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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

Cuando un hombre se enamora (2 page)

BOOK: Cuando un hombre se enamora
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Ella no pudo dejar de mirarlo. Tras la oscura belleza de aquellos ojos rasgados algo centelleó. Un reflejo acerado.

Entonces, como un perfecto bárbaro y sin mediar palabra, se alejó.

Kitty lo siguió con la mirada.

En la penumbra, al final del salón de baile, un sátiro con el pecho cubierto de pelo enmarañado y una copa medio vacía en la mano miró de reojo a una camarera. No, no iba disfrazada, era de verdad. Cargaba una bandeja de copas que a todas luces era muy pesada para sus frágiles brazos. El sátiro comenzó a manosearla. La joven se apoyó en la pared mientras usaba la bandeja como escudo.

Lord Blackwood se interpuso entre los dos.

—¡Un momento, caballero! —exclamó en áspero escocés por encima de la música y las conversaciones—. ¿Acaso su madre no le enseñó que no se debe molestar a una chica cuando está trabajando? —frunció el entrecejo—. Lárguese, o me veré obligado a darle una lección de modales.

El sátiro titubeó un momento, pero la actitud de Blackwood no dejaba lugar a dudas. El disfraz de pastor no ocultaba el porte vigoroso de un hombre en la flor de la vida.

—Es una lástima que trabaje tanto tiempo de pie —gruñó el sátiro, pero se alejó tambaleándose.

—Vaya —murmuró Lambert junto al hombro de Kitty—. Un héroe de la clase trabajadora. ¡Qué conmovedor!

A Kitty se le puso la piel de gallina al sentir su aliento en la mejilla.

Lord Blackwood hablaba ahora con la camarera, pero Kitty no podía oírlo. La chica abrió mucho los ojos e inclinó la cabeza en señal de agradecimiento. Y a continuación dejó que el conde la liberara de la bandeja, antes de alejarse cabizbaja entre la multitud.

Lambert tomó a Kitty por el codo y dijo:

—No te hagas ilusiones, Kit —sus ojos azules brillaban intensamente—. Desde que su esposa murió, Blackwood no es la clase de hombre que se casa con cualquiera —esbozó una sonrisa cruel.

Lambert disfrutaba imaginando que Kitty era infeliz porque no se casaría con él. Años atrás había destrozado su honra con el único objeto de agraviar a sus hermanos, a los que odiaba. Pero ahora Kitty sabía que a Lambert le gustaba pensar que ella suspiraba por él.

En efecto, Kitty había fingido magníficamente, consintiéndole tomarse libertades para mantenerlo cerca, pues deseaba verlo sufrir igual que ella había sufrido, primero al negarse a casarse con ella y, más tarde, al demostrarle que era estéril.

Se volvió hacia el hombre que había perdido a su joven esposa hacía unos años y a la que todavía le era fiel, un hombre cabal que, en medio de una fiesta de la buena sociedad, había evitado que una joven criada fuera objeto de abuso.

Desde las sombras, Blackwood advirtió que lo miraba. De nuevo, un destello acerado iluminó la calidez oscura de sus ojos.

Desde luego, las cosas no eran siempre lo que parecían. Y Kitty lo sabía mejor que nadie.

Capítulo 1

Londres, 1816

Compatriotas británicos:

¿Comete un delito el Gobierno por despilfarrar el gravemente mermado tesoro de nuestro noble reino aquí y allá sin atención alguna a la prudencia, la justicia o la razón?

Definitivamente, sí.

Irresponsablemente, sí.

¡Vilmente, sí!

Como todos sabéis, he hecho de la denuncia de todo este derroche propio de manirrotos mi cruzada personal. Este mes cuento con un nuevo ejemplo: 14½ de Dover Street.

¿De qué sirve a la sociedad un club exclusivo de caballeros si jamás se ve a un sólo caballero cruzando la puerta del mismo? Y ese panel pintado de blanco adornado con un intimidante picaporte: un ave rapaz. Pero la puerta nunca se abre. ¿Alguna vez usan este moderno local los insignes miembros de su club?

Al parecer, no.

Recientemente he obtenido información a través de canales peligrosos en los que me he introducido por vuestro bien, compatriotas. Parece ser que sin el debate previo correspondiente los Lores han aprobado por votación secreta una asignación del Ministerio del Interior destinada a este así llamado club. Sin embargo, ¿cuál es el propósito del mismo, sino mimar a los ricos indolentes para quienes estos establecimientos son ya legión? No puede haber nada bueno en este gasto imprudente.

Me comprometo a desenmascarar este despilfarro encubierto de la riqueza del reino. Averiguaré los nombres de cada uno de los miembros de este club y qué negocios y tramoyas hay detrás de sus arrogantes puertas. Entonces, queridos lectores, os lo revelaré.

La Dama de la Justicia

Señor:

Lamento informar que los agentes
Águila
,
Gavilán
,
Cuervo
y
Gorrión
se han retirado del servicio. El
Club Falcon
, al parecer, se ha disuelto. Yo, por supuesto, deberé permanecer en activo hasta que todos los casos pendientes se resuelvan.

