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Authors: Hugh Laurie

Una noche de perros (6 page)

BOOK: Una noche de perros
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Tras la llegada de la sopa, y después de que Paulie la probó y dictaminó que era pasable, moví la silla y me incliné hacia él. La verdad era que no había pensado en picotear en su cerebro, porque, para ser sincero, aún no estaba adecuadamente maduro. Pero tampoco perdería nada si lo intentaba.

—¿El apellido Woolf significa algo para ti, Paulie?

—¿Persona o compañía?

—Persona. Creo que norteamericano. Empresario.

—¿Qué ha hecho? ¿Conducir borracho? Ya no me ocupo de esas cosas, y si lo hago, es por un saco de dinero.

—Hasta donde sé, no ha hecho nada. Sólo me preguntaba si habías oído hablar de él. La compañía es Gaine Parker.

Paulie se encogió de hombros y partió a trozos un panecillo.

—Podría averiguarlo. ¿Por qué te interesa?

—Es por un trabajo. Lo rechacé, pero me pica la curiosidad.

Asintió y engulló un trozo de pan.

—Di tu nombre para un trabajo hará cosa de un par de meses.

Detuve la cuchara a medio camino entre el plato y mi boca. No era propio de Paulie meter baza en mi vida, y mucho menos intentar ayudarme.

—¿Qué clase de trabajo?

—Un tipo canadiense. Buscaba a alguien para un trabajo muscular. Guardaespaldas, o algo por el estilo.

—¿Cómo se llamaba?

—No lo recuerdo. Creo que empezaba por J.

—¿McCluskey?

—McCluskey no empieza con J, ¿no? No, era Joseph, Jacob, algo así. —Desistió rápidamente del intento de recordar—. ¿Te llamó?

—NO.

—Vaya. Creí que lo había convencido.

—¿Le diste mi nombre?

—No, le di el número que calzas. Claro que le di tu nombre. Bueno, no enseguida... Le recomendé a unos detectives privados que solemos contratar. Tienen a unos cuantos gigantones para trabajos de guardaespaldas, pero no los quiso. Quería a alguien particular. Un ex militar, dijo. Tú fuiste la única persona que se me ocurrió. Aparte de Andy Hicks, pero él está ganando doscientas mil al año en un banco mercantil.

—Estoy conmovido, Paulie.

—No tienes por qué.

—¿Cómo lo conociste?

—Había venido a ver a Toffee, y me liaron.

—¿Toffee es una persona?

—Spencer, el socio principal. Se apoda a sí mismo Toffee. No sé por qué. Algo que ver con los caramelos.

Me sumí en la más profunda reflexión.

—¿No sabes por qué había ido a ver a Spencer?

—¿Quién dice que no lo sé?

—¿Lo sabes?

—No.

Paulie había fijado la vista en algún lugar detrás de mi cabeza y me volví para ver qué miraba. Los dos hombres junto a la puerta se habían levantado. El mayor le dijo algo al jefe de comedor, que envió a un camarero hacia nuestra mesa. Algunos de los demás comensales observaron la escena.

—¿El señor Lang?

—Yo soy Lang.

—Tiene una llamada, señor.

Me encogí de hombros en dirección a Paulie, que se lamía el dedo para utilizarlo en la recogida de las migas del mantel.

Para cuando llegué a la puerta, el más joven de los dos sabuesos había desaparecido. Intenté captar la mirada del más viejo, pero observaba con gran detenimiento una litografía en la pared. Cogí el teléfono.

—Amo —dijo Solomon—, algo va mal en Dinamarca.

—Vaya, qué pena. Con lo bien que iban las cosas antes.

Solomon comenzó a responder, pero se oyó un chasquido y un golpe, y la voz chillona de O'Neal sonó en mi oído.

—¿Lang, es usted?

—El mismo que viste y calza.

—La chica, Lang. Debería decir la joven. ¿Tiene alguna idea de dónde podría estar en este momento?

Me eché a reír.

—¿Me pregunta a mí dónde está?

—Así es. Tenemos problemas para localizarla.

Miré al perseguidor, que seguía contemplando la litografía.

—Lamentablemente, señor O'Neal, no puedo ayudarlo. Verá, no dispongo de nueve mil empleados y un presupuesto de veinte millones de libras para dedicarlos a encontrar a la gente y seguir su rastro. De todas formas, le recomiendo que pruebe con el personal de seguridad del Ministerio de Defensa. Se supone que son expertos en este tipo de cosas.

Pero él había colgado cuando yo iba por la mitad de la palabra «defensa».

Dejé que Paulie pagara la cuenta y tomé el autobús a Holland Park. Quería ver el estropicio que la panda de O'Neal había hecho en mi apartamento, y también ver si había algún nuevo intento de contacto de traficantes de armas canadienses con nombres sacados del Antiguo Testamento.

Los sabuesos de Solomon subieron al autobús conmigo, y se dedicaron a mirar a través de las ventanillas como si fuese su primera visita a Londres.

Cuando llegamos a Notting Hill, me acerqué a ellos.

—Podemos bajar juntos —dije—. Os evitaréis tener que regresar a la carrera desde la siguiente parada.

