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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Cabo Trafalgar (17 page)

BOOK: Cabo Trafalgar
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–Trínqueme alguna cuarta más. Quiero que nos metamos por ahí.

–Lo intentaré, señor comandante.

–No lo intente, cono. Hágalo.

Mientras el piloto corre a la bocina que lo comunica con el timonel que gobierna bajo la toldilla, un rosario de fogonazos con sus correspondientes estampidos recorre el costado del navío, haciendo carracapumba, pumba, pumba. Eso para Jorge in y para su puñetera madre. Ahora es el
Antilla
el que responde al fuego inglés, y cuando la brisa aleja por la otra banda el humo de los cañonazos, Rocha comprueba satisfecho que la gente se porta bien. Las dotaciones hormiguean en torno a los 8 libras del alcázar y el castillo, refrescando y cargando de nuevo, empujando las piezas para afirmarlas de nuevo en las portas, mientras los fusileros, igual que los granaderos de la toldilla, permanecen tumbados sobre cubierta (bajo las redes extendidas para proteger de las maderas, motones, cadenas y cabos que caigan de arriba), resguardándose detrás de los coyes enrollados y mochilas apiladas en la batayola, hasta que lleguen a tiro de fusil y puedan intercambiar su fuego de mosquetería con los ingleses. Se mantiene el orden. Los pocos marineros y reclutas que se socairean con cada descarga enemiga son devueltos a sus puestos a rebencazos, y algún infante de marina de guardia en las escotillas debe amenazar con la bayoneta a quienes se acercan buscando la ocasión de escaparse abajo; pero la gente se muestra razonablemente disciplinada. Hay pocos heridos y muertos, y la mayor parte son retirados en el acto y desaparecen por las escotillas o las escalas del combés diciendo ay, ay, madre, los que pueden decirlo, camino de la bodega (Estévez, el primer cirujano, ya debe de estar cortando y cauterizando allí abajo con sus ayudantes, con el padre Peteras soltándoles latines por encima de su chepa a los pacientes), mientras aquí arriba los cadáveres son arrojados al agua para no embarazar la cubierta y para que no desmoralicen a los compañeros. Adiós, Paco. Chof. Adiós, Manolo. Chof. Tampoco los destrozos son muchos. A Rocha acaban de informarle de que en la primera y segunda baterías hay un par de cañones desmontados y algunas bajas, pero que los oficiales mantienen a la gente en sus puestos. En cuanto a la cubierta superior, los palos tienen algún balazo poco serio, una de las mesas de guarnición del trinquete ha sufrido daños, y la tercera pieza de estribor, que se encuentra encima, está desmontada de su cureña; pero casi todos los obenques que sostienen el palo aguantan firmes. Más hacia popa, a la altura del portalón, un buen trozo del pasamanos ha desaparecido dejando un rastro de astillas, maderas rotas y regueros de sangre.

–La gente se está portando de dulce, mi comandante.

–Ya lo veo.

