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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

Pisando los talones (2 page)

BOOK: Pisando los talones
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Dieron las tres y diez de la madrugada.

No quería esperar más. Había llegado el momento; un momento de esa línea temporal sobre la que él ejercía su control.

Casi nunca se ponía su reloj de pulsera. Sin embargo, el tictac de horas y minutos se dejaba oír sin cesar en su interior. Sabía qué hora era, pues tenia dentro un mecanismo de relojería que nunca fallaba.

Abajo, en torno al mantel azul, reinaba la calma. Los tres escuchaban la música abrazados. Él sabía que no dormían, aunque sí se hallaban sumidos en el estadio más profundo de sus ensueños y eran incapaces de imaginar siquiera que él estuviese muy cerca, detrás de ellos.

Sacó la pistola con silenciador que había dejado junto a sí, sobre el chubasquero doblado en el suelo. Echó un vistazo y se deslizó después, ligeramente agazapado, hasta el árbol que se hallaba justo detrás del grupo. Entonces se detuvo unos segundos. No habían oído nada. Miró de nuevo a su alrededor y comprobó que nadie merodeaba por allí. Estaban solos.

Salió de detrás del árbol y les descerrajó un tiro en la frente a cada uno. No pudo evitar que salpicase algo de sangre sobre las pelucas blancas. Fue tan rápido que ni siquiera alcanzó a tomar conciencia de lo que estaba haciendo.

Pese a todo, allí estaban los tres, tendidos y muertos ante él. Abrazados, tal y como se hallaban unos segundos antes.

Apagó el radiocasete. Aplicó el oído. Oyó el gorjeo de los pájaros. Lanzó otra mirada a su alrededor, pero, por supuesto, no había nadie. Dejó la pistola sobre el mantel, no sin antes extender una servilleta. Él nunca dejaba rastro alguno.

Luego se sentó a contemplar a aquellos que habían estado riendo hacía un momento pero que ahora yacían muertos.

Se le ocurrió pensar que la idílica escena no se había modificado lo más mínimo. «La única diferencia es que ahora ya somos cuatro, conforme al plan inicial».

Se sirvió una copa de vino tinto. En condiciones normales, él no bebía. Pero en esta ocasión no pudo evitarlo. Después se ajustó una de las pelucas. Probó la comida, aunque no estaba especialmente hambriento.

A las tres y media, se levantó.

Aún le quedaba mucho por hacer. El parque natural era un lugar frecuentado por personas madrugadoras. Si alguien, contra todo pronóstico, abandonase el sendero para acercarse a la hondonada, no hallaría el menor rastro de lo sucedido.

Al menos, no todavía.

Lo último que hizo antes de abandonar el lugar fue registrar las bolsas y la ropa de los jóvenes. Y, en efecto, encontró lo que buscaba. Los tres llevaban encima el pasaporte. Se guardó los tres documentos en el bolsillo de su cazadora; más tarde los quemaría.

Un último vistazo, antes de echar mano a una pequeña cámara y sacar una foto.

Sólo una.

Aquello era como contemplar un cuadro que representase una excursión en el siglo XVIII.

La única diferencia consistía en que alguien había salpicado la imagen de sangre.

Era la mañana de San Juan. El sábado 22 de junio de 1996
[2]

Parecía que el buen tiempo iba a mantenerse.

El verano había llegado por fin a Escania.

Primera parte
1

El miércoles 7 de agosto de 1996, Kurt Wallander estuvo a punto de morir en un accidente de tráfico al este de Ystad.

Sucedió poco después de las seis de la madrugada. Acababa de cruzar Nybrostrand, en dirección a Österlen, cuando de repente vio surgir delante de su Peugeot un camión que venía directo hacia él. En cuanto oyó el claxon del camión, dio un volantazo y se salió al arcén. En ese momento lo atenazó el miedo. El corazón empezó a latirle bajo el pecho, y luego sintió tal mareo, tal vértigo, que creyó que iba a desmayarse. Durante un buen rato mantuvo las manos aferradas al volante de forma compulsiva.

Una vez que hubo recuperado la calma, se dio cuenta de lo que había ocurrido. Se había dormido al volante. Sólo había dado una cabezada, apenas duró una fracción de segundo, pero fue suficiente para que su viejo vehículo invadiera, haciendo eses, el carril opuesto.

Un segundo más y ahora estaría muerto, aplastado bajo el peso del camión.

La idea lo dejó helado por un momento. Lo único que le venía a la cabeza era aquella ocasión, hacía ya algunos años, en que le faltó poco para chocar contra un alce a las afueras de Tingsryd.

Pero entonces había niebla y estaba oscuro. En cambio, esta vez se había dormido al volante.

El cansancio.

No lo comprendía. Le había sobrevenido sin previo aviso, poco antes de marcharse de vacaciones, a principios de junio. Precisamente este año había decidido tomarse el descanso a comienzos del verano. Pero la lluvia le había amargado las vacaciones. Hasta que no se hubo incorporado al trabajo, poco después de San Juan, no llegó el buen tiempo a Escania.

