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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

Pachucha tirando a mal (10 page)

BOOK: Pachucha tirando a mal
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Don Ignacio, que siempre aparece donde menos se le espera, ha oído la última fase de la charla. Está alarmado.

—¿Nos la devuelven, Cristian?

—Por ahora no, don Ignacio. Se ha dado un morrón en la cabeza, y se ha quedado gilipollas. Mañana irá a visitarla y le entregará a la Superiora un taloncito reparador. Pero que no la muevan. Los golpes en la cabeza hay que tratarlos con esmero.

* * *

Mientras tanto, Tomás y Flora se recuperaban de su primer galope de sangre hirviente. A Tomás, la verdad, poco le importaba el coche. Flora descansaba la cabeza sobre su torso, y Tomás, por debajo de las sábanas, dibujaba con el dedo pulgar de la mano izquierda figuritas cosquilleantes en el culo de su amada.

—¡Ayy, sinvergüenza!

Era un pelito. Se rieron al unísono y comenzaron un nuevo trote con otra galopada como inmediato objetivo.

* * *

Marisol asistía divertida al encantamiento de Elena por parte del tío Juan José. ¡Qué hombre invencible! A la nueva marquesa de Sotoancho no le afectaban los prejuicios y las normas estrictas de la supuesta decencia. Tío Juan José, con su voz ronca y macha, miraba a una Elena entre cohibida y halagada, al tiempo que le decía versos de otros.

¡Llénate de mí,

Ansíame, agótame, viérteme, sacrifícame,

pídeme, recógeme, contiéneme, ocúltame.

Quiero ser tuyo, Elena, ser tuyo, que es tu hora.

Soy el que pasó saltando sobre las cosas,

el fugante, el doliente.

Pero Elena, siento ya tu hora,

la hora de que mi vida gotee sobre tu alma,

la hora de las ternuras que no derramé nunca,

la hora de los silencios que no tienen palabras.

Elena, tu hora, alba de sangre que me nutrió de[angustias,

tu hora, Elena, medianoche que me fue solitaria!

—¡Qué maravilla, tío! ¿Son tuyos?

—Los escribí en colaboración con Pablo Neruda. Sólo son de Elena.

Y Elena, ahí en el rincón del Sorolla, con los ojos brillantes, la luz interesada, la piel sensible, los agobios depositados en la magia de ese anciano loco, que por primera vez en la vida, había descubierto el camino que rompía sus murallas.

Un puñetero y maldito viejo verde, un asco de tío, un hombre como la copa de un pino, un hombre, eso, un hombre…

La marquesa tontita

Dos meses han pasado. Mayo abrilea. Dos días llevamos de lluvias y nieblas. Marisol no mejora y Mamá sigue completamente lela en el convento. Tomás ha superado ya lo del coche, que fue declarado siniestro total por el seguro. Sólo lo había asegurado por daños a terceros y le van a dar una miseria. Pero está feliz y esperanzado. Me ha confesado que las cosas con Flora marchan por el mejor camino. Pepillo, en cambio, tan buen jardinero y hombre, me mira con recelo. Cree que he actuado de mamporrero de Tomás, y que le he puesto la hembra a tiro de flor. Ignora que mi rango me impide ser un Ciutti cualquiera, que de interpretar algún papel, ahora que lo he sentido todo, sería el de don Juan. Las flores han iniciado su vida, pero se las aprecia heridas, como el alma de su jardinero.

Don Ignacio visita a Mamá todos los sábados. Mamá se cree que es su primo Nicolás, que se murió en la Guerra Civil. La verdad es que se ahogó en Biarritz por un corte de digestión. Nada de heroicidades. Me ha contado don Ignacio que Mamá siempre le llama «Pototo», que es como trataban familiarmente al infeliz sumergido. Creo que su última conversación, más o menos, transcurrió así.

—Hola, Pototo. Estás gordísimo.

—Pues he perdido tres kilos, Cristina.

—El rey Alfonso XIII ha inaugurado una plaza de toros en Sigüenza.

—Lo he leído en
ABC
.

—Pototo, no me robes más el ventilador de mi cuarto.

—Te prometo que no lo haré.

—Me encantan las hortalizas.

—Y a mí, Cristina.

—A tía Bibi le ha salido una fístula en el culo.

—Es muy doloroso, Cristina.

—Me encantaría tener hijos, Pototo.

—Y a mí también, pero lo tengo prohibido. Soy sacerdote.

—¿Desde cuándo eres sacerdote, Pototo?

—Desde hace treinta años.

—Bueno, Pototo, vete, que eres un tostón.

El pobre don Ignacio está hasta la coronilla de interpretar al tío Pototo, al que no conoció y del que tiene las peores referencias. Nos lo chivó tío Juan José.

—Tu tío Pototo era un maricón de playa.

Pero Mamá no sale de su túnel. El doctor ha dicho que puede quedarse así para siempre, pero existe la posibilidad, mínima por cierto, de que una mañana vuelva a la normalidad.

Me preocupa más lo de Marisol. Sigue débil, lánguida y mimosa. Los análisis le han detectado una anemia considerable. Mañana vuelve al médico. El doctor Belzunce le ha recomendado que se haga un estudio completo. Está muy ilusionada con lo de Tomás y Flora, pero tira para su casa.

