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Authors: Laura Gallego García

Tríada (105 page)

BOOK: Tríada
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La sacó del agua y se sentó en el borde de la alberca, sosteniéndola entre sus brazos. Estaban los dos empapados, pero Victoria no reaccionó. Christian la sujetó suave pero firmemente por el talle, se inclinó sobre ella y le susurró al oído:

—He de marcharme, Victoria.

Hizo una pausa. Tal vez esperara algún tipo de gesto por parte de ella, aunque sabía perfectamente que no se produciría. Entornó los ojos y pasó los dedos sobre el agujero de la frente de la muchacha. Notó una sensación de frío... demasiado frío, incluso para él. «Ojalá pudiera devolverte lo que te falta», pensó.

—He de marcharme —repitió en voz baja—, pero te juro que volveré en cuanto me sea posible. Y también... si te pasara algo... —se le quebró la voz; trató de sobreponerse—, cualquier cosa... yo lo sabría, porque llevas puesto mi anillo. No lo olvides, criatura. Aunque me vaya... estoy contigo. Estoy contigo.

Se acercó más a ella, tanto que sus labios casi rozaban su oreja, y siguió hablándole al oído. Y permaneció así un rato más, sosteniéndola entre sus brazos, susurrándole en voz baja palabras que sólo ella podía escuchar. Hasta que se incorporó y clavó su mirada de hielo en la figura que lo observaba desde la puerta.

«Me han avisado de que habías interrumpido el ritual —dijo Gaedalu—. Lo primero que he pensado es que se trataba de un error. Suponía que ni siquiera tú serías tan osado.»

Christian no respondió. Se levantó lentamente, con Victoria en brazos. Bajo la atenta mirada de Gaedalu, la dejó de nuevo en el agua. El poder de los varu reverberaba todavía en el ambiente, y el cuerpo de la joven volvió a flotar sobre la superficie de la alberca.

El joven salió entonces de la piscina y se dirigió a la puerta. Se detuvo ante Gaedalu, que lo miraba con profundo disgusto.

«Aún no sé cuál es tu papel en todo esto —dijo la varu—. Ayudaste a derrotar a Ashran, pero si es cierto que con ello sólo conseguiste desatar un mal mayor en nuestro mundo, entonces sigues siendo un enemigo para nosotros.»

Christian no respondió.

«¿De qué lado estás? —insistió ella—. ¿Lucharías a nuestro lado... contra tu dios?»

«No me interesan vuestras guerras ni vuestras intrigas, Madre —contestó él, con calma—. Haré lo que tenga que hacer. Eso es todo.»

«Como has hecho siempre, ¿no es cierto? —replicó Gaedalu, con amargura—. Como en el otro mundo. Cuando te dedicabas a asesinar a los nuestros.»

Christian no vio necesidad de responder.

«Y a mi hija Deeva», susurró ella.

Christian la miró, sin que ningún rastro de emoción asomase a su rostro.

«Hace ya varios días que Ashran cayó, y la Puerta al otro mundo vuelve a estar abierta. Los magos exiliados deberían regresar. Pero no ha vuelto nadie aún. ¿Debemos aguardar más... o los mataste a todos? ¿Mataste también a Deeva?»

El shek alzó la cabeza y frunció levemente el ceño, reflexionando.

«Recuerdo a Deeva», dijo entonces.

No añadió nada más, pero no fue necesario. La Madre tembló, se llevó una mano al pecho, se apoyó en la pared porque le fallaron las piernas. Dejó caer la cabeza... y lloró.

Christian no tenía nada más que decir, de modo que siguió su camino. Pero sintió que Gaedalu lo seguía, y se volvió para mirarla.

«Monstruo —dijo ella, con los ojos cargados de odio—. Algunos te considerarán un héroe, otros dirán que tu corazón no puede ser tan negro si fuiste capaz de enamorar a un unicornio. Pero yo sé que eres un monstruo. Es lo que siempre has sido, y lo que siempre serás.»