Pues claro, piensa Rocha. Cómo si no. Al final, a regañadientes, blasfemando en arameo, en esta pobre España (tu regere imperio fluctus, tócame el cimbel) es lo único que nos salva de la vergüenza absoluta: la gente. A ver de qué otra manera se explica que, pese a la superioridad que tienen los ingleses desde hace siglo y medio, hayamos mantenido la cara durante todo este tiempo: la puntual conexión naval con América, la defensa de Cartagena de Indias contra Vernon, la victoria de Navarro en Tolón, la defensa que hizo Velasco del Morro de La Habana, las expediciones científicas, los escritos de Jorge Juan, la cartografía de Tofiño, la expedición de Argel o la de Santa Catalina, los jabeques de Barceló, el acoso de las costas inglesas, la presión sobre Jamaica, la toma de San Antíoco y San Pedro, la defensa de Tolón, de Rosas, de El Ferrol, de Cádiz. O puesto a que te rompan los cuernos como a un señor, el combate de Juan de Lángara entre los cabos San Vicente y Santa María, cuando con el navío
Fénix
quiso cubrir la retirada de su escuadra y estuvo ocho horas batiéndose contra varios navíos ingleses a la vez, hasta que al fin arrió bandera, herido el comandante, el buque desarbolado y casi toda la tripulación muerta o herida. Con un par. Y todo eso, piensa amargo Carlos de la Rocha, y lo anterior, y lo de siempre, a pesar de los malos gobiernos, el desorden y la desidia, lo ha hecho la gente. Esta misma pobre gente. Hombres mal pagados, mal tratados, como los que hoy luchan en el
Antilla
. Infelices buenos vasallos que nunca tuvieron buenos señores. Porque por encima de los Barceló y los Lezo y los Velasco hubo siempre canallas como los ministros y funcionarios de marina que, para remediar la falta de tripulantes durante la anterior guerra con Inglaterra, anunciaron indultos para prófugos y desertores prometiendo tres onzas de oro a los voluntarios, pagar a todos los hombres de mar sus sueldos y asignaciones, y no alistarlos en buques de guerra más que bajo determinadas condiciones. Pero cuando esos desgraciados se presentaron, rio se les pagó lo prometido, obligándolos a combatir en condiciones que equivalían a esclavitud perpetua. Dejando además sin marineros a barcos de pesca, mercantes y corsarios. Y claro. Al estallar la nueva guerra, los matriculados, resabiados, dijeron: anda y que se presente el cabrón de tu padre. – ¡Nostramo!

El primer contramaestre (el nostramo) Campano, un hombre disciplinado y muy capaz, sube a la carrera la escala de la toldilla, sin agacharse pese a que en ese momento una bala inglesa abre un nuevo boquete en la vela cangreja, sobre sus cabezas. A la orden de usía, don Carlos, dice tocándose el gorro. Dígame cómo está la maniobra, pide el comandante. Campano se pasa una mano por la cara mal afeitada y llena de arrugas y responde: bueno, bien, don Carlos. Podría ir peor, ya sabe. En la verga mayor tenemos cortado un bastardo, la falsa boza y un par de burdas. En el trinquete, dos obenques del mastelero de velacho, uno del juanete, una ostaga y tres brandales. Tengo a mi gente trabajando en eso.

–¿Y cómo andamos de vela?

–Mucha marca, como puede ver usía… Así, por lo gordo, cuatro balazos grandes en la gavia, dos en la sobremesana, cuatro en el velacho y tres en la cangreja.

Raaaaca. Una bala inglesa (Rocha casi la ha visto venir, negra y aumentando de tamaño, la hijaputa) pasa entre el sombrero del comandante y el palo de mesana, parte unas drizas, deja suelto un motón peligrosamente cerca de la cabeza del guardiamarina Ortiz y se pierde al otro lado, chaaf, sin más consecuencias. Oroquieta se muerde los labios preocupado, sin atreverse a insistir. Pero está claro. En esa fase del combate, que un capitán de navío y toda su plana mayor se expongan en la toldilla es innecesario. Además, la experiencia demuestra que cuando casca el comandante la gente se viene abajo. Raaaca. Otra bala inglesa pasa con sonido de tela desgarrándose. Y vienen más. Raaaca. Raaaca. Esta última llega más baja, rozando la balayóla. Cías, hace. Un crujido. Un artillero de la segunda carroñada pega un grito cuando se le clavan las astillas en un brazo. Sangra como un cerdo. Oroquieta le ordena que baje a curarse y vuelva enseguida, si puede, y el artillero, un cabo de cañón veterano, baja por la escala agachado, caminando por su propio pie. Rocha espera el tiempo adecuado para que una cosa no parezca consecuencia de la otra.

–Vamonos al alcázar. Usted también, Oroquieta. Y el piloto. Todos menos los que tienen aquí su puesto de combate.

–A la orden.

