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Authors: Agatha Christie

Poirot en Egipto (21 page)

BOOK: Poirot en Egipto
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Poirot empujó el papel hacia atrás.

—Es muy exacto, muy justo, lo que usted ha escrito ahí.

—¿Está usted conforme con ello?

—Sí.

—Y ahora, ¿cuál es su aportación?

—¿Por qué tiraron la pistola por la borda?

—¿Eso es todo?

—Por el momento, sí. Hasta que encontremos una respuesta satisfactoria a esa pregunta, no se ve nada que tenga sentido. Ése es, debe ser, el punto de partida. Observará usted, amigo mío, que en su sumario no ha intentado contestar a ese punto.

—Pánico —murmuró Race.

Poirot meneó la cabeza en señal de perplejidad. Cogió la estola de terciopelo empapada y la alisó sobre la mesa. Su dedo indicó las señales de chamuscamiento y los agujeros quemados.

—Dígame, amigo mío —dijo de repente—; usted conoce mejor que yo las armas. ¿Este material, envuelto alrededor de una pistola, produciría alguna diferencia en el amortiguamiento del sonido?

—No, no produciría ninguna diferencia. No como un silenciador, por ejemplo.

Poirot asintió con la cabeza. Continuó:

—Un hombre, ciertamente un hombre muy conocedor de las armas de fuego sabría eso. Pero una mujer, una mujer no lo sabría.

—Esa pistola no haría mucho ruido —dijo Race—. Simplemente un chasquido, un ruido seco, eso es todo. Habiendo otro ruido alrededor, hay diez probabilidades contra una de que no se notaría.

—Sí, he pensado en eso.

Recogió el pañuelo y lo examinó.

—Un pañuelo de hombre, pero no el de un caballero. Treinta centavos, todo lo más.

—La clase de pañuelo que usaría un hombre como Fleetwood.

—Si. Andrés Pennington, he observado, usa un pañuelo de seda muy hermoso.

—¿Ferguson? —sugirió Race.

—Posiblemente. Pero entonces sería un pañuelo de colores brillantes.

—Lo usó en vez de un guante, supongo, para sujetar la pistola y evitar las huellas dactilares —añadió Race en tono de broma—: La Pista del Pañuelo Ruborizante.

—¡Ah, sí! El color de una
jeune fille
, ¿no es verdad? —lo depositó sobre la mesa y volvió a la estola, examinando de nuevo las señales de la pólvora—. De todos modos —murmuró—, es muy extraño...

—¿El qué?


Cette pauvre madame Doyle,
tendida ahí tan pacíficamente... Con el agujerito en la cabeza. ¿Recuerda qué aspecto tenía?

Race le miró con curiosidad.

—Tengo una idea que trata de decirme algo —observó—, pero no tengo la menor sospecha de lo que puede ser.

Capítulo XIX

Sonó un golpe en la puerta.

—Adelante —invitó Race.

Un camarero entró.

—Dispense, señor —dijo a Poirot—. pero el señor Doyle pregunta por usted.

—Voy —se dirigió al camarote de Bessner.

Simon, con el rostro enrojecido y febril, estaba apoyado en dos cojines.

—Es usted muy amable al venir, señor Poirot. Escuche, deseo pedirle algo.

—¿Sí?

—Se trata... Se trata de Jacqueline. Quiero verla. ¿Cree usted... tendrá inconveniente... cree usted... si usted le rogase que viniese a verme? Usted sabe, he estado pensando. Esa desgraciada chiquilla, es tan sólo una chiquilla, después de todo, y la traté muy mal... y... —calló tartamudeando.

—¿Desea ver a mademoiselle Jacqueline? Se la traeré.

—Muchas gracias. Es usted muy amable.

Poirot fue en busca de la muchacha. Encontró a Jacqueline de Bellefort sentada en un rincón del salón de observación.

—¿Quiere usted venir conmigo, mademoiselle? El señor Doyle quiere verla.

—¿Simon? ¿Quiere verme... a mí? —se movió incrédula.