Soy lo que soy —respondió Christian con calma, y esta vez habló en voz alta—. Y soy un shek. Siempre hemos sido monstruos para vosotros. Por eso nos desterrasteis y tratasteis de exterminarnos, y por eso ahora seguís aniquilándonos, a pesar de que ya hemos sido derrotados. Pero no me quejo. Así es el mundo.

«¡También se supone que eres en parte humano!», casi gritó Gaedalu, y su voz telepática estaba teñida de ira y dolor.

—Demasiado humano a veces —murmuró él—, pero no lo bastante como para sentir remordimientos. Y créeme, a veces me gustaría. Me gustaría poder pedir perdón, pero no lo siento en realidad. En aquel entonces hice lo que tenía que hacer. No hay más.

Se dio la vuelta para marcharse, pero su mente percibió aún un último mensaje telepático de la Madre: «Sé que no tengo poder para dañarte, shek. Pero no tardaré en encontrar la manera de hacértelo pagar. Y no descansaré hasta verte muerto...».

Jack fue el primero en detectar que Christian se había ido por fin, pero los demás tardaron un poco más en darse cuenta. No era de extrañar, puesto que el shek era difícil de ver, incluso cuando estaba en la torre. Shail, inquieto, fue a hablar con Jack sobre el tema, y el chico le confirmó lo que ya sospechaba.

El mago se quedó callado un momento. Luego dijo:

—No sé si alegrarme o no de que se haya marchado. Por un lado, sé que estaba aquí por Victoria, para cuidarla, para velarla. Por otro... sigo sin fiarme de él, Jack. Vi cómo te clavaba esa espada en el pecho y te arrojaba a un río de lava. Ya no sé qué pensar.

—Haces bien en no confiar en él, en realidad —murmuró Jack—. Sigue siendo leal a Victoria, pero todo lo demás le es indiferente. Todos vosotros le sois indiferentes, y es una criatura poderosa... y peligrosa. Por eso es mejor que os mantengáis alejados de él. •

Shail lo miró.

—¿No crees que pueda ser peligroso para ti?

—Lo es, pero por otros motivos. No puede evitar odiarme, sentir algo hacia mí, aunque sean deseos de matarme, y por eso... me respeta. Pero a vosotros no, y ahí está el peligro. ¿Me explico?

Shail no dijo nada.

—También yo —dijo Jack de pronto, en voz baja— siento a veces que me sois indiferentes. Que no me importa nada nadie, a excepción de Victoria y de Christian. En ocasiones tengo la impresión de que ellos son las únicas personas reales de mi entorno. A todos los demás... es como si os viera borrosos, como si no estuvierais realmente ahí. —Alzó la cabeza para mirarlo—. Pero sois mis amigos, ¿no? ¿Qué ha cambiado en todo este tiempo?

Shail tardó un poco en responder.

—Que eres un dragón, Jack —dijo entonces, suavemente—. Ya no te sientes humano. Todo eso que me has dicho antes de Christian... podrías aplicártelo a ti mismo también.

Jack bajó la cabeza y meditó sobre las palabras del mago.

—Es... como si fuera un niño que hubiera permanecido largo tiempo lejos de casa —murmuró—. Como si hubiera regresado, al cabo de los años, y hubiera descubierto que todo es muchísimo más pequeño de lo que recordaba. Y que las cosas que antes me daban miedo o consideraba muy grandes e importantes ya no son más que menudencias.

Shail inclinó la cabeza.

—Ya veo —dijo—. Sospechábamos que te pasaría, que os pasaría a ti y a Victoria tarde o temprano. Pero era necesario que perdierais una parte de vuestra humanidad para poder enfrentaros a Ashran. O, al menos, eso pensábamos... Si hubiéramos sabido que... pero quién iba a imaginar...

—Habría sucedido de todos modos —dijo Jack—. No teníamos otra opción que luchar contra él. Y él lo sabía.

Shail frunció el ceño.