El mayor no me hizo caso, pero el joven sonrió. Al final, bajamos juntos, y ellos se quedaron al otro lado de la calle mientras yo entraba en casa.

Habría sabido que habían entrado en mi casa sin que me lo dijesen. No esperaba que hubiesen cambiado las sábanas y pasado la aspiradora, pero podrían haber hecho un trabajo menos chapuza. Ni uno solo de los muebles estaba en el lugar correcto, las pocas pinturas que poseo se encontraban torcidas, y los libros de las estanterías estaban en otro orden. Incluso habían puesto otro CD en el reproductor, o quizá consideraron que el profesor Longhair era la música más adecuada para una búsqueda.

No me molesté en devolver las cosas a su lugar original. Entré en la cocina, encendí la tetera eléctrica y pregunté en voz alta:

—¿Té o café?

Se oyó un suave frufrú en el dormitorio.

—¿O quizá prefiere una Coca-Cola?

Permanecí de espaldas a la puerta mientras la tetera jadeaba en su camino al hervor, pero aún así la oí cuando apareció en el umbral. Eché una cucharadita de café soluble en una taza y me volví.

Esta vez, Sarah Woolf no vestía una bata de seda, sino que llevaba un tejano desteñido y un polo de algodón gris oscuro. Llevaba el cabello recogido, sujeto de esa manera que algunas mujeres tardan cinco segundos en sujetar, y otras, cinco días. Como complemento de color, llevaba una automática Walther TPH calibre 22 mm en la mano derecha.

La TPH es bonita. No tiene casi retroceso, carga seis balas, y tiene un cañón de seis centímetros. También es absolutamente inútil como arma de fuego, porque a menos que puedas garantizar que con el primer disparo harás diana en el corazón o el cerebro, lo único que conseguirás es cabrear muchísimo al tipo al que le disparas. Para la mayoría, una merluza fresca es el arma más adecuada.

—Bien, señor Fincham —dijo ella—, ¿cómo ha sabido que estaba aquí?

Su voz era tan bella como su aspecto.

—Fleur de Fleurs. La Navidad pasada le regalé un frasco a mi asistenta, pero sé que no lo usa. Tenía que ser usted.

Echó una ojeada con un escepticismo casi ofensivo.

—¿Tiene una asistenta?

—Sí, lo sé. Dios la bendiga a la pobre. Ya no es lo que era. La artritis. No limpia nada por debajo de las rodillas o por encima del hombro. Procuro ensuciar sólo a la altura de la cintura, pero algunas veces... —Sonreí. Ella no—. Ya que ha sacado el tema, ¿cómo entró?

—No estaba cerrado.

Sacudí la cabeza, profundamente disgustado.

—Eso sí que es una chapuza. Tendré que escribirle a mi diputado.

—¿Qué?

—Este lugar fue registrado esta mañana por miembros de los servicios de seguridad británicos. Profesionales, entrenados con el dinero de los contribuyentes, y ni siquiera son capaces de cerrar la puerta cuando acaban. ¿Qué clase de servicio es ése? Sólo tengo Coca-Cola
light.
¿Le apetece?

El arma continuaba apuntando más o menos en mi dirección, pero no me siguió hasta la nevera.

—¿Qué buscaban? —Ahora miraba a través de la ventana. La verdad es que parecía que había tenido una mañana de perros.

—No me importa. Tengo una camisa de estopilla en el fondo de mi armario. Quizá ahora sea una ofensa contra la realeza.

—¿Encontraron un arma? —Seguía sin mirarme. La tetera se desconectó y eché un poco de agua caliente en la taza.

—Sí.

—El arma que iba a utilizar para matar a mi padre.

No me volví. Continué preparándome el café.

—No existe tal arma. El arma que encontraron fue puesta aquí por alguien que quería que pareciese que iba a utilizarla para matar a su padre. Funcionó.

Ahora me miraba directamente, y también miraba la pistola. Pero siempre me he enorgullecido de la frialdad de mi sangre, así que eché una nube de leche en el café y encendí un cigarrillo. Eso la enfureció.

—Un hijo de puta más chulo que un ocho, ¿no?

—No soy yo quien debe decirlo. Mi madre me quiere.

—¿Sí? ¿Esa es una razón para que no le dispare?

Yo esperaba que no hablara de armas, o de disparar, porque incluso el Ministerio de Defensa británico puede permitirse colocar micros correctamente, pero dado que ella había sacado el tema, no podía hacer caso omiso.

—¿Puedo decir algo antes de que dispare esa cosa?

—Diga.

—Si quería utilizar el arma para matar a su padre, ¿por qué no la llevaba anoche conmigo, cuando fui a su casa?

—Quizá sí la llevaba.

Hice una pausa para beber un sorbo de café.

—Buena respuesta. De acuerdo, y si anoche la llevaba, ¿por qué no la utilicé contra Rayner cuando me estaba rompiendo el brazo?

—Quizá lo intentó. Quizá por eso le rompía el brazo.

Santo cielo, esa mujer me estaba tocando las narices.

