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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

Panteón (49 page)

BOOK: Panteón
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—Supervisor Naguas —saludó el oficial que apareció en pantalla.

—Se le saluda, almirante. ¿Cuál es su situación?

—Vamos por delante de la estimación inicial, supervisor. Los nuevos impulsores funcionan mejor de lo que creíamos. Llegaremos a E-93 en algo menos de dos ciclos.

—Ésas son buenas noticias. Gracias, almirante.

—Se le saluda.

Cuando la conversación terminó, el panel de comunicaciones se encendió de nuevo con una llamada entrante. Era una llamada interna; alguien de su departamento.

—Naguas —dijo.

—Supervisor, lamento interrumpirle, pero la nave que nos pidió rastrear…

—¿Sí?

—Ha regresado hace un momento, señor.

—¿Regresado? —preguntó el supervisor, sorprendido—. ¿Se encuentra bien su tripulación?

—Bien, señor… Verá, la nave ha vuelto, pero… vacía.

El supervisor Naguas cerró los ojos, sobrecogido por una súbita sensación de pesadumbre que le oprimió el corazón como el frío puño de un muerto.

Muchas horas antes de que la Hipervensis regresara sola a La Colonia, Maralda tocaba la parte móvil del cubo alienígena. Lo hizo con determinación, sí, pero también con los ojos cerrados. Seguía un instinto primario, casi ancestral; seguía su sexto sentido, su legendaria intuición.

Sin embargo, como todas las otras veces, el cubo respondió emitiendo un potente bramido que resonó como un trueno colérico, y la controladora fue lanzada un par de metros hacia atrás. Cayó sobre su espalda, su cabeza rebotó un par de veces y luego se quedó inmóvil.

En la nave, Ferdinard y Malhereux saltaron de sus asientos. Lo habían visto todo en el terminal.

—No… —soltó Ferdinard—. ¡No!

Malhereux pensó en decir algo, pero no lo hizo. No es que fuese incapaz de articular palabra. Era, más bien, que acababa de descubrir la triste realidad de su estado anímico. El hecho de que aquella mujer hubiese perdido la vida no le provocaba casi ninguna reacción, a pesar de saber que, con toda probabilidad, ella era la única persona capaz de gobernar aquella sofisticada nave. Lo cierto es que había pasado por situaciones similares varias veces a lo largo de aquel ciclo, y estaba ya muy cansado, demasiado cansado. Había un límite en lo que uno podía digerir. Incluso cuando la muerte de aquella mujer significaba, probablemente, la suya propia, se limitó a bajar la cabeza y cerrar los ojos, apesadumbrado.

Ferdinard, sin embargo, estaba mirando la pantalla con ojos despavoridos. En ese momento, la Hipervensis respondía a la situación con un mensaje en mitad de la pantalla. Decía:

PILOTO??

FALLO EN LOS SENSORES.

Ferdinard permaneció mirando, leyendo el mismo mensaje una y otra vez. Había algo en él que hacía sonar todas las alarmas en su cabeza.

—Mal —exclamó de repente—, ese mensaje… ¿qué quiere decir?

Malhereux miró, levantando lentamente la cabeza.

—¿Mensaje? ¿Qué mensaje? ¿Qué…?

Su compañero lo sacudió, intentando sacarlo de su estado.

—¡Mal, lee la pantalla, por las estrellas!

—Fallo en los sensores —dijo, sin comprender.

—Sí, del piloto —exclamó Ferdinard.

—La… onda. El ataque debe haber dañado los sensores de su traje —exclamó, aún confuso.

Ferdinard pestañeó, como si le hubieran soltado un bofetón.

—Mierda —exclamó—. No lo había pensado. Tenía la esperanza de que…

—¿Qué, Fer?

—Bueno, no dice que esté muerta, ¿no? Sólo dice que no puede leer su estado vital. Dice que hay un fallo en los sensores, pero… pero a lo mejor no está muerta —añadió, bajando el tono de voz.