—Eso es lo que me extraña. ¿Realmente Ashran quería evitar el cumplimiento de la profecía? Me da la sensación de que tuvo ocasiones de sobra.

—Sí, pero quería arrebatarle el cuerno a Victoria; supongo que por eso lo arriesgó todo.

—¿Quitarle el cuerno para luego ser derrotado? —Shail negó con la cabeza—. Me extraña que no lo tuviera previsto.

Jack desvió la mirada, y el mago no insistió. Cualquier referencia al cuerno de Victoria los ponía muy tristes a los dos.

—Me tuvo en sus manos, Shail —dijo Jack en voz baja—. Pudo haberme matado y, sin embargo, le pareció más importante... lo que Victoria pudiera entregarle... que acabar con la vida del último de los dragones. ¿Tiene sentido eso?

Shail negó con la cabeza, pero no respondió. Los dos permanecieron un rato en silencio, sumidos en sombríos pensamientos.

—Ahora que el shek no está —dijo entonces, con suavidad— y que sé que puedes arreglártelas solo, creo que ya puedo marcharme de la torre tranquilo.

Jack alzó la cabeza.

—Tú también te vas?

Shail asintió.

—A buscar a Alexander. No he querido hacerlo hasta ahora por no dejar sola a Victoria, pero... me temo que no hay nada que yo pueda hacer por ella. Y no hace mucho juré a varias personas que me encargaría de evitar que Alexander fuera un peligro para nadie. Así que ya ves, me siento responsable.

—Lo entiendo —asintió Jack; hizo una pausa y continuó—: Me alegra saber que alguien va a ir a buscarlo, y más si eres tú. Eso me deja más tranquilo.

Shail sonrió.

—Y a mí me alegra y me reconforta saber que sigues siendo en parte humano y puedes preocuparte por algunos humanos, por lo menos por aquellos más cercanos a ti.

Jack desvió la mirada, recordando las palabras de Sheziss sobre los dragones: «Cuidaban de los sangrecaliente porque eran sus aliados, o mejor dicho, sus vasallos. Podían llegar a sentir algo de cariño por aquellos que tenían más próximos, los habrían defendido, tal vez. Pero no los amaban». Sintió un escalofrío. «No quiero perder mi humanidad —pensó—. No podría tratar a Shail, o Alexander como a mis inferiores. ¡Son mis maestros! Me han enseñado gran parte de lo que sé.» Pero no podía evitar recordar que la noticia de la muerte de Allegra lo había dejado un tanto frío. Lo había atribuido al hecho de que no había llegado a intimar demasiado con la maga feérica, y que el dolor que sentía por el sacrificio de Victoria y sus consecuencias le impedían pensar en nada más. Quería creer que se trataba de eso.

—Pero siento cariño por algunas personas —dijo de pronto—. Por ti, y por Alexander, y por Kimara, por ejemplo. —Eres en parte humano. No lo olvides.

«¿Y Christian?», se preguntó Jack entonces. El shek tenía que guardar un cuidadoso equilibro entre las dos partes de su alma híbrida. ¿Podía él tener amigos? ¿Llegar a sentir cariño por alguien? Estaba claro que Gerde no había llegado a conseguir tanto de él. Se cuestionó, de pronto, si lo esperaba alguien en el lugar hacia el que había partido, pero no pudo llegar a ninguna conclusión. A pesar de conocer ya bastante bien a los sheks, Christian seguía siendo, en muchos aspectos, un completo misterio para él.

Shail echó un vistazo a los soles, que ya empezaban a declinar.

