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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

Cuando un hombre se enamora (24 page)

BOOK: Cuando un hombre se enamora
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Un viejo sauce se desplegó ante ella con las ramas enredadas en un pino que tenía al lado. La media luna confería a todo el conjunto un contorno azul plateado que destacaba muy claramente las sombras. Kitty se coló entre las ramas; en el suelo, la nieve era más fina, dando paso a un lecho blando de pinaza.

Si el conde hacía negocios con Jin, debía alegrarse de que se marchara. Pero le era imposible. Cuando la miraba, ella sentía a la vez la punzada y el ardor del deseo. Así quería que la desearan. Y luego estaban esas cosas que él le había dicho.

Se quitó un guante y posó la palma de la mano en la corteza áspera, estremeciéndose bajo su capa. No tenía que pensar en eso. Pronto regresaría a Londres y continuaría con la vida de antes; era demasiado cobarde para cambiar el modo en que había vivido durante años. Quizá podía casarse con un viejo como Worthmore, o con un hombre de poca fortuna, alguien que la aceptara a pesar de todo a cambio de su dote. Tal vez, si su madre se casaba con lord Chamberlayne, ella podría pasar el resto de sus días en las casas de su padrastro y sus hermanos, yendo de una a otra por carecer de familia propia. A eso la había llevado su empeño y su tesón. Y su corazón furioso.

Sin embargo, ahora su corazón ya no conocía la ira, y anhelaba otro tipo de vida.

Oyó en ese momento un crujido de ramas a su espalda. Se volvió. Él estaba de pie, justo entre la cascada de hojas verdes y grises, oscuro bajo la luna, y blanco.

Se le acercó. Ella sintió que las piernas se le aflojaban y contuvo la respiración. Se quedó quieto delante de ella. Sin decir palabra, le apartó la capa y la tomó por la cintura. Ella recuperó el aliento, tomó una bocanada de aire y sintió el calor de su cuerpo a través de las manos y del espacio que quedaba entre ellos. Los ojos oscuros de él, como en aquella ocasión en la posada, rebosaban de un deseo al que Kitty temió sucumbir sin remedio.

De forma queda, como si fuera la visión de un sueño, se arrodilló ante ella. Con las manos posadas en sus caderas, apretó la cara contra su cintura y pareció aspirar con fuerza. Entonces resiguió con los pulgares los huesos de su cadera y luego los siguió con la boca.

Ella volvió la cabeza hacia un lado, incapaz de mirar.

—¿Qué estás haciendo?

—Apenas lo sé —habló en voz baja, susurrando bajo aquel manto invernal.

—Eso no parece muy alentador.

—Estoy haciendo el amor a una muchacha hermosa.

—No deberías.

—Sí.

—No te das cuenta… —que a ella algo se le escapaba de entre las manos, el control que había mantenido con tanta firmeza desde que había jurado herir a un hombre. Supo entonces en qué se había engañado. Siempre había tenido esperanza. No en Lambert. En algo más. En algo que, en realidad, ella no debería desear, porque había acumulado tanta sed de venganza durante tanto tiempo fingiendo afecto, que no merecía el afecto verdadero. Su alma estaba corrompida—. Leam —su voz era un susurro, una súplica o una renuncia. No lo sabía.

—Kitty, ¿cariño?

Él tenía las manos en sus nalgas, envolviéndola con calor en medio del frío.

—¿Por qué no quisiste intervenir en el plan de madame Roche? ¿Por qué no quisiste fingir por el bien de Emily?

Él alzó la mirada hacia ella. Las facciones duras a la luz de la luna.

—¿Por quién me tomas? —musitó con aspereza con su acento escocés. Deslizó entonces las manos por el exterior de los muslos de ella, poseyéndolos mientras los acariciaba—. ¿Cómo podría?

—¿Quieres decir que cómo podrías fingir algo así con mi amiga habiendo sido nosotros amantes? Pero ya no lo éramos.

