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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Un árbol crece en Brooklyn (5 page)

BOOK: Un árbol crece en Brooklyn
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—Sí, papá —dijo Francie, planchando ya.

Le gustaba oírle hablar.

Francie pensó en la oficina del sindicato. Una vez que su padre había conseguido trabajo, ella había ido a llevarle el delantal y monedas para el viaje. Le encontró sentado con otros hombres. Como no tenía otro traje, usaba su esmoquin todo el día; llevaba el chambergo negro con el ala ligeramente levantada. Estaba fumando. Cuando la vio llegar se quitó el sombrero y tiró el cigarro.

—Mi hija —presentó con orgullo.

Los camareros vieron una niña delgada con el vestido roto; se lanzaron miradas elocuentes. Eran diferentes a Johnny Nolan. Trabajaban toda la semana y los sábados iban a buscar algún turno extra. Johnny, en cambio, no trabajaba con regularidad: tenía aquí o allí alguna que otra ocupación.

—Sepan, camaradas, que en casa tengo dos hermosos hijos y una linda mujer; y sepan también que no me los merezco.

—No te aflijas —le contestó un amigo dándole palmadas en el hombro.

Francie oyó la conversación de dos hombres que estaban a poca distancia y que hablaban de su padre:

—Oigan a ese hombre hablar de su mujer y de sus hijos. Tiene gracia. ¡Qué tipo! Entrega el sueldo a su esposa, pero se queda con las propinas para emborracharse. Ha hecho un pacto con McGarrity. Él le da todas las propinas que recibe y el otro le surte de bebida. No se sabe quién debe dinero a quién. A pesar de todo, tiene que resultarle el sistema, porque siempre anda medio borracho.

Los hombres se alejaron.

Francie sintió como si le estrujaran el corazón. Luego vio que los que rodeaban a Johnny le sonreían y parecían simpatizar con él y que cuando él hablaba ellos reían; que le escuchaban con atención. Su dolor se hizo más leve, aquellos dos hombres tenían que ser una excepción, ella sabía que su padre era apreciado.

En verdad todos apreciaban a Johnny Nolan. Era un dulce cantante de bonitas canciones. Desde tiempos inmemoriales, todos, especialmente los irlandeses, querían y respetaban al cantor del barrio. Sus colegas y los hombres para quienes trabajaba le querían de verdad. Le querían su esposa y sus hijos. Todavía era joven, alegre y guapo. Su mujer no le reñía y sus hijos no veían que tuvieran motivos para avergonzarse de su conducta.

Francie ahuyentó los recuerdos de aquel día en la oficina del sindicato. Siguió escuchando a su padre, que continuaba evocando tiempos pasados.

—Mírame: no soy nadie —dijo encendiendo tranquilamente su cigarro de un níquel—. Mis padres llegaron de Irlanda el año en que las patatas escasearon. Un tipo que tenía una compañía de vapores le propuso a mi padre llevarle a América, le dijo que aquí le esperaba un empleo, que el precio del pasaje se lo descontaría del sueldo. Así emprendieron el viaje. Mi padre era como yo, nunca duraba mucho tiempo en el mismo trabajo.

Siguió fumando en silencio.

Francie planchaba y callaba. Comprendía que él estaba pensando en voz alta y que no esperaba que su hija le entendiera, solamente necesitaba alguien que le escuchase. Todos los sábados repetía las mismas cosas. Durante la semana, cuando bebía, entraba y salía, hablaba poco. Pero ese día era sábado, su día de charla.

—Mis padres nunca supieron leer ni escribir. Apenas llegué al sexto grado; cuando murió mi padre y tuve que dejar la escuela. Vosotros tenéis suerte. Yo me encargaré de que terminéis los estudios. —Sí, papá.

