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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Cabo Trafalgar (4 page)

BOOK: Cabo Trafalgar
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Y sin embargo, piensa el comandante, qué Real Armada tuvimos hasta hace poco: escuelas de navegación, talleres de relojes e instrumentos náuticos, astronómicos y geodésicos, arsenales y astilleros modernos en La Habana, El Ferrol y Cartagena, capaces de construir una fragata en mes y medio. Aún hace seis años, dos después de que nos partieran el morro en San Vicente, poseíamos setenta y nueve navíos de línea, algunos considerados por los ingleses (que ya es considerar, tratándose de esos perros) los mejores del mundo. Ahora la mitad de esos navíos se pudre en los muelles por falta de recursos, y para tripular los que navegan (y que no hemos entregado todavía a los gabachos), estamos los de siempre: jefes y oficiales mal pagados y escasos de motivaciones, pese a tratarse en muchos casos de astrónomos, matemáticos, ingenieros navales, científicos respetados en toda Europa. Lo que tiene pelotas de pavo. Y aunque sirvan (sirvamos) pese a la desidia y la burocracia del reino, motivados por la certeza del honor y el deber, eso no puede extenderse a las tripulaciones desprovistas de dinero, medicinas y socorros, a los pescadores que huyen de la marina de guerra como del tifus, a los artilleros de mar, a los gavieros, a los matriculados con experiencia que desertan para no embarcarse por la dureza de la vida a bordo y la miseria que les aguarda a ellos y a sus familias, y prefieren alistarse en los ejércitos de tierra o en armadas de otros países, incluida la francesa. Tratados siempre, para resumir, según la vieja y siniestra ordenanza española: «No como es justo, sino como es gusto».

Aun así, Carlos de la Rocha los ha visto combatir, otras veces. Con dos cojones. A ellos o a otros como ellos, asustados, inseguros, preguntándose qué se les ha perdido allí en vez de estar en su casa, en seco. Pero bajo el niego, cuando todo se vuelve tan simple como pelear para seguir vivos, y el espanto, la sangre y la mutilación se alternan con el coraje, la mala leche y el odio hacia el enemigo que te cañonea, a veces las cosas cambian. Bastante. Tres meses atrás, durante el combate de Finisterre, después de un tiempo en la mar, hombres al principio tan bisoños como esos nuevos reclutas lucharon durante todo el día entre la niebla con el valor de la desesperación, haciendo retirarse a los ingleses. A los que por cierto (Rocha es uno de los muchos marinos españoles que piensan así, pues luchar contra el enemigo es compatible con el sentido común) no se les puede echar la culpa de todo. El estado comatoso en que andan España y su Marina tiene que ver con los grandes intereses de otras naciones, pero también con enjuagues de personajillos de tercer orden, miserables intrigas cortesanas, medros particulares y, sobre todo, la absoluta incapacidad del gobierno puesto en manos de Manolito Godoy (otros tienen a Pitt, Talleyrand o Metternich y los españoles tienen a Godoy). Sólo así resulta comprensible el siniestro callejón sin salida: para conservar la neutralidad ante Inglaterra hubo que pagar un montón de dinero a Francia, lo que llevó inevitablemente a la guerra contra Inglaterra. Y hasta entonces, negarse a reconocer la realidad, aferrándose a una paz más falsa que un duro de plomo, estuvo convirtiendo en víctimas de incontables atropellos a buques españoles que venían de América atestados de carga y pasaje, mal artillados, y eran presa fácil de los navíos ingleses mientras Godoy, mesié por aquí, excelentísimo señor Cónsul por allá, se carteaba con el Petit Cabrón y España se iba al carajo. Porque en lo que a ingleses respecta, si ya durante la pasada guerra contra la Francia republicana (cuando a Luis XVI y a la ciudadana Capeta consorte les dieron matarile con la guillette) los hijos de la Pérfida demostraron ser unos aliados mezquinos, desleales y crueles, ahora como enemigos para qué te voy a contar. El comandante del
Antilla
lo sabe de primera mano, combates y vida en el mar aparte, porque estuvo con el almirante Lángara y su colega inglés Hood en el 93 en lo de Tolón, cuando las escuadras española y británica intentaban ayudar en el levantamiento de la ciudad contra la República. Y lo de ayudar es un eufemismo, por cierto, porque mientras los españoles combatían en tierra e intentaban salvar a la gente, los ingleses sólo atendieron a robar, destruir e incendiar cuanto no podían llevarse consigo. A su manera de siempre, claro. Los hijos de la gran puta.