Agarró con fuerza la tela de su vestido por la espalda.

—Fue un día, ¡por Dios!

—Pero…

—Cariño, no todos los hombres somos unos sinvergüenzas.

Pero ella ya no sabía qué es lo que convertía a un hombre en un sinvergüenza. ¿El que pedía en matrimonio por obligación, o el que lo hacía como acto final de crueldad?

—Lord Poole me pidió la mano… —las palabras de ella caían como copos de nieve sobre el suelo blando y frío, al abrigo de las ramas—. Nunca antes me lo había pedido hasta aquella noche del baile de máscaras, cuando por fin le dije que me dejara tranquila. Esa noche de hace tres años, cuando tú y yo nos conocimos.

Él se puso de pie. Le acarició el rostro y la miró.

—¿Qué le dijiste, muchacha?

—Le dije que si yo hubiera querido casarme, ya lo habría hecho hace mucho tiempo. Que no lo esperaba a él.

—¿Eso hiciste?

Ella no podía respirar. Deseaba que él convirtiera en realidad la sensación que albergaba en su pecho. Sacudió la cabeza. La cálida mano de él le recorrió el rostro, debajo de su cascada de rizos.

—¿Leam?

Él la miró fijamente a la cara, las mejillas y la frente.

—¿Muchacha?

—Creo que deberías irte ahora mismo, de inmediato, porque si te quedas yo podría volver a arrojarme en tus brazos.

La tomó entre sus brazos como a una niña, pero su beso fue el de un hombre. Kitty acarició con las manos el hermoso rostro del hombre, a la vez que se las calentaba.

—¿Adónde podemos ir? —preguntó cuando la besó en el cuello. Lo abrazó por los hombros y notó su vigor y seguridad. Él, sin embargo, de nuevo le cerró los labios, esta vez con un beso voraz, con el que la excitó rápidamente. Ella se apretó contra su cuerpo y deslizó la lengua en la boca de él.

—Kitty.

Se puso de rodillas mientras la sostenía en brazos, acunándola en su regazo y besándola como si fuera a comérsela. Ella se acomodó para sentir la excitación de él en la espalda; él gimió y tanteó el corpiño con la mano. Súbitamente, deslizó la palma de la mano por debajo del vestido y le agarró el pecho. Ella gimió mientras el frío de esa mano le recorría el cuerpo.

—Perdona —musitó mientras le acariciaba el pezón rígido y tomaba sus labios entre los suyos, alternando ambas cosas, para excitarla.

—No, no lo hagas… —ella se dejó llevar por sus caricias, quiso doblar la rodilla hacia arriba, pero la falda se lo impedía.

—¿Podrás perdonarme por esto? —le bajó la ropa que le cubría el pecho y colocó la boca sobre la sensible punta. Se la acarició con la lengua, arrastrándola hacia el placer.

—Sí, sí, hazlo… —ella gemía mientras lo agarraba por los hombros e intentaba encajar el centro encendido de su cuerpo con la excitación de él a través de la ropa. La frustración le hizo llevar las manos a las caderas de él, luego a su falda, tirando con fuerza mientras él la lamía y crecía aquella dulce urgencia—. Pero vas a… —el placer la dejó sin palabras—. Vas a tener que continuar haciendo esto. Si no te negaré mi perdón.

Le levantó la cabeza, mientras en sus labios humedecidos asomaba una sonrisa de puro deleite y la luz de la luna se reflejaba en sus ojos.

Ella negó con la cabeza.

—¿Acaso no has oído lo que acabo de decirte?

—Sí. Pero tú, Kitty Savege, eres muy hermosa y tu lengua está hecha para la risa —tenía una voz deliciosamente ronca y el aire gélido se arremolinaba entre ellos en velos de bruma—. ¿Por qué no te ríes más a menudo?

