Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (54 page)

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Según la ley, había cometido un crimen igual de abominable como el de poseer a su propia hija.

Pero de todas formas era la Santa Iglesia de Dios la que lo juzgaría. Y entre los hombres de Dios se consideraban los pensamientos e intenciones detrás de un crimen de otro modo que entre los godo—occidentales.

Por más vueltas que le daba a esta cuestión, siempre terminaba en cómo decidiría el padre Henri. Puesto que era obvio que no sería juzgado por un concilio; resoplaba al pensar en lo fácil que sería para él defenderse con una espada o con un número incalculable de hombres jurados folkungianos.

Sería juzgado por la Santa Iglesia de Dios y entonces, como mínimo, habría buen juicio y posibilidad de sopesar lo bueno y lo malo. Así se tambaleaba entre la esperanza y la desesperación.

Su esperanza creció aún más cuando un hermano fue a buscarlo para una entrevista con el arzobispo Stéphan. Arn no tenía ni idea de que el arzobispo se encontrase en Varnhem y primero pensó que tal vez eso tenía que ver con su asunto, ya que el arzobispo siempre había dicho que Arn siempre tendría un amigo allá afuera en el otro mundo que lo ayudaría, y ése no era otro que el mismísimo arzobispo. Repleto de nueva esperanza, Arn se apresuró hasta el claustro, donde encontró al padre Henri en el lugar habitual, y para su alegría, también al arzobispo Stéphan. Se arrodilló inmediatamente y besó la mano de Stéphan y no se sentó hasta que lo invitaron a hacerlo.

Lo que vio en los ojos del arzobispo, sin embargo, cuando éste lo contempló un rato en silencio, no era cariño. Por la mirada, Arn sintió cómo su cálida esperanza se enfriaba rápidamente.

—Has tenido tiempo de complicar bastantes cosas en tu breve estancia afuera en el mundo inferior —comenzó a decir el arzobispo finalmente.

Tenía la voz muy severa, y el padre Henri a su lado no miraba a Arn, sino que parecía contemplar sus propias sandalias.

—Sabes muy bien que el poder de la Iglesia no debe entrometerse con el poder terrenal —continuó el arzobispo en el mismo tono severo—, Y de todas formas, eso es precisamente lo que has hecho y me has ocasionado muchos problemas. Lo hiciste con los ojos abiertos e incluso de manera muy inteligente.

El arzobispo calló como para escuchar las excusas y explicaciones de Arn, pero éste, que estaba convencido de que iban a discutir sus pecados carnales, se sintió completamente confuso. No entendía de qué hablaba el arzobispo y lo dijo y pidió disculpas por su simpleza. El arzobispo suspiró profundamente, pero Arn intuyó una pequeña sonrisa en
el venerable
como si de todas formas creyera en la alegada simpleza de Arn.

—¿No puedes tener tan poca memoria como para no recordar que nos vimos hace poco arriba en Aros Oriental? —preguntó el arzobispo con voz suave y dura a la vez.

—No, Su Excelencia, pero no entiendo cómo pude haber pecado entonces —contestó Arn, inseguro.

—¡Pues es extraño! —refunfuñó el arzobispo—. Vienes en compañía de uno de aquellos pretendientes al trono de los que, desgraciadamente, esta parte del mundo está lleno. Cooperas en la petición de que yo de alguna manera corra a coronarlo casi al momento. Cuando yo rechazo esta petición, por razones que ya sabías de antemano, ¿qué haces entonces? Pues me engañas hasta casi quitarme la sotana y me dejas con el trasero al aire, eso es lo que haces. Y puesto que eres uno de nosotros, y siempre lo serás, el padre Henri y yo nos hemos preguntado larga y sinceramente qué era lo que estarías pensando cuando actuaste de aquella manera.

