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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

El Inca (5 page)

BOOK: El Inca
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Existía un tiempo para sembrar, otro para cosechar; otro para construir caminos, otro para casarse, otro para engendrar hijos, otro para adorar a los dioses, otro para descansar y otro para ser enterrado.

Salvo en el último de los casos, que era en verdad el único que escapaba en cierto modo al control de las autoridades, cada hora del día y de la noche, en invierno y en verano, en la paz o en la guerra, se encontraba regida por una disposición inapelable que incluso puntualizaba en qué momentos se debía comer, y de qué tipo de alimentos debía estar compuesta cada comida dependiendo de la edad, el sexo o la labor que desempeñara cada individuo dentro de una rígida escala social.

Eso sí, tales alimentos jamás podían faltar, como jamás podía faltar ropa de abrigo, el techo bajo el que cobijarse, el aceite para las lámparas, la leche para los niños y las herramientas con las que labrar la tierra.

Si alguna vez alguno de los fieles súbditos del Inca se veía privado de lo más necesario, el funcionario directamente responsable sufría severísimos quebrantos.

Tampoco existía nada que recordase ni aun remotamente el concepto de dinero, puesto que no existía el concepto de propiedad privada, dado que el Emperador era, de forma indiscutible, el único dueño de todo.

Y ahora «el dueño de todo» aparecía hundido una vez más en su prodigioso trono, envidiando al más humilde de los pastores del helado Altiplano, que tras una larga jornada de frío y viento regresaba a su mísera choza a dormir acurrucado entre media docena de mocosos.

¡Hijos!

¿Por qué extraña razón su padre el Sol que tanto le había dado, le negaba no obstante lo que le concedía incluso a sus enemigos?

¿Por qué extraña razón las bestias que fornicaban empujadas tan sólo por un ciego instinto conseguían reproducirse sin medida, y sin embargo un amor tan profundo y sincero como el suyo no alcanzaba a dar frutos?

«Lo bueno tarda en llegar… —había asegurado mucho tiempo atrás una de las innumerables hechiceras a las que la reina había consultado—. El nuevo Inca se hará esperar, pero será el más grande entre los grandes, aquel cuyo recuerdo perdurará en la memoria de los hombres hasta que el Sol desaparezca del firmamento». Triste consuelo era ése para quien hubiera deseado ver crecer a su hijo para irle enseñando poco a poco cuanto había aprendido a su vez de su padre sobre el difícil arte de regir los destinos de un imperio.

Gobernar un vasto y abrupto territorio poblado por docenas de pueblos que con frecuencia ni siquiera hablaban la misma lengua no constituía en verdad un empeño nada fácil ni aun para un descendiente directo del dios Sol.

Conseguir que ni uno solo de sus súbditos se acostara nunca sin cenar, que no pasara frío allí donde las nieves eternas coronaban docenas de picachos, domeñar a las tribus rebeldes, castigar a los bandidos montañeses y procurar que cada hombre, cada mujer y cada niño cumpliese cada día con las tareas que les habían sido encomendadas, no era algo que se heredase con la sangre ni se mamase del pecho de la madre.

Había que aprenderlo.

Y el Inca, cada Inca, tenía que ser el único maestro.

¿A quién le explicaría cuándo había llegado el momento de ser cruel, cuándo el de ser benévolo, cuándo el de declarar la guerra o cuándo el de concertar la paz?

¿Quién más que un futuro Inca debería escuchar sus sabios consejos?

—¡Señor, señor! —sollozó apretando los dientes—. ¡Tú que alegras nuestras vidas desde que apareces en el horizonte, tú que cada día nos abandonas pero nos dejas con la esperanza de volver a verte al alba, tú que derrites los charcos helados y maduras las cosechas, derrite de una vez el hielo del vientre de mi esposa y madura las mieses que cada noche siembro en ella!

Poco después se alzó pesadamente, recorrió muy despacio las vacías estancias en las que jamás resonaba el llanto o la risa de un niño y fue a tomar asiento a los pies de la reina, que permanecía muy quieta observando el hermoso crepúsculo más allá de los techos de la inmensa ciudad.

—¿En qué piensas? —quiso saber.

—En Sangay… Ésta es su gran noche, y estoy rogando a los cielos para que responda sobradamente a todas sus expectativas. ¿Crees que ese estrafalario personaje sabrá hacerla feliz?

—Estoy seguro de ello. Y Rusti Cayambe no es en absoluto un personaje «estrafalario». Es uno de los hombres más inteligentes y valiosos que conozco; una esmeralda en bruto a la que confío en que Sangay sepa convertir en una auténtica joya.

—Mucho te ha impresionado.

—Mucho, en efecto. Mi padre me enseñó que quien no sabe calibrar al primer golpe de vista la valía de un hombre, mal sabrá calibrar la valía de un ejército. Rusti Cayambe posee una notable inteligencia y un claro sentido de la estrategia militar. Si a ello se le une que ha demostrado un valor a toda prueba, a nadie debe extrañar que le reconozca los méritos.

—Me preocupan las envidias.

—La envidia es un nefasto pecado que nuestro bisabuelo se preocupó de desterrar del Imperio.

