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Authors: German Castro Caycedo

Objetivo 4 (8 page)

BOOK: Objetivo 4
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A la calle del Cartucho entramos al comienzo con la fachada de trabajadores sociales buscando compenetramos con sus sistemas, con sus costumbres, con sus actitudes y poder comenzar a adquirir el lenguaje, el significado de las palabras según el acento con que se dijeran, cómo les llaman a las armas, cómo le llaman al vicio, como le llaman a la marihuana, al bazuco, al crack, al pegante Bóxer, a una serie de sustancias alucinógenas, digamos, de batalla, porque, ni modo que allí tuvieran con qué comprar lo que "meten" en los clubes. Toda una terminología que tuve que comenzar a estudiar, a interiorizar, a aprender, a pronunciar practicándola a toda hora. Ese fue otro proceso.

En ese trabajo duramos dos meses... ¿Un abrir y cerrar de ojos?, pero mientras tanto nos llegó la información de algo que llamamos Control Técnico sobre la casa y el barrio, según la cual aún existía la posibilidad de que llegara Martín Sombra. En ese momento la personalidad del indigente o desechable era definitiva.

Cuando ya tuvimos la seguridad de que me podía mover como mi personaje se tomó la decisión de conseguir las herramientas: el vestuario, el ajuste en mi parte familiar, porque lógicamente duré mucho tiempo sin ir a mi casa... La verdad es que me tocó vivir días y noches en la mientras la familia desconocía qué actividad estaba realizando. Por reserva nuestra y por protocolo no podemos comentar con nadie particularidades de nuestro trabajo.

Bueno, pues finalmente me vi enfrentado a la realidad, porque hasta ese momento yo mantenía la esperanza de que —según los controles que se estaban realizando— ya no fuera necesario lo del vagabundo, pero igual, cada día que pasaba me estaba preparando para aquella situación.

Hasta ese momento en el fondo estaba y no estaba seguro de lo del vagabundo. ¿Por qué? Porque a ciencia cierta sabía que tendría que dormir en la calle en una ciudad tan fría por las noches como Bogotá, sabía que tenía que ir a aquel barrio y que tal vez muy pocas veces iba a encontrarme con compañeros que me podrían apoyar llevándome comida o ropa vieja, como realmente resultó.

¿Por qué no se podía realizar el trabajo solamente con una vigilancia mediante "línea de vista" durante ocho, diez horas? Pues porque la idea era que aquel lugar estuviera vigilado las veinticuatro horas.

Si sometíamos a un grupo a realizar esa actividad, muy posiblemente la rutina y una serie de situaciones terminarían poniéndonos en evidencia o haciéndonos perder detalles y cosas puntuales que nos indicaran con exactitud qué semana o qué día o a qué hora iba a llegar el objetivo, cómo iba a llegar, vestido de qué. ¿Solo o con escoltas? ¿Con una mujer?... Por eso era fundamental trabajar de día y de noche.

Cuando ya me caractericé, cuando definitivamente tomé la decisión, me llevaron a la Escuela de Carabineros, entramos a donde están los caballos, tuve que pasar por una brecha, arrastrarme sobre el barro con residuos de los animales, y tal.

La ropa que llevaba era la que tiraban los vagabundos de la calle del Cartucho y yo había comenzado a usarla sin que la lavaran primero.

Bueno, pues todo se fue facilitando porque con tanto tiempo sin bañarme, ya había comenzado a adquirir los olores normales de una persona que lleva semanas en la suciedad.

Incluso, me tocaba en ciertos momentos —porque yo mismo lo veía necesario— orinarme en la ropa para que adquiriera con más perfección las características que se necesitaban.

Con el paso de los días ya la misma ropa y mi mismo olor comenzaron a fortalecer el olor de mi ambiente natural. Esa fue toda una travesía... Es decir, algo más que una aventura.

Así tuve la oportunidad de entender qué es la indigencia y qué es lo que de verdad puede vivir una persona de aquellas, y créame que no es nada fácil. Sentir el rechazo de la sociedad y sentirse como lo peor, y como el estorbo, y sentirlo y vivirlo a través de todas las personas a las que uno trata de acercarse y de las cuales posiblemente le gustaría siquiera recibir un saludo... Eso generó una serie de situaciones en mi mente que obligaron a madurar, a reflexionar, a interiorizar cantidades de facetas que se viven hoy en la sociedad...

Algo que me pareció curioso fue una señora que, desde cuando me vio por primera vez, me hizo una mirada que me llamó mucho la atención. Con el tiempo vi que no se había comido del todo el cuento de mi papel, hasta que un día me preguntó:

—¿Y usted?

No le respondí.

Es la señora María, dueña de un restaurante llamado La Casona, que al poco tiempo empezó a darme sobrantes de comida después de la hora del almuerzo: claro, comida fría en un tarro con los bordes oxidados, cosas mezcladas tal como iban cayendo al fondo después de sacudir allí cada plato, pero, bueno, al fin y al cabo, comida; y al fin y al cabo parte importante de mi papel, porque en ese momento, ya lo mío era hacer un buen personaje, como dicen los teatreros.