Asimismo, me permito llamar su atención sobre el folleto del 10 de diciembre de 1816, publicado por
Brittle & Sons
, impresores, que le adjunto. La pobre viejecita se llevará una decepción.

Suyo, etc.

Halcón Peregrino

—Gracias, señor —la dama apretó con dedos temblorosos la mano de Leam Blackwood—. Gracias.

En la densa niebla de una noche sin luna de diciembre alzó la mano y le besó fugazmente los nudillos.

—Vaya con Dios, señora —le deseó en escocés.

Las mejillas de la dama brillaban como dos fuentes de gratitud.

—Usted es demasiado bueno —se llevó el pañuelo a los labios trémulos—. Demasiado, milord —pestañeó—. Ojalá…

Sonriendo, él la ayudó a subir al carruaje y cerró la puerta. El vehículo partió, las ruedas traquetearon envueltas en la niebla de la madrugada londinense.

Por un instante Leam la observó alejarse. Dejó escapar un largo suspiro.

Una noche como otra cualquiera.

Una noche como no había otra.

Sólo un par de versos malos, igual que la mala poesía de su vida durante los cinco últimos años. Pero esa noche se iba a acabar.

Desentumeció los hombros, se abotonó el abrigo y se frotó el mentón. Por Dios, hasta sus perros iban más aseados. Era uno de esos días en que un hombre prefería una navaja de afeitar a un brandy.

—Bien, ya está hecho —dijo sin traza de acento escocés, como había aprendido a hacer desde joven. Sin embargo, cinco años antes, mientras servía a la Corona, lo había recuperado. Cinco años de letargo.

Por voluntad propia.

Se había acabado.

—Bella, Hermes —chasqueó los dedos.

Dos grandes sombras emergieron del otro lado del parque. Esa noche había llevado consigo a los perros para que siguieran el rastro de la mujer usando una prenda de esta que le había proporcionado su marido. Acompañarse de aquellos excelentes perros de caza era muy útil en caso de apuro. Al encargado del hotel de mala muerte donde habían maltratado a la mujer no le importaban los animales, y los agentes del
Club Falcon
habían conseguido rescatarla. Otra alma perdida recuperada.

Por supuesto, Hermes, que aún era cachorro, había causado problemas en la cocina del hotel. En cambio, Bella no había molestado a nadie. Era vieja pero buena y obediente, un magnífico animal.

Eso la había convertido en uno de ellos.

—¿Estás seguro de que quieres dejar todo esto, viejo amigo? —murmuró el hombre de pie en la húmeda y fría acera, detrás de Leam.

Por el tono de Wyn Yale, Leam adivinó su expresión: leve sonrisa y ojos entornados.

—Debe de ser agradable que a uno le cueste tan poco tener en un puño a encantadoras matronas.

—Las damas admiran a los héroes trágicos —cerca de Yale, la suave voz de Constance Read sonaba como un arrullo norteño—. Y mi primo es encantador, además de guapo, claro. Exactamente como tú, Wyn.

—Es usted muy amable, milady —dijo Yale—. Pero lo siento, un galés nunca puede ser mejor que un escocés. La historia lo demuestra.

—A las damas no les importa la historia. Especialmente a las más jóvenes, a quienes por cierto les gustas bastante —ella se echó a reír y un suave murmullo alivió la tensión que oprimía a Leam.

—La mujer del director del hotel lo llamó rufián —añadió Yale.

—Bah, estaba coqueteando. Todas coquetean con él. También lo llamó fanfarrón.

—No tienen ni idea —la voz del galés sonó maliciosa.

En efecto, no tenían ni la menor idea.

Se pasó una mano por la cara. Cuatro años en Cambridge y luego tres en Edimburgo. Leam hablaba siete lenguas, leía dos más, había viajado por tres continentes, poseía una propiedad enorme en Lowland y era el heredero del ducado, rico gracias a las sedas y el té procedentes de la India. No obstante, la buena sociedad lo consideraba un rufián y un fanfarrón. Porque era como él se mostraba al mundo.

Por Dios, ya estaba harto. Cinco años eran más que suficiente. Y a pesar de todo, en su corazón se libraba una especie de lucha que no le dejaba dormir.

Dios mío. Pensamientos shakespearianos malgastados en mujeres tontas y mala poesía. El brandy parecía una excelente idea después de todo.

Leam se volvió.

—Si vosotros dos ya habéis terminado, deberíamos entrar. La noche avanza y quisiera irme a dormir a algún sitio —señaló hacia la puerta de la modesta casa de vecindad ante la que se encontraban. Como el picaporte en forma de halcón, la placa de bronce en que aparecía el número 14½ relucía sobre el dintel a la luz de la farola de gas.

—¿A qué sitio? —preguntó su prima, Constance, una belleza chispeante de ojos azul celeste que a los veinte años ya había puesto a decenas de hombres de rodillas en los salones de Londres. Enarcó las cejas con curiosidad.