—A veces intenta regresar.

—Lo sé, pero le impido el paso. Quien quiera ser tratado como he tratado a Rusti Cayambe, que se comporte como se ha comportado Rusti Cayambe.

—Me admira tu sentido de la justicia.

—A ti te lo debo, que aún recuerdo las hermosas historias que me contabas sobre hombres justos.

—¡Cuánto tiempo hace ya!…

—No tanto, que cada año a tu lado se me antoja un minuto.

—Cierro los ojos y me veo meciéndote en la cuna.

—Y yo cuando velo tu sueño recuerdo las canciones con que intentabas dormirme.

—¡Cuánto daría por mecer a tu hijo, cantándole aquellas mismas canciones!

—¡Lo harás! ¡Sé que lo harás!

—¿Cuándo?

—Pronto… Ten paciencia.

—Paciencia es el único fruto que no producen nuestros campos, y casi el único don que no son capaces de concederme los dioses —fue la cansada respuesta—. A menudo me siento aquí, a evocar la alegría que me invade cada vez que descubro que una nueva vida alienta en mis entrañas, y pese a saberme la reina del Incario no puedo evitar que una amarga angustia se apodere de mi ánimo, puesto que con gusto renunciaría a todo a cambio de saberme continuamente embarazada. —Le apretó una mano al tiempo que le miraba fijamente a los ojos—. Nací para ser madre —añadió—, únicamente para convertirme en la madre de tus hijos… ¿Por qué se empeñan en negarme ese derecho? ¿Qué delito he cometido para que se me impida cumplir con mi destino?

—Tú no has cometido ningún delito —fue la firme respuesta—. Ninguno, y por lo tanto, yo te prometo que cumplirás tu destino. Te lo prometo como tu hermano, como tu esposo, como tu amante y como tu señor.

Capítulo 3

L
a primera vez que hizo el amor, la princesa Sangay Chimé concibió a la princesa Tunguragua, que con el tiempo acabaría siendo mucho más conocida por el diminutivo de Tungú, o por el cariñoso apelativo de Tórtola.

La espectacular ceremonia había resultado en verdad maravillosa e inolvidable, pero más maravillosa e inolvidable resultó luego una noche de bodas en la que se cumplieron las más fantasiosas expectativas de una joven pareja a la que el alba sorprendió convencida de que habían alcanzado las estrellas con la mano.

—Hace dos meses… —susurró Rusti Cayambe mientras atraía a su esposa contra su pecho— me encontraba hundido hasta las rodillas en el barro, convencido de que en cualquier momento una lanza me atravesaría de parte a parte, maldiciendo mi mala fortuna por el hecho de que estaba a punto de abandonar este mundo sin haber tenido ocasión de saber lo que significaba el amor de una mujer…

—Hace dos meses… —replicó ella mientras se acurrucaba bajo su brazo— aguardaba anhelante la llegada de un
chasqui
que trajera noticias de la gran batalla, puesto que si nuestros ejércitos caían derrotados nos veríamos obligados a huir sin saber hacia dónde, con lo que nunca tendría la oportunidad de encontrar al hombre que mi corazón llevaba tanto tiempo buscando…

—Podrías haberlo encontrado en cualquier parte… —le hizo notar su flamante esposo con una leve sonrisa.

—¡Imposible! —replicó la muchacha en idéntico tono—. Yo sabía que al hombre de mis sueños tan sólo podría encontrarlo en el palacio del Emperador y justo el día en que llegara empujando ante sí al principal enemigo de nuestra patria.

—¡Mentirosa!

—Es la verdad… —insistió ella mordisqueándole el pecho—. Siempre tuve muy claro que acabaría casándome con el guerrero más valiente del reino. Por eso nunca quise elegir marido, y en cuanto te vi te reconocí. —Le hizo cosquillas—. ¡Fui directamente a por ti, y aquí te tengo!

—¿Pretendes hacerme creer que me tendiste una trampa?

—La más grande del mundo. Y la más resistente. —Le rodeó la cintura con los brazos y apretó con fuerza—. Te mantendré prisionero de ella hasta que seas muy muy viejo…

Hicieron nuevamente el amor y continuaron haciéndolo a todas horas porque eran jóvenes y apasionados, y porque el mundo parecía haber sido creado para ellos, para que fuesen felices en la prosperidad y la paz de un reino que había decidido no ampliar sus fronteras hasta que hubiera conseguido solucionar sus complicados problemas sucesorios.

A los pocos días de tomar posesión de su nuevo cargo, Rusti Cayambe estableció su cuartel general en la torre occidental de la fortaleza que protegía la ciudad por su entrada norte, para comenzar a elegir a sus hombres entre aquellos voluntarios que demostraban mayor espíritu de lucha y sacrificio.

Les obligaba a entrenarse de sol a sol, con calor o con frío, con lluvia o con nieve, por lo que poco a poco «Los Saltamontes» se fueron convirtiendo en un cuerpo de élite, duro y orgulloso de sí mismo, capaz de luchar con la misma eficacia en las altas cumbres que en la selva o los desiertos, puesto que para hacerlo asimilaban las tácticas de los propios nativos.

