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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

Tu rostro mañana 2-Baile y sueño (9 page)

BOOK: Tu rostro mañana 2-Baile y sueño
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—Joder, joder, Deza, ¿dónde te has agenciado a esta titi, tío? —Esas fueron las primeras y repugnantes y aun deprimentes palabras del gran capullo Rafita cuando ya no pudo aguantarse e invadió la pista balanceándose en un terrible remedo —en efecto— de los andares de un negro achulado, la pieza semilenta aún inconclusa y por lo tanto también nuestro semirrápido baile—. Anda, preséntame, anda cabrón, no me seas egoísta. ¿Está contigo o la acabas de levantar aquí mismo? —Debía de tomar por inglesa a la señora Manoia y se sentía otra vez impune en su lengua, seguro que se pasaba su majadera vida en Londres con tal perpetuo sentimiento, un día le haría meter bien la pata hasta el fondo y lo convertirían en puré o picadillo. Yo continuaba girando y él giraba tras de mí (quiero decir a mi espalda), hablándole a mi cogote con enorme desparpajo, sin que eso le supusiera extrañeza ni incomodidad siquiera: recordé su especialidad en entrometerse en las conversaciones ajenas hasta dinamitarlas, nada tenía de particular que se inmiscuyera igualmente en las danzas y las pulverizara—. Me juego una primera de Lorca a que se la has levantado aquí a algún imbécil. Es que donde nosotros pongamos pica, ya se sabe.

Me irritó ya tantísimo con aquellas pequeñas frases —el término más pueril que canalla aunque él lo creyera esto último; la apuesta pedante de bibliófilo sobrevenido; el engreimiento infundado de su vulgaridad patriótica (aquel 'nosotros' significaba por fuerza 'los españoles')— que pese a haber decidido a la postre responderle en inglés turbio por lo que diré en seguida, y no moverme de Ure o Dundas con la entereza de un prisionero de guerra, no pude contenerme y me apañé para soltarle con grito rápido, ladeando un poco la cabeza, que no el torso cautivo:

—Tú no tienes una primera edición de Lorca ni robada, Garza Ladra. —Sin duda no pilló la alusión operística insultante, pero me daba lo mismo, ya sólo hacérsela me compensaba. No la recogió en todo caso hasta luego, y bien estólidamente; primero le brotó una vena redicha y pleiteadora.

—Te equivocas, tío listo —dijo, y alzó un dedo absurdo enjoyado: debía de ponerse el atuendo discotequero con todos los complementos cuando salía de farra en serio, o acaso era de aspirante a negro; pero lo que no se explicaba en tal contexto (y es lo que he dicho que en seguida diría, lo que me resolvió a hacerme el loco aunque al instante incumpliera el propósito) era la redecilla de luto goyesca que efectiva e imposiblemente De la Garza llevaba puesta para aplastarse mejor el pelo o por alguna razón cretinoide, mi visión confusa de segunda instancia resultó ser la acertada. Ahora en cambio no daba crédito, pese a ser mi visión hiriente de tan meridiana. Ni siquiera se correspondía aquel cestillo con una melenita o coleta que lo rellenara, su contenido era el vacío; ya que osaba coronarse con prenda tan extemporánea, elegida por un entendimiento malsano, podía haberse alquilado un postizo al menos, con el que conferirle sentido y peso y justificarla un poco, dentro de lo retorcido abominable. (Es un decir, sentido; también otro, justificarla; y otro más, entendimiento.) Pensé que lo mismo le había regalado o vendido algún Lorca primigenio el antiguo Director de la Biblioteca Nacional de España, amigo suyo según sabía y que al parecer había utilizado largamente su cargo —ahora aprovechaba otro más alto— para arrancarles irrisorios precios a los libreros anticuarios finos, aduciendo que adquiría el volumen costoso y raro de turno con destino a esa institución pública, por lo demás frecuentemente vedada a los ciudadanos (apelando en cada marchante, en suma, a su lado más patriótico que viene a ser el más primo), cuando lo cierto es que iban todos derechos, sin escala oficial alguna, a la colección particular de su casa, siempre en desproporcionado aumento.

