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Authors: Kyung-Sook Shin

Por favor, cuida de mamá (5 page)

BOOK: Por favor, cuida de mamá
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Deslizando un dedo por los indescifrables signos de braille al sol, te preguntaste quién te había enseñado a leer. Fue tu segundo hermano mayor. Os tumbabais boca abajo en el porche de la casa vieja, y mamá se sentaba a tu lado. Tu hermano, un alma mansa, nunca creaba problemas entre hermanos. Incapaz de desobedecer la orden de mamá de que te enseñara a leer, te mandaba escribir números, vocales y consonantes, una y otra vez, con expresión aburrida. Cada vez que intentabas escribir con tu mano izquierda, dominante, tu hermano te pegaba en la mano con una regla de bambú. Cumplía las órdenes de mamá. A ti te resultaba más natural utilizar la mano y el pie izquierdos, pero mamá decía que si usabas la mano izquierda tendrías muchos motivos por los que llorar en la vida. Cuando en la cocina cogías arroz con la mano izquierda, mamá te arrebataba el puñado y te lo ponía en la derecha. Si aun así insistías en utilizar la mano izquierda, cogía la cuchara, te daba un golpe en esa mano y decía: «¿Por qué no me haces caso?». La mano izquierda se te hinchaba. Aun así, cuando tu hermano no miraba, te pasabas el lápiz rápidamente a la mano izquierda y dibujabas dos círculos, uno encima del otro, para el 8. Luego te pasabas el lápiz de nuevo a la derecha. Tu hermano, que sabía que habías juntado los dos círculos en cuanto veía tu 8, te decía que abrieras la palma y te atizaba con la regla. Mientras aprendías a leer, mamá te vigilaba al tiempo que remendaba calcetines o pelaba ajos. Cuando aprendiste a escribir tu nombre y el de mamá, y a leer libros, titubeante, antes de ir a la escuela, la cara de tu mamá floreció como la menta. Esa cara se superpuso al braille que no sabías leer.

Te levantaste y corriste de vuelta hacia la carretera sin molestarte en sacudirte la arena de la ropa. Decidiste que en lugar de volar a Seúl irías en taxi a Taejon y cogerías un tren a Chongup. No dejabas de pensar que hacía casi dos estaciones que no veías a mamá.

* * *

Recuerdas un aula de la escuela, hace mucho tiempo.

Era el día en que alrededor de sesenta niños rellenaban las solicitudes de acceso a la escuela secundaria. Si no lo hacías ese día, no podías ir. Tú eras uno de los niños que no estaba rellenando una solicitud. No acababas de entender qué significaba no ir a la escuela secundaria. Pero te sentías culpable.

La noche anterior mamá había gritado a padre, que estaba enfermo en la cama. Le había gritado: «No tenemos nada, ¿cómo va a sobrevivir la niña en este mundo si no la mandamos a la escuela?». Padre se levantó y se fue de casa, y mamá cogió una mesa baja y cuadrada y la arrojó al patio con frustración.

«¿De qué sirve tener una casa si ni siquiera puedes llevar a tus hijos a la escuela? ¡Lo rompería todo!». Deseaste que se calmara; a ti te daba igual no ir a la escuela. Después de tirar la mesa, mamá no se aplacó. Abrió y cerró la puerta del sótano de un portazo, arrancó la ropa del tendedero, la arrugó y la tiró al suelo. Luego se acercó a ti, que estabas agachada junto al pozo, se quitó la toalla de la cabeza y te la puso debajo de la nariz. «¡Suénate!», te ordenó. Oliste el intenso olor a sudor de la toalla de mamá. No querías sonarte, y menos con esa toalla maloliente, pero mamá no paró de decirte a gritos que te sonaras con todas tus fuerzas. Cuando titubeaste, te dijo que así no llorarías. Probablemente la miraste al borde de las lágrimas. Pedirte que te sonaras era su forma de decirte: «No llores». Incapaz de resistirte, te sonaste, y tus mocos y el olor a sudor se mezclaron en la toalla.