El silencio abajo, en el alcázar, es absoluto. Nunca mejor dicho: sepulcral. Todos los oficiales han subido a la toldilla y se agrupan bajo el palo de mesana, a espaldas de su comandante: oficiales de guerra, agregados y guardiamarinas. Rocha se planta en lo alto de la escala, las manos cruzadas atrás, sintiéndose observado con respeto y temor, y confiando en que una racha inesperada de viento no le vuele el sombrero y le estropee la pose. El es quien en las próximas horas decidirá sobre la vida y la muerte de esos hombres, y todos lo saben. Su amo. Mira hacia estribor, donde la escuadra inglesa, todavía a cosa de una legua y en aparente desorden, parece empezar a formarse por pelotones, y señalando hacia allí levanta la voz cuanto puede.

–¡Marineros y soldados del
Antilla…
¡Ahí llegan los ingleses, y vamos a batirnos!… ¡Vuestro deber, como el mío, es mantener a flote nuestro barco y hacerles todo el daño que podamos!… ¡Quiero que les devolváis cada bala de cañón y cada tiro de mosquete, sin piedad, pues ellos no la tendrán con nosotros!… ¡El Todopoderoso acogerá a los que caigan cumpliendo su obligación!… ¡A los que falten a ella, los haré fusilar!

Con la palabra fusilar vibrando en el aire, La Rocha abre el volumen de las Ordenanzas Navales que le acaba de traer el guardiamarina Ortiz y lee en voz alta y clara el título 34, 11:
«El que, estando su bajel empeñado en combate, desamparase cobardemente su puesto con el fin de esconderse, será condenado a muerte. La misma pena sufrirá el que en la acción, o antes de empezarla, levantase el grito pidiendo que cese, o no se emprenda, y el que arriase la bandera sin orden expresa del comandante…»
. Después cierra el libro de un golpe, se lo devuelve al guardiamarina y mira al capellán de a bordo, el padre Poteras, que está al pie de la escala. No le gusta el sacerdote que les ha tocado en suerte en esta campaña, y procura tenerlo lejos de la camareta y de la toldilla: lo encuentra estúpido y sucio, con demasiada afición al vino de misa y al otro. Pero es lo que hay. Dentro de un rato, puestos a despachar almas al Más Allá, dará lo mismo un cura borracho que uno sobrio.

–Suba aquí, padre, y haga su oficio… Absolución general. Es una orden.

Obediente, el sacerdote se recoge un poco la sotana y sube hasta media escala acomodándose la estola; y cuando se vuelve, una mano en alto, hasta el último hombre se pone de rodillas, descubriéndose. Benedicat vos, etcétera. Amén. Rocha se ha quitado el sombrero y se persigna, baja la cabeza. Reza de verdad, con devoción, encomendando a Dios su alma y el futuro de la mujer y los cuatro hijos que ha dejado en Cádiz. Que tal vez sean viuda y huérfanos al caer la noche, con el desamparo que eso supone en aquella España de mierda, donde un soldado o un marino muertos, que no reclaman, constituyen una ocasión estupenda para que el Estado se ahorre pagar atrasos. Cuando el cura termina su absolución, el comandante, aún con el sombrero en la mano, alza el rostro y grita:

–¡Viva el rey!… ¡Viva el rey!… ¡Viva el rey!