—Lo siento por mi padre, que en el fondo, sigue enamorado de Florilla.

—Ojos que no ven corazón que no siente, Marisol.

—Sí siente, Cristian. Te lo digo yo.

Elena lleva veinte días ayudando a los niños en la escuela. Se siente realizada, como se dice ahora. Pero no son catorce sus alumnos, sino quince. Todas las tardes, a las siete en punto, viene un niño de fuera. Se llama Juan José, tiene 94 añitos y se sienta en el pupitre más cercano a la mesa de la profesora. Creo que es muy aplicado, que no habla, ni hace gamberradas, ni molesta. Sólo mira y escribe poesías. A Elena le hace gracia este niño tan raro, que para más ventajas, ha iniciado sus trámites de divorcio con Paquita
la Atunera,
a la que va a comprar un piso en Barbate además de abrirle una cuenta corriente con un ingreso de nueve cifras. Parece que están de acuerdo, que el niño, mi ahijado, vivirá con ella, pero vendrá todos los fines de semana al Acebuchal. Cosas de las parejas.

—Juan José, si me sigues mirando así, te expulso de la clase.

—Perdón, señorita Elena. No volverá a ocurrir.

—Me gustó mucho tu última poesía.

—La escribí con Garcilaso.

—Felicítalo de mi parte.

—De su parte, señorita Elena. ¿Quiere cenar conmigo esta noche?

—Depende de tus intenciones.

—Las peores, señorita Elena.

—Entonces sí.

* * *

Paseaba Pepillo por el jardín. A la altura de la habitación de Flora, oyó la voz de su amada pronunciando otro nombre.

—¡Sí, sí, Tomás, ahí, sí, sí, Tomás, mi amor…!

Sus ojos parecían regaderas.

* * *

Tormenta inesperada. No meteorológica, sino pasional y anímica. Uniformado como un pincel, con sus galones de cabo, se ha presentado inesperadamente el Cigala, con un permiso de siete días en el bolsillo. Algo tiene este pájaro que vuelve locas a las mujeres. Tomás, mosqueadísimo, me ha pedido árnica.

—Señor, ese criminal no puede quedarse en casa.

—Tampoco puedo impedírselo, Tomás. Sirvió aquí.

—Antes de servir aquí, robó aquí, secuestró a la señora marquesa viuda aquí, sedujo aquí y se cepilló a mi Flora aquí.

—Porque tu Flora estaba de acuerdo.

—Mire, señor. Paso por lo del coche. Fue culpa mía, pero ya me puedo morir sabiendo que he sido el propietario de un Mercedes. Pero no soporto que me quiten a Flora, y este chusquero viene con las peores intenciones.

—Si Flora te quiere, tienes que confiar en ella.

—Flora es muy purísima, señor marqués.

—¡Hombre, Tomás!

—Que lo sé, señor, que lo sé.

Ha sido ella la que me ha avisado. Las miradas que ha intercambiado con Tomás, de órdago a la grande.

—Señor marqués. El Cigala está aquí. Quiere saludarlo.

—Que pase, Flora.

El caballero legionario cabo José González Ortega, alias
el Cigala,
ha hecho entrada en el salón como si fuera el protagonista de
Sin novedad en el Alcázar.
Gorro en la mano derecha posado en el antebrazo, y taconazo de premio.

—A sus órdenes, Vuecencia.

—Bienvenido Cigala. ¿Qué tal por el Tercio?

—¿Puedo hablar como un legionario?

—Lo eres.

—Pues de puta madre, Vuecencia. He ascendido a cabo, y el domingo salgo para Bosnia.

—Todavía es lunes.

—Precisamente, Vuecencia. Ruego acepte mi solicitud de pernoctar en este establecimiento hasta que se produzca mi reincorporación a las Fuerzas Internacionales de Paz.

—Puedes quedarte, si te portas bien.

—Un legionario jamás promete tal cosa. Si me quedo, lo hago con todas las consecuencias.

Tomás ha intervenido.

—Si se queda, señor marqués, es muy probable que las Fuerzas Internacionales de Paz tengan que buscarse otro cabo.

El aire se mascaba. Densidad absoluta. Flora lo ha empeorado.

—Tomás, lo mío con Pepe es agua pasada.

—Afirmativo. A tu novia, ya me la he tirado.

Tomás ha avanzado dos pasos para abalanzarse con más precisión sobre las Fuerzas Internacionales de Paz. El cabo de la Legión, no se ha movido ni un milímetro.

—Cigala, haga el favor de ser más diplomático.

—A las órdenes de Vuecencia. Pero si éste me toca, yo me defiendo.

De nuevo Flora, impidiendo la armonía.

—Tomás, los celos me deprimen. Además, que sólo siento cariño por el Cigala.

La escena, a punto de escaparse de mi dominio. En ésas estábamos, cuando ha solicitado permiso de acceso Pepillo el jardinero.

—Señor marqués, que el sinvergüenza del Cigala ha vuelto.

—Ahí lo tienes, Pepillo.

