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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

Un antropólogo en Marte (8 page)

BOOK: Un antropólogo en Marte
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Durante el primer año que Greg pasó en el templo todo fue bien; era obediente, ingenuo, devoto y piadoso. Es un santo, dijo el
swami
, uno de los nuestros. A principios de 1971, ahora ya profundamente vinculado, fue enviado al templo de Nueva Orleans. Sus padres le veían esporádicamente mientras estuvo en el templo de Brooklyn, pero a partir de ese momento la comunicación prácticamente se interrumpió.

Durante el segundo año con los Krishna, Greg tuvo un problema: se quejaba de que cada día lo veía todo más borroso, pero el
swami
y los demás lo interpretaron en un sentido espiritual: era «un iluminado», le dijeron; la «luz interior» estaba creciendo dentro de él. Al principio Greg se preocupó por su vista, pero la explicación espiritual del
swami
le tranquilizó. Cada vez veía más borroso, pero dejó de quejarse. De hecho, parecía volverse más espiritual durante el día, una asombrosa y nueva serenidad se adueñaba de él. Ya no mostraba la anterior impaciencia de sus apetitos, y a veces se sumía en una especie de aturdimiento, con una extraña (alguien dijo «trascendental») sonrisa en la cara. Es la beatitud, dijo el
swami
, se está volviendo un santo. En el templo opinaron que, llegado a esa fase, había que protegerle: ya no salía ni hacía nada sin compañía, y se procuraba que cada vez tuviera menos contacto con el exterior.

Aunque Greg no se comunicaba directamente con sus padres, a veces les llegaban noticias esporádicas del templo, noticias que hablaban cada vez más de su «progreso espiritual», de su «iluminación», informaciones a la vez tan vagas y que casaban tan poco con el carácter del Greg que ellos conocían que comenzaron a sentirse cada vez más alarmados. En una ocasión escribieron directamente al
swami
y recibieron una respuesta tranquilizadora.

Pasaron tres años más hasta que los padres de Greg se decidieron a ir a verle personalmente. Por entonces su padre no gozaba de buena salud y temía que si esperaba mucho quizá nunca volviera a ver a su hijo «perdido». Al enterarse de ello, el templo por fin permitió la visita de los padres de Greg. En 1975, por tanto, después de cuatro años sin verle, visitaron a su hijo en el templo de los Hare Krishna de Nueva Orleans.

Cuando lo vieron, se quedaron horrorizados: su hijo delgado y melenudo se había convertido en gordo y calvo; exhibía una permanente y «estúpida» sonrisa en la cara (así al menos fue como la describió su padre); de vez en cuando prorrumpía en canciones y estrofas y hacía comentarios «idiotas», al tiempo que mostraba pocas emociones profundas de ningún tipo («como si le hubieran vaciado, como si se lo hubieran sacado todo», dijo su padre); había perdido todo interés por cuanto ocurría a su alrededor; estaba desorientado… y totalmente ciego. El templo, sorprendentemente, accedió a que se marchara, quizá porque ahora les parecía que su ascensión había llegado demasiado alto y habían comenzado a inquietarse por su estado.

Greg fue ingresado en el hospital, examinado y trasladado a neurocirugía. Las exploraciones cerebrales revelaron un enorme tumor en la línea media que destruía la glándula pituitaria y el quiasma óptico y zonas adyacentes y se extendía a ambos lados hacia los lóbulos frontales. Hacia atrás alcanzaba los lóbulos temporales, y hacia abajo el diencéfalo o cerebro anterior. En cirugía encontraron el tumor benigno, un meningioma, pero se había hinchado hasta el tamaño de un pomelo o una naranja pequeños, y aunque los cirujanos pudieron extirparlo casi completamente, no pudieron reparar el daño que ya había hecho.