—¿Quiere usted venir, mademoiselle?

—Yo... sí, desde luego.

Le acompañó dócil como una criatura.

Poirot entró en el camarote.

—Aquí esta mademoiselle.

Ella entró detrás, vaciló y se quedó inmóvil, muda, con los ojos clavados en el rostro de Simon.

—Hola, Jacqueline.

Él también estaba embarazado. Continuó:

—Has sido muy amable al venir. Quería decir... quiero decir...

—Simon... yo no maté a Linnet. Tú sabes que yo no hice eso... Yo... yo... estaba loca anoche. ¡Oh! ¿Podrás perdonarme?

—Desde luego. No sufras. No temas nada. Eso es lo que yo quería decir. Me figuré que estarías preocupada, ¿sabes...?

—¿Preocupada? ¡Oh, Simon!

—Para eso quería verte. No temas, chiquilla. Te enojaste un poco anoche. Habías bebido un poquitín de mas... Todo eso es muy natural.

—¡Oh, Simon! Podría haberte matado...

—Tú no. No con un juguete como aquél...

—¡Y tu pierna! Quizá no podrás caminar nunca más...

—Escucha, Jacqueline, no seas tontina. Tan pronto como lleguemos a Assuán me sacarán una radiografía y extraerán esa bala de hojalata y todo quedará bien.

Jacqueline se arrodilló junto a la cama de Simon, ocultando el rostro entre las manos y sollozando.

Simon le acarició la cabeza. El detective salió del camarote.

Oyó algunos murmullos entrecortados cuando salía...

—¿Cómo podía yo ser tan mala...? ¡Oh, Simon! ¡Cuánto lo siento...!

Fuera, Cornelia Robson se apoyaba en la baranda. Volvió la cabeza.

—¡Oh! ¿Es usted, señor Poirot? Es terrible que haga un día tan hermoso.

Poirot contempló el cielo.

—Cuando el sol brilla, no se puede ver la luna —observó—. Pero cuando el sol se pone... ¡ah!, cuando el sol se pone...

—¿Qué dice?

—Que cuando el sol se ponga, veremos la luna. Es así, ¿no es cierto?

—Sí, sí, ciertamente.

Ella le miró dudosa. Poirot rió suavemente.

—Digo imbecilidades —explicó—. No haga caso.

Dirigióse pausadamente hacia la popa del barco. Al pasar delante del camarote siguiente, se detuvo un instante. Percibió fragmentos de frases pronunciadas dentro.

—Eres una desgraciada; después de todo lo que he hecho por ti, no tienes ninguna consideración por tu desgraciada madre... No tienes idea de lo que sufro...

Los labios de Poirot se pusieron rígidos. Alzó una mano y llamó.

Hubo un silencio impresionante, y luego la voz de la señora Otterbourne preguntó:

—¿Qué hay?

—¿Está la señorita Rosalía aquí?

Rosalía apareció en el umbral. Poirot se impresionó al ver su aspecto. Tenía ojeras y líneas trazadas en torno de la boca.

—¿Qué quiere? —preguntó ásperamente.

—El placer de unos minutos de conversación con usted, mademoiselle. ¿Quiere hacer el favor de venir?

—¿Por qué he de ir yo con usted?

—Se lo suplico, mademoiselle.

—¡Oh! Supongo que... —salió a cubierta, cerrando la puerta detrás de ella—. ¿Bien?

Poirot la asió suavemente del brazo y la llevó a lo largo de la cubierta en dirección de la popa. Pasaron delante de los cuartos de baño y doblaron el ángulo. Tenían la parte de la popa libre para ellos.

Poirot puso los codos sobre la baranda. Rosalía permaneció derecha y tiesa.

—Podría formularle a usted algunas preguntas, mademoiselle, mas no creo que, por el momento, usted accediera a responderlas.

—Me parece una pérdida de tiempo que me traiga aquí entonces.