No quise averiguar en el acto por qué era yo tío listo y me equivocaba. Noté que la señora Manoia empezaba a mosquearse. Era del todo anómalo que en mitad de un baile, su baile, un tipo ridículo y quizá ya algo beodo se uniera malamente a nuestros movimientos por detrás de su pareja y se dedicara a hostigar a ésta en la nuca, a voz en cuello; más descortés todavía, me di cuenta, que yo le contestara al irregular sujeto, aunque fuera una sola y desabrida frase, en vez de pararle los pies literalmente y ponerlo en fuga hasta su barra, o aun más allá si me empleaba. Con todo, dudé si el mosqueo era debido a mi desatención momentánea, a la intrusión pura y simple e insólita de De la Garza, o a no haber yo sugerido un alto inmediato que posibilitara el conocimiento formal de ambos. Me pareció que alguna curiosidad le inspiraba aquel Rafita noctámbulo con su ininteligible atavío, pero era difícil decirlo, podía ser perplejidad a secas: ella debía de estar viendo ante sí, mientras bailaba, dos semblantes yuxtapuestos, lo cual no la ayudaría a hincarse más acoplada en mi pecho ni a concentrarse y disfrutar de sus pasos; vi que además los ojos se le iban sin querer hacia arriba a mi espalda, se le distraían comprensiblemente por culpa del accesorio taurino o majo dieciochesco, sin duda no discernía con claridad qué era aquello ni su improbable significado, o hermético simbolismo. O tal vez había captado desde el primer instante que, por mucha red de la compra con que se adornara el cabello, y pendiente de adivinadora con que se lastrara la oreja, aquel segundo español era para ella segura fuente de halagos, a lo mejor inagotable. Me vino a mí la idea en todo caso, y en un rapto mental de irresponsabilidad y egoísmo, pensé que no nos vendría mal incorporar al agregado un breve rato, surtiría a la señora de admiraciones y cumplidos varios (aunque indescifrables) y hasta podría apechar (nunca mejor dicho) con las estacas o leños si insistía ella en más bailes. (Yo estaba siendo en mis alabanzas más parco de lo encomendado, me temía; no por excesiva prudencia ni porque me costara lisonjear a una mujer tan espiritosa y receptiva, en el fondo tan contentadiza aunque ningún contento llegara a durarle y necesitara de alimentación constante, sino porque las frases
carine
o
tenere
me aburren y empalagan muy pronto por su naturaleza monocorde, las lea en novela o las oiga en película, las pronuncie
yo
en la vida o en ella me las dediquen.) Fuera como fuese, bastó que Flavia Manoia dijera cuatro palabras para convencerme a mí mismo de que la escena era insostenible tal como transcurría, y de que tocaba proceder a las presentaciones sin más tardanza. Y acabé de cerciorarme de ello al observar de refilón que Manoia, a quien Tupra susurraba al oído largos argumentos o proposiciones, había lanzado a la pista un par de miradas interrogativas, si es que no inquisitoriales, desde que De la Garza nos acosaba, para él un desconocido completo con pinta de molestoso, y era fácil que se la encontrara asimismo de depravado.


Mah
—dijo primero Flavia, y eso es siempre de ambigüedad notable en el idioma italiano, puede indicar conformidad, contrariedad, leve interés, leve fastidio, desentendimiento, duda, o anuncia sólo un punto y aparte y que se pasa a otra cosa. Y añadió luego—:
Chi sarebbe, lui?
—Esto me fue suficiente para interrumpir el baile y descolgarme de la empalizada con mucha suavidad y tiento, pero aún me hizo otra pregunta antes de que yo enunciara los nombres—:
E cosa vuol dire,
titi? —No podía haber entendido apenas nada de lo soltado por aquel baldón de la Península (aunque en realidad hoy hay tantos que casi constituyen norma, y no baldón en consecuencia), pero quizá había intuido que ese término pegadizo iba por ella; que se le había aplicado, y en tono más bien fragoroso.