—Entonces yo tenía doce años. Cantaba en los cafés para los borrachines, que me arrojaban monedas; después empecé a trabajar en los cafés y en los restaurantes… de camarero… —Guardó silencio un rato tratando de retomar el hilo de sus pensamientos—. Siempre soñé con ser un buen cantante, de esos que salen al escenario vestidos de frac. Pero carecía de instrucción. Tampoco supe cómo iniciarme. «Ocúpate de tu empleo», solía decirme mi madre, «no sabes la suerte que es tener empleo…», y así me convertí en cantante y camarero de café. Eso no era un trabajo fijo. Mejor sería que me hubiera dedicado simplemente al oficio de camarero. Por eso me emborracho —dijo con absoluta falta de lógica.

Su hija le miró como queriendo hacerle una pregunta, pero se abstuvo.

—Bebo porque soy un derrotado y porque tengo conciencia de ello. No podría conducir un camión como tantos otros; con mi físico, no pude entrar en la policía. Tengo que servir cerveza y cantar cuando me viene en gana. Bebo porque sé que no soy capaz de sobrellevar mis responsabilidades.

Siguió una larga pausa y luego murmuró:

—No soy un hombre feliz. Tengo mujer e hijos y no soy un buen trabajador. Nunca quise tener familia.

Otra vez sintió Francie ese apretujamiento del corazón. ¿No los quería a ella y a Neeley?

—¿De qué le sirve a un hombre como yo tener familia? Pero me enamoré de Katie Rommely. ¡Ah! No culpo a tu madre —se apresuró a agregar—. De no ser ella hubiera sido Hildy O'Dair. ¿Sabes? Creo que tu madre todavía le tiene celos. Cuando conocí a Katie, le dije a Hildy: «Tú sigue tu camino que yo seguiré el mío». Así que me casé con tu madre. Tuvimos hijos. Tu madre es una buena mujer, Francie, no lo olvides jamás.

Francie sabía que su madre era una mujer buena. Estaba segura de ello y su padre lo decía también. Entonces, ¿por qué quería más a su padre? ¿Por qué? Su padre no servía para nada. Hasta él mismo lo confesaba. No obstante, ella prefería a su padre.

—Sí, tu madre trabaja sin descanso; yo la amo y quiero a mis hijos.

Esta última frase hizo feliz a Francie.

—Pero ¿no debería yo llevar una vida mejor? Tal vez algún día el sindicato arregle la situación para que tengamos horas libres después del trabajo y poderlas dedicar a lo que nos guste; pero eso no llegaré a verlo. Ahora hay que trabajar sin parar o ser un vago… no hay término medio. Cuando muera nadie se acordará de mí, nadie dirá: «Fue un hombre que amaba a su familia y tenía fe en el sindicato». Lo que dirán será: «¡Qué pena! Pero, lo mires por donde lo mires, no era más que un borracho». Sí, eso es lo que dirán.

En el cuarto reinaba el silencio. Con gesto amargo, Johnny Nolan tiró por la ventana su cigarro a medio fumar. Tenía el presentimiento de que estaba derrochando la vida con demasiada rapidez. Contempló a su hijita, que planchaba con premura, la cabeza inclinada sobre la tabla, y le conmovió la carita triste de la criatura.

—Oye. —Se le acercó y la rodeó con un brazo—. Si esta noche saco mucha propina, lo jugaré todo a una fija que tengo para el lunes, apostaré un par de dólares y ganaré diez, después jugaré diez a otro caballo y ganaré cien. Jugando con tino y contando con un poco de suerte, llegaré hasta los quinientos…

«¡Sueños! —pensaba para sí mientras hablaba de sus ganancias—. ¡Qué maravilloso sería si se realizase todo lo que se desea!».

—Y luego, ¿sabes, Prima Donna, lo que haré?

Francie sonrió contenta de oírse llamar por el apodo que le había dado cuando era pequeña, por llorar, aseguraba, con tantos tonos como una cantante de ópera.

—No. ¿Qué harás entonces?

—Te llevaré de viaje. Tú y yo solitos, Prima Donna. Iremos al Sur, donde florecen los copos de algodón. —Le encantó la frase y repitió—: Donde florecen los copos de algodón.

