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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Pantano de sangre (3 page)

BOOK: Pantano de sangre
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—Si quieres te lo devuelvo —dijo ella finalmente, con voz ronca tras el largo silencio.

El se limitó a sonreír y siguió con sus caricias.

Apareció en la penumbra alguien de corta estatura, con una larga lanza y pantalones y camisa largos, ambos de color oscuro.

La pareja se irguió.

—¿Jason Mfuni? —preguntó Pendergast en voz baja.

—Sí, señor.

—Preferiría que no me trataras de «señor», Jason. Me llamo Pendergast —dijo tendiéndole la mano—. Te presento a mi esposa, Helen. Ella prefiere que la llamen por su nombre de pila, y yo por mi apellido.

El hombre asintió con la cabeza y estrechó la mano de Helen con movimientos de una lentitud casi flemática.

—El jefe de policía quiere hablar con usted en comedor, señora Helen.

Helen se levantó. También Pendergast.

—Perdone, señor Pendergast, pero quiere a solas.

—¿De qué se trata?

—Preocupa por su experiencia de cazadora.

—Es absurdo —rezongó Pendergast—. Ya hemos zanjado esa cuestión.

Helen se rió e hizo un gesto con la mano.

—No te preocupes, parece que por aquí aún pervive el Imperio británico, con las mujeres sentadas en el porche, abanicándose y desmayándose al ver sangre. Voy a aclararle algunas cosas.

Pendergast volvió a sentarse. El rastreador esperó a su lado, incómodo, haciendo bascular su peso de un pie al otro.

—¿Te apetece sentarte, Jason?

—No, gracias.

—¿Desde cuándo rastreas? —preguntó Pendergast.

—Desde hace unos años —fue la lacónica respuesta.

—¿Lo haces bien?

Un encogimiento de hombros.

—¿Te dan miedo los leones?

—A veces.

—¿Has matado alguno con esa lanza?

—No.

—Ya.

—Es una lanza nueva, señor Pendergast. Cuando mato león con lanza, suele romper o torcer, y tengo que buscar otra.

El campamento se quedó en silencio mientras la luz invadía lentamente la sabana. Pasaron cinco minutos. Diez.

—¿Por qué tardan tanto? —preguntó Pendergast, molesto—. No deberíamos salir con retraso.

Mfuni se encogió de hombros y esperó, apoyado en su lanza.

De pronto apareció Helen, que se sentó rápidamente.

—¿Ya le has aclarado algunas cosas a ese tipo? —preguntó Pendergast, risueño.

Al principio Helen no contestó. Pendergast se volvió hacia ella, extrañado, y se sorprendió al verla tan pálida.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Nada... los nervios de antes de la caza.

—Si quieres puedes quedarte en el campamento.

—No, no —saltó ella con vehemencia—. No puedo perdérmelo.

—Entonces sería mejor que nos pongamos en marcha.

—Todavía no —dijo ella en voz baja. Pendergast sintió su mano fría en el brazo—. Aloysius... ¿sabes que anoche se nos olvidó mirar cómo salía la luna? Había luna llena.

—No me sorprende. Con todo el alboroto del león...

—Salgamos un momento, a ver cómo se pone.

Helen le cogió la mano y la estrechó entre sus dedos; un gesto poco habitual en ella, pero ya no estaba fría.

—Helen...

Se la apretó.

—No digas nada.

La luna llena se estaba hundiendo en la sabana, al otro lado del río; un disco de mantequilla descendiendo en un cielo de color malva y rielando en los remolinos del Luangwa como nata derramada. Se habían conocido una noche de luna llena, y la habían visto salir juntos. Desde entonces, durante su noviazgo y su matrimonio, se había convertido en una tradición. Al margen de lo que les ocurriera, al margen de los viajes o compromisos laborales a los que tuviesen que hacer frente, siempre se las ingeniaban para ver salir juntos la luna llena.