El restaurante estaba situado a una distancia perfecta del objetivo, ni muy cerca, ni tampoco lejos, y eso me permitía tenerlo en la mira de forma permanente sin hacer ningún esfuerzo y saber cuándo entraba o salía alguien de aquella casa, y cómo era esa persona, cómo caminaba, cómo iba vestida, más o menos en qué plan podía andar...

Lo tedioso era que el objetivo presentaba muy poco movimiento. Al parecer allí no vivía mucha gente, fuera de dos personas de aproximadamente unos treinta y cinco, cuarenta años que algunos días salían y entraban, otros no.

Eso me cansaba, porque estar mirando un punto durante todo el día y toda la noche, sin tener la posibilidad de ver por lo menos un movimiento que me diera la esperanza de que posiblemente allí sucedería algo, y que lo que yo estaba haciendo podía arrojar algo productivo, podría desmoralizarme si no me metía bien en la cabeza cuál era mi verdadero trabajo: un hombre de Inteligencia. Pero al mismo tiempo tenía como la energía o la vitalidad o la fuerza que me daban confianza para continuar allí y no irme por la línea fácil de decide un día a mi jefe: "Allí no hay nada".

Eso fue complicado, porque, al fin y al cabo, la situación me llevaba, especialmente a las madrugadas, a tener la idea de que realmente allí no sucedía nada. Es que transcurrió otro mes, luego dos meses y nada de nada y nada de nada, pero a mí me habían enseñado, al fin y al cabo, que nuestro trabajo es largo, es de paciencia: ahí está parte del secreto.

A la vez, las informaciones de la zona rural que enviaban otros agentes de Inteligencia, indicaban que el personaje sí iba a llegar a aquel sitio, pero que había situaciones, movimientos de guerrilla y otras cosas que Martín Sombra estaba cuadrando para que en el momento en que tuviera oportunidad de salir para llegar a esta casa, lo haría, y lógicamente ellos tenían que hacer lo mismo que yo: esperar. Y Martín Sombra me imagino que andaba en lo mismo: esperando.

Bueno, a todas estas, otra tarde la señora María me volvió a decir un par de palabras que me parecieron extrañas, en el sentido de que alguien me había hablado por fin, pero que me hicieron volver a creer que yo sí era una persona normal: seguía sin creer del todo que yo era un indigente genuino. Es que fue tanta la fijación y la interiorización de lo que era el rechazo de la sociedad, que creo que nunca llegué a acostumbrarme.

O haciendo un esfuerzo, me traté de adaptar y fui entendiendo lo que significaba el desprecio, hasta el punto que ya, de verdad, me comportaba como un desechable, más allá de la satisfacción de estar manejando un papel bien representado, porque precisamente en eso consistía mi trabajo.

Esa tarde la señora María me llevó la comida a la puerta y me dijo:

—A mí se me hace extraño, pero usted no parece que fuera indigente. ¿Sabe una cosa? De verdad es extraño. Usted tiene algo raro, pero... No me parece... Aunque, a veces pienso que tal vez sí... ¿O tal vez no? En todo caso le voy a regalar la comida. Pase también después del desayuno y después de que se haya ido la gente que viene a comer. Yo le doy un bocado.

Eso de las tres comidas me dio la posibilidad de estar cerca del objetivo con menos necesidades, pero me cuidé de no incomodarla quedándome cerca de la puerta del restaurante y continué en la acera del frente, desde donde también podía vigilar bien la entrada a la casa.

El sector era el único punto de comercio en esa cuadra medio solitaria la mayor parte del día y yo tenía en cuenta no causarle problemas por mi imagen. Pero aquel era un punto estratégico para mí.

De ahí hacia el centro del barrio, a partir de la cuadra siguiente había varios negocios, se movían algunos vendedores ambulantes, llegaban de pronto algunas camionetas trayendo mercancías, zona, digamos que bastante comercial, en donde se movía uno que otro indigente.

Ahora, ¿qué fue lo complicado de mi papel? ¿O de mi fachada, como decimos nosotros?

Las noches.

Mi jefe me preguntaba cómo dormía, dónde dormía... Eso fue realmente una aventura severa, ruda.

Esa es una historia que yo nunca jamás voy a olvidar: ubicarme y dormir prácticamente tres meses al lado de un poste donde, en las madrugadas yo me untaba el dedo con saliva y lo levantaba para saber hacia dónde soplaba el viento y según la dirección que llevara, trataba de cubrirme con el poste.

En aquella cuadra venteaba bastante y pronto me enviaron una segunda frazada. ¿Qué hacía yo? Mis compañeros iban hasta allá a auxiliarme y a pedirme información... En esos casos me retiraba unos minutos del lugar pensando, sin embargo, que en esas pausas podría suceder algo en la casa.