—Rafael de la Garza, de la Embajada española en Londres. La señora Flavia Manoia, una maravillosa amiga italiana. —Utilicé esta lengua para presentarlos, aproveché para insertar un elogio; luego añadí en castellano, es decir, sólo para Rafita y a fin de prevenirlo en salud, o de contenerlo (un empeño quizá iluso)—: Ahí está su marido, es aquel, un hombre muy influyente en el Vaticano. —Confiaba en impresionarlo—. En aquella mesa con el señor Reresby, te acordarás del señor Reresby, ¿no? En la cena de Sir Peter, ¿sí? —De lo que estaba seguro era de que no se acordaría de que el apellido de Tupra era Tupra, allí en casa de Wheeler.

—Ah, pero cómo es joven, este vuestro Embajador —contestó ella siempre en su lengua, mientras le apresaban la mano—. Y cómo es también moderno, muy audaz su estilo, ¿cierto? Eh, cómo se ve que el vuestro es un país renovado en todo. De verdad en todo. —Y aún insistió en lo de titi, se le había antojado saberlo—. Pero dime lo que significa 'titi', anda, dime.

De la Garza me habló al mismo tiempo (cada uno me voceó a un oído y cada uno en su lengua), sosteniendo demasiado rato la mano de la señora entre las dos suyas, esto es, secuestrándosela durante toda la serie de denuestos y obscenidades que la visión y rememoración de Reresby hicieron brotar de su boca nada más él divisarlo, y que no fui capaz de seguir enteramente, pero de la que capté estos cuantos vocablos, incompletas frases y conceptos: 'cabrón', 'caracolillos', 'tía larga', 'tía puta', 'enseñándome las bragas', 'se largaron', 'una morsa', 'le restregaba los flotadores', 'sofá pringoso', 'a ver si se las arrancaste tú', 'disimulo', 'zíngaro de mierda', 'tía víbora', 'no me jodas', y una interrogación por último, '¿te la desbragaste viva?'. Después de esta rápida sarta se refirió un momentito al presente:

—¿Quién has dicho antes que ladra? ¿La maciza esta? Joder qué bastiones. —Su vocabulario era a menudo escolar y anticuado, cuando aspiraba a ser más rudo. Había percibido, con todo, cierta dificultad de asalto. No se habría planteado, en cambio, la cuestión de su artificialidad evidente (obra del hombre), él no hacía distinciones ni se perdía en detalles nimios. Luego adoptó un tono untuoso, un instante, para dirigirse y adular a Flavia—: Es un grandísimo placer, señora, y mi admiración es aún más grande. —Esto sí fue comprendido,
crystal-clear
para cualquier italiano.

En todo caso seguía igual de malhablado o incluso había ido a peor (las noches de disipación son propicias, y más las de caza ardua), aunque lo de desbragarse a una tía viva yo jamás lo había oído (raro ese reflexivo). Era llamativamente grosero como eufemismo, pero no dejaba de serlo sin duda —un eufemismo—, así que posiblemente había que agradecérselo, dentro de todo. Menos mal que nadie le entendería las expresiones brutales zafias, de los que venían conmigo.

Ya estaba medio arrepentido de mi flaqueza egoísta (tenía que habernos negado, a él o a mí o a ambos, 'tú no me has visto nunca, no sé quién eres, no me conoces, tú no has hablado conmigo ni te he dicho nada, para mí no tienes rostro ni voz ni aliento ni nombre, como yo para ti no tengo ni siquiera nuca o espalda') cuando Tupra me hizo una señal para que acudiera a su mesa, le estaba explicando tanta historia a Manoia que por fuerza iba a necesitarme de intérprete en cualquier momento, se veía venir eso, para que los sacara de algún atasco. Dudé si llevarme a la señora conmigo y por lo tanto a Rafita, quien no se nos despegaría ahora tan pronto, su propensión era adhesiva. Pero eso podría irritar mucho a Tupra, pensé, que le plantara al soez experto en bellas letras (que además él ya conocía) en medio de sus
tratative
(y encima con alhajas y una red de pesca colgándole); así que opté por dejar a Flavia al cuidado provisional de De la Garza —algo intranquilizante siempre—, lo vi muy dispuesto a ilustrarla con sus agudezas cultas, o a embrutecerla con bailes más primitivos que el mío y que no serían mal acogidos. Antes de ausentarme le susurré o grité a ella al oído, no fuera a guardarme agravio por una respuesta no dada:

—'Titi' significa 'beldad'.

—¿Ah sí? ¿Y cómo es eso? ¿De dónde viene? Tan extraño.

—Bueno, es un término popular, simpático, de Madrid, carcelario. —Esto último lo improvisé, no sé por qué; por adornarlo—. Él te considera una gran belleza, como todos cuantos, como cada uno. —Bueno, esto fue así en italiano, de lo más
verbatim
—. Eso es lo que te ha llamado.

—¿Pero el Embajador no habrá estado en la cárcel? —preguntó con sobresalto. No hubo en su voz tanto escándalo (no debía de faltarle costumbre de ver pasar por la trena a amigos y conocidos suyos) cuanto absurdas piedad y alarma por los antecedentes del mamarracho majo y su posible pasada desgracia (yo le habría aplicado mazmorra durante largas temporadas, con o sin causa). Sería por su juventud, supuse, el miramiento.

—No, no. Diría de no, no lo creo. El origen de la palabra es carcelario, pero las palabras salen, viajan, vuelan, se expanden; ellas son libres, ¿cierto?, no hay rejas ni muros que las contengan, eh. Tremenda su fuerza.

Temibile
—apuntó De la Garza, que había pegado el oído y habría entendido inconexos vocablos sueltos de mi italiano españolizante (el suyo fue deducido, a buen seguro no lo hablaba; quiero decir su adjetivo único aportado). Era un as en eso, en terciar sin venir a cuento ni saber qué se trataba ni ser jamás invitado, y aun siendo repelido a veces, a las claras y de plano.

—No hace falta,
quindi
—proseguí—, ir a prisión para conocerlas, las que allí nacen o se inventan. Y él no es el Embajador, ves, por cierto; está sólo en el equipo de éste. Pero estoy convencido de que llegará a serlo con el tiempo. Y pienso que ascenderá aún más alto si persevera en su ser presente, el cual parece irrenunciable: lo harán Secretario de Estado,
anzi
Ministro. —En español no hay equivalente exacto para estas dos,
'anzi' y 'quindi'.

—¿Ministro? ¿Y de qué cosa, Ministro?


Beh.
De la Cultura, lo más probable; es su materia, es un experto en todo. —Me salió eso espontáneamente: también
'beh' es
ambiguo en italiano, quizá no quise quedarme atrás en el manejo de las interjecciones vernáculas indefinibles. Y añadí separándome un poco de ella, con intención de facilitarle a De la Garza la escucha y de que esto me lo entendiera más o menos conexo—: Nadie como él conoce la literatura universal fantástica, incluida la medieval, y la paleocristiana. Sabe un huevo. —Esto último lo dije con literalidad inadmisible, citándolo a él en la cena de Wheeler.
'Un uovo',
solté sin inhibirme nada, a sabiendas de que esa expresión no se emplea ni por tanto se comprende—. Y eso, además de meritorio y útil, es tremendamente chic, lo sabías?

—Temiblemente chic —acotó Rafita, sin haberse enterado de mucho pese a mi vocalización muy clara. Tenía un poco gorda la lengua, no demasiado, podría pasársele pronto si espaciaba las copas o la lascivia se la rescataba; esta vez no intentó siquiera el italiano adivinado. Miraba a la señora Manoia con fija y vidriosa lujuria, quiero decir que estaba a punto de quedarse tan sólo en estupefacción ante los menhires.

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