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Authors: Francesc Miralles

Tags: #Romántico

Ojalá estuvieras aquí (19 page)

BOOK: Ojalá estuvieras aquí
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Dado que los animales enjaulados me daban mucha pena y tenía alergia a los minigolfs, fui paseando hasta una pequeña pagoda que emergía al pie de un canal. Era el único lugar mínimamente romántico de aquel jardín. Aunque la pintura se veía muy nueva, la combinación de rojo y verde daba a aquella glorieta china un aire de cuento, por lo que supuse que Mary lo habría elegido.

Como un melancólico mandarín, resistí el frío un buen rato bajo aquel techo, mientras los enamorados entraban en calor remando en sus botes. Ya no me sentía ridículo. Hacía tanto tiempo que mi vida había perdido su sentido que buscar la entrada al jardín secreto me parecía, incluso, una actividad honrosa.

Al ver que no sucedía nada, fuera de los movimientos normales en un jardín urbano, bajé de la pagoda contrariado por no haber sido capaz de encontrar ninguna pista.

Mientras buscaba el camino de salida del parque, me crucé con un trenecito lleno de niños entusiastas que me dio cierta envidia. Me hubiera gustado estar en ese convoy con la impresión de que la vida de uno va hacia alguna parte.

Antes de alcanzar la salida, sin embargo, vi que se formaba una cola delante de un pequeño teatro de guiñol, aún dentro de los límites del Jardín de aclimatación. Sentí la curiosidad de saber qué obra se representaba para que tanta gente hiciera cola a la intemperie. La respuesta estaba en una pizarra junto a la entrada:

LOS JARDINEROS DE LA FANTASÍA

PRESENTAN

ALICIA EN EL PAÍS DE LA MARAVILLAS

Acababa de encontrar el acceso al jardín secreto, al menos el de aquel día. Un espíritu infantil como el de Mary podía haber elegido perfectamente aquella distracción para mí.

Pagué una entrada de seis euros y me senté al lado de dos gemelos que, acompañados de su abuelo, miraban hipnotizados el teatro de guiñol aún vacío.

Me giré un par de veces para observar el medio centenar de personas que ocupaban las sillas, pero no vi a nadie que pudiera relacionar con Mary. Y, sin embargo, como en el Jardín des Plantes, tenía la sensación de estar siendo vigilado. Cuando las primeras marionetas, Alicia y el Conejo Blanco, empezaron a moverse por el pequeño escenario, me planteé la posibilidad de que mi enigmática amiga estuviera moviendo los personajes mientras me vigilaba.

La entrada de Alicia en la madriguera del conejo, con un fondo que giraba verticalmente para reflejar la caída, me atrapó y dejé de pensar en el misterio. Mientras me sumergía en aquella versión abreviada del cuento, me sorprendió cuántas cosas había olvidado de una historia que creía conocer bien. Por ejemplo, una conversación con el Gato de Cheshire que ahora se me antojaba de lo más filosófica:

—<; Quieres decirme, por favor, qué camino debo tomar para salir de aquí? —preguntaba Alicia.

—Eso depende mucho de adonde quieras ir —respondía el Gato.

—Poco me preocupa adonde ir —decía Alicia.

—Entonces, poco importa el camino que tomes —replicaba el Gato.

Terminada la función, salí del teatro de guiñol tan desorientado como había entrado. Como la pequeña Alicia, me sentía perdido en un mundo del que desconocía las reglas.

En el primer jardín había obtenido la canción de Henri Salvador; y en el segundo, una flor del jardín secreto. El tercero me había llevado de viaje por la madriguera del Conejo Blanco. ¿Cuál era el sentido de todo eso?

Las regaderas

Me sentía tan fuera de la realidad, que durante todo el camino de vuelta me pareció oír un leve tintineo a mi alrededor, como si un invisible genio burlón me estuviera siguiendo y manifestara su presencia de ese modo. ¿Me estaba volviendo majareta?

Incluso los pasajeros del metro, que normalmente rehúyen el contacto visual, me lanzaron miradas de curiosidad durante el trayecto hacia Place de Clichy.

El misterio se resolvió al entrar en el apartamento de Eva, que me recibió con un abrazo.

—¿Qué diablo llevas ahí atrás?

—¿Cómo?

Eva me rodeó nuevamente con los brazos. Asombrado, ya pensaba que la pregunta era un pretexto para darme el primer beso de amor, cuando arrancó de mi abrigo una especie de placa de metal.

—¿Has venido todo el camino con esto colgando? —preguntó conteniendo la risa.

Le arrebaté de las manos lo que resultó ser un gran broche con dos pequeñas regaderas de latón cruzadas. De cada boca colgaba una fina cadena con minúsculas campanitas que producían aquel sonido etéreo que me había parecido sobrenatural. Gracias a la traviesa Mary, había sido la mofa del metro de París.

—¡Es muy bonito! —exclamó Eva mientras acariciaba con el dedo las regaderas en miniatura—. Parece antiguo y todo, como…

—… como el medallón del jardín secreto —completé yo.