Malhereux lo miró como si acabara de proferir un juramento en un idioma desconocido.

—¡Fer! —dijo—. Está muerta, como los otros.

Ferdinard sacudió brevemente la cabeza.

—Puedes… ¿Puedes manipular los controles, Mal? —insistió—. ¿Puedes hacer que esta cosa te dé más información sobre su estado? Un escáner vital de algún tipo. Sólo te pido eso.

—Pero qué…

—Por favor —insistió su socio.

Malhereux estudió sus ojos durante unos segundos. Ferdinard parecía albergar una pequeña esperanza, nacida de quién sabe qué luminoso rincón de su corazón, y no sería él quien rompiese tan delicada llama. De todas formas, se dijo, en algún momento tendría que averiguar si podían gobernar aquella cosa.

—Está bien, Fer —dijo despacio.

Cuando pasó al asiento del piloto y se sentó a los mandos, sin embargo, descubrió que la petición de su amigo era quizá más difícil de llevar a cabo de lo que creía. Tiempo atrás estuvieron en un pecio que flotaba a la deriva en mitad del espacio. Naturalmente, había sido saqueado, y la nave era apenas un retorcido trozo de metal con todas sus tripas ausentes. Pero los paneles de gobierno, las carcasas de fibra de carbono, aún seguían allí, y Malhereux comentó que no se parecían a nada que hubiese visto con anterioridad, ni en su línea, ni en su funcionalidad. En lugar de un inductor para cada mano, había sólo uno para la mano derecha, uno de mayor tamaño, y todos los conmutadores convencionales, que tradicionalmente se alineaban como las teclas de un piano, habían desaparecido, reemplazados por una especie de rectángulo de un tono ligeramente más claro. Aquel panel no era diferente, aunque resultaba todavía más sencillo en su concepción, y ciertamente más elegante, con los dos elementos integrados en la consola hasta el punto de resultar irreconocibles para un ojo inexperto.

—¿Qué ocurre? —preguntó Fer después de unos segundos.

—Un segundo —pidió Malhereux.

Sin embargo, el cazador de tesoros descubrió que acceder a las funciones de la nave era mucho más intuitivo de lo que había pensado. El inductor respondía maravillosamente a sus órdenes, y el sistema de gestos respondía como una orquesta ante la batuta de un director. Al poco tiempo, Malhereux desplazaba la mano sobre el dispositivo y navegaba por los diferentes interfaces de manera natural, como si hubiera estado trabajando con él desde siempre.

—Esto es… una maravilla —dijo.

Ferdinard miraba la pantalla principal, donde las respuestas a los movimientos de su socio desplegaban un sinfín de pequeñas ventanas de información.

—Mal —dijo Fer—, date prisa…

—Un segundo —pidió—. Esto no se parece a nada que haya manejado antes, ¿vale?

Suspiró largamente, pasándose la manga del traje por la frente. Hacía calor allí dentro.

Toda esa lava, probablemente
—pensó—.
En fin, aquí estoy
.
A las puertas de la muerte de nuevo y tratando de obtener un informe forense de una persona con la que estaba hablando hace sólo unos instantes. Pero creo que… Creo que lo tengo. Creo que… Todo es un objeto, y cada objeto tiene sus propi
edades.
Puedo manejarlo y desgranar la información asociada

—Mal —exclamó Ferdinard, visiblemente inquieto—. No tenemos tiempo para…

—Sólo mira —contestó su socio—. Ésta es la nave —dijo, señalando un pequeño diagrama en la pantalla—, y un elemento asociado es el piloto. Si hago esto —desplazó la mano sobre el panel, moviendo los dedos con habilidad—, creo que…

En la pantalla, la cámara se centró en el cuerpo caído de Maralda. Una malla tridimensional se superpuso a su figura, lanzando destellos a medida que el escáner reconocía el cuerpo.

