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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

El Inca (4 page)

BOOK: El Inca
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Rusti Cayambe y la princesa Sangay comenzaron a amarse aquella misma tarde, y se amaron después durante años, se amaron en la vida y en la muerte, y al parecer aún continúan amándose tal como lo hacen los dos altivos volcanes que llevan sus nombres, y que jamás han cesado de adorarse.

La hermosa muchacha, que podía, en efecto, aspirar al hombre más poderoso del Imperio, con excepción del propio Inca, y a la que la tradición obligaba a elegir pareja antes de un año, puesto que ninguna mujer en edad de procrear tenía derecho a permanecer soltera y privar al Imperio del inapreciable bien de nuevos súbditos, eligió de inmediato a quien su corazón había elegido.

El general Saltamontes, que de igual modo se veía en la necesidad de buscar compañera, puesto que ni siquiera su nuevo rango le exculpaba de la obligación de traer hijos al mundo, apenas podía dar crédito a lo que le estaba sucediendo, pero lo aceptó sin tan siquiera un pestañeo puesto que se trataba del más hermoso presente que jamás hicieran los dioses a un triste mortal.

Pese a que era libre para tomar decisiones, la princesa solicitó días más tarde una audiencia privada con su mentor y amigo, el benévolo Emperador, al que con tanta frecuencia hacía reír.

—Vengo a ti humildemente, ¡oh, gran señor!, a solicitar permiso para unir mi vida a la de Rusti Cayambe.

—¿El general Saltamontes? —inquirió el otro divertido—. ¿Cómo es eso, pequeña? ¿Tienes a los más poderosos nobles a tus pies, y te inclinas por un recién llegado cuyo futuro aún está por determinar?

—De ti aprendí que el corazón debe ser el primer mandatario de nuestras vidas, y admito que desde que le conocí es el corazón quien me lo exige.

—¿Lo has meditado bien?

—Lo intento, pero en cuanto cierro los ojos su imagen hace acto de presencia, ahuyentando, como el alba ahuyenta a las sombras, cualquier posibilidad de razonamiento.

—Entiendo lo que dices, puesto que sucede lo mismo con aquella a quien amo desde niño. A menudo me planteo que debería repudiarla y casarme con mi hermana Ima, que aún está en edad de darme una docena de hijos, pero tan sólo de pensar en rozarle un cabello, o en el dolor que causaría a mi esposa, se me nubla la mente.

—La reina entendería tus razones.

—Entender el sufrimiento nunca ha servido para mitigarlo, pequeña. Así es, y confío en que jamás se te presente la oportunidad de comprobarlo.

—¿Pero qué será de nosotros si llega un día en que tú nos faltas? ¿Quién será nuestro Inca?

—No lo sé, pequeña, aún no lo sé. Pero no te inquietes. Confío en vivir muchos años, y en que antes de regresar junto a mi padre el Sol, sangre de mi sangre quede para siempre entre vosotros… —Le acarició las mejillas con evidente afecto—. Pero ahora lo que importa eres tú. Sé de más de uno que va a sufrir un duro golpe cuando vea que ese desvergonzado 22 lenguaraz te calza las blancas sandalias… ¿Porque quiero creer que serán blancas?

—Lo serán, mi señor, que también tú me enseñaste que quien aspira a una gran felicidad debe saber aceptar pequeños sacrificios. Mi esposo me tomará en sus brazos tal como tú me alzabas cuando aún no levantaba tres palmos del suelo.

—Me alegra oírlo, y más me alegra comprender que mis súbditos obedecen mis leyes y siguen mis consejos. Si algo nos diferencia de los salvajes que nos rodean y con frecuencia nos acosan, es el amor a Viracocha, nuestra dedicación al trabajo y el fiel acatamiento a los cuatro principios básicos: no matar, no mentir, no robar y no fornicar fuera del matrimonio.

—Esa maravillosa diferencia se la debemos a tus antepasados, que supieron inculcarnos el amor a las cosas hermosas y bien hechas.

—¡No, pequeña! —la contradijo el Emperador—. A quien se lo debemos todo es a Viracocha, que fue quien nos marcó las pautas de lo correcto o lo incorrecto. Mis antepasados tan sólo se preocuparon de hacer que se cumplieran para que todo esté a su gusto el día en que decida regresar.

—¿Y cuándo llegará ese día?

—¿Quién podría saberlo? Por el mar se fue y por el mar volverá, pero ese océano es tan grande que a veces temo que haya errado el camino.

—¿Qué existe más allá de esas aguas?

—¡Nada! Únicamente el palacio en que duerme mi padre el Sol, y al que sin duda acudió a descansar Viracocha. Las aguas son como las estrellas del firmamento: siempre existe otra más allá, y más allá, y más allá.

—¿Tan pequeños somos?

—De cuerpo únicamente, puesto que aunque nuestra mano no consiga rozar ni tan siquiera a la luna, nuestra mente es capaz de abarcar todas las estrellas del universo y todas las aguas del océano… —Le apretó la punta de la nariz con un gesto de suprema ternura—. Y ahora he de irme —añadió—. La reina me espera y la alegrará saber que serás muy feliz trayendo al mundo una pequeña nube de diminutos saltamontes.