Al día siguiente mamá fue a la escuela y llevaba puesta esa misma toalla. Después de hablar con tu maestro, éste se acercó a ti y te dio un formulario. Levantaste la cabeza y miraste fuera del aula mientras escribías tu nombre en el formulario, y viste que mamá te observaba desde el pasillo. Cuando vuestras miradas se cruzaron, ella se quitó la toalla y la agitó; sonreía de oreja a oreja.

Poco antes de que llegara el momento de pagar la matrícula de la escuela secundaria, el anillo de oro que mamá llevaba en el dedo corazón, su única joya, desapareció de su mano. Solo quedó la marca en el dedo, grabada por los muchos años que lo había llevado.

* * *

Las jaquecas asaltaban continuamente a mamá.

Durante esa visita a la casa de tu niñez, te despertaste con sed en medio de la noche y viste tus libros alzándose sobre ti en la oscuridad. Cuando decidiste ir a Japón con Yu-bin en su año sabático no sabías qué hacer con todos tus libros. Al final enviaste la mayoría de ellos, los que llevaban años contigo, a la casa de tus padres. En cuanto mamá los recibió, vació una habitación y los colocó allí. Desde entonces, nunca habías encontrado el momento de llevártelos. Cuando ibas a casa de tus padres, utilizabas esa habitación para cambiarte de ropa o guardar las maletas, y si te quedabas a dormir, ahí era donde mamá te preparaba la estera y las mantas.

Después de beber agua y de volver a la cama, te preguntaste cómo dormía mamá. Abriste con cuidado la puerta de su habitación. Parecía que no estaba allí. «¡Mamá!», la llamaste. No hubo respuesta. Buscaste a tientas el interruptor de la pared y encendiste la luz. No estaba. Encendiste la luz de la salita y abriste la puerta del cuarto de baño, pero tampoco estaba allí. «¡Mamá! ¡Mamá!», la llamaste al tiempo que abrías la puerta de la calle y salías al patio. El viento de la madrugada te agitó la ropa. Encendiste la luz del patio y miraste rápidamente hacia la tarima del cobertizo. Mamá estaba ahí tumbada. Bajaste corriendo los escalones y te acercaste a ella. Fruncía el entrecejo, como antes, dormida, con una mano en la cabeza. Iba descalza, y tenía los dedos de los pies doblados hacia abajo, tal vez por el frío. La sencilla cena y la conversación que habíais tenido mientras paseabais juntas por la casa se desvanecieron. Era una madrugada de noviembre. Llevaste una manta y la tapaste. Llevaste calcetines y se los pusiste. Y te sentaste a su lado y te quedaste ahí hasta que se despertó.

* * *

Mamá había pensado en otras maneras de ganar dinero aparte de la granja y acondicionó un rincón del cobertizo para hacer malta. Llevaba allí todo el trigo que cosechaba en los campos, lo trituraba, lo mezclaba con agua, lo ponía en el molde y hacía malta. Cuando fermentaba, toda la casa olía a malta. A nadie le gustaba ese olor, pero mamá decía que era el olor del dinero. En el pueblo había una casa donde hacían tofu, y cuando ella les llevaba la malta fermentada, la vendían a la fábrica de cerveza y le daban el dinero a mamá. Ella guardaba ese dinero en un cuenco blanco, apilaba seis o siete cuencos más encima y los ponía en la parte superior de los armarios. El bol era el banco de mamá. Guardaba allí todo su dinero. Cuando llevabas a casa el recibo de la matrícula, ella sacaba dinero del cuenco, lo contaba y te lo ponía en la mano.

Más tarde esa mañana, cuando abriste los ojos descubriste que estabas tumbada en la tarima del cobertizo. ¿Dónde se había metido mamá? No estaba a tu lado, pero de la cocina llegaban golpes de cuchillo. Te levantaste y fuiste hacia allí. Mamá estaba a punto de trocear un rábano blanco sobre la tabla de cortar. Te pareció que agarraba de forma precaria el cuchillo. No era así como solía cortar hábilmente el rábano, sin bajar la vista, para hacer ensalada. La mano con que cogía el cuchillo era inestable, y este resbaló sobre el rábano y chocó contra la tabla. Parecía que iba a cortarse un pulgar.