—¿Y por qué tú, cuando lo haces, no lo haces de veras?

Se quedaron mirándose durante un largo instante; ella notó la humedad clavándole punzadas de frío en el pecho. Las ramas del sauce titilaban y la luz de la luna se colaba entre las hojas para reflejarse sobre la alfombra de agujas de pino secas y mullidas. Todo tenía un tono pardo y plateado.

Él se le acercó y su voz tosca se coló en su oído.

—«
He tenido un sueño, y no hay ingenio humano que diga qué sueño
».

—Shakespeare —una sonrisa de dicha pura brotó de los labios de ella—. También en
Sueño de una noche de verano
escribió: «
Fuera de este bosque, no quieras salir
».

—Muchacha, prometí comportarme contigo como un caballero —dijo con una voz gloriosamente ronca.

—No lo hagas… —ella apretó los labios contra los suyos y arrojó los brazos en torno a su cuello. La aproximó. Ella tiraba de su chaleco y de la camisa que llevaba debajo—. Hazme el amor aquí mismo. Ahora.

Le apartó la falda de las piernas y consiguieron que ella se pudiera sentar a horcajadas sobre él. Ella empezó a hurgar en los cierres del pantalón.

—No sé qué estoy haciendo aquí —gimió ella con los dedos helados.

—Kitty, querida, todo lo que haces está muy bien.

Le cogió la mano y la posó sobre su miembro erecto. Debajo del tejido se adivinaba, tieso, todo su ardor. Ella intentó coger aire. Hundió su boca en la de ella y acompañó su mano hasta el órgano endurecido, moviéndolo adelante y atrás, a la vez que la exploraba con la lengua. Acariciarlo de ese modo le hacía perder la cabeza y aumentaba sus ganas. Un gemido de placer retumbó en el pecho de él. Deslizó entonces la mano por debajo de la falda: estaba fría al tacto, pero eso a ella no le importaba. Quería sentir esas manos en todo su cuerpo. La acarició y ella gimió en su boca.

—Kitty, quiero saborearte —tenía una voz tan grave, áspera y bella.

No sabía qué quería decir con eso. Estaba dispuesta a permitirle cualquier cosa.

—Sí.

Se quitó el capote, lo extendió en el suelo detrás de ella y la tumbó boca arriba. Pero, cuando pensaba que iba a colocarse encima de ella, él le levantó la falda por encima de las rodillas y le abrió los muslos con mano firme. Luego se inclinó hacia ella.

—¿Leam? ¿Qué…? ¡Oh!

Tenía la boca sobre su cuerpo, blanda, caliente, húmeda. Una delicia.

—Sí —susurró ella.

Eso tenía que estar mal, muy mal, pero su cuerpo se abrió para él, anhelando su beso. Si no era ese su fin, entonces no sabía para qué estaba hecho su cuerpo. Aquello parecía muy bueno, sublime, un poco abrumador. Se ofreció a él para tener más, incapaz de mantener las caderas quietas, con la espalda arqueada de placer. Leam se sumergió en ella y emitió sonidos que nunca jamás había proferido. La acariciaba, su boca convertida en una tormenta hasta quedarse sin aliento, sin fuerzas para nada salvo para esas caricias y exploraciones rápidas, el desbordamiento de la urgencia. Ella ardía en deseos y él respondía a ellos. Supo que no había compasión en este mundo. Cuando alcanzó el éxtasis, gritó en silencio, con la garganta reseca de satisfacción, ahogada por sollozos y risas.

Cuando él la soltó, ella tomó aire. Sentía las extremidades flojas. Sus manos le recorrieron los muslos y luego las pantorrillas; el frío se impuso entonces y la devolvió a la realidad.

—¡Esto es una perversión! —susurró, sintiendo un zarpazo de vergüenza—. ¿Es eso lo que los hombres les hacen a sus amantes?