—No pensé mucho —contestó Arn, vacilante, ya que empezó a entender de qué se trataba—. Como dice Su Excelencia, es verdad que sabía que la Iglesia no podría apoyar en seguida a Knut Eriksson. Pero no encontré nada raro en que fuese Su Excelencia mismo quien se lo transmitiese a mi amigo. Y así fue como sucedió.

—Bien, pero después, ¿qué pensabais cuando inventasteis aquel espectáculo que hizo creer al estúpido gentío allí afuera que yo había ungido y coronado a ese canalla?

—Me temo que no entendí mucho de aquello —contestó Arn, avergonzado—, No habíamos hablado de lo que ocurriría si Su Excelencia se negaba a acceder al deseo de Knut Eriksson. Él pensó que era una petición sencilla. Yo no pude hacerle entender que no lo era, puesto que ya se sentía rey. Entonces pensé que lo tendría que explicar Su Excelencia mismo, tal y como sucedió.

—¡Sí, sí, sí! —dijo el arzobispo con un bufido—. Ya lo has dicho. ¡Pero ahora pregunto por lo que pasó después de que le canté las cuarenta al canalla!

—Entonces me dijo que le pidiese a Su Excelencia si los dos podríamos ser honrados con recibir la comunión de Su Excelencia en la misa del día siguiente. No lo encontré nada anticristiano. Pero no sabía que…

—¡O sea, que no lo habíais comentado antes, no conocías las jugadas que seguirían! —interrumpió el arzobispo severamente.

—No, Su Excelencia, no lo sabía —contestó Arn, avergonzado—. Mi amigo no había pensado más allá de que accederían a su primera petición. Aquello de la comunión no lo habíamos comentado en absoluto.

Los dos hombres mayores miraron intensamente a Arn, quien no apartaba la mirada ni mostraba la menor duda, puesto que lo que había dicho era toda la verdad como si todavía estuviese bajo las reglas de confesión.

El padre Henri carraspeó ligeramente y miró al arzobispo, quien le correspondió la mirada y asintió en acuerdo. Habían llegado a la conclusión de algo que habían discutido de antemano, eso podía entenderlo Arn. Pero no entendía de qué se trataba.

—Bueno, jovencito, a veces eres más inocente de lo permitido, hay que admitirlo —dijo el arzobispo en un tono diferente y mucho más amable—. Trajiste tu espada y me la entregaste y sabías que yo no podría más que bendecirla y los dos estabais vestidos en traje de guerra. ¿Qué pensaste sobre ello?

—Mi espada está santificada y nunca he roto su juramento. Me sentí orgulloso de poder entregarle esa espada sagrada a Su Excelencia, pensé que también vos, Su Excelencia, sentiría lo mismo, puesto que la consagración ocurrió aquí en nuestra casa de los cistercienses —contestó Arn.

—¿Y no te diste cuenta de que tu amigo, ese tal Knut, se aprovecharía de ello? —preguntó el arzobispo con una sonrisa cansada a la vez que sacudía la cabeza.

—No, Su Excelencia, pero después he comprendido…

—¡Después hubo un espectáculo por toda Svealand! —dijo el arzobispo, echando chispas—. Los rumores hicieron parecer que yo hubiese bendecido la espada que mató a Karl Sverkersson, como si yo además hubiese bendecido a Knut Eriksson y casi lo hubiese ungido y coronado, y ¡desde aquel momento no he tenido un instante tranquilo por todos los pequeños reyes y medio reyes y pretendientes al trono que me han acosado a la vez! Voy a dejar el país por un tiempo, por eso estoy aquí y no por ti, si era eso lo que pensabas. Sin embargo, te creo en cuanto a todo lo ocurrido arriba en Aros Oriental y tienes mi perdón por ello.

Arn cayó de rodillas ante el arzobispo y besó de nuevo su mano, dándole las gracias por la inmerecida clemencia y el perdón que le había dispensado, dado que su estupidez no era excusa suficiente. En un breve momento de felicidad, Arn se imaginó que todo había pasado, que su pecado no había sido poseer a Cecilia por amor, sino haber ayudado a Knut Eriksson a burlarse con intenciones astutas del mismísimo arzobispo.