—¡Mamá! ¡Espera! —Le quitaste el cuchillo de la mano—. Ya lo hago yo, mamá.

Te colocaste frente a la tabla. Mamá se quedó quieta pero luego dio un paso a un lado. En el escurridor del fregadero estaba el pulpo sin vida. Sobre la cocina de gas había una olla de cocción al vapor de acero inoxidable. Pensaba hacer un lecho de rábano y poner el pulpo encima para cocerlo al vapor. Estuviste a punto de preguntar: «El pulpo, en vez de cocerlo al vapor, ¿no habría que hervirlo?». Pero no lo hiciste. Mamá dispuso las rodajas de rábano en el fondo de la olla y colocó dentro una rejilla de acero inoxidable. Metió el pulpo entero y puso la tapa a la olla. Así era como cocinaba el marisco.

Mamá no estaba acostumbrada al pescado. Ni siquiera conocía el nombre de cada especie. Para ella, caballa, lucio o sable eran pescado y punto. En cambio distinguía las diferentes clases de judías: alubias rojas, semillas de soja, judías blancas, judías negras. Cuando tenía que cocinar pescado, nunca preparaba
sashimi
, ni lo asaba ni lo cocía, sino que lo salaba y lo hacía al vapor. Para la caballa o el pez sable preparaba incluso una salsa de soja con pimienta roja, ajo y pimienta, y los cocía al vapor sobre el arroz que se estaba cocinando. Mamá nunca probó el
sashimi
. Cuando veía a alguien comer pescado crudo, lo miraba con una cara de asco que decía: «Pero ¿qué está haciendo?». Mamá, que había cocido raya al vapor desde que tenía diecisiete años, quiso hacer también así el pulpo. La cocina no tardó en llenarse del olor a rábano y a pulpo. Mientras, observabas cómo mamá hacía el pulpo al vapor y pensaste en las rayas.

La gente de la región de mamá siempre ponía raya en la mesa de sus ritos ancestrales. Para mamá, el año estaba estructurado alrededor de los ritos ancestrales que se celebraban una vez en primavera y dos veces en verano y en invierno. Siete veces al año, si contabas Año Nuevo y el Chuseok
[1]
, mamá tenía que sentarse junto al pozo y limpiar una raya. Normalmente la raya que compraba era del tamaño de la tapa de una caldera. Cuando tu mamá iba al mercado, compraba una raya roja y la dejaba junto al pozo, sabías que se acercaba un rito ancestral. Limpiar la raya para los ritos ancestrales de invierno, cuando el tiempo convertía el agua en hielo, era una tarea ardua. Tú tenías las manos pequeñas, y las de mamá estaban endurecidas de tanto trabajar. Ella hacía una raja con el cuchillo en la piel de la raya, con sus manos rojas y heladas, y entonces tus jóvenes dedos arrancaban las membranas. Habría sido más fácil si se hubieran desprendido de una pieza, pero salían a trozos. Mamá hacía otra raja en el pescado y todo el proceso volvía a empezar. Era una típica escena de invierno: tu mamá y tú acuclilladas junto al pozo, cubierto por una fina capa de hielo, despellejando la raya. La limpieza de la raya se repetía cada año, como si alguien rebobinara una película. Un invierno, mamá miró tus manos heladas mientras estabas sentada frente a ella y dijo: «¿Y si no le quitamos la piel?»; dejó lo que estaba haciendo y troceó el pescado con confianza. Era la primera vez que la mesa de los ritos ancestrales veía una raya con piel. Padre preguntó: «¿Qué le pasa a esta raya?». Mamá respondió: «Es la misma raya de siempre pero con piel». La hermana de padre gruñó: «Tienes que poner más cuidado con la comida de los ritos ancestrales». «Pues despelléjala tú», replicó mamá. Aquel año, cada vez que pasaba algo malo, alguien sacaba a relucir la raya con piel. Cuando el caqui no dio fruto; cuando a uno de tus hermanos, jugando a tirar palos, le dio un palo volador en un ojo; cuando hospitalizaron a padre; cuando los primos se pelearon… la hermana de padre refunfuñó que todo se debía a que mamá no había despellejado la raya para los ritos ancestrales.