Antes de bajar seguido por el segundo oficial, el piloto, el patrón de su bote y el guardiamarina Falcó, el comandante se acerca a estrechar la mano al teniente Galera, el oficial de infantería de marina que va a quedarse en la toldilla con sus granaderos y los sirvientes de las carroñadas, que miran con cara de malas pulgas a los que se van. Rocha casi puede escuchar sus pensamientos: ahí van ésos, colega, hay que joderse. Ellos abajo, que llueve, y nosotros arriba, con lo que va a llover. Igual al cabo palmamos todos, pero al principio siempre palmamos los mismos. No falla. Etcétera. Antonio Galera, pálido y tranquilo, sonríe algo forzado y luego se lleva la mano al pico del sombrero. Su mano está fría, comprueba Rocha. Tan fría como si ya estuviera muerto. Luego el comandante se vuelve hacia el guardiamarina Ortiz, a quien corresponde custodiar la driza de la bandera. Frío, formal (le daría un abrazo al chico, pero no puede hacer eso), Rocha se la encomienda.

–Hágase cuenta de que esa bandera la tenemos clavada… ¿Entendido?

–Está entendido, señor comandante.

La voz del joven tiembla un poco. Desenvaina el sable. Está tan pálido como el teniente Galera, pero se mantiene entero. Mira el sable como si lo viese por primera vez. Dieciocho o diecinueve años, piensa Rocha con desaliento. Y toda esa responsabilidad. Tiene delito. Me cago en Napoleón, en Godoy, en Villeneuve y en la madre que los parió. Y también en la que parió a Gravina, que con todo su golpe de delicadeza, pundonor y demás murga, ha dejado que nos metan de cabeza en esta mierda.

–Ortiz.

–A sus órdenes, señor comandante.

Rocha señala la bandera roja y amarilla que ondea débilmente en el pico de la cangreja, sobre sus cabezas.

–Mate a cualquiera que se acerque con intención de arriarla.

El alcázar. El puesto de combate del comandante de un navío. El lugar donde luchas, vences o mueres, en esa cubierta atestada de cañones y de hombres, bajo la sombra de la lona que se tensa y destensa con los caprichos de la brisa, haciendo crujir la arboladura y la jarcia firme. El palo de mesana y la elevada toldilla se alzan a la espalda, sobre la rueda del timón y la bitácora. Delante están el palo mayor, el enorme foso del combés, los pasamanos y el castillo de proa bajo el palo trinquete, con el bauprés donde el foque y el contrafoque (las velas triangulares de proa) intentan capturar algo de viento que ayude en la maniobra. En cada palo, gavias y juanetes desplegados (cada vez con más agujeros, por cierto), y la vela mayor cargada, recogida y bien aferrada para que no se incendie con los fogonazos de los disparos de cubierta, las vergas aseguradas con cadenas para que a los cañonazos enemigos les cueste más arrancarlas. Abajo, en la banda de estribor, las baterías soltando cebollazos con regularidad y eficacia razonables. Y de vez en cuando (dos o tres veces por cada una que dispara el navío español) las andanadas enemigas que estremecen el casco de proa a popa, levantan astillas, cortan jarcia, matan hombres. Más no se puede pedir. Todo a son de mar y guerra, como estipulan las ordenanzas de la Real Armada. De modo que ahora sí, piensa lúgubre Carlos de la Rocha. Ahora todo está en regla, y nadie podrá decir que el
Antilla
y su comandante no hacen lo que deben.
El que no se halle en el fuego no estará en su puesto
, decían las instrucciones para el combate del imbécil Villeneuve. Pues bueno, pues vale, piensa Rocha. Pues ya estoy en mi puesto. El navío y los setecientos sesenta y dos hombres de su tripulación (que ya seremos menos, concluye mirando los regueros de sangre que se pierden camino de los imbornales y las escotillas) están en pleno picadillo, sin vuelta atrás. Se gane o se pierda el combate, en lo que al
Antilla
se refiere, la patria (manda huevos) puede dormir tranquila. Con esa certeza, el comandante se pasea por el alcázar, el sable en la vaina y las manos cruzadas a la espalda, mostrando una calma que no es fingida, pues de veras la siente. No por heroicidad ni nada por el estilo, sino porque durante toda su vida, desde que embarcó como guardiamarina con catorce años, se ha estado preparando para momentos como éste. Su calma proviene de la resignación del marino profesional que acepta el hecho simple de que ya está muerto; y si por azar después del combate resucita (en su caso, hombre religioso como es, lo atribuirá sin duda a la providencia divina), será éste un beneficio inesperado, por añadidura. Un don de Dios en su infinita misericordia. Poco más o menos. Pero ahora, a tiro de fusil de los navíos ingleses, el comandante Rocha se sabe tan fiambre como la mano fría del teniente Galera que estrechó arriba, en la toldilla. Y reza, Dios te salve María, llena eres de gracia, el señor es contigo, pasando mentalmente las cuentas del rosario que lleva en el bolsillo izquierdo de la casaca, procurando no mover los labios para que nadie lo note y piense lo que no es.