—Usted está habituada, mademoiselle, a soportar su propia carga... Pero no puede hacer eso demasiado tiempo. La tensión resulta muy fuerte. Para usted, mademoiselle, la tensión está haciéndose demasiado grande.

—No sé de qué está hablando.

—Estoy hablando de hechos, mademoiselle, de hechos sencillos y feos. Llamemos al pan pan y al vino vino, y digámoslo en una frase breve. Su madre bebe, mademoiselle.

Rosalía no contestó. Abrió la boca y volvió a cerrarla. Por una vez, estaba desconcertada.

—No hay necesidad de que me hable, mademoiselle. Yo estaba interesado, en Assuán, en las relaciones existentes entre ustedes. Vi al instante que, a pesar de sus observaciones poco filiales, cuidadosamente estudiadas, usted estaba, en realidad, protegiéndola apasionadamente de algo. Pronto averigüé qué era ese algo. Lo descubrí mucho antes de encontrar a su madre, una mañana, en un inconfundible estado de embriaguez. Además, su caso, según pude ver, era de secretos ataques de borrachera. Estaba usted contendiendo con él valerosamente. No obstante, ella tenía la astucia del borracho secreto. Ella adquirió un suministro secreto de bebidas alcohólicas y logró esconderlo. No me sorprendería que usted hubiese descubierto el escondrijo ayer. En consecuencia, anoche, tan pronto como su madre se quedó dormida, usted salió con el contenido del escondrijo, fue a la otra parte del barco, dado que su lado estaba junto a la orilla, y lo tiró por la borda al Nilo. No me equivoco, ¿verdad?

—No se equivoca usted —Rosalía habló con súbita pailón—. ¡Supongo que fui una necia al no decirlo! Pero no quería que se enterase todo el mundo. Lo tiraría todo al río. Y parecía tan estúpido... quiero decir... que yo...

—¿Tan estúpido que sospechasen que usted había cometido un asesinato?

Rosalía asintió con la cabeza. Luego estalló de nuevo:

—He procurado tanto... que nadie se enterase... Realmente no es culpa de ella. Se desanimó. Sus libros ya no se vendían. La afectó muchísimo. Y en consecuencia, empezó a beber. Durante mucho tiempo no supe por qué estaba tan extraña. Luego, cuando lo descubrí, intenté impedirlo. Dejaba de beber durante un tiempo y luego, de repente, comenzaba de nuevo y se producían escenas y riñas con la gente. Era terrible. Tenia que vigilarla siempre, apartarla... Y entonces empezó a enojarse por ello conmigo. Se ha vuelto en contra mía. Creo que a veces hasta me odia...


Pauvre petite!
—dijo Poirot.

Rosalía dijo lentamente:

—Es un alivio hablar de ello. Usted... usted siempre ha sido bondadoso conmigo, señor Poirot. Temo haber sido grosera con usted muy a menudo.

—La
politesse
no es necesaria entre amigos.

En el rostro de ella reapareció de repente una expresión de recelo.

—¿Va... va usted a contárselo a todo el mundo? Presumo que tendrá que hacerlo por culpa de esas malditas botellas que tiré por la borda.

—No, no, no es necesario. Simplemente, dígame lo que yo quiero saber. ¿A qué hora fue esto? ¿A la una y diez?

—Aproximadamente a esa hora. No recuerdo exactamente.

—Y ahora dígame, mademoiselle. La señorita Van Schuyler la vio a usted. ¿Usted la vio a ella?

—No, no la vi.

—Ella dice que se asomó a la puerta de su camarote.

—No creo que pudiera haberla visto. Yo, simplemente, miré a lo largo de la cubierta y luego al río.

—¿Vio usted a alguien cuando escrutó la cubierta?

Hubo una pausa, una pausa larga. Rosalía fruncía el ceño. Parecía estar pensando seriamente. Finalmente meneó decididamente la cabeza.

—No —declaró—. No vi a nadie.

Hércules Poirot movió lentamente la cabeza. Pero sus ojos tenían una expresión grave.