Era una canción que él conocía. Con las manos en los bolsillos silbó y ejecutó un paso de vals imitando a Pat Rooney:

Un campo blanco como la nieve,

escucha el suave canto de los negros.

Ansío estar allí,

porque alguien me espera,

donde florecen los copos de algodón.

Francie le besó con ternura en la mejilla y murmuró: —Oh, papá. Te quiero tanto. Él la estrechó contra su pecho. Sentía remordimiento. «¡Oh, Dios mío! —se repetía con una angustia casi intolerable—. ¡Menudo padre soy!». Se recobró, y cuando volvió a dirigirse a su hija habló con bastante calma:

—Con tanta charla no vas a terminar de planchar el delantal.

—Ya está, papá —dijo Francie doblando la prenda cuidadosamente.

—¿Hay dinero en casa, cariño?

Francie buscó dentro del jarrón rajado y sacó un níquel y algunos centavos.

—¿Quieres coger siete centavos e ir a por una pechera y un cuello de papel?

Francie fue a la tienda a comprar las prendas que su padre tenía que usar el sábado por la noche. La pechera era un delantero de camisa hecho de muselina almidonada, sujeto alrededor del cuello con un botón y sostenido por la camiseta. Reemplazaba a la camisa. Sólo se usaba una vez, luego había que tirarla. El cuello de papel no era exactamente de papel; se llamaba así para diferenciarlo del cuello de celuloide que llevaba la gente pobre y que tenía la ventaja de que se podía limpiar con un trapo húmedo. El cuello de papel era de un delgado cambray almidonado, y tampoco podía usarse más de una vez.

Cuando Francie regresó, su papá ya se había afeitado, se había mojado la cabeza para alisarse el cabello, se había lustrado los zapatos y se había cambiado la camiseta por otra sin planchar, con un tremendo agujero en la espalda, pero que olía a limpio. Johnny trepó a una silla para sacar del estante más alto de la alacena una cajita que contenía los botones de perla que Katie le había regalado el día dé su boda y que le costaron el sueldo de todo un mes. Johnny estaba orgulloso de ellos. Por más aprietos que pasaron, los Nolan nunca los habían empeñado.

Francie le ayudó a colocar los botones en la pechera, él se abrochó el cuello palomita con un botón de oro, regalo de Hildy O'Dair antes de su compromiso con Katie. Tampoco consentía en desprenderse de él. La corbata era una gruesa cinta de seda negra, con la que sabía hacerse un lazo magistral. Algunos camareros usaban lazos ya hechos, sostenidos con un elástico; otros vestían camisas sucias o ajadas y cuellos de celuloide; pero Johnny Nolan no. Él llevaba el traje, aunque precario, siempre inmaculado.

Por fin estaba listo, su cabello brillaba, olía a limpio, recién lavado y afeitado. Se puso la chaqueta y se la abrochó con elegancia. Las solapas de raso estaban raídas, pero ¿quién repararía en eso si todo le quedaba tan bien y la raya del pantalón era impecable? Francie miró sus zapatos lustrados y se fijó en lo bien que caía el pantalón sin vueltas sobre ellos. Ningún otro padre llevaba un pantalón con ese corte. Francie estaba orgullosa de su padre. Envolvió el delantal en un papel limpio reservado para estas ocasiones y le acompañó hasta el tranvía. Las mujeres le sonreían hasta que descubrían que caminaba de la mano de su hija. Johnny parecía un hermoso donjuán irlandés, y no el marido de una fregona y padre de dos niños hambrientos.

Pasaron ante la ferretería de Gabriel y se detuvieron para mirar los patines en el escaparate. Katie nunca tenía tiempo para pararse. Johnny le hablaba de los patines como insinuando que algún día le compraría un par. Llegaron a la esquina, cuando se acercaba el tranvía que le llevaría a Graham Avenue, él se encaramó acompasando sus movimientos a los del vehículo, que iba disminuyendo la velocidad. Se quedó en la plataforma, y cuando el tranvía continuó su marcha se asomó para saludar a Francie.