Pero no había pasado todo. Cuando Arn se hubo alzado a la indicación suave del arzobispo y se hubo sentado enfrente de los dos viejos amigos recibió su veredicto.

—Escúchame bien —dijo el arzobispo—. Tus pecados en cuanto a la burla de tu propio arzobispo están perdonados. Pero has infringido la ley de Dios en cuanto que has poseído a dos mujeres que son hermanas y por ese pecado, que es una abominación, no hay misericordia sencilla. Lo común sería que te condenásemos a lá penitencia eterna para el resto de tu vida. Pero vamos a mostrarte indulgencia porque creemos que ésas son las intenciones del Señor. Harás tu penitencia durante media vida, veinte años, y lo mismo hará tu concubina. Harás tu penitencia en calidad de un templario del Señor y tu nombre será a partir de ahora Arn de Gothia y ningún otro. Ve a tu penitencia y que el Señor guíe tus pasos—y tu espada y que Su gracia te ilumine. ¡Eso, ya está! El hermano Guilbert te lo explicará todo mejor. Yo me marcho, pero nos veremos en el camino a Roma, adonde irás primero.

A Arn le daba vueltas la cabeza. Comprendió que había recibido clemencia pero no del todo. Porque media vida era más de lo que había vivido y no podría ni imaginarse a sí mismo como un hombre viejo, a los treinta y siete años de edad, cuando sus pecados estarían perdonados. Imploró con la mirada al padre Henri sin decir nada y parecía no poder marcharse hasta que éste le hubiese dicho algo.

—El camino a Jerusalén ha sido torcido al principio, mi querido Arn —dijo el padre Henri quedamente—, Pero ésa es la voluntad de Dios, de eso estamos los dos convencidos. ¡Ahora ve en paz!

Cuando Arn, cabizbajo y con pasos casi tambaleantes, los hubo dejado, los dos hombres se quedaron durante un largo rato enredándose en una conversación cada vez más profunda sobre la voluntad de Dios. Los dos tenían muy claro que la intención de Dios era enviar otro gran guerrero para Su Sagrado ejército.

Pero ¿y si Knut Eriksson hubiese sido rey un poco antes para que Arn y Cecilia hubiesen sido bendecidos como marido y mujer? ¿Y si Cecilia, quien al parecer era una persona tan inocente y de buen corazón como Arn, no hubiese ido a visitar a su hermana Katarina? ¿Y si la priora Rikissa no hubiese sido del linaje sverkeriano y por ello hubiese puesto en marcha este escándalo con fuerza y gran resolución?

Si todo esto y otras muchas cosas no hubiesen ocurrido, el Ejército Sagrado de Dios habría tenido un guerrero menos. Por otro lado, el filósofo ya había mostrado que este tipo de razonamientos nunca eran sólidos. No obstante, Dios había mostrado su voluntad y había que doblegarse ante ella.

El hermano Guilbert iba con cuidado con Arn los primeros días cuando su misión era hacer entender a Arn lo que ahora y por mucho tiempo sería su cometido. No lo dejó hablar de su castigo ni de todo lo que tenía que dejar, se quedó en lo concreto.

Por consiguiente, Arn tendría que cabalgar con el arzobispo Stéphan hasta Roma, pero allí se separarían sus caminos, puesto que el arzobispo tenía cosas que arreglar con el papa Alejandro III y Arn tenía que presentarse en el castillo de los templarios en Roma, el castillo templario más grande del mundo. Eso era así porque en Roma todos los aspirantes eran aceptados o rechazados. Ciertamente eran muchos los que se sentían llamados a luchar en el Sagrado Ejército de Dios, tanto más porque con ello se obtenía el perdón por todos los pecados y se llegaba al cielo en caso de morir con la espada en mano. Consecuentemente, sólo uno de cada diez esperanzados era aceptado tras realizar las pruebas.