Capítulo XX

Los pasajeros entraron en el comedor de uno en uno y de manera sumisa. Tim Allerton llegó unos minutos después que su madre se hubo sentado en su puesto. Estaba malhumorado.

—¡Ojalá no se me hubiese ocurrido jamás hacer este viaje! —gruñó.

Poirot se sentó a la mesa, haciendo una reverencia a la señora Allerton.

—Llego un poco tarde —dijo.

—Supongo que habrá estado ocupado —indicó la señora Allerton.

—Sí. He estado muy ocupado.

Ordenó una botella de vino.

—Somos católicos en nuestros gustos —declaró la señora Allerton—. Usted siempre bebe vino; Tim, whisky y sifón, y yo pruebo las diferentes clases de aguas minerales, alternadamente.


Tiens!
—murmuró Poirot. La contempló un momento. Murmuró para sí: «Es una idea...»

Luego, con un impaciente encogimiento de hombros, apartó la repentina preocupación que le habla atormentado y empezó a charlar frívolamente sobre los temas.

—¿Está gravemente herido el señor Doyle? —inquirió la señora Allerton.

—Sí, la herida es bastante grave. El doctor Bessner está ansioso por llegar a Assuán para sacarle una radiografía de la pierna y extraerle la bala. Pero abriga la esperanza de que no quedará cojo permanentemente.

—¡Pobre Simon! —murmuró la señora Allerton—. Espero que él no esté demasiado enojado con esa pobre niña.

—¿Con mademoiselle Jacqueline? Por el contrario. Está lleno de ansiedad por ella. —Se volvió hacia Timoteo—: ¿Sabe usted? Se trata de un pequeño problema de psicología lo que ha sucedido con ellos. Cuando mademoiselle los seguía de lugar en lugar, él estaba furioso, pero ahora que ella le ha disparado un tiro y herido peligrosamente, quizá dejándolo cojo para el resto de su vida, toda su furia se ha evaporado. ¿Comprende usted eso?

—Sí —respondió Tim, pensativamente—. Creo que sí. Lo primero lo ponía a él en ridículo...

—Dígame, la prima de madame Doyle, la señorita Juana Southwood, ¿se parecía a madame Doyle?

—Se equivoca usted, señor Poirot. Era prima nuestra y amiga de Linnet.

—¡Ah! Dispense, estaba confundido. Es una joven muy conocida. Hace tiempo estoy interesado en ello.

—¿Por qué? —inquirió Tim ásperamente.

Poirot se incorporó para hacer una reverencia a Jacqueline de Bellefort, que acababa de entrar y pasó delante de la mesa para dirigirse hacia la suya. Sus mejillas estaban rojas y sus ojos brillantes. Respiraba entrecortadamente. Al volver a sentarse, Poirot pareció haber olvidado la pregunta de Tim. Murmuró vagamente:

—Me pregunto si todas las señoritas que poseen joyas valiosas en gran número, son tan descuidadas como lo era madame Doyle.

—¿Es cierto, pues, que las robaron? —preguntó la señora Allerton.

—¿Quién se lo ha dicho, madame?

—Ferguson lo dijo —respondió Tim.

—Es verdad.

—Supongo —dijo la señora Allerton nerviosamente— que esto significa una serie de molestias y cosas desagradables para todos nosotros. Tim lo afirma.

Su hijo frunció el ceño. Pero Poirot se había vuelto hacia él.

—¡Ah! ¿Tal vez usted ha tenido alguna experiencia anterior? ¿Ha estado en una casa donde se ha perpetrado un robo?

—Nunca —repuso Tim.

—¡Oh, sí, querido! Estabas en casa de los Pennington aquella vez cuando robaron los diamantes de aquella horrible mujer.

—Siempre enredas las cosas, mamá. ¡Me encontraba allí cuando se descubrió que los diamantes que ella lucía alrededor de su cuello de toro eran de pasta, falsos! ¡La sustitución fue hecha probablemente unos cuantos meses antes! En realidad, mucha gente decía que ella misma lo había hecho.

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