Mamá puso el pulpo cocinado al vapor sobre la tabla de picar y trató de cortarlo, pero el cuchillo le resbalaba de las manos como cuando había intentado cortar el rábano en rodajas.

—Ya lo hago yo, mamá.

Volviste a coger el cuchillo, cortaste el pulpo caliente con olor a rábano, sumergiste un trozo en una salsa de pimientos rojos con vinagre y se lo ofreciste. Era lo que ella siempre hacía contigo. Y cada vez tú tratabas de atraparlo en el aire con tus palillos, pero mamá te decía: «Si lo comes con tus palillos, no sabe tan bien. Abre la boca». Mamá trató de atraparlo en el aire con sus palillos.

—Así no sabe tan bien. Abre la boca —dijiste.

Y metiste el trozo de pulpo en su boca. Tú también lo probaste. El pulpo estaba caliente, blando y tierno. Te preguntaste: «¿Pulpo para desayunar?». Pero mamá y tú os lo comisteis con los dedos, de pie en la cocina. Mientras masticabas, observaste la mano de mamá: trataba de coger un trozo de pulpo y se le caía. Le pusiste un trozo en la boca. Enseguida dejó de intentar comer el pulpo por sí sola y esperó a que tú se lo pusieras en la boca. Su mano parecía perdida. Mientras comíais pulpo, dijiste:

—Madre. —Era la primera vez que la llamabas «madre»—. Madre, vayamos a Seúl hoy mismo.

—Vayamos a las montañas —replicó ella.

—¿A las montañas?

—Sí, a las montañas.

—¿Hay un camino desde aquí?

—Lo he abierto yo misma.

—Iremos a Seúl y, una vez allí, al hospital.

—Más adelante.

—¿Cuándo?

—Cuando tu sobrina haya hecho el examen de ingreso. —Se refería a la hija de Hyong-chol.

—Puedes ir conmigo en lugar de con Hyong-chol.

—Estoy bien. Todo irá bien. Iré al doctor de medicina china. También estoy haciendo fisioterapia porque me dijeron que tenía el cuello mal.

No lograste convencerla…, siguió insistiendo en que iría más adelante. Luego te preguntó cuál era el país más pequeño del mundo.

¿El país más pequeño? La miraste fijamente, una desconocida que te hacía una pregunta al azar. ¿Cuál es el país más pequeño del mundo? Mamá te pidió que le compraras un rosario de palo de rosa si alguna vez ibas a ese país.

—¿Un rosario de palo de rosa?

—Cuentas de rezo hechas de madera de palo de rosa. —Te miró lánguidamente.

—¿Necesitas cuentas de rezo?

—No, solo quiero cuentas de rezo de ese país. —Mamá hizo una pausa y dejó escapar un profundo suspiro—. Si alguna vez vas, tráeme uno.

Te quedaste callada.

—Porque tú puedes ir a cualquier parte.

Tu conversación con mamá se quedó allí. No dijo una palabra más en la cocina. Después de desayunar pulpo al vapor, tu mamá y tú salisteis de la casa. Cruzasteis varios arrozales de las montañas que bordeaban el final del pueblo y subisteis por un sendero de las colinas. Aunque la gente no lo utilizaba, estaba transitable. La gruesa capa de hojas de roble que cubría el suelo amortiguaba tus pasos. A veces las ramas que se entrelazaban sobre el sendero te rozaban la cara. Mamá, que iba delante, las apartaba para que pasaras. Un pájaro emprendió el vuelo.

—¿Vienes aquí a menudo?

—Sí.

—¿Con quién?

—Con nadie. No tengo a nadie que me acompañe.

¿Mamá subía sola por ese sendero? Realmente no podías decir que la conocías. Era un sendero oscuro para recorrerlo en soledad. En ciertas partes, el bambú era tan denso que no se veía el cielo.

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