La luna tocó las copas lejanas de los árboles del otro lado del río y se deslizó por detrás. El cielo se aclaró y el resplandor lunar acabó disipándose en la tupida vegetación. Había pasado el misterio de la noche. Había llegado el día.

—Adiós, vieja luna —dijo alegremente Pendergast.

Helen le apretó la mano y se levantó, justo cuando aparecían el jefe de policía y Wisley por el camino que salía de la cabaña cocina. Iban acompañados por otro hombre, chato, muy alto y larguirucho. Tenía los ojos amarillos.

—Les presento a Wilson Nyala —dijo Wisley—, su porteador.

Apretones de manos. El camarero de la noche anterior salió de la cocina con una gran tetera de té lapsang souchong, y todos recibieron una taza de la potente infusión.

Bebieron deprisa, en silencio. Pendergast dejó su taza.

—Ya hay suficiente luz para echar un vistazo al lugar del ataque.

Nyala se colgó una escopeta en cada hombro. Siguieron un camino de tierra paralelo al río. Justo donde cruzaba un frondoso bosquecillo de árboles miombo, encontraron una zona delimitada con cuerdas y estacas de madera. Pendergast se arrodilló para examinar el rastro. Vio dos huellas enormes en el polvo, junto a un charco de sangre negra que ya se había secado y agrietado. Lo miró todo mientras reconstruía mentalmente el ataque. Estaba muy claro: el animal había asaltado al alemán desde los arbustos y lo había derribado y mordido. Los informes iniciales eran exactos. El polvo mostraba por dónde había arrastrado el león a su víctima, que aún se debatía, dejando un rastro de sangre al regresar a la maleza.

Pendergast se levantó.

—Lo haremos así: yo iré unos dos metros y medio detrás de Jason, ligeramente a su izquierda. Helen me seguirá a otros dos metros y medio, hacia la derecha. Wilson, tú te quedarás justo detrás de nosotros.

Miró a su mujer, que dio su aprobación con un leve movimiento de cabeza.

—Cuando llegue el momento —prosiguió Pendergast—, pediremos las escopetas por señas. Nos las darás con los seguros puestos. A la mía quítale la correa; no quiero que se enrede en los arbustos.

—La mía la prefiero con correa —dijo Helen, escueta.

Wilson Nyala asintió con su cabeza huesuda.

Pendergast tendió un brazo.

—Mi escopeta, por favor.

Wilson se la dio. Pendergast levantó el cerrojo, examinó el cañón, metió dos cartuchos de punta blanda 465 Nitro Express —grandes como puros Macanudo—, bajó el cerrojo, cerró la escopeta, comprobó que había puesto el seguro y se la devolvió. Helen hizo lo mismo con su arma, pero la cargó con cartuchos de punta blanda 500/416 con reborde.

—Esta escopeta parece un poco grande para una mujer tan delgada —dijo Woking.

—Las armas de gran calibre me parecen muy favorecedoras —repuso Helen.

—Lo cierto —añadió Woking—, es que me alegro de no tener que echarme al monte en busca de esa bestia, por grande que sea la escopeta.

—Intentad mantener la formación en triángulo alargado al avanzar —dijo Pendergast, mirando a Mfuni, luego a Nyala, y otra vez al primero—. Tenemos el viento a favor. Que no hable nadie. Solo señas. Dejad las linternas aquí.

Todos asintieron. El ambiente de falsa jovialidad tardó muy poco en disiparse, mientras aguardaban en silencio a que hubiera suficiente luz para inundar la maleza de una vaga penumbra azul. Entonces, Pendergast hizo señas a Mfuni de que se pusiera en marcha.

