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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Un árbol crece en Brooklyn (12 page)

BOOK: Un árbol crece en Brooklyn
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—¿Y nunca más ahorraste dinero, madre?

—Sí, empecé de nuevo. La segunda vez me resultó más difícil porque teníamos varios hijos. Lo ahorré, pero cuando nos trasladamos de casa tu padre descubrió la hucha y se apropió del dinero. No quiso comprar terreno. A él le daba por las aves; así que compró un gallo y muchas gallinas. Convirtió el fondo del patio en un gallinero.

—Creo recordar esas gallinas —dijo Katie—, hace mucho, mucho tiempo.

—Aseguró que ganaríamos mucho dinero vendiendo los huevos al vecindario. ¡Ah! ¡Qué ilusiones se hacen los hombres! La primera noche aparecieron unos veinte gatos hambrientos, que mataron y se comieron a muchas de las gallinas; la segunda noche los italianos treparon el cerco y robaron otras; el tercer día vino el vigilante a decir que la ley prohibía tener gallinas en el patio; le tuvimos que dar cinco dólares para que no se llevara a tu padre a la comisaría. Tu padre vendió las pocas aves que quedaban y compró canarios, que podía tener sin ningún temor. Así perdí mis ahorros la segunda vez. Pero ahora estoy ahorrando de nuevo… Puede que algún día…

Permaneció un rato en silencio, luego se levantó y se cubrió con su chal.

—Está oscureciendo. Tu padre está a punto de llegar del trabajo. Que la Santísima Virgen os bendiga a ti y a tu hija.

Sissy llegó directamente de la fábrica. Ni siquiera se había detenido para cepillar el polvo de goma gris que le cubría el lazo del cabello. Se acercó a la cuna y, entre gritos histéricos, declaró que era la criatura más hermosa del mundo. Johnny la observaba con cierto escepticismo. Él la veía amoratada y arrugada, como si no fuera normal.

Sissy lavó a la niña; el primer día esta operación se realizó una decena de veces. Corrió a la charcutería y pidió al dueño que le abriese un crédito hasta el sábado, que era el día de pago. Compró dos dólares de manjares: tajadas de lengua, salmón ahumado, tostadas y pescado. También compró una bolsa de carbonilla y avivó el fuego. A Katie le sirvió la cena en una bandeja. Ella comió en la cocina con Johnny. En la casa se mezclaban los olores a fuego, buena comida, polvos y el aroma dulzón que emanaba de un disco de yeso oculto en un colgante de filigrana en forma de corazón que Sissy llevaba al cuello.

Mientras fumaba su cigarro Johnny observaba a Sissy y trataba de comprender el criterio de la gente cuando calificaba de «bueno» o «malo» a sus semejantes. Por ejemplo, Sissy. Era mala; pero era buena. Mala en cuanto a los hombres, pero buena porque allí donde aparecía había vida, alegría, bondad, ternura; se saboreaba la existencia. Deseó con agrado que su hija se pareciese algo a ella.

Cuando Sissy anunció que pasaría la noche allí, Katie la miró preocupada y le dijo que sólo tenían la cama de matrimonio. La hermana declaró que le habría encantado dormir con Johnny si le aseguraba una hija hermosa como Francie. Katie frunció el entrecejo; sabía que Sissy lo decía en broma, pero con todo y eso, había algo de verdad en sus palabras. Entonces empezó a echarle un sermón. Johnny cortó el asunto anunciando que debía ir a la escuela.

Aún no se había atrevido a decir a Katie que había perdido el empleo. Fue en busca de su hermano Georgie, que aquella noche estaba trabajando. Afortunadamente necesitaban otro camarero para atender las mesas y cantar. Johnny ocupó el puesto; le prometieron otra noche de trabajo para la semana siguiente. Volvió a ser camarero y cantante de café y desde entonces nunca más trabajó en otra cosa.

