yo me pasaba el santo día con las piernas cruzadas, sentada con mis amigos en el garaje, esnifando sin parar cubos de veinte litros de pintura blanca. Consternada, llevé una mano hacia atrás, sujeté con fuerza el cubo y emprendí el camino de regreso, empapada en sudor y guiando la bici con una sola mano. Poco antes de llegar giré a la derecha en la calle de Max. Quería pasar rápidamente por su casa y preguntarle si todavía había expedientes de mi abuelo guardados en el sótano del despacho. En realidad, lo único que quería era, sencillamente, verlo, pues mis reflexiones nocturnas no habían contribuido en absoluto a clarificar mis ideas. Mientras tanto, la correa del bolso comenzaba a grabárseme dolorosamente en el cuello.

El bolso mismo oscilaba de una rodilla a la otra en un movimiento pendular provocado por el pedaleo, y el vestido se había ido liberando de mis bragas y estaba otra vez enganchado en la cadena de la bicicleta. Pero no podía hacer nada, puesto que sostenía el cubo con una mano y el manillar con la otra. De todas formas, eso ya no importaba porque, justo llegando a casa de Max, se me metió un bicho en el ojo y picaba tanto y lagrimeaba tan vivamente que pronto dejé de ver. El coche que venía de frente se cruzó en diagonal y aparcó sin más del lado contrario de la calle, a mi derecha. ¿Estaba permitido hacer eso? Probablemente. El caso es que di contra el coche, solté el cubo y el manillar, la bici se tambaleó, el cubo de pintura se volcó sobre la calzada y, antes de poder articular un sonido, el bolso con la pesada botella de aguarrás me dejó sin palabras de un golpe en toda la cara. Al menos el bolso no me tiró, porque ya había ido a parar al suelo antes de que me diera el golpe de gracia. El contenido del cubo de pintura, destrozado por el impacto, se había derramado mientras tanto sobre la calzada y me chorreaba por el pelo y la oreja sobre la que había caído. Me era imposible levantarme, pues los pies y el bolso, por no hablar de mi vestido, antes dorado, se habían enredado en la bicicleta. No tenía intención de permanecer por mucho más tiempo ahí tirada; lo único que quería era serenarme, recomponer mi destartalado cuerpo y empujar la bici los pocos metros que me separaban de la casa. En aquel instante oí pasos a mi derecha, porque el oído izquierdo se me había llenado de pintura blanca.

—¿Iris? Iris, ¿eres tú?— preguntó una voz desde algún sitio por encima de mí.

Era la voz de Max. Yo sentía que no estaba mostrando precisamente mi look más favorecedor y, cuando me disponía a dar detalladas explicaciones de lo ocurrido, rompí a llorar. Así logré por fin librarme de la pequeña mosca negra y dejar de guiñar el ojo como una tonta.

Mientras me entregaba a esta y a otras reflexiones, Max desenmarañaba el vestido de la bicicleta y soltaba del manillar la correa del bolso. Retiró mis pies del cuadro y me liberó del bolso, que seguía estando sobre mi cabeza. Apoyó la bici contra el seto, delante de su casa y vino a arrodillarse junto a mí sobre la calzada. Si hubiera esperado que Max me llevara en sus vigorosos brazos al encuentro del sol del atardecer habría acabado defraudada. Aunque tal vez no lo hizo simplemente por evitar manchar con pintura blanca su hermosa camisa azul. Liberada de la bici, conseguí levantarme sin problemas.

—¿Puedes mantenerte en pie? ¿Dónde te duele?

Me dolía todo, pero podía mantenerme en pie. Max arrojó el cubo de pintura vacío al contenedor, me agarró del codo y me condujo a su jardín.

—Siéntate, Iris.

—Pero yo…

—Nada de peros. Por esta vez —agregó él con una sonrisa maliciosa.

Sin embargo, en la expresión de sus ojos pude descubrir que mi aspecto no le causaba espanto.

—Max, porfavor, deja que use tu cuarto de baño y me libre de esta ropa antes de que se me incruste en la piel por siempre jamás.