—¿Quieres decir con eso que tengo tu bendición?

—¡Naturalmente, pequeña! ¡Naturalmente!

El Cuzco estalló de alegría y se decretaron tres días de fiesta, puesto que era la primera vez en la historia del Imperio que un héroe surgido del pueblo y una princesa de sangre decidían unir para siempre sus vidas.

El Inca, que con el tiempo y la experiencia había elevado a cotas harto notables su ya innato olfato político, se las ingenió para hacer comprender a los nobles más reacios a semejante unión que convenía a los intereses nacionales que los numerosos miembros del ejército, tan denostado con excesiva frecuencia, llegaran a la lógica conclusión de que cuando uno de ellos demostraba ser lo suficientemente valeroso, astuto y sacrificado, no sólo podía aspirar al generalato, sino incluso a entrar a formar parte de una élite entre cuyos innumerables privilegios estaba el de aspirar a la mano de una princesa y poder consumir cuando quisieran las verdes hojas de la planta sagrada.

—Podrían llegar a creer que son nuestros iguales… —argumentó visiblemente molesto el adusto maestro de ceremonias en cuanto se encontró a solas con su señor—. Y eso a la larga puede resultar peligroso.

El auténtico peligro siempre llega de quienes se consideran demasiado diferentes —le hizo notar el Emperador—. Nadie destruye lo que puede llegar a convertirse en su sueño. Destruye sus pesadillas.

Pero el día que se crean a nuestra altura pretenderán ocupar nuestro lugar. El ejemplo más cercano lo tenemos en Rusti Cayambe.

—Rusti Cayambe no está ocupando tu lugar, a no ser que aspires a dormir en el lecho de Sangay, o a combatir contra los
araucanos
en los desiertos de Atacama. —Sonrió malévolamente al añadir—: Y te advierto que ese lecho está ya ocupado, pero el mando del ejército del desierto aún sigue libre.

El maestro de ceremonias era lo suficientemente inteligente y conocía lo bastante a su señor como para llegar de inmediato a la conclusión de que no le quedaba más remedio que aceptar lo inevitable, por lo que las cosas le irían mucho mejor inclinándose del lado de la nueva pareja que enfrentándose a ella.

Al fin y al cabo resultaba preferible que el pueblo llano continuara opinando que el hecho de ser osado e inteligente se debía al hecho de tener sangre noble en las venas, a que llegaran a la conclusión de que se podía ser ambas cosas sin necesidad de haber nacido en alta cuna.

—Quizá deberíamos buscarle un linaje oculto a ese muchacho… —aventuró al fin.

—Eso está muy bien pensado —admitió el hijo del Sol, muy bien pensado… ¿Dónde ha nacido?

—A orillas del Urubamba, creo.

—¡Hermoso río en verdad! Bravío como ninguno, y si no recuerdo mal, un primo hermano de mi padre gobernó largos años en aquella provincia. —Sonrió una vez más—. Y era un hombre famoso por sus apasionados amoríos… ¡Tal vez!…

—Tal vez no… ¡Seguro!

—Nunca des por seguro el origen de la sangre que corre por las venas de un hombre —puntualizó el Emperador—. Salvo mi estirpe, a la que tanto esfuerzo ha costado mantener su pureza, ninguna otra puede alardear de conocer exactamente sus orígenes, y resulta muy conveniente que así sea puesto que ello te permite, en caso necesario, poner en duda sus auténticas raíces, al igual que estamos poniendo ahora en duda las de Rusti Cayambe… Tú, por ejemplo…

—¡Señor!…

—Lo sé, lo sé… ¡Tranquilo! Conocí a tu abuelo, y eres su viva imagen, pero recuerda que en ocasiones basta tan sólo una palabra para hacer bajar del más alto pedestal a quien se encumbra demasiado.

—Siempre se aprende algo a vuestro lado.

—Ésa ha sido siempre mi intención, pero no lo hago por ti, sino para que cuando yo falte repitas a mi hijo cuanto te enseñé, puesto que empiezo a sospechar que no alcanzaré a verle convertido en un hombre.

—Y cada día que pasa, la gravedad del problema se acentúa, mi señor.

—Lo sé, pero ¿qué puedo hacer?

—Aceptar como esposa a la princesa Ima.

—¿Repudiando a la reina? ¡Nunca!

—Pero estáis poniendo en juego el futuro del Imperio.

—¿De qué sirve un imperio si se pierde la fe? —fue la respuesta—. He consultado a mi padre, el Sol, que me ha revelado que pese a haber perdido los cuatro hijos que llevaba en las entrañas, la reina acabará por darme un heredero que se convertirá en el conquistador de las tierras del norte.

—¡Si vuestro padre lo ha dicho!…

—Lo ha dicho, y con voz muy clara.