Sissy se acostó con Katie y pasaron casi toda la noche hablando. Ésta le contó su preocupación por Johnny y su temor por el futuro; comentaron lo buena madre que había sido siempre Mary Rommely. Hablaron de su padre; Sissy dijo que era un viejo bribón. Katie la reprendió, le dijo que debía ser más respetuosa.

—¡Pamplinas! —contestó Sissy.

Y Katie no pudo menos que reír.

Katie se refirió a la conversación que había tenido aquella tarde con su madre. La idea de la hucha entusiasmó tanto a Sissy que, a medianoche, se levantó, vació un tarro de leche condensada e hizo una. Intentó escurrirse dentro del armario estrecho y repleto para clavarla en el suelo, pero se enredó con los pliegues del camisón. Se lo quitó y volvió a intentarlo desnuda, aunque tampoco así logró meterse dentro. Su voluminoso trasero asomaba fuera del armario, mientras ella, de rodillas, se esforzaba para clavar la hucha en el suelo. Katie tuvo tal ataque de risa que temió que le viniera una hemorragia. Aquel barullo a las tres de la mañana despertó a los vecinos. Golpearon el suelo los que vivían arriba, y el techo los de abajo. Sissy provocó a Katie otro ataque de risa cuando murmuró desde el armario:

—Qué poca vergüenza tiene esa gente, armar semejante barullo cuando hay enfermos en casa —y agregó—: ¿Cómo se va a poder dormir? —al tiempo que martilleaba enérgicamente el último clavo.

Cuando hubo colocado la hucha, se vistió e inició el ahorro con un níquel; satisfecha, pues, se acostó de nuevo. Escuchó con mucho interés la teoría de su madre sobre los dos libros y prometió a Katie llevárselos como regalo de bautismo.

Así fue como Francie pasó la primera noche en este mundo, abrigada entre su madre y su tía.

Al día siguiente, Sissy se puso en marcha para buscar los libros. Se fue a la biblioteca y le preguntó al funcionario dónde podía conseguir un ejemplar de la Biblia y uno de las obras de Shakespeare; no para pedirlos en préstamo, sino para comprarlos. El bibliotecario no supo decirle nada en cuanto a la Biblia; pero le explicó que había una copia muy gastada de las obras de Shakespeare que iban a tirar, y que si quería se la podría dejar por muy poco. Sissy la compró sin más. Era un viejo libro semidestrozado que contenía todas las obras de teatro y los sonetos. Había notas que describían con todo detalle las intenciones del dramaturgo, un retrato del autor y unos grabados que ilustraban alguna escena de cada obra. Las páginas estaban divididas en dos columnas de letras minúsculas. Le cobraron veinticinco centavos.

Encontrar la Biblia le costó más trabajo, pero aún menos dinero. De hecho le salió gratis. El frontispicio rezaba: «Gideon».

Pocos días después de haber conseguido el libro de Shakespeare, Sissy se despertó y, dándole un codazo al amante con quien había pasado la noche en una respetable pensión, preguntó:

—John… —Así le llamaba aunque su nombre fuera Charlie—. ¿Qué es ese libro que hay encima del tocador?

—Una Biblia.

—¿Una Biblia protestante?

—Sí.

—Creo que me la llevaré.

—¡Pues adelante! Por eso la dejaron ahí.

—¿De verdad?

—¡Claro que sí!

—¿Me tomas el pelo?

—La gente la coge, la lee, se arrepiente y se redime. Luego la devuelve y se compra otra, para que otros puedan leerla y redimirse. De esa forma, la editorial que publica estos libros no pierde nada.

—Bueno, ésta no se devolverá —dijo Sissy mientras la envolvía en una toalla del hotel que también quería llevarse.

—Dime… —La angustia se apoderó de su John—. No vas a leerla y a redimirte, ¿verdad? No quisiera tener que volver con mi mujer… —Se estremeció y la abrazó—. Prométeme que no te redimirás.

—Lo prometo.