Y todos los infelices que van a morir o a quedar mutilados de aquí a nada, y cuyas viudas y huérfanos ni siquiera podrán reclamar atrasos, ni compensaciones, ni pensiones, ni pepinillos en vinagre, corean los tres gritos con tres rugidos. A su pesar, Rocha se estremece en sus adentros. Pobre gente. Si hay un rey indigno de tal grito, es el suyo. El de ellos y el de él. Ese zurullo empolvado y fofo de Carlos IV. Pero eso no tiene nada que ver con el asunto. Lo que cuenta es que, por un instante, aquello parece una tripulación y no un rebaño de gente asustada a las puertas del matadero. Y en la duda, la más tetuda: el deber. Cuando uno muere cumpliendo con su obligación, no se equivoca nunca.

–¡Vivaspaña! – grita.

Aún resuenan setecientas y pico voces de proa a popa aullando que sí, que viva España y lo que se tercie, que de perdidos al río y que a los ingleses se los van a comer sin pelar, si los dejan, cuando Rocha piensa que por ahora ha hecho lo que podía hacer. Aunque no sea mucho. Ya sólo queda librar el combate con arreglo a las ordenanzas, ciega disciplina, etcétera, a las órdenes de un contralmirante gabacho y de escasa competencia, en una línea mal formada, a barlovento de una costa peligrosa y llena de bajos, en condiciones que, si el tiempo empeora (como es probable), harán muy crítica la situación de los navíos que el combate deje sin gobierno. Pero así son las cosas. De manera que Rocha mira hacia la escuadra enemiga, se encasqueta el sombrero y hace un gesto al patrón de su bote, Roque Alguazas, un veterano artillero de mar que navega con él desde hace seis años y se mantiene aparte en la toldilla, con el sable del comandante en las manos. Sin necesidad de palabras, Roque se acerca, le desciñe el espadín de paseo (que es una auténtica cursilería) y le ciñe el sable de verdad, el de combate. Después el comandante se vuelve hacia su segundo en el mando.

–Fatás.

Una sonrisa resignada y triste cruza el rostro recién afeitado del comandante. El segundo se la devuelve. Idéntica.

–Susórdenes.

–Vaya a su puesto, si es tan amable.

Circunspecto, flemático, el capitán de fragata Jacinto Fatás de Ponzano, cuarenta y cuatro años, padre de dos hijos, se ajusta el corbatín, comprueba la botonadura de la casaca, saluda quitándose el sombrero a la bandera que ondea en el pico de cangreja, y seguido por el guardiamarina Falcó, encargado de asistirlo, desciende por la escala que lleva al alcázar, a los pasamanos y a la proa. A partir de ahora su puesto está bajo el palo trinquete, en el castillo, y sólo volverá a la toldilla para tomar el mando si el comandante es herido o muere.

–Qué leches hago aquí, si soy de Huesca.

Eso no lo dice Fatás ahora, naturalmente. Lo dijo anoche mientras tomaba un trago de jerez en la cámara del comandante, a solas con Carlos de la Rocha, el mar negro como un telón siniestro al otro lado del amplio ventanal de popa. ¿Y no piensas (añadió al rato, tuteando a su superior por primera vez en mucho tiempo) que Gravina tenía que habérsele plantado a esos gabachos y poner su dimisión sobre la mesa de Godoy en vez de aceptar lo que nos espera a todos?… Eso preguntó el segundo del
Antilla
copa en mano, mirando a Carlos de la Rocha a los ojos mientras oían el rumor del agua en la estela, el crujir del barco y la primera campanada de la guardia de media. Dong. Pero éste no respondió, y ahora lamenta no haberse franqueado con su segundo y dicho sí, naturalmente, ésa es la fija, colega: con todo su golpe de disciplina y pundonor, nuestro almirante Gravina es un tiñalpa cortesano, un político antes que un marino, que va a llenar España de viudas y de huérfanos, incluyendo posiblemente los tuyos y los míos. Y yo también me cago en su puta madre. Pero no lo dijo, sino que se quedó callado, bebiéndose el jerez sin decir ni pío. La soledad del mando, la boca cerrada y toda la murga. La maldita pose. Y ahora lo lamenta mientras observa irse a Fatás, que es su amigo (todo lo amigo que se puede ser de un comandante a bordo de un navío de línea), y a quien tal vez nunca más vuelva a ver vivo. Porque en efecto. Qué leches hace aquí uno de Huesca, se pregunta Rocha. O un asturiano, como yo. O cualquiera de estos otros infelices. Pero así son las cosas en la Real Armada y en la vida. Luego suspira para sus adentros y se vuelve hacia el segundo oficial de a bordo.