Desde entonces, el cansancio ya no le había abandonado. Era capaz de quedarse dormido sentado en una silla. Incluso tras una larga noche de sueño ininterrumpido, tenía que hacer un esfuerzo para levantarse de la cama. Con frecuencia, cuando iba al volante, se veía obligado a pararse un rato en el arcén para echar una cabezada.

No comprendía aquel cansancio. Su hija Linda le había preguntado al respecto durante la semana de vacaciones que habían pasado juntos y en la que habían viajado en coche por Gotland. Fue una de las últimas noches, y estaban alojados en una pensión de Burgsvik. Había hecho una tarde magnífica. Habían pasado el día deambulando por el extremo sur de Gotland y, antes de regresar a la pensión, cenaron en una pizzería.

Linda le preguntó por qué estaba tan agotado. Kurt contempló el rostro de su hija, iluminado por la luz del candil, y comprendió que ella había meditado bien la pregunta. Sin embargo, le contestó con evasivas, le dijo que no le pasaba nada, que era muy normal que dedicase parte de sus vacaciones a intentar recuperar las horas robadas al sueño. Linda no insistió, pero él notó que no quedaba muy convencida.

Tras el grave suceso con el camión, comprendió que no podía seguir así. Aquel cansancio no era normal. Algo no funcionaba. Había intentado detectar otros síntomas de enfermedad, pero no halló nada, salvo que a veces se despertaba por la noche con calambres en las pantorrillas.

Se dio cuenta de lo cerca que había estado de la muerte y concluyó que no podía ignorar ese cansancio por más tiempo. Tendría que pedir cita con el médico aquel mismo día.

Arrancó el coche y prosiguió su camino. Bajó la ventanilla. Pese a que corría ya el mes de agosto, hacía aún mucho calor.

Se dirigía a la casa de su padre, en Löderup. No sabía cuántas veces había recorrido el mismo camino, pero seguía sin poder aceptar la idea de no hallar a su padre en su taller, ante el caballete, pintando uno de sus cuadros con el motivo recurrente y siempre idéntico: un paisaje con un urogallo. O sin urogallo. Pero siempre con el sol como suspendido de hilos invisibles sobre las copas de los árboles.

Pronto se cumplirían dos años desde el día en que Gertrud llamó a la comisaría de Ystad para comunicarle que su padre había caído muerto en el suelo del taller. Aún podía rememorar, como en una imagen nítida pero deformada, que, en aquella ocasión, mientras conducía hacia Löderup, se había negado a aceptar lo que sabía que era cierto; pero al ver a Gertrud en el jardín, no pudo ignorarlo por más tiempo y cobró conciencia de lo que lo aguardaba.

Aquellos dos años habían pasado muy deprisa. Siempre que podía, aunque no muy a menudo, visitaba a Gertrud, que seguía viviendo en la casa de su padre. Tardaron más de un año en ponerse a limpiar a fondo el taller. Encontraron treinta y dos cuadros terminados y firmados. Una tarde de diciembre de 1995, sentados a la mesa, Gertrud y él confeccionaron una lista de las personas a las que regalarían aquellos cuadros.

Wallander se quedó con dos, uno con urogallo y otro sin él. A Linda le dieron uno, al igual que a la ex mujer de Kurt, Mona. Su hermana Kristina no quiso aceptar ninguno, ante el asombro y quizá también la pesadumbre de Wallander. Gertrud ya tenía varios, así que les quedaban veintiocho cuadros que repartir.

Wallander decidió enviar uno, aunque sin mucho convencimiento, al comisario de la policía judicial de Kristianstad, con el que se veía de vez en cuando. Se les acabó la lista, en la que estaban incluidos los familiares de Gertrud, cuando llevaban repartidos veintisiete cuadros. Es decir, que les quedaban aún cinco cuadros.

Wallander se preguntaba qué hacer con ellos. Sabía que no sería capaz de quemarlos. En realidad, ahora pertenecían a Gertrud, pero ella dijo que se los quedasen Kristina y él, en lugar de aceptarlos ella, que había sido la última en llegar a la vida de su padre.

El inspector pasó el desvío hacia Kåseberga. Ya no tardaría en llegar. Pensó en lo que lo aguardaba. Una tarde de mayo, durante una de sus visitas a Gertrud, habían dado un largo paseo por los caminos para tractores que serpenteaban por entre los campos de colza. Le dijo entonces que no quería quedarse a vivir allí, que empezaba a sentirse demasiado sola.

—No quisiera seguir en esta casa, no sea que empiece a aparecérseme como un fantasma —aseguró.

Él creyó entender lo que había querido decir. Con toda probabilidad, él habría reaccionado del mismo modo.

Mientras caminaban entre los campos, ella le pidió que le ayudase a vender la casa. No tenía prisa, podía esperar hasta después del verano. Pero quería marcharse antes de que llegase el otoño. Tenía una hermana que acababa de quedarse viuda y que vivía a las afueras de Rynge, donde Gertrud tenía pensado instalarse.