—¿Y cómo puedes estar tan segura?

—Nunca le he hecho caso a nadie y, además, no sé leer. La única forma que tengo para entender si algo está bien o mal es fiarme de mis sensaciones. Si son positivas, bien; si son negativas, mal. Aquí contigo me siento bien. Tendió los brazos hacia él y le dio un beso en la oreja.

—Me encantaría poder casarme contigo, Sissy.

—A mí también, John. Sé que funcionaría, o por lo menos durante un tiempo —añadió con sinceridad.

—Pero estoy casado y la religión católica no admite el divorcio.

—De todas manera yo tampoco creo en el divorcio —dijo ella, quien tenía la costumbre de volver a casarse sin la necesidad de ningún divorcio.

—¿Sabes qué, Sissy?

—¿Sí?

—Tienes un corazón de oro.

—Déjate de bromas.

—Lo digo en serio. —La contempló mientras se acomodaba la liga de seda roja sobre la media de algodón que se acababa de calzar. De repente le rogó—: ¡Besémonos!

—¿Tenemos tiempo? —preguntó ella con actitud práctica. Pero ya estaba quitándose las medias.

Así empezó la biblioteca de Francie.

X

La pequeña Francie no era gran cosa. Era delgada, amoratada y no crecía mucho. Katie se obstinaba en amamantarla, aunque las vecinas le decían que su leche era mala para la criatura.

Pronto hubo que darle el biberón porque a Katie se le retiró la leche, cuando la chiquilla tenía sólo tres meses. La joven, preocupada, se apresuró a consultar a su madre. Mary Rommely la miró y como única respuesta dio un prolongado suspiro. Katie fue a consultar a la matrona, que le hizo una pregunta estrambótica:

—¿Dónde compra usted el pescado los viernes?

—En la tienda de Paddy. ¿Por qué?

—¿No habrá visto allí, por casualidad, a una vieja comprando una cabeza de bacalao para su gato?

—Sí. La veo todos los viernes.

—¡Fue ella! ¡Fue ella quien le sacó la leche!

—¡Oh, no!

—Le ha echado el mal de ojo.

—Pero ¿por qué?

—Por celos. Porque usted es demasiado feliz con ese hermoso irlandés que tiene por marido.

—¿Celos? ¿Una vieja como ésa?

—Es bruja: la conocí en mi país. Hicimos la travesía en el mismo vapor. De joven se enamoró de un chico del condado de Kerry, que la dejó embarazada, y cuando el anciano padre de ella fue tras él, se negó a llevarla al altar. Él se escapó una noche en un barco que zarpaba hacia América. La criatura nació muerta. Entonces ella vendió su alma al diablo y éste le dio el poder de secar la leche de las vacas, las cabras y las muchachas casadas con mozos jóvenes.

—Recuerdo que me miró de un modo extraño.

—Le estaba echando el mal de ojo.

—¿Y qué debo hacer para que vuelva a subirme la leche?

—Le voy a decir qué tiene que hacer. Espere a que haya luna llena. Haga una pequeña muñeca con una mecha de su pelo, un trocito de uña y un pedacito de trapo rociado con agua bendita. La bautiza con el nombre de la hechicera, que es Nelly Grogan, y le clava tres alfileres herrumbrados. Eso le quitará el poder que tiene sobre usted, y la leche de sus pechos correrá como el río Shannon. Son veinticinco centavos.

Katie le pagó y esperó a que hubiese luna llena. Entonces hizo la muñeca y le dio pinchazo tras pinchazo. Pero siguió sin leche. Francie iba enfermando con el biberón. Desesperada, Katie pidió a Sissy que la aconsejara. Ésta escuchó el cuento de la bruja.

—Me río de la bruja y de sus cuentos —dijo con desdén—. Quien lo hizo fue Johnny, pero no con el ojo.