Ahora Greg no sólo estaba ciego, sino gravemente incapacitado neurológica y mentalmente, un desastre que podía haberse evitado completamente de haberse atendido sus primeras quejas, cuando afirmaba que veía borroso, y haber permitido que un médico, incluso el simple sentido común, juzgara su estado. Puesto que, trágicamente, no se podía esperar recuperación alguna, Greg fue ingresado en Williamsbridge, un hospital para enfermos crónicos: un muchacho de veinticinco años para quien la vida activa había llegado al final, y para quien no habla esperanza de curación.

Conocí a Greg en abril de 1977, cuando llegó al Hospital de Williamsbridge. Aparentaba menos de los veinticinco años que tenía, pues era imberbe e infantil en sus gestos. Estaba gordo, como un Buda, y exhibía una expresión alelada e indiferente, los ojos ciegos vagando al azar en sus órbitas, mientras permanecía sentado e inmóvil en su silla de ruedas. Aunque carecía de espontaneidad y no iniciaba ningún diálogo, respondía con prontitud y atinadamente cuando yo le hablaba, aunque en su imaginación aparecían a veces extrañas palabras que daban lugar a asociaciones tangenciales o a fragmentos de canciones y rimas. Si entre pregunta y pregunta nada rompía el silencio, éste tendía a hacerse cada vez más profundo; aunque si duraba más de un minuto Greg podía comenzar con sus cánticos de Hare Krishna o a murmurar mantras en voz baja. Todavía era, en sus propias palabras, «un profundo creyente», entregado a las doctrinas y objetivos del grupo.

No pude obtener de él ninguna historia coherente: para empezar, no estaba seguro de por qué estaba en el hospital, y dio distintas razones cuando le pregunté; primero dijo: «Porque no soy inteligente», y luego: «Porque en una época tomé drogas.» Sabía que había estado en el templo principal de Hare Krishna («una gran casa roja, en el 439 de Henry Street, en Brooklyn»), pero no que posteriormente había estado en el templo de Nueva Orleans. Tampoco recordaba haber comenzado a mostrar allí ningún síntoma: el primero de todos, una progresiva pérdida de visión. De hecho, no parecía consciente de tener ningún problema: ni de estar ciego, ni de ser incapaz de andar normalmente, ni de padecer ninguna enfermedad.

No era consciente, pero sí indiferente. Parecía afable, plácido, vacío de todo sentimiento: era esa serenidad antinatural lo que sus hermanos de Krishna habían percibido, aparentemente, como «beatitud», y de hecho, en cierto momento, el propio Greg utilizó la palabra. «¿Cómo se siente?», insistía yo una y otra vez. «En un estado de beatitud», replicó en cierto momento, «y me temo que estoy cayendo de nuevo en el mundo material.» En aquella época, cuando ingresó en el hospital, muchos de sus amigos de Hare Krishna acudían a visitarle; yo veía a menudo sus túnicas azafrán en los pasillos. Iban a visitar al pobre, ciego e inexpresivo Greg y le rodeaban; le veían como a alguien que había alcanzado el «desapego», como un Iluminado.

Al interrogarle sobre hechos y personas de la actualidad, pude comprobar el grado extremo de desorientación y confusión que había alcanzado. Cuando le pregunté quién era el presidente, dijo «Lyndon»; a continuación: «Aquel que mataron.» Yo le apunté: «Jímmy…», y él dijo: «Jimi Hendrix», y cuando solté una carcajada, dijo que quizá una Casa Blanca más musical fuera una buena idea. Unas pocas preguntas más me convencieron de que quizá Greg prácticamente no tenia recuerdos de sucesos posteriores a 1970, ciertamente ningún recuerdo coherente ni cronológico. Parecía haber quedado abandonado, amarrado a los sesenta: a partir de ese momento su recuerdo, su desarrollo, su vida interior habían quedado detenidos.