«No existe un hombre más elegante que papá», pensó la chiquilla.

IV

Cuando su padre se hubo alejado, Francie se dirigió a casa de Flossie Gaddis para ver el vestido que se pondría aquella noche para ir al baile.

Flossie mantenía a su madre y a su hermano trabajando en una fábrica de guantes. Los guantes se cosían del revés y su tarea consistía en darles la vuelta. A menudo llevaba trabajo para terminarlo en casa. Necesitaban hasta el último centavo que ganaba porque su hermano no estaba en condiciones de trabajar: era tuberculoso.

A Francie le habían asegurado que Henny estaba moribundo, pero ella no lo creía porque no tenía mal aspecto. Parecía estar perfectamente bien. Tenía el cutis claro y las mejillas rosadas, y sus ojos grandes y oscuros ardían como la luz de una lámpara al amparo del viento. Pero él sabía que se moría. Tenía diecinueve años, ansiaba vivir y se resistía a aceptar su condena. La señora Gaddis se alegró al ver a Francie; Henny se distraía cuando alguien le hacía compañía.

—Henny, aquí está Francie —dijo alegremente.

—Hola, Francie.

—Hola, Henny.

—¿No te parece que Henny tiene buen aspecto? Díselo, Francie.

—Estás muy bien, Henny.

Como si hablase a un compañero invisible, Henny contestó:

—Le está diciendo a un moribundo que tiene buen aspecto.

—Pero yo lo digo de verdad.

—No, lo dices por decir.

—¿Por qué hablas así, Henny? Mira lo flaca que soy y nunca pienso en la muerte.

—Tú no morirás, Francie, has nacido para vencer en esta vida de perros.

—De cualquier manera, ya quisiera tener yo el color de tus mejillas.

—No, no. Y menos si supieras a qué se debe.

—Henny, deberías subir más a la azotea —dijo su madre.

—Le está diciendo a un moribundo que se siente en la azotea.

—Lo que necesitas es aire puro y sol.

—Déjame en paz, mamá.

—Es por tu bien…

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Déjame en paz!

De pronto dejó caer la cabeza pesadamente entre sus brazos; un terrible acceso de tos y llanto atormentaba todo su cuerpo. Flossie y su madre se miraron en silencio y le dejaron solo. Él se quedó sollozando y tosiendo en la cocina, ellas se fueron al salón para mostrar los trajes a Francie.

Flossie tenía tres ocupaciones semanales: se dedicaba a los guantes, a los trajes y a Frank. Todos los sábados asistía a un baile de disfraces y cada vez lucía un vestido distinto. Los trajes estaban especialmente diseñados para ocultar las quemaduras de su brazo derecho. De pequeña se había caído en un barreño de lavar ropa lleno de agua hirviendo que habían dejado en la cocina. Se hizo unas quemaduras tan espantosas en el brazo que la piel le quedó morada y arrugada. Por eso siempre llevaba manga larga.

Como un traje de disfraz tenía que ser décolleté, había ideado un tipo de vestido escotado por la espalda y lo suficiente en el pecho para lucir su amplio busto, con una sola manga larga para cubrir el brazo derecho. El jurado creía que la manga flotante simbolizaba algo, e invariablemente le adjudicaba el premio.

Flossie se puso el vestido de aquella noche; podría muy bien haber sido el atuendo de una habitué de un cabaret del Klondike. Era de raso violeta, armado sobre una falda de tarlatana color cereza. En el sitio en que el pecho izquierdo dibujaba una suave punta, tenía cosida una mariposa de lentejuelas negras. La única manga era de gasa verde claro. Francie admiró el traje. La madre de Flossie abrió el ropero de par en par, y la niña pudo contemplar una enorme cantidad de trajes lustrosos y bien alineados.

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