—Pues como intente algo con Flora, me lo cargo.

Tomás al quite.

—Tú no haces nada. El novio de Flora soy yo.

Pepillo ha bajado la cabeza. Elena, que viene con un recado.

—Señor marqués. Que la señora marquesa está de parto.

—¿A los tres meses de embarazo?

—Eso me ha dicho.

—Pues en lugar de un hijo voy a tener una lagartija.

El caballero legionario, tras reparar en Elena, ha gritado ¡Viva España!

Y todos, olvidando rencores, rencillas, distancias, agobios y adversidades, hemos coreado el grito al unísono.

—¡¡Viva!!

Aprovechando la unión momentánea de emociones, he procedido a impartir mis órdenes.

—Señoras y señores. Mientras me halle junto a mi mujer, quedan prohibidas las trifulcas amorosas. El Cigala puede quedarse. Pero no tolero ni un lío. Despejen el salón.

—¿Ordena alguna cosa más, Vuecencia?

—Nada, Cigala. Y con Elena, mucho cuidadito.

* * *

En la habitación, Marisol con las lágrimas a punto de cauce.

—Es mentira que estaba de parto, mi amor. Era para que me vinieras a ver.

—La Jaralera está revolucionada, Marisol.

—¿Qué ha pasado?

—Que se ha presentado el Cigala.

—¡Santo Dios!

* * *

El abrazo del Cigala a Ramona, la cocinera de Zumárraga —aunque natural de Bermeo—, conmovedor. Cuando la gente es diferente, se lleva de maravilla. Flora asistía complacida a la efusión, Tomás no tanto, Pepillo nada y a Elena, le importaba un pimiento. Pero cuando el Cigala se zafó de los brazos de Ramona, buscó entre la multitud presente a la nueva doncella.

—Y tú, ¿de dónde has salido?

—De Cuenca, coronel.

—¿Y qué haces?

—Soy la doncella de la marquesa viuda y la maestra de la escuela.

—¿Le has quitado el puesto a Flora?

—Flora lo es de la marquesa actual. De doña Marisol.

—Esto está tan interesante, que si me da por ahí, me declaro objetor de conciencia y no vuelvo al Tercio.

—Por mí, como si te mueres. Me llamo Elena.

—Y yo el Cigala.

—Pues ya lo sabes. Encantada, pero ni te acerques.

* * *

Mamá no mejora. Las monjitas me la quieren devolver para que siga en casa su convalecencia y tratamiento. Ha perdido la cabeza completamente. Según me ha revelado la superiora sor Lucila de la Transfiguración, todas las mañanas pide globos. Y ya con los globos, que la lleven al funicular de Igueldo, en San Sebastián. Ha vuelto a su infancia.

—Cristina, hija, que San Sebastián está muy lejos —le susurra la monjita.

—Pues que nos lleve Gumer, el chófer de mi padre.

«Gumer», es decir, Gumersindo, el chófer que fuera de mi abuelo materno, falleció en 1929.

En vista de todo ello, mañana nos devuelven, contra nuestra voluntad, a mi madre. La traerán en una ambulancia, para ver si se divierte con las sirenas y recupera la conciencia. No obstante, he encomendado su cuidado a Virginia, una enfermera contratada al efecto, y así dejo a Elena al mando de la escuela, que va de maravilla.

Virginia se ha presentado. También una mujer de apariencia celestial, carnal, virginal, mineral y vegetal. Una bomba de tía. No sé qué pasa en La Jaralera, que se parece cada día más a la pasarela Cibeles esa.

He ido a darle la mala nueva a Marisol.

—Mañana nos devuelven a Mamá.

—Ofréceselo a Dios.

—Tonta del todo, babieca perdida.

—Mejor, mi amor.

—¿Y tú, cómo te sientes?

—Débil, Cristian. Esto es muy pesado.

* * *

Flora y Tomás discutían con calor. La llegada inesperada del Cigala había quebrado las armonías. A Tomás le vencían los celos y la angustia.

—No puedo pensar que hayas estado en la cama con ese animal.

—Yo no soy propiedad de nadie, Tomás.

—Si intenta algo, no respondo.

—¡Tomás! ¡Que se va a Bosnia!

—Que no, Flora, que no. Que no soporto su presencia.

—Ni yo a los celosos compulsivos.

* * *

Marisol terminaba de cenar en su cuarto. Flora le acompañaba.

—No sé qué tiene ese canalla, Marisol, pero me sigue gustando.

—No te lances, Florilla, que tienes cola. Tomás, Pepillo y mi padre.

El Cigala y Ramona tomaban el aperitivo en la cocina.

—Antes de irme a Bosnia, le hago un favor a Flora.

—Más peligro tienes aquí que allí. Cuidadito, «shigala», que esto no está para bromas.

El marqués y don Ignacio se hallaban zambulléndose en JB con hielo y agua. Tomás, serio y preocupado, asistía a la inmersión escocesa del noble y el religioso.

—Un drama, don Ignacio. ¿Qué hacemos con una madre bobita?

—Animo, Cristian. Mejor así que con sus facultades mentales intactas.

—Tomás, te presiento aguerrido.

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