–Oroquieta -llama sin alzar la voz.

Suena un exagerado taconazo. El teniente de navío Oroquieta, piensa Rocha, es un poquito frívolo, guasón y pelota, pero buen marino. Y con vergüenza torera: mientras otros procuraban escaquearse para no salir con la escuadra, él acaba de incorporarse voluntario, dejando el hospital donde estaba convaleciente después de un tabardillo y unas tercianas de las de aquí te pillo aquí te quedas. No querrán que me lo pierda, dijo al llegar con su cofre a lomos de un marinero. El pifostio.

–Todo el mundo sabe que con tres gloriosas derrotas en la hoja de servicios, en la Marina española asciendes antes… Yo llevo San Vicente y Finisterre, así que sólo me falta una.

El comandante del
Antilla
lo conoce bien y se alegra de tenerlo allí con su lealtad y su buen humor. A él, a Fatás y a los otros. Hasta los peores acabarán hoy ganándose el jornal. Hay días, concluye, que redimen toda una vida.

–A sus órdenes, mi comandante -dice Oroquieta-. Listo para la masacre y la vorágine.

Rocha está mirando a barlovento, hacia los ingleses.

–Déjese de guasa y toque zafarrancho de combate de una maldita vez.

3. El castillo de proa

Mareadme ese contrafoque, porque da pena verlo.

Junto a la campana colgada del propao del castillo, a popa del palo trinquete, el guardiamarina Ginés Falcó observa cómo el segundo contramaestre Fierro cumple las instrucciones de don Jacinto Fatás, segundo comandante del
Antilla
, que pistola y sable al cinto acaba de incorporarse a su puesto de combate a proa, muy tranquilo, en plan buenos días, señores, espero que no me hagan quedar mal con el comandante y con la gente que nos mira desde popa. A batirse tocan, ridiela. Atrás, al pie del palo mayor, el tambor sigue tocando a zafarrancho, ran, rataplán, rataplán, tan, tan, mientras los pajes suben a cubierta cestos de mimbre con sables, hachas y chuzos de abordaje, los soldados embarcados preparan sus mosquetes bajo la supervisión de los sargentos, y los artilleros disponen las piezas de estribor en los entrepuentes y la cubierta. Aquí, sobre el castillo, correteando inseguros con los pies desnudos sobre la tablazón húmeda, azuzados por los gritos y los rebencazos del segundo contramaestre Fierro (que tiene el punto borde y la mano fácil), los hombres asignados a la maniobra del palo trinquete y el bauprés tiran de la driza del contrafoque para tensar el grátil, alehop, alehop, y luego cazan la escota de sotavento procurando no dejar la vela ni muy acuartelada ni muy en banda. Lo que tiene su arte.

–¡Amarrad!… ¡He dicho que amarréis!… ¡Amarrad, me cago en mis muelas!

Torpemente, los marineros amarran driza y escota y se miran unos a otros, desconcertados, ignorantes de si lo han hecho bien o lo han hecho mal. Y cualquiera sabe. Del medio centenar largo de desgraciados que a proa se ocupa de la maniobra y de manejar los seis 8 libras de la batería del castillo (tres por babor y tres por estribor), sólo una docena tiene experiencia de mar, y el segundo contramaestre ha tenido que echar mano él mismo a la escota para rematar el asunto. Cagüenmismuelas, mascullaba. Cagüentodo. Tirad, cono. Tirad. Una panda de nenazas, es lo que sois. De Cádiz, claro. Allí sólo hay atún y maricones. Apoyado junto a la chimenea del fogón para no estorbar, don Jacinto Fatás los mira con un ojo abierto y otro cerrado, como si apuntase a los reclutas para pegarles un tiro. O pegárselo él. Luego suspira, desalentado, y se vuelve hacia el guardiamarina.

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