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Authors: Antoine de Saint-Exupéry

Tags: #Drama, Histórico, Relato

Vuelo nocturno (9 page)

BOOK: Vuelo nocturno
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Rivière, incluso en las peores horas, había seguido, de telegrama en telegrama, su marcha feliz. Era para él, en medio de esa confusión, el desquite de su fe, la prueba. Ese vuelo feliz anunciaba, por sus telegramas, mil otros vuelos también felices. «No hay ciclones todas las noches». Riviére pensaba también: «Cuando la ruta está trazada, no se puede dejar de proseguir».

Descendiendo, de escala en escala, desde Paraguay, como desde un adorable jardín, pródigo de flores, de casas bajas y de aguas lentas, el avión se deslizaba al margen de un ciclón que no le enturbiaba ni una estrella. Nueve pasajeros, arrebujados en sus mantas de viaje, apoyaban la frente en su ventanilla, como en un escaparate colmado de joyas, pues las pequeñas ciudades de Argentina desgranaban ya, en la noche, todo su oro, bajo el oro más pálido de las ciudades de estrellas. El piloto, en la parte delantera, sostenía con las manos su preciosa carga de vidas humanas, los ojos abiertos e inundados de luna, como un cabrero. Buenos Aires llenaba el horizonte con su fuego rosáceo y, muy pronto, brillaría con todas sus piedras cual fabuloso tesoro. El «radio», con sus dedos, enviaba los últimos telegramas, como las notas finales de una sonata que hubiese tecleado, gozosa, en el cielo, y cuyo canto Rivière comprendiese; luego, remontó la antena; después, se desperezó un poco, bostezó y sonrió: estaban llegando.

El piloto, después de aterrizar, encontró al piloto de Europa, recostado contra su avión, con las manos en los bolsillos.

—¿Eres tú el que continúa?

—Sí.

—El Patagonia, ¿ha llegado?

—No se le espera: ha desaparecido. ¿Hace buen tiempo?

—Muy bueno. ¿Fabien ha desaparecido?

Hablaron poco. Una gran fraternidad les dispensaba de hablar.

Se trasbordaban al avión de Europa las sacas de Asunción, y el piloto, aún inmóvil, la cabeza echada hacia atrás, la nuca contra la carlinga, miraba las estrellas. Sintió nacer en él un poder inmenso, y le invadió un placer poderoso.

«¿Cargado ya? —dijo una voz—. Contacto, pues».

El piloto no se movió. Ponían su motor en marcha. El piloto iba a percibir por sus espaldas, apoyadas en el avión, cómo éste vivía. El piloto estaba ya seguro, por fin, después de tantas falsas noticias: «Saldrá…». «No saldrá…» «¡Saldrá!». Su boca se entreabrió, sus dientes brillaron bajo la luna como los de una fiera joven.

—Atención con la noche, ¡eh!

No oyó el consejo de su camarada. Las manos en los bolsillos, la cabeza levantada cara a las nubes, a las montañas, a los ríos y a los mares, empezaba a reír silenciosamente. Una risa débil, pero que pasaba por él, como una brisa por un árbol, y le hacía estremecerse. Una risa débil, pero mucho más fuerte que aquellas nubes, que aquellas montañas, que aquellos ríos y que aquellos mares.

—¿Qué es lo que te sucede?

—Ese imbécil de Rivière que me ha… ¡que se imagina que tengo miedo!

XXIII

Dentro de un momento franqueará Buenos Aires, y Rivière, que prosigue su lucha, quiere oírle. Oírle nacer, rugir y desvanecerse, como el paso formidable de un ejército en marcha hacia las estrellas.

Rivière, cruzados los brazos, pasa por medio de los secretarios. Ante una ventana, se detiene, escucha, y medita.

Si hubiese suspendido una sola salida, la causa de los vuelos nocturnos estaba perdida. Pero, adelantándose a los débiles, que mañana desaprobarán su actuación, Rivière, durante la noche, lanza esta nueva tripulación.

¿Victoria? ¿Derrota…? Estas palabras carecen de significación. La vida está por debajo de esas imágenes y prepara ya otras nuevas. Una victoria debilita a un pueblo, una derrota despierta a otro. La derrota que ha sufrido Rivière es tal vez una enseñanza que aproxima la verdadera victoria. Sólo importa el acontecimiento en marcha.