Esta frase, pronunciada sin sollozos ni estúpidos guiños, pareció tranquilizarle.

—Por supuesto. Te acompaño.

—¿Para qué?

—Por el amor de Dios, Iris, déjate de historias.

Me quedé sentada sobre la tapa del váter y le dejé hacer. Empezó a limpiar mi oreja y mis mejillas con tanta ternura y tal delicadeza que no pude evitar echarme otra vez a llorar. Max se disculpó por hacerme daño, lo que me hizo llorar aún más vivamente. El bajó la esponja, se arrodilló ante mí sobre las baldosas y me estrechó entre sus brazos. Ese es el fin de la historia de su hermosa camisa azul. Lloré un poco más en su cuello, porque olía muy bien y era muy acogedor. Examinó entonces los rasguños de mis rodillas y mis manos. En la cara no me había hecho nada, el bolso me había salvado del impacto y la botella de aguarrás había quedado ilesa. Luego, salió del cuarto de baño para que yo entrara en la ducha y me quité el resto de pintura blanca de los cabellos con un champú azul para hombre.

Cuando reaparecí en la terraza envuelta en su albornoz azul —el vestido dorado estaba irreconocible—, Max estaba tendido en una tumbona y leía el periódico con una enorme pila de expedientes a su lado. Claro, hoy era un día normal y corriente de trabajo, ¿cómo habría podido suponer que lo encontraría en casa?

—¿Cómo es que no estás en el despacho? —le pregunté.

Se rió.

—Puedes estar contenta de que no esté en el despacho. A veces me traigo el trabajo a casa.

Apartó el periódico y me examinó con ojo crítico.

—La pintura ha desaparecido, pero tu cara no ha recobrado aún su color natural.

Comencé a frotarme las mejillas. Max sacudió la cabeza.

—No, no me refería a eso. Se te ve muy pálida.

—Es culpa de tu albornoz. Es un color que no me va demasiado.

—Sí, es posible. Tal vez prefieras volver a ponerte esa cosa que llevabas al llegar aquí.

Levanté las manos.

—Vale, vale, has ganado, me rindo, ¿satisfecho? ¿Ya puedo sentarme?

Max se levantó y me ofreció la tumbona. Otro amable gesto por su parte. Me avergoncé de mi tono algo displicente, que tampoco podía explicarme, y rompí a llorar de nuevo.

—No, Iris, no, perdóname, de verdad. Lo siento mucho —se disculpó Max de manera atropellada.

—No, lo siento mucho yo. Tú eres tan amable y yo, y yo…

Me sequé la nariz con la manga de su albornoz.

—… y yo, ¡yo me limpio la nariz con la manga de tu albornoz! ¡Soy horrible!

Max se rió y dijo que, en efecto, era horrible y que debía dejar de hacerlo y beber un poco de agua que me había dejado sobre la mesa. De modo que seguí su consejo y comí además dos galletas de chocolate y una manzana.

—¿Y qué querías hacer con la pintura? —me preguntó.

—Pintar, obviamente.

—Ah, ya.

Me miró y reprimí la risa, pero recordé la inscripción sobre la pared del gallinero y me puse seria.

—¿Sabías que en el gallinero de nuestra casa, en el jardín, han escrito «Nazi» en color rojo?

Max levantó la mirada.

—No, no lo sabía.

—Por eso quiero pintar el gallinero.

—¿Todo el gallinero? ¿Con un cubo de pintura?

—No. Pero ¿cómo imaginas que habría podido cargar con dos o tres cubos más en la bici, eh?

—Dime, Iris, ¿no crees que podrías simplemente haberme pedido que te prestara el coche o que te llevara los materiales a casa?

—Dime, Max, ¿cómo iba a saber yo que estabas aquí haciendo el vago en vez de estar trabajando en el despacho? —Y luego añadí—: Además, venía justamente a tu casa.

Y mientras lo decía, lo miraba a los ojos confiando en que no se diera cuenta de las estrafalarias contradicciones en las que me estaba enredando.

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