El rastreador se internó en los arbustos con la lanza en una mano, siguiendo el rastro de sangre. La senda se apartaba del río y se adentraba por las frondosas zarzas y mopanes regenerados junto a un pequeño afluente del Luangwa, cuyo nombre era Chítele. Iban despacio, siguiendo el rastro, que impregnaba la hierba y las hojas. El rastreador se detuvo y apuntó con su lanza hacia una zona de hierba pisada. Vieron un gran claro lleno de manchas todavía húmedas, con salpicaduras de sangre. Era donde el león había dejado a su víctima en el suelo por primera vez y había empezado a devorarla, viva, antes de los disparos.

Jason Mfuni se agachó y recogió un objeto en silencio: media mandíbula inferior, con dientes, completamente roída y monda. Pendergast la miró sin decir nada. Mfuni volvió a dejarla en el suelo y señaló un agujero en el muro de vegetación.

En cuanto se metieron por él, quedaron rodeados de frondosas matas verdes. Mfuni se paraba cada veinte metros para escuchar y olfatear el aire, o examinar una mancha de sangre en una hoja. En ese tramo del camino, el cadáver ya se había desangrado y el rastro se debilitaba; solo se orientaban por pequeñas manchas y puntos.

El rastreador se paró dos veces para señalar unas manchas de hierba pisada, donde el león había dejado el cuerpo para sujetarlo mejor con los colmillos, y había vuelto a cogerlo. Se estaba haciendo rápidamente de día; el sol salía sobre las copas de los árboles. El día amanecía con una quietud y una tensión anómalas, excepto por el constante zumbido de los insectos.

Siguieron el rastro durante casi dos kilómetros. El sol encendía el horizonte con su fuego, derramando un calor como de horno sobre la maleza y levantando nubes sibilantes de moscas tse-tse. El aire olía intensamente a polvo y hierba. El rastro salía de la sabana y seguía por una cuenca seca, bajo el ancho ramaje de una acacia, junto a un termitero que se erguía solitario hacia el cielo incandescente, como un pináculo. En el centro de la cuenca había una mancha roja y blanca, envuelta en una ruidosa nube de moscas.

Mfuni se adelantó con precaución, seguido por Pendergast, Helen y el porteador. Se reunieron silenciosamente alrededor del cadáver medio devorado del fotógrafo alemán. El león le había abierto el cráneo y se había comido la cara, el cerebro y gran parte del torso superior; las dos piernas estaban intactas y de un blanco impoluto, limpiadas de sangre a lametazos; un brazo desmembrado aún conservaba un mechón de pelaje en el puño. Nadie dijo nada. Mfuni se agachó, arrancó el mechón del puño —haciendo que acabara de desprenderse el brazo— y lo inspeccionó atentamente. Después lo puso en la mano de Pendergast. Era de un rojo intenso. Pendergast se lo pasó a Helen, que lo examinó a su vez antes de devolvérselo a Mfuni.

Mientras los demás se quedaban cerca del cadáver, el rastreador rodeó lentamente la cuenca en busca de rastros en la costra alcalina. Se puso un dedo en los labios y señaló el otro lado de la cuenca, hacia un vlei, que en la estación húmeda era una depresión pantanosa, pero que ahora, en plena estación seca, estaba cubierto de hierba muy tupida, de entre tres y cuatro metros de altura. Varios cientos de metros hacia el interior del vlei se erguía un bosquecillo grande e intrincado de árboles de la fiebre, cuyas copas en forma de paraguas se abrían contra el horizonte. El rastreador señalaba una hendidura hecha por el león al retirarse, doblando las hierbas a los lados. Volvió, muy serio, y susurró al oído a Pendergast:

—Ahí dentro. —Señaló con su lanza—. Descansando.

Pendergast asintió y miró a Helen. Seguía pálida, pero no flaqueaba; sus ojos se veían serenos y resueltos.

Nyala, el porteador de escopetas, estaba nervioso.

—¿Qué pasa? —le preguntó en voz baja Pendergast, volviéndose.

Nyala señaló la hierba alta.

—León listo, demasiado listo. Muy mal sitio.

Pendergast titubeó; su mirada iba del porteador al rastreador y a la hierba. Después hizo señas al segundo de que siguiera adelante.