Dentro de cinco minutos, las estaciones T. S. H. habrán dado el alerta a las escalas. Sobre quince mil kilómetros, el estremecimiento de la vida habrá resuelto todos los problemas.

Se deja oír ya el canto de órgano: el avión.

Y Rivière, a pasos lentos, vuelve a su trabajo, entre los secretarios que su dura mirada encorva. Rivière el Grande, Rivière el Victorioso, que lleva sobre sí su pesada victoria.

F I N

Apéndice

«El Principito aterrizó en Argentina», artículo aparecido en la revista Viva del diario Clarín de Buenos Aires, año 2000

Vivió sólo quince meses en la Argentina, pero quedó marcado para toda la vida. En Argentina inauguró una línea aérea, consiguió mujer, hizo un retrato de su epopeya —y la de sus compañeros pilotos— en su novela
Vuelo nocturno
, se enamoró de los páramos patagónicos, y en los verdes campos de la provincia de Entre Ríos encontró la musa inspiradora de su obra cumbre,
El Principito
, traducido a más de 90 idiomas y el libro más popular de Francia y uno de los más vendidos de todos los tiempos después de la Biblia.

Antoine de Saint-Exupéry, este hombre alto, robusto, con movimientos de oso, nariz corta y respingada, ojos saltones y un mirar semidormido, murió a los 44 años durante una misión de guerra: su avión despegó desde la isla de Córcega una hermosa mañana de verano para tomar fotografías de la Francia ocupada por los nazis, pero nunca volvió a la base.

Su muerte es un enigma y está atravesada por las paradojas: demasiado viejo para volar, con el cuerpo estragado por cinco accidentes de los que había salido vivo por milagro —los jefes aliados le habían concedido el honor de luchar por su país gracias a su reputación—, la última vez que el radar lo tuvo en su pantalla volaba cerca de la costa de Marsella, a menos de 30 minutos de Lyon, el lugar donde había nacido.
«Mamita mía, no estoy muy seguro de haber vivido después de la infancia»
, había escrito a su madre con arrasadora melancolía. Como el pequeño príncipe de su fábula, que vivía en un asteroide remoto del cielo, un día desapareció y se transformó en leyenda.

Tercer hijo del conde Jean-Marie de Saint-Exu­péry y Marie Boyer de Fonscolombe, nació el 29 de junio de 1900 y quedó huérfano de padre a los cuatro años. Su madre pasó a ser clave en su vida de aristócrata empobrecido y nómade. Del castillo paterno se mudó al de sus tías por la ruina económica, mientras Saint-Exupéry acumulaba retos de los jesuitas no sólo por su «horrorosa ortografía» sino por su indisciplina, sus distracciones y la impenitente costumbre de escribir en papeluchos poesías combinadas con dibujos que nada tenían que ver con la clase.

A partir de 1919, después de un fallido intento de ingreso a la Escuela Naval, pasó 15 meses estudiando dibujo en Bellas Artes y dos años más tarde fue alistado como soldado en un campo de aviación del ejército. Allí se las arregló para tomar clases de pilotaje en secreto. Quedó maravillado: volando, veía al mundo desde otra perspectiva, diferente de la de los demás. En la estrecha carlinga de sus aviones, en lucha contra los elementos desatados, el aristócrata se descubrió a sí mismo, forjó un sólido concepto del deber y la responsabilidad, y alimentó ideales humanistas. Poco después de terminada la Primera Guerra Mundial, Saint-Exupéry se comprometió con Louise de Vilmorin, una joven hermosa, elegante, escritora talentosa y heredera de un banquero que ni sabía cuánta plata tenía. El padre veía con recelo a ese conde sin dinero, enredado en libros, poesías y aviones. Unas semanas antes de la boda, Saint-Exupéry se subió a un biplano que no conocía en las afueras de París y se estrelló a poco de despegar: fractura de cráneo y conmoción cerebral.