—No. Esto es lo que un sinvergüenza le hace a una mujer que no puede quitarse de la cabeza —la tensión de su voz rasgó la tranquilidad gélida—. Kitty…

—Está bien… —ella se incorporó y se bajó la falda. La voz le temblaba—. Está más que bien. De hecho, debería darte las gracias.

La tomó por los hombros, la acercó hacia él y le habló por encima de la frente.

—Kitty, no puedo hacerte el amor como me gustaría. No sé por qué crees que no puedes concebir, pero no quiero volver a tener la ocasión. Ya la primera vez no debería haber ocurrido.

—Creo que eso fue decisión mía —nada de temblar. Nada de desesperarse al constatar que su afán por no dejarla embarazada y luego sentirse obligado a casarse con ella era mayor que el deseo que sentía por ella—. De todos modos, te agradezco la consideración —el doloroso recuerdo del placer en su cuerpo se mezcló con el dolor en todos los demás sitios. En todas partes.

La tomó con el brazo por la cintura y la acercó hacia él.

—Muchacha, no des las gracias a ningún hombre que te use sin honor.

Habló con dureza, de forma distinta del amante que recitaba poesía en el establo. Ahí había una intensidad que ella sólo había atisbado una vez antes. Eso la estremecía y la alarmaba.

—Seguramente no debería —escrutó sus ojos brillantes, pero no vio nada en ellos que pudiera entender—. De todos modos, una parte de mí se siente agradecida. Y, como uno de nosotros debería decir la verdad, supongo que voy a ser yo.

Le apretó la mano. Se inclinó, le rozó los labios y la besó. La besó y el mundo se detuvo excepto para su boca, que, en la de ella, parecía apremiarla para que le diera todo cuanto quisiera darle aquel desconocido del que sabía tan poco, excepto que nunca le había parecido un auténtico extraño. En él se adivinaba una tensión que no se correspondía con el dulce placer que habitaba en ella. Sin embargo, deseaba satisfacerlo si la necesitaba. Por primera vez en años, deseó obedecer los deseos de un hombre, independientemente de lo que eso significara para ella.

Él se separó bruscamente de ella y le posó la mano en una mejilla, forzándola a mirarlo.

—¿Sólo fue Poole? —la voz se le quebró—. ¿Con cuántos hombres has estado? Dímelo.

Se acobardó ante el ardor de esos celos posesivos. Ahora ya nada tenía importancia, nada del mundo en el que ella se había refugiado. Ni siquiera los secretos de él. A riesgo de caer, sólo le importaban los brazos de aquel hombre tan extraño que tal vez la atraparía.

No podía contarle la verdad, que sólo había sido Lambert. No era tan tonta como para eso. Si él no veía claro mantener una relación permanente con ella, tendría que convencerlo de que no podía dejarla embarazada. Lo deseaba más de lo que jamás había deseado al hombre al que había entregado su inocencia. Pero sabía también cómo jugar al juego del engaño.

Pues que así fuera. Adiós a la alegría de la esperanza. De nuevo se imponía el sombrío fingimiento. Al parecer, su corazón voraz no podía hacerse con algo más noble. Sin embargo, por lo menos, por un breve espacio de tiempo, tal vez sólo por esa noche, ella podría sentir un eco de felicidad.

—Oh —se forzó a decir—. Yo diría que por lo menos han sido una docena.

Se rio con un triste y dulce sonido de lamento, y Leam se sintió perdido. Perdido en un sitio que él había jurado que nunca volvería a entrar. Se la acercó, y ella le ofreció gustosa la boca, las manos y la suave pendiente de su cuello que descendía hasta sus pechos. Su corazón abrumado palpitó con fuerza mientras ella lo acariciaba con sus manos curiosas.

Ella deslizó la punta de la lengua por el borde de la oreja de él y susurró:

—Hazme el amor, Leam. Líbrame de esta urgencia.

«
Sálvame. Sálvame, Leam
», pensó.

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