Al Emperador le agradaba acudir de tanto en tanto a comprobar los progresos de unos soldados decididos a dar la vida por él bajo cualquier circunstancia, pese a que le incomodara el hecho de que jamás vistieran uniforme.

—¡Parecen una pandilla de salteadores! —solía recriminarle a Rusti Cayambe—. Les falta estilo y marcialidad.

—Tienes medio millón de hombres «marciales» y con «estilo» que exhiben sus vistosos uniformes como la cacatúa luce sus plumas en la rama de un árbol, mi señor —solía responderle el general Saltamontes—. El topo más ciego no tendría problemas a la hora de distinguirlos en la distancia.

—¿Y eso qué tiene de malo?… —le respondía a su vez el otro—. El hecho de que se advierta de inmediato que son soldados del Inca aterroriza al enemigo.

—Excepto cuando no le aterroriza y le tiende una emboscada, mi señor —le refutaba invariablemente el joven general—. Yo no pretendo asustar a nadie para que salga huyendo y verme obligado a perseguirle durante semanas. Mi intención es destruirle lo más rápida y sigilosamente posible. Tú siempre aseguras que una buena sorpresa contrarresta una mala estrategia.

—Eso es muy cierto… ¡Pero es que tienen un aspecto! ¡Observa al que está subido en aquella roca! ¡Parece un pavo desplumado!

—Lo parece, en efecto, pero te garantizo que avanza por la selva sin mover una rama y es capaz de degollar a tres centinelas sin que cunda la alarma… Y ese otro puede pasarse todo un día enterrado en la arena del desierto como un escorpión al acecho de su presa.

—¡Te creo!… —admitió su señor—. Y me gustan, pero no los quiero ver desfilando junto al resto de mis tropas.

—Tampoco ellos pretenden hacerlo, mi señor. De hecho se niegan a perder el tiempo aprendiendo a desfilar.

El Inca no pudo por menos que agitar la cabeza al tiempo que dejaba entrever una amable sonrisa.

—Tienen razón los que aseguran que continúas siendo un atrevido deslenguado… Cuando te presentaste por primera vez ante mí debí haberte descuartizado por desobedecer mis órdenes y lanzarte en persecución de Tiki Mancka. En lugar de eso se me ocurrió la peregrina idea de ascenderte y permitir que te casaras con mi sobrina predilecta… Por cierto… ¿Cómo va su embarazo?

—¡Estupendamente, mi señor! Dentro de cuatro meses espero ser padre.

—¡Dichoso tú! ¡Y dichosa ella! Sabes bien que tanto la reina como yo la tenemos en gran estima, pero no creo conveniente que en su estado actual acuda a palacio…

—Lo entiendo, mi señor.

—La evidencia de su próxima maternidad haría aún más infeliz a mi esposa.

—Espero que pronto pueda verse igual.

—Yo también lo espero, aunque es tal el terror que la invade ante la sola idea de volver a abortar, que en cuanto se queda embarazada se pasa los días temblando y las noches en blanco.

—Resulta comprensible, si tan amargas han sido sus anteriores experiencias.

—¡Muy amargas, en verdad! ¡Mucho! Y a menudo me pregunto cómo es posible que un hecho tan natural pueda llegar a convertirse en un problema de tan difícil solución.

—¿Qué opinan sobre ello los
hampi-camayocs
?

—¿Y qué quieres que opinen? No son más que una pandilla de farsantes, y a veces creo que haría bien en expulsar del reino a todos los médicos, adivinos y hechiceros que embaucan al pueblo con sus malas artes. Si son incapaces de contribuir a crear una vida, ¿cómo esperamos que sean capaces de impedir una muerte?

Esa noche, al escuchar de labios de su esposo el relato de la entrevista, la princesa, Sangay Chimé, pareció perder el apetito, y con un leve gesto hizo que los sirvientes se llevaran su plato y los dejaran a solas.

—¡Me duele tanto el dolor de nuestro Emperador! —musitó sinceramente afectada—. Casi desde que tengo uso de razón le veo sufrir por esa única causa, hasta el punto de que he llegado a preguntarme si lo que en verdad le obsesiona es la necesidad de traer al mundo a un heredero al trono, o la felicidad de la reina.

—Quiero creer que ambas cosas van unidas.

—¡Desde luego! —reconoció ella de inmediato—. Van unidas, pero ¿cuál es la prioritaria?

—¿Y qué importancia tiene?

—A mi modo de ver mucha, porque de ello depende que se sienta antes Inca que hombre, o esposo que Emperador. Tú qué crees que prevalece… ¿la razón de Estado o la razón sentimental?

—Qué pregunta tan absurda… —protestó Rusti Cayambe un tanto incómodo, puesto que nunca había sido partidario de semejante tipo de disquisiciones, en especial cuando se referían a un semidiós al que amaba y respetaba—. Estamos esperando un hijo y no se me ocurre plantearme lo que significa como posible heredero, o lo que significa con respecto a ti. Será nuestro hijo, nos unirá aún más, lo querremos, le daremos hermanos, y con eso basta.

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