«El banquero confirmó sus temores y lo puso entre la espada y la pared —dice Elsa Apari­cio de Pico, secretaria de la sede argentina de la Asociación Los amigos de Antoine de Saint-Exupéry—. Él tenía 22 años y el padre de la novia le dijo: 'o mi hija o el avión'. Y ganó el avión». Antes de llegar a la Argentina, fue piloto del servicio aéreo que unía Francia y España con el norte de África y vivió dramáticas experiencias en lugares como Casablanca, Dakar y, sobre todo, en Cape Juby, punto remoto del Sahara, donde los peligros se sucedían, entre las traicioneras dunas del desierto y los códigos violentos del hombre nómade de las caravanas, capaz de asesinar con una sonrisa. Saint-Exupéry desembarcó en Buenos Aires el 12 de octubre de 1929 para extender la línea del correo aéreo a Santiago de Chile, Asunción y la remota Patagonia. Apenas instalado en un hotel de la calle Reconquista se entera: será director de la Aeropos­ta Argentina —filial de la línea europea— y deberá abrir las rutas, consolidar aeródromos y asignar el trabajo a sus notables camaradas: Jean Mermoz, Henri Guillaumet y los argentinos Vicente Alman­dos Almonacid y Rufino Luro Cambaceres.

Nunca le gustaron las grandes ciudades y la capital argentina no será la excepción.
«No tiene gracia habitar Buenos Aires —escribe. Gentes tristes y ningún lugar donde pasear. Los arquitectos volcaron su genio en privarla de todas sus perspectivas. Me pregunto cómo puede penetrar la primavera a través de estos millones de metros cúbicos de cemento».

A los dos días ya está volando sobre la Patagonia, encandilado por el paisaje agreste y rudo. Otra vez el desierto: la nada es su territorio. Y entonces presiente la importancia de la línea aérea para esos míseros poblados batidos por el viento. En una playa de Comodoro Rivadavia capturó una foca bebé que trajo en su avión a Buenos Aires y la instaló en la bañera de su casa, en el sexto piso de la Galería Güemes de la calle Florida. No sería el único: en Paraguay embarcó un cachorro de jabalí, y al abandonar Buenos Aires con su madre, en 1931, se llevó un cachorro de puma que sembró de inquietud al pasaje.

Saint-Exupéry llegó a volar más allá del Estrecho de Magallanes, sobre la Tierra del Fuego. Más lejos de las multitudes urbanas, más se ablanda su mirada: «Aquí el sol se acuesta a las diez de la noche. Todo es verde. Aldeas sobre el césped. Y gente que, de tanto apiñarse en torno, se vuelve tan simpática…».

Pero si en las largas travesías hacia el sur desplegó las alas de la imaginación, el reconocimiento de la ruta hasta Asunción del Paraguay, volando bajo, siguiendo las vías del ferrocarril ­—los aviones apenas contaban con brújula y altímetro­— habría de seducirlo para siempre. Su experiencia entrerriana fue perturbadora, y está narrada en el capítulo
Oasis
de su libro
Tierra de Hombres
. En un viaje de inspección para controlar algunos de los quince aeródromos diseminados en el país, vio un campo verde y liso a orillas del río Uruguay, cerca de Concordia. Pensó que podría ser una pista de aterrizaje alternativa y bajó a inspeccionar el terreno. «Había aterrizado en un campo y no sabía que iba a vivir un cuento de hadas», escribirá años después.

Una de las ruedas del avión se quebró al hundirse en una cueva de vizcacha y casi inmediatamente aparecieron en la escena dos jóvenes rubias, hermosas, casi niñas, al galope. «Al llegar hasta el avión vieron la torpeza del piloto y musitaron entre ellas una grosería, pero en francés —cuenta Elsa de Pico. Por decirlo de algún modo: ¡Qué tonto! ¡No vio la cueva!».

Las chicas eran Edda y Suzanne Fuchs, hijas de un matrimonio francés que tenía una granja en las cercanías, y que vivían en el castillo de San Carlos —hoy en ruinas— con paredes de piedra, mármoles y boisserie en las paredes. «A Saint-Exupéry se le abrió el cielo de repente cuando las escuchó hablar en francés —dice Elsa de Pico. Y al llegar a la casona, en un viejo Ford, el padre, Georges Fuchs, se disculpó por el comportamiento 'salvaje' de las hijas».

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