Y había llegado el momento. Aquel miércoles, Wallander se había tomado el día libre. A las nueve de la mañana acudiría a la casa un corredor de fincas de Ystad para acordar con ellos un precio razonable. Antes de que se presentase el agente inmobiliario, él y Gertrud revisarían las últimas cajas de cartón con las pertenencias del padre. Lo habían empaquetado todo la semana anterior. Su colega Martinson había llevado una carretilla con la que hicieron varios viajes hasta el contenedor de basura cercano a Hedeskoga. Con creciente malestar, Wallander pensó que, al final, lo que queda de la vida de una persona va a parar al basurero más próximo.

De su padre, aparte de los recuerdos, sólo quedaban unas cuantas fotografías, los cinco cuadros y unas cajas con cartas y documentos viejos. Nada más. Su vida había sido liquidada.

Tomó el desvío que conducía a la casa de su padre.

En el patio divisó a Gertrud, que siempre se levantaba muy temprano.

Ante su sorpresa, observó que llevaba el mismo vestido que lució el día de la boda con su padre. Se le hizo un nudo en la garganta, pues tomó conciencia de la gravedad y la solemnidad con que Gertrud vivía aquel momento. Comprendió que aquella mujer estaba a punto de abandonar su hogar.

Tomaron café en la cocina, donde los armarios, con las puertas abiertas, tan sólo dejaban ver las baldas vacías. Aquella misma tarde, la hermana de Gertrud acudiría a recoger a ésta. Wallander se quedaría con una copia de la llave y le daría la otra al corredor de fincas.

Antes del café, revisaron el contenido de las dos cajas de cartón. Entre las viejas cartas, Wallander descubrió asombrado un par de zapatos de niño que creyó reconocer como suyos. ¿Era posible que su padre los hubiese guardado durante todos aquellos años?

Más tarde, llevó las cajas al coche y, al cerrar la puerta, vio a Gertrud en la escalera, sonriendo.

—Quedan cinco cuadros; no lo habrás olvidado, ¿verdad?

Wallander negó con la cabeza y se dirigió a la cabaña que su padre había convertido en taller. La puerta estaba abierta. Pese a que lo habían limpiado a fondo, seguía oliendo a disolvente. Sobre el viejo hornillo estaba el cazo en el que su padre había preparado innumerables tazas de café.

«Es posible que ésta sea la última vez que entre aquí», reflexionó. «Sin embargo, a diferencia de Gertrud, no he venido vestido para la ocasión, sino con mi indumentaria habitual, más cómoda que elegante. Por otro lado, de no haberme acompañado la suerte, ahora estaría tan muerto como mi padre. Y Linda tendría que ir al contenedor de basura con lo que hubiese quedado de mí. Entre otras cosas, dos cuadros, uno de ellos con urogallo».

Wallander no se sentía muy cómodo. Su padre estaba aún presente en aquel taller. Los cuadros estaban apoyados contra una de las paredes. Los llevó al coche, los metió en el maletero y los cubrió con una manta. Gertrud seguía en la escalera.

—Ya no hay nada más, ¿no?

Wallander meneó la cabeza.

—Nada más —aseguró—. Nada.

A las nueve en punto entró en el patio el coche del corredor de fincas. Wallander se sorprendió al reconocer al hombre que salió del automóvil. Se llamaba Robert Kerblom. Unos años atrás, su mujer había sido brutalmente asesinada y arrojada a un viejo pozo
[3]
. Fue uno de los casos de asesinato más infaustos y desagradables de cuantos Wallander había investigado. Al ver a Kerblom, frunció el entrecejo con gesto inquisitivo.

En efecto, había elegido una de las inmobiliarias más importantes, con sucursales en toda Suecia, y la de Kerblom no se contaba entre ellas, si es que seguía existiendo. Wallander creía haber oído que la habían cerrado poco después del asesinato de Louise Kerblom.

Salió a recibirlo a la escalera. Robert Kerblom tenía el mismo aspecto con que el inspector lo recordaba. En su primer encuentro, el hombre se le había echado a llorar en el despacho y se acordó de que, precisamente, había pensado que Robert Kerblom era un hombre cuyo rostro nunca podría retener en su memoria. En cualquier caso, su inquietud, en primer lugar, y después el desconsuelo por la muerte de su esposa eran auténticos. Wallander no había olvidado que pertenecían a una Iglesia libre, creía recordar que a la Iglesia metodista.

Se estrecharon la mano.

—¡Vaya, nos vemos de nuevo! —exclamó Robert Kerblom.

Wallander reconoció también su voz. Por un momento, se sintió incómodo ante la situación. ¿Qué podía decirle?

Sin embargo, Robert Kerblom se le adelantó.

—Siento tanto dolor por su muerte hoy como entonces —dijo despacio—. Pero para las niñas es mucho peor, claro está.

El inspector recordó a las dos hijas, tan pequeñas cuando ocurrió todo, y que tuvieron que pasar por aquel trago sin que, en realidad, comprendieran nada.

—Debe de ser difícil —repuso Wallander.

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