—Oh, un momento —dijo entonces Malhereux—. Es interesante. ¿Cómo sabe la nave que ese cuerpo es el del piloto si los sensores no funcionan?

—¿Tú qué opinas?

—Quizá el sensor emita débilmente… No lo suficiente como para completar un escáner.

—¡O quizá no esté muerta! —insistió Ferdinard.

De pronto, un mensaje apareció en pantalla. Ferdinard leyó con avidez.

—Oh, por las estrellas… —soltó Malhereux.

Volvió a empezar desde el principio para estar seguro de lo que había leído.

—¡Lo sabía! —exclamó Ferdinard, exultante.

—Espera, espera un segundo. ¡Debe tratarse de un error! No… no puede ser…

—¡Pero lo es! —exclamó Ferdinard—. Lo sabía, tenía ese presentimiento. Tratamos con mentes alienígenas, muy avanzadas…

—Pero ¿cómo puedes decir eso? Espera. Espera un segundo. Normalmente, soy yo el más alocado de los dos, y tú eres la parte cabal de este tándem. ¡Ahora estás intercambiando los papeles! ¡Te recuerdo que la nave informó de que había un fallo en los sensores! Estos resultados deben estar mal.
Tienen
que estarlo…

—Mal, sólo déjame bajar… Quiero examinarla de cerca.

Malhereux le miró, sorprendido. De pronto agachó la cabeza y la sacudió, con un gesto de desánimo.

—Fer, tienes el traje agujereado, en la espalda, ¿recuerdas? Ni siquiera estoy seguro de que haya aire ahí fuera, todavía…

—Lo hay —dijo, señalando un indicador en la esquina inferior derecha del panel principal—. Un poco viciado, sí, pero será suficiente. Sólo quiero examinarla, Mal. Con mis propios ojos.

—Pero ¿para qué? ¿Crees que tus ojos pueden ver algo más que los avanzados sensores de esta nave? ¡Es de la jodida Colonia, Fer! Ni siquiera nuestros propios sensores pudieron detectar…

—Acuérdate de lo que nos dijo esa mujer, Mal, hace sólo unos momentos, mientras sobrevolábamos este lugar. La nave está programada para volver a casa si detecta que el piloto ha muerto. ¿Te acuerdas?

—S-sí —respondió Malhereux, ceñudo.

—Bien, no parece que lo esté haciendo. Sigue aquí como una de esas mascotas Tagan que todos los niños con recursos llevan a todas partes.

—Sí —admitió Malhereux—. Pero…

De pronto, se calló. Ferdinard clavaba en él sus ojos claros con una mirada dura y sincera a la vez, y Malhereux comprendió claramente su determinación.

Va a hacerlo, lo quiera o no
—pensó—.
Al fin y al cabo, ¿qué mierda importa? Ahí fuera hay lava y gases nocivos, y el aire escapa por el techo abierto con más rapidez de lo que se bombea, si es que hay máquinas en alguna parte bombeando aire todavía. Pero ¿qué más da? Puedo pedir un informe médico, sí, pero eso es muy diferente de gobernar esta cosa. Jamás saldremos de aquí
.

—Está bien, coño —exclamó, moviendo su mano sobre los inductores del panel.

En pocos segundos, la nave aterrizaba en el suelo y abría la parte posterior, haciendo correr dos hojas en sentidos opuestos. El calor inundó el compartimento resecándoles los ojos.

Ferdinard se lanzó fuera con rapidez.

—Quédate aquí, Mal —dijo—. Por si pasa algo.

—¡No! —exclamó.

Ferdinard levantó un dedo en el aire, a modo de advertencia.

—¡Quédate aquí, Mal! ¡No estoy de broma!

Antes de que Malhereux pudiera siquiera contestar, Ferdinard ya estaba dando la vuelta a la nave
.
Su socio tenía razón, cuando llegó junto a Maralda sintió que los pulmones crecían en su pecho. Era, desde luego, un claro indicio de que el oxígeno empezaba a disiparse rápidamente.