El tumor, que había crecido lentamente, era enorme cuando finalmente se lo extirparon en 1976, pero sólo en las últimas fases de su desarrollo, al destruir sistemas de memoria en el lóbulo temporal, había evitado que el cerebro registrara nuevos acontecimientos. Sin embargo Greg tenía dificultad —no absoluta, pero sí parcial— para recordar incluso acontecimientos de finales de los sesenta, acontecimientos que debía de haber registrado perfectamente en su momento. De modo que además de su incapacidad para registrar nuevas experiencias había una erosión de los recuerdos existentes (una amnesia retrógrada) que se remontaba a varios años antes del desarrollo de su tumor. No había una ruptura brusca, sino un gradiente temporal, de modo que las cifras y sucesos desde 1966 y 1967 eran recordados perfectamente, los de 1968 y 1969 en parte o sólo ocasionalmente, y los posteriores a 1970 casi olvidados del todo.

Era fácil demostrar la gravedad de su amnesia inmediata. Si le daba una lista de palabras, era incapaz de recordarlas un minuto después. Cuando le contaba una historia y le pedía que me la repitiera, lo hacía de una manera cada vez más confusa, con más y más «contaminaciones» y asociaciones equivocadas —algunas divertidas, otras extremadamente extravagantes—, hasta que cinco minutos después su historia no guardaba ningún parecido con la que le había contado. Así, cuando le narré un cuento sobre un león y un ratón, pronto se separó del original y el ratón amenazó con comerse al león: el ratón se había convertido en gigante y el ratón en enano. Ambos eran mutantes, explicó Greg cuando le pregunté por qué se desviaba del original. O posiblemente, dijo, eran criaturas de un sueño, o «una historia alternativa» en la que los ratones eran de hecho los señores de la selva. Cinco minutos después ya no recordaba nada de la historia.

Yo había oído contar a uno de los asistentes sociales del hospital que Greg sentía pasión por la música, en especial por las bandas de rock-and-roll de los sesenta; vi pilas de discos tan pronto como entré en su habitación, y una guitarra apoyada junto a su cama. De modo que le pregunté sobre ese tema, y entonces sufrió una completa transformación: perdió su incoherencia, su indiferencia, y habló con gran animación de sus grupos de rock y canciones favoritos, sobre todo de Grateful Dead. «Fui a verlos al Fillmore East, y a Central Park», dijo. Recordaba con detalle todo el programa, pero «mi favorita», añadió, «es “Tobbaco Road”». El título le evocó la melodía, y Greg cantó toda la canción con gran sentimiento y convicción: con una profundidad de sentimiento de la que, hasta entonces, no había mostrado el menor signo. Mientras cantaba, parecía transformado, una persona distinta, una persona completa.

—¿Cuándo les oíste en Central Park? —le pregunté.

—Ya ha pasado un tiempo, quizá un año —respondió, aunque de hecho habían tocado allí por última vez mucho antes, en 1969. Y el Fillmore East, la famosa sala de rock-and-roll donde Greg había visto al grupo, no sobrevivió al inicio de los setenta. Greg siguió contándome que había visto a Jimi Hendrix en el Hunter College, y a los Cream, con Jack Bruce tocando el bajo, Eric Clapton en la guitarra solista, y con George Baker, un «batería fantástico».

—Jimi Hendrix —añadió pensativo—, ¿qué hace? Ahora no se le oye nombrar mucho.

Le hablé de los Rolling Stones y de los Beatles.

—Grandes grupos —comentó—, aunque no me flipan tanto como los Dead. Menudo grupo —prosiguió—, no hay nadie como ellos. Jerry Garcia… es un santo, un gurú, un genio. Mickey Hart, Bill Kreutzmann, los baterías son grandes. Y está Bob Weir, y Phil Lesh; pero Pigpen… le adoro.

Esto limitaba el alcance de la amnesia. Recordaba vívidamente canciones desde 1964 hasta 1968. Recordaba a todos los miembros fundadores de Grateful Dead, desde 1967. Pero ignoraba que Pigpen, Jimi Hendrix y Janis Joplin estaban muertos. Su memoria se interrumpía en 1970, o antes. Estaba atrapado en los sesenta, y no podía avanzar. Era un fósil, el último hippie.