—Me marcharé mañana, con el primer amanecer —dijo; respiró hondo—. Espero tener suerte, y de paso... intentaré averiguar más cosas sobre lo que está pasando. Sobre los lugares donde todavía quedan serpientes y cómo está Nandelt ahora que han sido derrotadas. También... —titubeó— me gustaría encontrar respuestas a los problemas que nos planteaste el otro día. Si es cierto que se acercan los dioses, y qué sucederá en el caso de que regresen. Si es verdad que la sombra del Séptimo anda suelta por Idhún, dónde se encuentra, qué está haciendo y si podemos detenerla. Qué o quién fue exactamente Ashran: si fue un hombre poseído por un dios, o fue simplemente un disfraz de carne sin otro espíritu que el del Séptimo, o si te equivocas con respecto a él y no fue más que uno de los Archimagos perdidos, uno especialmente poderoso y retorcido. Tal vez así podamos entender un poco mejor qué ha sucedido... y qué está sucediendo. Porque me da la sensación de que todo está muy tranquilo... demasiado tranquilo.

—Son muchas las cosas que quieres investigar —sonrió Jack—. Ojalá pudiera acompañarte.

—No; tú has de quedarte aquí, cuidando de Victoria. También yo me sentiré mejor si sé que estás a su lado. Jack asintió.

—No me alejaré de ella, tranquilo. Por nada del mundo. Shail sonrió, hizo un gesto de despedida y salió de la habitación.

Jack se quedó un momento en silencio, mirando a Victoria, su pálido semblante, oscurecido por el agujero de tinieblas que marcaba el lugar donde la estrella de su frente había brillado tiempo atrás, con una luz pura y cristalina. Rozó los labios yertos de ella con la yema de los dedos y evocó, una vez más, todos los momentos que habían pasado juntos. La alzó con cuidado para abrazarla, la meció suavemente entre sus brazos.

—Pequeña, mi pequeña... —susurró.

No pudo decir nada más. Hundió el rostro en el suave cabello oscuro de ella... y lloró.

EPÍLOGO

Espíritu

El alma volaba, ligera, entre las hojas de los árboles, entre las ramas y las flores, movida por la brisa, en un eterno mundo verde en el que no existía el dolor, la pena, el odio ni el sufrimiento. Había sido así siempre, o al menos eso le parecía, a pesar de que hacía poco tiempo que estaba allí. Y recorría los rincones más hermosos del bosque de Awa sin ser consciente de los seres vivos que los habitaban, o tal vez percibiéndolos simplemente como un bello cuadro, o como destellos en una noche estrellada. De modo que aquella alma feérica flotaba, feliz y en paz, entre las almas de otros muchos de su raza que habían muerto antes que ella, y que ya no tenían rostro, ni nombre, porque habían dejado muy atrás todas aquellas cosas materiales, cuando la Voz la llamó.

El alma quiso resistirse. No deseaba regresar, de ningún modo. El mundo era algo incómodo y pesado, sujeto a las leyes de lo material, y en absoluto tan hermoso y agradable como la dimensión en la que se movía. Pero la Voz insistía, y la arrastró con ella, separándola de las demás...

Habría gritado, de haber tenido boca para gritar.

Pronto, no obstante, la tuvo de nuevo. Sintió que la oprimían otra vez los límites de un cuerpo, se expandió rápidamente por cada célula, mientras su corazón volvía a latir y de nuevo bombeaba sangre a través de sus venas. Trató de abrir la boca para gritar, pero no fue capaz. Tampoco pudo abrir los ojos, al menos no enseguida.

Su alma terminó de acomodarse... y fue entonces cuando descubrió, con desagrado, que ya había un inquilino en aquel cuerpo.

«¿Quién eres?», quiso preguntar.

«Soy yo, hija de Wina —dijo la Voz—. Pero ahora también soy tú.»

El cuerpo sufrió un espasmo. El hada abrió los ojos súbitamente e inhaló aire. Le dolieron los pulmones, pero ignoró el dolor y se incorporó, sobresaltada, intentando asimilar la idea de que momentos antes estaba muerta, pero ahora estaba viva de nuevo. Se miró las manos, y las vio tan suaves y perfectas como siempre. Se tocó el pelo. «Soy yo —pensó—. Pero no soy yo. No del todo.»

«Eres yo —dijo la Voz—. Pero también soy tú. Te he devuelto a la vida para que seamos uno solo.»

BOOK: Tríada
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