—Otra buena respuesta. De acuerdo, respóndame a esto. ¿Quién le dijo que habían encontrado una arma?

—La policía.

—Nada de eso... Puede que dijeran ser de la policía, pero no lo eran.

Había pensado en saltar sobre ella, quizá arrojarle el café primero, pero ahora no tenía mucho sentido. Por encima de su hombro, veía a los muchachos de Solomon que cruzaban lentamente la sala, el mayor con un revólver sujeto con las dos manos, y el más joven sólo sonriendo. Decidí dejar que las ruedas de la justicia girasen un poco.

—No importa quién me lo dijo —replicó Sarah.

—Al contrario. Creo que importa y mucho. Si el vendedor de la tienda de electrodomésticos dice que la lavadora es estupenda, es una cosa. Pero si el papa de Roma dice que es soberbia, y que elimina la suciedad incluso con agua fría, es otra muy distinta.

—¿Qué demonios...?

Los oyó cuando los tenía a medio metro, y cuando se volvió, el joven le sujetó la muñeca y se la torció hacia abajo y hacia afuera de una manera harto competente. Ella soltó un gritito, y el arma se deslizó de su mano.

La recogí y se la entregué, la culata por delante, al perseguidor mayor. Dispuesto a demostrar lo buen chico que era, aunque el mundo no me hiciese caso.

Sarah y yo estábamos cómodamente embutidos en el sofá sin decir gran cosa, y los dos sabuesos, acomodados junto a la puerta cuando O'Neal y Solomon hicieron acto de presencia. Con O'Neal, que no dejaba de moverse, de pronto pareció como si el apartamento estuviese abarrotado. Me ofrecí a salir para ir a comprar unos pasteles, pero O'Neal me dedicó su más feroz expresión de «la responsabilidad de la defensa del mundo occidental descansa sobre mis hombros», así que todos guardamos silencio y nos miramos las manos.

Después de cuchichear con los perseguidores, que se marcharon discretamente, O'Neal caminó primero para aquí, después para allá, recogió cosas y les enseñó los dientes. Era obvio que esperaba algo y no estaba en la habitación ni tampoco entraría por la puerta, así que me levanté y me acerqué al teléfono. Sonó cuando llegué a su lado. En contadas ocasiones, la vida es así.

Respondí.

—Estudios Superiores —dijo una ruda voz norteamericana.

—¿Quién es?

—¿Es usted, O'Neal? —Había una nota colérica en la voz. No era la clase de tipo al que puedes pedirle una taza de azúcar.

—No, pero el señor O'Neal está aquí. ¿Quién pregunta por él?

—Que se ponga O'Neal al teléfono de una maldita vez —gritó la voz. Me volví. O'Neal venía hacia mí, con la mano preparada.

—Vaya a que le enseñen un poco de educación —dije, y colgué.

A esto siguió un breve silencio, y después fue como si montones de cosas hubiesen comenzado a pasar al mismo tiempo. Solomon me llevó de nuevo al sofá, no con demasiadas asperezas, pero tampoco con excesivas amabilidades. O'Neal les gritaba a los perseguidores, los perseguidores se gritaban el uno al otro, y el teléfono sonaba de nuevo.

O'Neal lo cogió y de inmediato comenzó a lidiar con el cordón enrollado, que no encajaba nada bien con sus anteriores intentos de mostrar una compostura suprema. Era obvio que, en el mundo de O'Neal, había muchos tipos menos importantes que el rudo norteamericano al otro extremo de la línea.

Solomon me sentó de un empellón junto a Sarah, que se apartó con una mueca de repugnancia. La verdad es que tiene mérito ser detestado por tanta gente en tu propia casa.

O'Neal asintió con la cabeza y dijo que sí varias veces, y después colgó con delicadeza. Miró a Sarah.

—Señorita Woolf —dijo con toda la cortesía de que fue capaz—, debe usted presentarse al señor Russell Barnes en la embajada norteamericana tan pronto como le sea posible. Uno de estos caballeros la llevará.

O'Neal desvió la mirada, como si esperase que ella se levantara en el acto y saliera corriendo. Sarah se quedó donde estaba.

—Que le metan un flexo por el culo.

Me reí.

Resultó que fui el único, y O'Neal me dirigió otra de sus cada vez más famosas miradas. Sarah, por su parte, seguía mirándome, furiosa.

—Quiero saber qué pasa con este tipo —añadió, señalándome con un movimiento de la cabeza, y me pareció prudente interrumpir la risa.

—El señor Lang es cosa nuestra, señorita Woolf —respondió O'Neal—. Usted tiene una responsabilidad con su Departamento de Estado, por...

—Ustedes no son policías, ¿verdad?

O'Neal pareció inquietarse.

—No, no somos policías —contestó con recelo.

—Pues yo quiero que venga la policía, y quiero que detengan a este tipo por intento de homicidio. Intentó matar a mi padre, y, hasta donde creo saber, volverá a intentarlo.

—Señorita Woolf, estoy autorizado para informarle...

Se interrumpió, como si fuese incapaz de recordar si realmente lo habían autorizado, y si era así, si el autor iba en serio. Arrugó la nariz y decidió seguir adelante:

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