Estas pruebas apenas significarían una dificultad para Arn. Lo que se exigía para ser aceptado era que se fuese con un blasón en el escudo, una regla que al hermano Guilbert no le gustaba, ya que había visto a muchos escuderos luchando que podrían haber sido buenos hermanos de la orden si no fuese por esta regla precisamente. Pero no era ningún problema para Arn, quien llevaba los leones del linaje de los Folkung en su escudo. Y las otras dos exigencias tampoco serían un problema. El hermano Guilbert sonreía cuando explicó escuetamente que esas exigencias eran que debería saber aproximadamente una cuarta parte de lo que Arn sabía de las Sagradas Escrituras, la lógica y la filosofía. Y tal vez bastaría con una cuarta parte del manejo de Arn de las armas. Además, una carta del arzobispo nórdico y del padre Henri. Pero eso no era lo más importante, muchos esperanzados hijos de condes franceses llevaban esas cartas de recomendación. Pero no iban con los conocimientos de Arn. Y nadie podría oponerse a la expresa voluntad de Dios.

Arn se quejó entonces de que la voluntad de Dios le parecía muy cruel. ¿Por qué debía precisamente él caer en la desgracia y tener que dejar a su amada Cecilia para cumplir la voluntad de Dios en el campo de batalla en Outremer?

El hermano Guilbert admitía que no tenía ninguna respuesta a esta pregunta, pero que tal vez la respuesta se manifestara con el tiempo. En cambio, dijo que él mismo sabía desde hacía años que eso ocurriría. El hermano Guilbert dijo que había conocido a pocos, siquiera a un hombre, con las habilidades de Arn, y ¿si Dios lo había obsequiado con esos dones, habría una intención determinada en ello? Y ¿lo mismo cuando Dios ya a los cinco años de edad lo envió a Varnhem para entrenarlo en todo lo que ahora hacía de él un templario aceptable?

Arn veía con facilidad la lógica de este razonamiento, pero eso no aliviaba ni su pena ni su deseo.

El hermano Guilbert le enseñó a Arn un nuevo equipo a su medida, que lo había mantenido ocupado durante tiempo. Lo más importante era una cota de malla con más de diez mil anillas en dos capas y con una manta de paño burdo entre medio y un forro de tela suave en la parte interior. La cota de malla le subía por la cabeza y bajaba por los brazos hasta las muñecas y más debajo de las rodillas, y aun así era más ligera de llevar que las cotas de malla nórdicas. Con esto iban también unos pantalones que protegían las piernas y bajaban alrededor de los pies. Quien fuera vestido de esa manera iría protegido desde la coronilla hasta los dedos de los pies y eso era lo que la nueva estrategia de guerra exigía. El hermano Guilbert finalmente sacó una camisa de armas negra con una cruz blanca que cubría todo el pecho. Eran los colores de la Iglesia que él llevaría al acompañar al arzobispo en calidad de jinete protector hasta Roma. Pero también era el traje del escudero en la orden de los templarios, así que Arn llegaría preparado al castillo de ellos en Roma, y tenía el permiso del arzobispo para llevar ese traje durante todo el camino.

Arn sentía veneración y orgullo al probarse estas prendas, pero no había alegría en sus ojos. El hermano Guilbert tampoco se lo esperaba.

Pero ante la partida de Arn dos días más tarde, le había reservado una sorpresa especial que se imaginaba que sí tendría el efecto deseado en el ánimo de su joven discípulo.

El hermano Guilbert rodeó con sus brazos los hombros de Arn en consolación, y como si fuese solamente un rato de conversación sin destino determinado, lo acompañó hasta el cercado de caballos más apartado. Al llegar no dijo nada, sólo señaló con la mano. Allí estaba el caballo amado de Arn,
Chamsiin
.

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