Penetraron en la hierba, despacio y con sigilo. La visibilidad se redujo a menos de cinco metros. Los tallos huecos susurraban con cada movimiento, y el olor empalagoso a hierba calentada volvía casi irrespirable el aire inmóvil. Al penetrar en lo más hondo de la hierba, les envolvió un crepúsculo verde. El zumbido de los insectos emergió con un lamento continuo.

El rastreador caminó más despacio al acercarse al bosqueci11o de árboles de la fiebre. Al inhalar, Pendergast reconoció el vago olor almizclado de los leones, entre ráfagas dulzonas de carroña.

El rastreador se puso en cuclillas, haciendo señas de que le imitasen; allí, entre la hierba, la visibilidad mejoraba cerca del suelo, donde tenían más posibilidades de atisbar el borrón pardo del león antes de que se les echase encima. Penetraron lentamente en el bosquecillo de árboles de la fiebre, centímetro a centímetro, agachados. El barro seco y limoso había adquirido una dureza de piedra al cocerse; no conservaba ningún rastro, pero los tallos rotos y doblados delataban el paso del león.

El rastreador se paró otra vez, indicando por señas que debía hablarles. Pendergast y Helen se acercaron. Se acurrucaron los tres en la hierba tupida, susurrando lo justo para hacerse oír por encima de los insectos.

—El león delante, en algún sitio. Veinte o treinta metros. Mueve despacio. —La cara de Mfuni estaba arrugada de preocupación—. Quizá mejor esperar.

—No —susurró Pendergast—. Es nuestra oportunidad de cazarlo. Acaba de comer.

Siguieron adelante, hasta salir a un pequeño claro sin hierba, de no más de tres metros. El rastreador se paró, husmeó y señaló a la izquierda.

—León —susurró.

Pendergast miró fijamente hacia delante. Después sacudió la cabeza y señaló al frente.

El rastreador frunció el ceño y se acercó a su oído.

—León dado vuelta a la izquierda. Muy listo.

Aun así, Pendergast volvió a sacudir la cabeza y se acercó a Helen.

—Tú quédate aquí —susurró, rozándole la oreja con los labios.

—Pero si el rastreador...

—El rastreador se equivoca. Quédate. Solo me adelantaré unos metros. Nos estamos acercando al final del vlei. Querrá seguir escondido, y si me acerco, se sentirá presionado. Es posible que salga corriendo. Permanece atenta y mantén abierta una línea de fuego a mi derecha.

Pendergast gesticuló, pidiendo su escopeta. Cogió el cañón metálico, que había absorbido el calor, y se lo puso bajo el brazo, apuntando hacia delante. Después quitó el seguro con el pulgar y levantó la mira nocturna —una cuenta de marfil— para apuntar mejor en la media luz de la hierba. Nyala dio a Helen su escopeta.

Pendergast se adentró en línea recta por la hierba tupida, seguido, sin hacer el más mínimo ruido, por el rastreador, que llevaba el miedo grabado en la cara.

Apartando la hierba y extremando la precaución al apoyar los pies en el suelo duro, escuchó atentamente, por si oía la tos peculiar que indicaría el principio de un ataque. Solo tendría tiempo de disparar una vez. Cuando embestían, los leones podían recorrer cien metros en cuatro escasos segundos. Se sentía más seguro con Helen detrás: dos oportunidades de matar.

Tras recorrer diez metros, se paró a esperar. El rastreador llegó a su lado, con un semblante de profunda preocupación. Estuvieron dos minutos sin moverse. Pendergast escuchaba con toda atención, pero solo oía insectos. La escopeta resbalaba entre sus manos sudorosas. Percibía en la lengua el sabor del polvo alcalino. Una suave brisa, que veía pero no sentía, mecía la hierba, con suaves chasquidos a su alrededor. El zumbido de insectos se redujo a un murmullo, y luego se apagó. Se instaló un profundo silencio.

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