Read Sex Online

Authors: Beatriz Gimeno

Tags: #Relatos, #Erótico

Sex (10 page)

BOOK: Sex
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Cuando sólo queda quitarle las bragas, me detiene y no me deja continuar; se las deja puestas. Me arroja sobre la cama, se tumba encima de mí y durante un rato nos besamos, nos frotamos y ella acaricia mi clítoris suavemente; yo empiezo a pensar que esto va bien. Sólo puedo chuparle los pezones porque continúa con las bragas puestas y porque no me deja hacer gran cosa, ya que me aparta las manos cuando las pongo sobre su cuerpo. Es en este momento, cuando me estoy preguntando por qué no se quita las bragas de una vez, se levanta de la mesilla, saca un arnés con su correspondiente dildo, que se coloca con pericia, y me mira desafiante. Yo me he puesto un poco nerviosa; aunque no es la primera que lo usan conmigo y muchas amigas lo tienen, lo cierto es que Amaya no es muy partidaria, así que ahora este artefacto me ha descentrado un poco.

Eso es sólo en el primer momento: cuando está lista, la veo con esa cosa e imagino lo que va a pasar, las tripas se me revuelven de placer y, simplemente, abro las piernas, dejando mi vagina abierta y desprotegida. Abierta para ella, para que me folle, deseando que me folie, suplicando que me folie.

Saca un condón de la mesilla, se lo pone y después se pone frente a mí para jugar un rato conmigo, pasando la punta sobre mi clítoris, poniéndome tan caliente que yo misma quiero cogerlo y metérmelo de una vez por todas, porque ya necesito sentirme llena, pero ella sonríe y dice:

—No, no, así no.

Y yo la dejo hacer. Se echa sobre mí y yo continúo entregada, con las piernas abiertas; empujando con las caderas el dildo entra sin ninguna dificultad. Estoy muy mojada. Cuando el dildo está dentro de mí, siento algo que no he sentido antes, la sensación de estar llena, entregada del todo, llena de sexo, completamente a su merced. Hasta ese momento no había sabido lo que es sentir el cuerpo completamente entregado.

Y entonces, ¡vaya!, Amaya aparece como una ráfaga en mi pensamiento: imagino el placer que sentiría, que sería mucho mayor si fuera ella quien estuviera usando un dildo como este. Y pienso que tengo que decírselo, y eso me distrae y me pone muy triste; no puedo evitarlo, aunque intento por todos los medios concentrarme en lo que tengo entre las piernas. Pero enseguida las acometidas de su cuerpo contra el mío, su vientre contra el mío, su mano ahora en mi coño y su boca en mis tetas, me hacen volver a mí misma y a esta sensación nueva que es correrse sintiéndose llena y penetrada, algo nuevo y precioso para mí; me corro despacio y lentamente, con un buen orgasmo. Mi orgasmo llama al suyo y mientras yo estoy acabando con ese arquear del cuerpo que pide que no se termine, ella se sienta, se quita el arnés y se lo hace frotándose contra mí. Yo aún estoy terminando y ella empieza a gemir. Ha estado muy bien.

Lo malo es que ahora, al terminar, no me siento feliz ni siento las ganas que tengo siempre que me corro con Amaya, de reírme, de besarla, de acariciarla, de dormirme encima de ella, o debajo. Por el contrario, siento un agujero dentro de mí y una nostalgia inmensa de su piel, de su olor tan conocido, y también unas enormes ganas de llamarla, unas enormes ganas de tenerla cerca. Siento una necesidad imperiosa de contarle esto que me acaba de suceder y tengo la sensación, además, de que si no se lo cuento será como si no me hubiera pasado. Como no me parece que deba llamarla desde casa de Mercedes le digo que tengo que marcharme, que me he dejado en casa cosas importantes que tengo que llevar al trabajo. Me mira incrédula y un tanto socarrona, pero no parece importarle que me vaya. Yo estoy deseando irme. En cuanto pongo un pie fuera de su casa corro en busca de un taxi.