–El
Bucentaure
está hecho una boya, mi comandante -informa Oroquieta.

Así es. El buque insignia del almirante Villeneuve está raso como un pontón, sin gobierno, desarbolado de todos sus palos y rodeado de navíos enemigos, aunque aún se bate. Maldito e infeliz cabrón, piensa Rocha mientras le echa un vistazo por el catalejo. Almirante de mis huevos. Menuda ruina nos has buscado a todos, y a ti el primero. Sin admitir nunca consejos ajenos, nulo en la decisión, incapaz de adaptarte a lo inesperado. Inferior a ti mismo y al mando que te regaló un ministro ciego. Así ardas en el infierno.

–El
Trinidad
se defiende como un tigre -añade Oroquieta.

Rocha desplaza un poco el catalejo. Entre el humo y los fogonazos se distinguen al menos cuatro navíos ingleses batiendo muy próximos, a tiro de pistola, al
Santísima Trinidad
, que se encuentra cerca del
Bucentaure
y un poco más adelantado. El cuatro puentes español aún tiene en pie sus palos, excepto el mastelero y la verga de velacho, y hace un fuego terrible por ambas bandas, manteniendo la señal número 5 (que todos los navíos que no combaten acudan al fuego, etcétera) obstinadamente izada en el trinquete. No lejos de él pelea otro español que parece el
San Agustín
, con dos ingleses tan pegados a él que se diría luchan al abordaje. Más allá, hacia el sur, a lo largo del caos en que se ha convertido la línea aliada, sólo puede verse humo, fogonazos, llamaradas, la humareda negra de algún navío que arde, y a barlovento cinco o seis buques ingleses, los últimos de cada columna, que fuerzan velas para unirse a la pelea. Y ahí van los tíos, piensa amargo el comandante del
Antilla
. Profesionales y resueltos. Sabiendo que sus jefes los respaldarán si triunfan; o que, al menos, nunca se afeará la conducta de quien se abarloe a un enemigo y luche. Allí a los hombres de mérito se les premia. Guar is bisnes, o como se diga en guiri. Para ellos, la guerra es negocio. Y ahí están, los malditos. Piratas codiciosos del oro, por supuesto, pero poniendo al hombre por encima de todo. Rigurosos, disciplinados e implacables como máquinas, aunque atentos también a la carne y sangre que mueve sus barcos. Mientras que nosotros, insensatos, estúpidos, derramando el oro a manos llenas en los bolsillos más indignos, se lo regateamos todo a quien trabaja y sufre, y damos al olvido decoro, humanidad y conveniencia, obstinados en hacerlo todo a costa de sudores y de sangre que nunca se pagan. A ver. Señoras y caballeros, niñas y niños, militares sin graduación. Que alguien me diga cuál de los dos sistemas es más eficaz y más barato.

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