Mientras me quitaba el abrigo, embargado por la confusión, deduje que mi misteriosa amiguita me había atraído hacia el guiñol para, una vez sorbido por las aventuras, colgarme desde el banco de atrás el broche con las pequeñas regaderas de Mary y Dickon. En el particular mundo del jardín secreto, podía significar que nuestros destinos estaban unidos y a partir de ahora sólo había que regar las semillas del amor para que creciera.

Sin embargo, mi compañera en aquel huidizo edén se resistía a mostrarse. ¿Cuándo y dónde terminaría aquel juego? ¿O esperaba Mary que yo fuera capaz de desenmascararla?

—¿Qué misterios te traes? —me preguntó Eva al verme tan pensativo.

Por un momento estuve tentado de contarle todo lo que me había sucedido desde que me había encontrado el libro ámbar en el café. Sin embargo, algo me decía que era mejor mantener todo el asunto en secreto, como el propio jardín.

—¿Dónde actúas esta noche? —dije para esquivar su pregunta—. ¿Tengo que alquilar un esmoquin?

—Necesitarás más bien ponerte un par de jerséis bajo el abrigo, porque vamos a tocar a la intemperie.

—¿En una fiesta del Ayuntamiento?

—¡Qué va! —rio mientras se llevaba un cigarrillo a los labios—. Es un concierto que organizan cada año los artistas de La Divette delante de la cárcel. También los presos merecen un poco de alegría en una noche como ésta, ¿no te parece?

—Es una idea fantástica. Lástima que no pueda contribuir de algún modo a una iniciativa con tanto corazón.

—Eso tiene fácil arreglo. Te daremos un megáfono para que felicites el año en castellano a los presos.

Entre los barrotes

Mientras viajábamos hacia al sur de París en un convoy de cinco furgonetas con músicos, me explicaron que aquél era el segundo año que la prisión de Fleury-Merogis, la mayor de Europa, les otorgaba un permiso para tocar dentro del recinto.

Asustado por lo que eso pudiera implicar, me tranquilizó que los músicos que repetían experiencia llevaran jerséis con franjas negras sobre fondo blanco, como Elvis en su
Jailhouse Rock.

BadGuy, que era uno de los organizadores del evento, me daba detalles sobre el gigantesco centro de detención y el programa previsto.

—Son dos mil quinientos reclusos repartidos en tres secciones: mujeres, jóvenes y hombres. Este año tocaremos para ellos. Bueno, sólo para una parte, porque la cárcel de tíos se divide en cinco edificios de tres alas cada una. Esto significa que sólo nos podrán ver desde las celdas unos doscientos, aunque nos escucharán bastantes más porque llevamos buen equipo.

Después de un largo y riguroso trámite de entrada, en la que cada tornillo de las furgonetas fue inspeccionado, cruzamos el muro que separaba el enorme recinto del mundo exterior. Siguiendo a uno de los guardias, montamos nuestro escenario entre dos alas carcelarias de cuatro plantas cada una. Me llamó la atención lo estrechas que eran las ventanas en aquellas paredes de hormigón.

Otro detalle que me impactó eran los montones de basura de todo tipo que había en el solar donde se iba a celebrar el concierto. Supuse que era producto de lo que iban arrojando los reos desde las ventanas de las celdas.

Aparte de algún silbido puntual y de un par de piropos al ver a las chicas de la expedición, en aquel ambiente de opresiva decadencia dominaba el silencio. Un funcionario de prisiones nos indicó que nos situáramos a un mínimo de quince metros de los muros para evitar la posible caída de objetos. Dicho esto, dejaron que los técnicos de sonido trabajaran más o menos a su aire.

Dos horas más tarde, cuando faltaba ya poco para medianoche, todo estaba listo para que empezara la gala más insólita a la que había asistido en mi vida, y donde se esperaba que yo también participara. Como los potentes focos del recinto penitenciario ya iluminaban aquel foso más de lo deseable, pudimos poner toda la potencia del grupo electrógeno en los amplificadores. Acotado el escenario, que habíamos despejado de basura, el primer artista de la noche se situó ante el solitario micro de pie.

Le había tocado abrir fuego al presumido Jeanot, que saludó nervioso a la audiencia y empezó a rascar poderosamente la guitarra acústica para sofocar cualquier insulto que pudieran dedicarle los presos. Sin embargo, nada de eso ocurrió. A lo largo de las seis canciones en inglés que fue desgranando el guaperas de Lille, pareció que el espectáculo era seguido con gran atención por los reclusos, de los que desde abajo sólo se adivinaban las sombras.

Las únicas chanzas, que se mezclaron con los aplausos, llegaron después de que Jeanot apostillara:

—Os lo juro, colegas, que sois el mejor público que he tenido en todo el año.

Y lo peor del caso era que debía de ser cierto.