Ella tenía una suerte de inocente belleza esculpida en su rostro sereno. El largo pelo, de un color rojo encendido, se desparramaba por el suelo negro, creando un hermoso contraste. Era bella, desde luego, y en sus labios aún parecía centellear el débil destello del hálito de la vida. Viendo eso, sin embargo, tuvo una idea, luminosa como una estrella cercana.

Tosió un par de veces. El aire. El aire. Si tenía razón, de todas formas, no iba a necesitarlo mucho más.

Desde la nave, un Malhereux atónito miraba cómo su socio ignoraba a Maralda y se acercaba a uno de los otros cadáveres. ¿Era un sarlab? No, ahora podía verlo bien; era uno de los que encontraron allí la primera vez que recorrieron aquella sala, cuando aún pensaban que el panteón podía ser el lugar de retiro de algún directivo de La Colonia. Pero en ese momento, Ferdinard estaba tomando el brazo de uno de ellos y lo levantaba en el aire. Malhereux miraba sin atreverse siquiera a pestañear. ¿Estaba quizá tomándole el pulso? Entonces, Ferdinard se incorporó, se llevó una mano al pecho, avanzó hacia la placa de presión y miró hacia la nave.

Sus miradas se cruzaron en la pantalla de la Hipervensis. Malhereux sentía una extraña opresión en el pecho, como si anticipase que algo terrible estuviera a punto de suceder. Quería salir corriendo y asegurarse de que Ferdinard volvía a la nave, quería ir allí y cogerle de la mano, apretar sus mejillas entre sus palmas y preguntarle qué estaba haciendo. Pero entonces, Ferdinard le hizo un gesto.

Movió la mano, como si quisiese que se alejase.

Malhereux no podía escucharle, pero leyó sus labios.

Decían: «VETE.»

Y entonces, extendió el otro brazo y tocó la placa de presión.

Malhereux estaba arrodillado junto al cuerpo sin vida de su amigo. Las lágrimas caían abundantes por sus mejillas. Ferdinard había sido arrojado varios metros hacia atrás; voló por el aire y cayó al suelo, donde se arrastró un trecho por mor de la inercia.

Estaba muerto.

Malhereux sollozó a su lado, inundado de una pena tan honda que le impedía moverse siquiera. Mantenía la boca abierta como en un rictus espantoso, congelada en una máscara de dolor. No veía nada: un paño de lágrimas velaba toda imagen, pero no le importaba. El escaso aire en sus pulmones tampoco le preocupaba. Ferdinard, su amigo, estaba muerto entre sus brazos, y con él se iba un período enorme de su vida, lleno de momentos entrañables.

Al fin, un sonido sibilante y quejumbroso escapó de su garganta, precedido por un espantoso lamento que rebotó por las lejanas paredes del panteón. Después, se derrumbó y permaneció abrazado a su amigo durante un largo tiempo.

La lava manaba del suelo, aumentando su nivel lenta pero inexorablemente. Burbujeaba como el contenido de la marmita de un antiguo druida. En alguna parte se produjo un derrumbe, levantando una polvareda de color sepia que se quedó flotando en el aire, densa como un puré. En otro lugar, las antiquísimas tallas saltaron de sus rieles por efecto de la alta temperatura y salieron despedidas varios metros hasta que cayeron al suelo con un sonido tintineante. La escena entera cimbreaba por efecto del calor.

Por fin, Malhereux posó suavemente la cabeza de su compañero en el suelo y, después, le colocó primorosamente los brazos sobre el pecho. Parecía una estatua, una especie de rey caído de la Antigüedad. Luego se enjuagó las lágrimas con la manga y se puso en pie.

—Cabezota, obtuso… —musitó, esforzándose por hablar a través de los pulmones, hinchados en su pecho delgado—. Ésa era mi parte, estúpido rompe… rompe pelotas.

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