Así fue como Katie supo que se había quedado embarazada otra vez. Se lo dijo a Johnny y éste empezó a preocuparse. Había sido más o menos feliz con su vuelta al trabajo de camarero y cantante; lo empleaban a menudo, se comportaba con prudencia, no bebía y llevaba a casa la mayor parte de lo que ganaba. La noticia de que pronto sería padre por segunda vez le hacía sentirse como atrapado. Él sólo tenía veinte años y Katie apenas dieciocho. Pensó que eran muy jóvenes y ya estaban derrotados. En cuanto escuchó la noticia salió para embriagarse.

Poco después, la comadrona fue a visitarlos para ver si su remedio había funcionado. Katie le dijo que había fallado, puesto que ella estaba embarazada, y que la hechicera no tenía la culpa. La vieja se arremangó la falda y extrajo de uno de sus enormes bolsillos una botella llena de un líquido marrón de aspecto amenazante.

—Tranquila, no hay de qué preocuparse —dijo—. Tómese una buena dosis por la mañana y otra por la tarde durante tres días y verá como todo se arregla.

Katie negó con la cabeza.

—¿Acaso le tiene miedo al cura?

—No, pero me siento incapaz de matar a nadie.

—Pero eso no sería matar. No lo es hasta que nota que se mueve; y usted no lo siente moverse, ¿verdad?

—No.

—¿Ve? —Dio un golpe en la mesa, triunfante—. Sólo le cobraré un centavo.

—Gracias, pero no quiero.

—No sea boba. Usted no es más que una niña y ya tiene bastantes problemas con la pequeña recién nacida. Y su marido es guapo, pero no es el más sensato de los hombres, que digamos.

—Mi marido es asunto mío, y mi niña no es ningún problema.

—Sólo estaba tratando de ayudarle.

—Pues muchas gracias, pero ¡adiós!

La comadrona se guardó la botella y mientras se levantaba, dijo:

—Cuando llegue el momento, sabe dónde vivo. —Ya en la puerta añadió su último consejo—: Si sube y baja las escaleras muchas veces, podría tener un aborto natural.

Aquel otoño, mientras duró el veranillo de San Martín, Katie a menudo iba a sentarse en el porche, con la débil criatura apoyada contra el vientre abultado por la otra criatura que pronto daría a luz. Las vecinas piadosas se detenían junto a Francie y se compadecían de la pobre niña.

—No conseguirá criarla —le dijeron a Katie—. No tiene buena pinta. Si el buen Señor se la llevara sería mejor. ¿Para qué sirve una criatura enferma en una familia pobre? Hay ya demasiados niños en el mundo y no queda lugar para los débiles.

—No diga eso —respondió Katie, estrechando a la niñita—, nunca es preferible la muerte. ¿Quién desea morir? Todo ser se esfuerza por subsistir. Miren ese árbol: crece a través de las rejas, no recibe sol y sólo tiene agua cuando llueve. Brota en tierra áspera y es fuerte porque su persistente lucha lo fortalece. Así serán mis hijos.

—Alguien debería echar abajo ese pobre árbol.

—Si sólo hubiera un árbol como éste en el mundo, usted lo consideraría hermoso —dijo Katie—. Pero como hay muchísimos otros iguales, su belleza se le escapa. Miren a esos niños —señaló una multitud de pequeños mugrientos que jugaban en la alcantarilla—: si eligieran a uno de ellos y, bien lavado y vestido, lo colocaran en una bella casa, les parecería hermoso.

—Usted tiene ideas bonitas, Katie, pero también tiene una hijita muy enferma —aseguró una.

—Esta criatura vivirá —contestó Katie—. Yo la haré vivir.

Francie vivió, y entre sofocos y lloriqueos cumplió su primer año.

El hermanito de Francie nació una semana después de su primer cumpleaños.

Esta vez Katie no estaba trabajando cuando sintió los primeros dolores. Esta vez se mordió los labios para no gritar de dolor. Sola con su pena, fue capaz de llevar a cabo su tarea con amargura y practicidad.

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