Al principio no quise enfrentar a Greg con la enormidad de su pérdida temporal, su amnesia, ni que intuyera el menor atisbo de ella (que normalmente captaba, pues era muy sensible a la anomalía y a las fluctuaciones de tono en la conversación), de modo que yo cambiaba de tema y decía: «Deja que te examine.»

Observé que tenía las extremidades un tanto débiles y espásticas, sobre todo el lado izquierdo y las piernas. Era incapaz de sostenerse en pie por sí solo. Sus ojos mostraban una atrofia óptica completa: la ceguera era total. Pero, curiosamente, no parecía
consciente
de estar ciego, y sostenía que yo le estaba mostrando una bola azul, un bolígrafo rojo (cuando de hecho le enseñaba un peine verde y un reloj de bolsillo). Tampoco parecía «mirar»; no hacía ningún esfuerzo especial para volverse en dirección a mí, y cuando hablábamos era frecuente que no me diera la cara ni me mirara. Cuando abordé el tema de la vista reconoció que sus ojos no estaban «muy bien», pero añadió que disfrutaba «viendo» la tele. Posteriormente observé que para él ver la tele consistía en seguir con atención la banda sonora de una película o un programa e inventar escenas visuales que los acompañaran (y a veces ni siquiera miraba en dirección al televisor). Al parecer creía, de hecho, que eso era lo que significaba «ver», que eso era lo que significaba «ver la tele», y que eso era lo que todos nosotros hacíamos. Quizá había perdido la mismísima noción de ver.

Encontré este aspecto de la ceguera de Greg, su singular ceguera a la ceguera, el que ya no supiera lo que significaban «ver» o «mirar», profundamente desconcertante. Parecía apuntar a algo más extraño y más complejo que un mero «déficit», a una alteración más radical en el interior de la propia estructura del conocimiento, en la conciencia, en la propia identidad.
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Eso fue algo que yo ya había intuido cuando le sometí a pruebas de memoria y descubrí que se hallaba confinado, en efecto, a un sólo momento: «el presente», y que carecía de cualquier noción de pasado (o de futuro). Dada esta radical falta de conexión y continuidad en su vida interior, tuve la sensación de que ciertamente era posible que no
tuviera
una vida interior de que hablar, de que careciera del constante diálogo de pasado y presente, de experiencia y significado, que para el resto de nosotros constituyen la conciencia y la vida interior. Parecía no tener noción de lo «siguiente» y carecer de esa ávida y ansiosa tensión de la anticipación, de la intención, que normalmente nos conduce por la vida.

Cierta idea de progresión, de «lo siguiente», nos acompaña siempre. Pero Greg carecía de esta idea de movimiento, de suceso; parecía emparedado, sin saberlo, en un momento sin tiempo ni movimiento. Y mientras que para el resto de nosotros el presente cobra su significado y profundidad a partir del pasado (de aquí viene el «presente recordado», en términos de Gerald Edelman), al tiempo que obtiene su potencial y tensión del futuro, para Greg era algo plano y (a su exigua manera) completo. Ese vivir-en-el-momento, algo tan manifiestamente patológico, había sido percibido en el templo como la consecución de una conciencia superior.

Greg pareció adaptarse a Williamsbridge con extraordinaria facilidad, considerando que se trataba de una persona joven que iba a quedar confinada, probablemente para siempre, en un hospital para enfermos crónicos. No hubo muestras de desafío, ni denostó al Destino, ni se mostró indignado ni desesperado. Con docilidad e indiferencia, Greg permitió que lo aparcaran en el remanso de Williamsbridge. Cuando le pregunté por esto último, dijo: «No tengo elección.» Y esto, cuando lo dijo, pareció sabio y cierto. De hecho, parecía mantener una actitud eminentemente filosófica. Pero posiblemente se debía a su indiferencia, a su lesión cerebral.

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