—Algún sitio por aquí —él la guió mientras subían los escalones.

—No te ilusiones demasiado, viejo amigo. Colin tiene planes —Yale empujó la puerta abierta y le guiñó un ojo a Constance al pasar.

—Por mí Colin puede pudrirse —murmuró Leam.

—Ojalá que no —en el umbral de la sala el jefe de agentes del
Club Falcon
, vizconde Colin Gray, aguardaba apaciblemente como cualquier otra noche para encargarles una nueva misión. Tenía ligeramente marcada la comisura de los labios. Gray raramente sonreía. La suya era una seria rectitud inglesa, admirada por Leam desde sus días de colegial. Se encontró con los ojos color añil de Leam, de expresión seria—. Pero si esperas lo suficiente, querido amigo, tendrás suerte.

—Es mejor ser guillotina que soga, ¿eh, Colin? —Yale se acercó al aparador. El joven galés nunca balbuceaba al hablar ni vacilaba al andar, pero Leam lo había visto beberse una botella entera de brandy desde el mediodía.

Un par de velas iluminaban las licoreras de cristal. Con un vaso en la mano, Yale se sentó en una silla con la agilidad de un niño. Pero nada parecía lo que era. Leam lo había aprendido años atrás.

Bella se acomodó sobre la alfombra junto al fuego, mientras que su cachorro siguió a Gray.

—¿Cómo han ido las cosas esta noche en el hotel? —el vizconde se apoyó en la repisa de la chimenea—. El señor Grimm se ha ido en el carruaje y vosotros estáis todos aquí, de modo que debo suponer que encontrasteis a la princesa y que ahora está en camino de regreso a su casa.

—Rumbo al pecho amoroso del marido que la espera anhelante.

Yale sonrió.

—Leam coquetea con todo lo que lleva faldas —Constance se detuvo junto a la ventana y corrió la cortina para mirar hacia la oscuridad.

—Siempre lo consigue. Hace que a las señoritas se les acelere el corazón, que se exalten con sentimientos que nunca han experimentado —Yale bebió un trago de su brandy—. Mejor dicho, siempre lo conseguía.

—Es muy bueno en eso —dijo Gray, cuyo rostro, al resplandor del fuego, semejaba mármol tallado.

Leam se quedó en la entrada, con los ojos entornados como de costumbre. Un hábito de años no desaparecía fácilmente y aún no se había desprendido de los vestigios de su falsa personalidad. Todavía se aferraba a su disfraz.

Pero no por mucho tiempo.

Constance lo miró por encima del hombro. Un ostentoso reloj dorado colgaba de su cuello tan calculadamente como el papel que le tocaba desempeñar. Todos desempeñaban un papel.

Como miembros del
Club Falcon
, durante cinco años Leam Wyn Yale, Colin Gray y Jinan Seton habían aplicado sus habilidades en buscar y encontrar personas desaparecidas cuyo rescate exigía confidencialidad. Por el rey. Por Inglaterra. La prima de Leam, Constance, sólo había entrado a formar parte del club hacía dos años, cuando él la introdujo.

—Siempre se me hace extraño verlos marcharse con el señor Grimm en el carruaje —dijo ella. Miró detenidamente al vizconde y añadió—: Colin, ¿cómo es que la gente nos encuentra? No será porque nos anunciemos en los periódicos. ¿Acaso conocen a nuestro director secreto? Claro que, en tal caso, ¿verdad que no sería muy secreto? Y nosotros también deberíamos conocerle —esbozó una dulce sonrisa.

—Quizá, si permaneces en el club, lo conozcas algún día —respondió el vizconde.

—Oh, sabes que sería imposible. No cuando Leam, Wyn y Jinan están dispuestos a dejarlo todo.

Leam la observó.

—Tampoco es necesario, Constance.

—Haré lo que me plazca, Leam.

—Vamos, primos —dijo Yale, haciendo girar la copa de brandy entre las manos—. No riñamos. Todavía no hemos bebido lo suficiente.

—No son tus primos, Yale —le recordó lord Gray desde el otro lado de la habitación.

El galés enarcó una negra ceja dándole a entender a Gray lo que pensaba.

—En primer lugar, nunca debería haberla metido en esto —dijo Leam, acercándose a su prima—. Pero en ese momento creí que necesitabas diversión —adelantó la mano y suavemente le apretó la mano.

—Oh, no —Constance retiró la mano—. Me harás llorar con esa mirada tuya de poeta. Me he vuelto tan susceptible como toda dama que se precie.

—Descarada —murmuró lord Gray.

Constance lo miró con una sonrisa.

—Debe llorarse con afecto, Colin. Basta sólo un poco más del que me inspira cierta gente.

Lord Gray inclinó la cabeza en reconocimiento a su gracioso desdén.

—¿Lo ves, Leam? —dijo ella con un brillo irónico en sus ojos azules—. Colin te agarrará por el cuello si me haces llorar.

—Pues a mí, Blackwood, nunca me ha gustado ver llorar a una dama —musitó Yale con aire adormilado.

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