En cuanto Amaya abre la puerta, la abrazo y me echo a llorar. Ella me abraza también, aunque no llora porque nunca llora o, por lo menos yo no la he visto jamás. No quiere escuchar nada, porque dice que es muy tarde, y nos vamos a dormir. No se lo conté hasta el día siguiente, pero no parece que le haya importado gran cosa. Pero eso sí, lo primero que hacemos esa mañana es ir a una juguetería a comprar un dildo color violeta, tamaño medio, que usamos de vez en cuando. Y no hay nada comparable a lo que siento cuando Amaya entra en mí y me folla, es lo mejor del mundo o, por lo menos, es lo que más me gusta. Sobre gustos…

RAREZAS

Un amigo me cuenta por teléfono que, según un blog de sexo, las geishas japonesas tenían una técnica sexual que consistía en llevar a un hombre al orgasmo succionándole sólo el dedo gordo del pie y después me dice que va a pedirle a su novia que se lo haga. Yo le digo que los hombres siempre piensan en lo mismo, pero lo digo por decir algo. No hay como los lugares comunes para llenar los espacios de la conversación.

Mi amigo vuelve a llamarme a los dos días y yo aprovecho para preguntarle qué tal le ha ido el asunto del dedo. Me dice que bien, que aunque no ha llegado al orgasmo ha sido una experiencia placentera.

—Cariño, ¿te importaría succionarme el dedo gordo del pie? —si no se lo pido, exploto.

Ella me mira frunciendo el ceño. No le gustan mucho las innovaciones, hay mujeres que son más bien de piñón fijo y la mía es de ésas.

—No sé —duda—, no sé si me va a gustar. No me parece muy lesbiano. Es como hacer una mamada a una polla pequeña.

Lo dicho, no le gustan las innovaciones.

—Cariño, me han contado que es muy agradable, anda, no te cuesta mucho —pongo la voz melosa de pedir favores y consigo que se ría.

Entonces se baja hasta los pies de la cama —nunca mejor dicho—, pasa su lengua por el empeine, la mete entre los dedos, que besa y chupa antes de llegar al dedo gordo y metérselo entero en la boca, succionándolo con fuerza, como si se lo fuera a tragar. Después, presionando el dedo con la lengua y contra el paladar, traga y traga mientras yo me concentro en esa sensación; poco a poco, el placer se va extendiendo por todo el cuerpo, como si cien bocas lo estuviesen recorriendo. Me siento como si fuera un gato al que toda la piel se le levanta al paso de la mano que le acaricia, y casi ronroneo.

Es cuestión de concentrarse y de centrarse en la sensación que llega desde el pie. Y es cuestión de liberarse de la prisa.

Cierto que, para llegar al orgasmo, tengo que ayudarme un poco con la mano pero, después de todo, esto no es un concurso.

ALICE

Nosotras nos conocimos en Oxford, donde yo pasé un semestre en un curso de historia del arte. Alice estaba en el mismo curso que yo y era imposible no fijarse en ella. Lo que ya parecía mucho más difícil —imposible— es que ella se fijara en mí. Yo soy más bien anodina, una española normal, baja de estatura, castaña, completamente vulgar. Tampoco soy el colmo de la alegría, ni de la sociabilidad, ni de la simpatía, ni nada. La vida a veces tiene esas cosas extrañas. Desde que la vi la imaginé en mi cama, pero jamás me hubiera atrevido a hablar con ella y mucho menos a intentar ligar con ella. Ni siquiera podía sospechar que fuera lesbiana. Es de esas mujeres que los hombres persiguen y de hecho no había un solo alumno varón que no lo hubiese intentado; al menos todos ellos se pasaban el día dándole conversación. Y ella sonreía y parecía encantada, y se mostraba extremadamente simpática, y se reía con las tonterías que le decían, y a su vez decía tonterías. Si me hubieran torturado yo hubiera jurado que era la perfecta hetero. Me dan mucha rabia las heterosexuales que tontean con los hombres haciendo honor a la palabra «tontear», es decir, que se vuelven tontas. Es curioso: cuando una mujer intenta ligar con otra mujer busca mostrar lo mejor de sí, intenta mostrarse inteligente, ocurrente, culta… Cuando intenta ligar con un hombre se hace la tonta, lo cual no dice mucho de nosotras, ni tampoco de ellos. En todo caso, no lo soporto. Por eso me volvía loca que alguien tan fascinante como Alice, que además era inteligente y culta en clase, se volviera estúpida cuando la rodeaban los hombres, riéndose de todas sus bromas y poniendo cara de interés ante los temas de conversación más aburridos que se puedan imaginar. Cuando la veía así, con esa risa falsa y estúpida, tenía ganas de ir hacia ella, zarandearla y decirle:

—Pero ¿qué te pasa? Tú no eres así.

Pero me controlaba, claro. No soy yo la enviada para cambiar la manera en que las heterosexuales intentan seducir a los machos de la especie.

Alice es muy guapa. Todo el mundo lo dice. Es norteamericana pero sus padres son suecos. Es una mujer preciosa, de esas que la gente se vuelve a mirar cuando pasa. Tiene unos fascinantes ojos color verde que son difíciles de describir. A veces le digo que sus ojos no parecen de verdad. Tiene una sonrisa que enamora, que transmite toda la alegría del mundo; a su lado es imposible sentirse triste. Cuando sonríe es como si el mundo se abriera ante una. Tiene una melena rubia que le cae por los hombros y en la que a mí me gusta enredarme, que me gusta oler, donde me gusta perderme. Tiene unas manos sensibles que parecen hechas para acariciar y que, desde que las ves, ya estás deseando que recorran tu cuerpo. Alice es un sueño de mujer, y es mía. Y yo nunca dejo de preguntarme cómo se posible que se fijara en mí. Es la mujer más guapa que he visto y si no fuera mi mujer no podría quitármela de la cabeza, pensaría en ella de la mañana a la noche. Pensaría en ella a todas horas y pergeñaría planes absurdos para encontrármela en todas partes. Sé que eso mismo le pasa a mucha gente cuando la conoce y desde que ella es mi mujer tengo esa sensación de sentirme orgullosa de llevarla a mi lado. Alice tiene unas piernas largas que acaban en unos pies perfectos. Suele ir con minifalda y con sandalias. A mí me gustan mucho los pies, me fijo mucho en ellos y si son bonitos me gusta besarlos; los pies de Alice son para empezar a besarlos y no acabar nunca. Me sentaba siempre cerca de ella, a un lado, de manera que pudiera ver sus pies y sus piernas. A veces, en medio de la clase, se me iba la cabeza y pensaba que me acercaba, me arrodillaba, le besaba los pies, le lamía los dedos, el empeine, los delgados tobillos, subía por su pierna hasta los muslos, metía la cabeza bajo su falda y pegaba mi boca a su coño por encima de la braga, se la llenaba de saliva y la olía, y lo que pasara después ya me esforzaba por no imaginarlo, al menos en clase.

Alice anda como las modelos. Moviendo todo el cuerpo, balanceando las caderas de una manera que dice «Sígueme» y yo no imaginaba nada mejor que seguirla hasta donde quisiera llevarme. Alice me gustaba tanto que me enfadé conmigo misma, porque estaba a punto de hacerme perder el curso. No hacía más que imaginarla y masturbarme. Creo que no me he masturbado tanto en mi vida, por la mañana, por la noche y en el baño del
college
. Nunca había estado con una mujer como ella; no podía imaginar ni siquiera cómo sería la sensación de navegar por un cuerpo semejante, por unas caderas como las suyas por un culo como el que marcaba su minifalda.