Cuando el maestro de ceremonias se hubo marchado, el Emperador permaneció aún largo rato, recto e inmóvil en su trono, contemplando ausente el enorme disco de oro macizo que colgaba de la pared, y que representaba de un modo inequívoco a su supuesto padre, el Sol.

Se contaba que habían sido necesarios veinte hombres para elevar el pesado símbolo hasta donde se encontraba, y recordaba que de muy pequeño le gustaba sentarse a solas en mitad de la gigantesca sala del trono aguardando a que se dignara dirigirle la palabra, o a hacer el más mínimo gesto que le diera a entender que le estaba prestando algún tipo de atención.

Nunca lo consiguió.

Allí seguía, impasible, día tras día y año tras año, mientras él lo observaba hasta quedarse dormido o hasta que su hermana acudía en su busca.

Por aquel tiempo, Alia le cuidaba, le consolaba, le contaba hermosas historias y permanecía a su lado cuando las sombras de la noche se adueñaban del palacio.

Alia, cinco años mayor que él, sabía muy bien que aquel niño dulce y delicado, a veces tímido y a veces asustado, estaba destinado a ser el único varón que jamás conocería, puesto que así lo había establecido Viracocha el día que decidió iniciar la sagrada dinastía de los Incas.

Debido a ello, y plenamente consciente de sus obligaciones corno futura reina, esposa y madre, se mentalizó desde el primer momento en el hecho de que su principal misión en este mundo se concentraba en la necesidad de amar a su hermano menor y conseguir que él la amara a su vez como esposa y como reina, y tan apasionada dedicación puso en su empeño, que casi desde que recordaba no concebían vivir el uno sin el otro.

Eran, a decir verdad, almas idénticas en cuerpos diferentes, puesto que la ininterrumpida convivencia los había conducido a reflejarse el uno en el otro hasta el punto de que con excesiva frecuencia ni tan siquiera necesitaban dirigirse la palabra para saber con total exactitud qué era lo que estaba pasando en esos momentos por sus mentes.

Nadie que no perteneciese a su raza y a su antiquísima dinastía podría entender el significado de un amor total que se había ido alimentando desde la misma cuna, y tal vez el hecho de que en este caso la mujer hubiera nacido antes acentuaba la intensidad de la relación, puesto que la dulce ternura con que asumió el papel de figura dominante de la pareja durante los primeros años fue dando paso a una no menos dulce sumisión cuando le llegó el turno de ser dominada y poseída.

El abominable concepto de incesto como pecado inexcusable perdía sus virulentas connotaciones al transformarse en una exigencia imprescindible a la hora de preservar una forma muy especial de entender la vida, y, debido a ello, ninguno de los dos hermanos tenía razones para sentirse culpable por el hecho de amar y desear a quien le habían exigido que amara y deseara desde el momento mismo de nacer.

Sus padres habían sido hermanos, sus abuelos habían sido hermanos, sus bisabuelos habían sido hermanos, y Manco Cápac y Mama Ocllo, fundadores de la estirpe en el comienzo de los tiempos, también habían sido hermanos.

El gran problema se centraba en que tal vez, a causa de tan insistente consanguinidad, parecían incapaces de engendrar hijos lo suficientemente fuertes como para arriesgarse a abandonar el tibio y cómodo vientre de su madre.

Y los años pasaban.

¡Oh, señor, con cuánta rapidez pasaban!

El amor seguía intacto, el fuego de la pasión no perdía fuerza, pero el tiempo, el más cruel y persistente enemigo de todo ser humano, seguía ganando su diaria batalla, inalterable y despiadado.

Los hijos no llegaban.

Y los años pasaban.

Ruegos y plegarias, sacerdotes y hechiceros, doctores y curanderos, ejercicios y pócimas… todo era bien recibido y aceptado con agradecimiento y humildad si ello contribuía a la creación de una nueva vida que alcanzara a ver la luz de su antepasado el Sol, pero una y otra vez el desaliento se adueñaba de quienes lo hubieran dado todo por culminar con éxito una labor iniciada con los primeros balbuceos.

Y los años pasaban.

Cada mañana, la reina se sumergía en un baño de sangre de diminutos conejillos capaces de multiplicarse como los fuegos del verano en la puna, y cada noche el Emperador se atiborraba de repugnantes bebedizos destinados a reforzar la calidad de sus simientes.

Pero el ansiado heredero continuaba sin llegar.

La esencia misma de una inmensa nación en continuo crecimiento giraba sobre un único eje que preconizaba que el origen de la dinastía reinante —columna vertebral de su curiosa y delicadísima estructura social— se remontaba al momento mismo en que el dios Sol hizo su aparición, derrotando a las tinieblas que se habían adueñado de la tierra.

Era por tanto indiscutible dogma de fe la afirmación de que la sangre de dicha dinastía provenía directamente del astro rey.

Si tan esencial piedra angular fallaba, el complejo edificio tan laboriosamente alzado se vendría abajo con estrépito.

En el Incario, leyes y costumbres avanzaban al unísono, dependían las unas de las otras como los bueyes de una yunta, y no existía una sola faceta de la actividad humana que no se encontrase establecida y reglamentada de antemano.

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