El éxito de esa primera actuación hizo que los segundos en saltar al ruedo, una banda de París llamada Oxitocine, lo hicieran con el desparpajo propio de un festival veraniego. El contrabajista arrancaba solos imposibles, mientras el vocalista se entregaba a sus bailoteos al ritmo que marcaba una joven percusionista.

No obstante, el repertorio en francés de corte jazzístico no acababa de gustar a los reclusos, que a partir de la tercera canción empezaron a silbar y a imitar burlescamente los alaridos del cantante, que se batió en retirada tras un último tema que llevaba el nombre de la banda.

Sin saber qué diablos era la oxitocina, en éstas llegamos a medianoche y tocó saludar a los presos en varios idiomas antes de reprender el concierto. Mientras en la torre de vigilancia se reunían algunos funcionarios para el brindis, BadGuy fue el encargado de felicitar en francés a los reclusos, lo cual podía parecer un ejercicio de cinismo. Tal vez porque era consciente de ello, se limitó a desearles que el año entrante fuera más llevadero que el que acababa de morir y los emplazó a disfrutar del resto de las actuaciones.

Después de otros tres breves parlamentos en inglés, árabe y en un idioma eslavo que no supe identificar, me llegó el turno de ponerme delante del micro. Tomé un trago de cerveza antes de largarles un mensaje que había preparado mientras montaban el improvisado escenario.

—Quiero deciros que este es el Año Nuevo más especial de mi vida. En lugar de celebraciones absurdas en las que la gente se emborracha por obligación y dice cosas que no siente, esta noche brilla lo humildemente humano, un sentimiento profundo que nos hermana a los de fuera con los de dentro. Muchas gracias por el regalo de vuestra atención. Vendrán años mejores.

Mi intervención fue recibida con un débil aplauso. Al parecer, los reclusos estaban cansados de tanto discursillo y deseaban el retorno de la música. Por alguna razón, en ese mismo momento se redujo al mínimo la potencia de los focos.

El honor de la primera actuación del año correspondió a Eva, que se situó delante del micro abrigada con un grueso jersey y pantalones de pana de pata de elefante. Mientras se colgaba una guitarra eléctrica al hombro y probaba el sonido, se había hecho un silencio sepulcral, lo que indicaba que los reos seguían con gran interés aquellos preparativos.

Tras comprobar que todo estaba bien, mi amiga se dirigió en francés a su invisible público con la timidez habitual.

—Voy a empezar con una versión de Elliot Smith, que murió a los 34 años tras clavarse un puñal en el corazón.

No era una presentación muy alegre, pero al público pareció encantarle aquel detalle biográfico que daba un plus de autenticidad a la canción. Mientras Eva cantaba con suavidad las primeras estrofas, acompañándose de un sencillo acorde de guitarra, empezaron a aparecer puntitos de luz en las ventanas. Eran cigarrillos que habían esperado a ser encendidos a la llegada de un momento especial. Y el momento, había llegado.

Drink up, baby, look at the stars

I’ll kiss you again between the bars

where l’m seeing you there with

your hands in the air,

waiting to finally be caught.

Drink up one more time

and I’ll make you mine

keep you apart

deep in my heart…
[8]

La versión no estuvo privada de titubeos en la guitarra ni de pequeñas caídas en la voz de Eva, que parecía que fuera a romperse de un momento a otro. Pero tenía corazón y eso fue percibido por el público que fumaba muy atento, con los dedos asomando entre los barrotes, como el título de la canción. En aquellos puntitos de luz —un firmamento que disolvía los muros— vivía la esperanza.

Cuando Eva culminó el tema con un lento acorde de fa, los presos la premiaron con una entusiasta ovación. Sentí cómo las lágrimas pugnaban por salir y no hice nada para retenerlas.

Aquella fue la primera vez que lloré al escuchar a Eva Rodríguez.

Lo que sólo saben las hadas
El regreso

Llegamos a casa a las cinco de la madrugada. Mientras Eva tomaba una ducha, decidí que había llegado el momento de conectar el móvil y responder algunas felicitaciones. Sólo las justas.

El aparato necesitó medio minuto para conectarse a la red local y empezar a recibir los mensajes de la última semana. Tres eran del estudio —nada que no pudiera esperar—, y otros seis, de amigos y conocidos. Mientras contestaba brevemente a sus felicitaciones de cortesía sonó la entrada de un décimo mensaje.

Al terminar, fui a este último, que para mi sorpresa era de Desirée. Pero lo más gordo me esperaba en el contenido del SMS.

QUERIDO DANIEL, MAÑANA VIERNES LLEGO A PARÍS.

DESEO EMPEZAR EL AÑO CONTIGO. HAN SUCEDIDO MUCHAS COSAS EN BARCELONA MIENTRAS NO ESTABAS, TENGO MUCHO QUE CONTARTE.

TE ESPERO EN EL HOTEL SAINT GERMAIN DES PRÉS A LAS 12.00 H.

TODAVÍA, DESIRÉE

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