La universidad organizó una fiesta a mitad del semestre para los alumnos extranjeros. Allí estaba Alice, rodeada, como siempre, de hombres. Yo me agarré a un vaso de whisky y me paseé con él por toda la sala, mirando aquí y allá, hablando con unos y con otros, pero más bien con desgana. Al final, me senté en una escalera. Al rato, no sé por qué milagro o conjunción de los astros, Alice se había sentado a mi lado y, como si fuese lo más normal del mundo, comenzamos a hablar. Era como si ya nos conociéramos o como si hubiésemos tenido antes cientos de conversaciones. Sacó lo mejor de mí en un minuto, sacó mi mejor sentido del humor, mi capacidad para reírme de mí misma.

En un momento dado le dije:

—Allí te deben echar de menos.

—¿Allí? ¿Dónde? —como si no lo supiera.

—Mira a esos chicos, que dudan si acercarse o no. Fíjate cómo nos miran; bueno, rectifico, fíjate cómo te miran.

Se rió con esa risa abierta que tanto me gusta. Que me entra dentro, que me traspasa su alegría, que es como si el cielo se abriera sólo para mí.

—Que miren, que miren. Es todo lo que van a tener de mí.

—¿Y eso? ¿No te gusta ninguno?

Esta era una de esas preguntas que se hace una rezando por dentro para que la respuesta sea la que espera, o más bien la que desea.

—Ninguno. En realidad cuando digo ninguno quiero decir ninguno. No me gustan los hombres.

Y me miró de esa manera que hace que lo que se acaba de decir sea aun más importante, para que no cupiera ninguna duda. Pero yo no supe qué decir, no estaba segura. No era posible, el corazón me latía a mil. La sangre se me había subido a la cara, que me ardía.

—¿Qué quieres decir? ¿Ningún hombre?

—Soy lesbiana —y añadió—. Como tú, ¿no?

Entonces supe lo que significaba que el corazón se te saliera del pecho al recibir una noticia. Jamás, jamás lo hubiera ni sospechado. A partir de ahí la conversación siguió con dificultad, porque yo estaba muy nerviosa, excitada, azorada, avergonzada, tratando de impresionarla… Ya no era yo, y Alice me miraba con sorna. No sé lo que dije después de saber que era lesbiana; tonterías, supongo. Recuerdo que después me pasó una mano por la mejilla y me dijo:

—Y tú me gustas.

Desde ese momento creo que, si no existe dios, debe existir al menos la diosa de las lesbianas. ¿Cómo iba a gustarle a Alice? Alice la maravillosa y yo la poca cosa. En dos segundos tuve que sobreponerme; al fin y al cabo soy mayorcita y tengo experiencia, no iba dejar pasar aquella oportunidad por una cuestión de nervios. Nos besamos. Alice olía a gloria, sabía a gloria, su piel era suave y decir que era como de terciopelo es una cursilada pero por dios que es la verdad. Nos fuimos a su casa o más bien me llevó a su casa mientras yo caminaba en una nube.

Tengo que decir que aquella noche no dejé el pabellón español muy alto. Estaba tan nerviosa que pasados los primeros besos no era capaz de hacer nada a derechas. Estábamos desnudas y Alice era exactamente un sueño, como las mujeres que una imagina o ve en las revistas y piensa que no existen y que todo es
photoshop
. Pues no, tenía a una de ellas desnuda delante de mí. Me preocupaba mi estómago, que no es plano precisamente, mi celulitis, mis muslos, un poco gordos, mis tetas, un poco caídas; me preocupaba no saber hacerlo, me preocupaba tanto todo que estaba seca como un papel de lija, mientras que ella me ofrecía un coño jugoso, empapado, suave, donde mis dedos desaparecían como si se los tragara. Ella me tocó y me dijo:

—No has mojado mucho —y yo, en lugar de decirle la verdad, que no era otra que a veces las ganas excesivas o los nervios pueden impedir que el deseo fluya naturalmente, no se me ocurrió otra cosa que decir:

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