Me retiraba y a las cuatro y treinta y cinco minutos de la mañana regresaba un servido especial, a una hora específica y en un punto determinado. Un punto hasta donde podía retirarme unos cinco, seis minutos como máximo.

Un mes y veinte días después comenzó a atacarme la tos, me comencé a enfermar, a sentir la garganta congestionada, el pecho se me había constipado mucho, dejé de fumar... En mi vida normal yo fumo y dejar de hacerlo fue muy difícil porque el cigarrillo era como el refugio que encontraba en ciertos momentos, pero había comenzado a fumar más de lo normal y ya con el frío y el sereno, con el paso de las noches me resentí.

Eso se lo manifesté a mi jefe en un papel a través de los agentes de las cobijas, pero, igual, las informaciones que recibía cada día iban siendo más certeras y más sólidas y más veraces indicando que en un noventa y cinco por ciento Martín Sombra iba a llegar a aquel punto.

A los dos meses y diez días, cuando ya sentía que la situación se había puesto muy tesa, que tendría que venir otra persona a reemplazarme, especialmente por la rudeza de las noches, y en segundo lugar por algo muy duro que nadie puede imaginarse, como es el rechazo de la gente, me mandaron un mensaje que decía que tuviera esperanza, pues en el transcurso de los siguientes seis días iba a llegar el objetivo.

Eso me dio moral. "Lo que va a llegar es el producto del esfuerzo y de la fe en mi trabajo", pensaba, y del aguante, porque además de todo, se presentaban una serie de situaciones, especialmente por las noches. Es que no eran solamente el frío, la incomodidad, el dolor físico; era defenderme de los viajes que me pegaban los bandidos; una noche fue un violador que tuvo que regresar sin el único par de dientes que traía en la pianola, como decimos los ñeros.

Yendo atrás, cuando ya me llegó ese papel y me dieron la esperanza de que podríamos materializar de forma positiva aquel trabajo, comenzó a moverse el mundo: al tercer día llegaron a la casa seis personas que me parecieron sospechosas desde cuando dieron los primeros pasos. Primero fueron cuatro, al día siguiente una y al día y medio, otra.

Cuando me vieron, inicialmente intentaron requisarme, me golpearon pero luego desistieron, primero por el olor y segundo por el rechazo que generaba este personaje. Así calculé que estaba por llegar el objetivo. Luego, cuando comenzaron a hacer cosas de guardaespaldas y de observadores de lo que sucedía en esa cuadra me lo confirmaron.

Lo curioso es que mantenían una disciplina de vigilancia frente a la casa: salían tres, se ubicaban en la esquina, iban al restaurante de la señora, me miraban, comían, se paraban en la otra esquina, miraban puerta, ventana por ventana, parecía que olfatearan las paredes...

Me pareció especial porque ellos, definitivamente, habían llegado a la casa y se presume que deberían haber permanecido adentro. Sus características físicas indicaban que posiblemente fueran guerrilleros. ¿Por qué? Por la forma de moverse, por la forma de actuar, la forma de vestir, la forma rutinaria y particular de manejar horarios y disciplinas exactas en cuanto a salir a las esquinas y observar hacia todos los puntos cardinales, recorrer la vista de los techos hasta los pisos una vez y otra, pero a la vez su aire campechano.

Otra cosa curiosa era que quienes trabajan en la parte urbana siempre cumplen un horario en una empresa, o por lo regular si están en vacaciones anda uno por un lado y otro por otro, pero allí siempre había tres en cada turno. Y otra cosa rara: se cruzaban entre ellos, sin mirarse, sin decirse una sola palabra, unos autómatas. Sin embargo, no logré descubrir cuál era el que mandaba, o quién era el cabecilla del grupo.

El problema comenzó cuando ellos empezaron a verme muy de seguido frente al restaurante y le preguntaron entonces a la señora María cuánto tiempo llevaba yo allí.

La señora me hizo el comentario. Yo le había dicho que me llamaba Rodolfo:

—Yo soy Rodolfo pero no me acuerdo qué otros apellidos tengo porque la verdad es que estoy consumido en la droga.

—¿Pero usted no se acuerda de otro nombre?

—Yo soy Rodolfo, lo único que me acuerdo es que era psicólogo.

A partir de allí comenzó una especie de empatía con ella.

El primer día la señora me entregó la comida en una bolsa y la bolsa dentro de una olla rota; me acuerdo mucho porque aquella fue otra experiencia difícil: comer sobrados. Eso fue mortal para mí, pero tenía que hacerlo porque debían verme manejando labaza. Es que era eso: labaza.

Al fin y al cabo, mi trabajo no solamente consistía en guardar una apariencia, sino en comportarme e interiorizar que realmente era un vagabundo y debía hacer todo lo que hacen los vagabundos: comer sobrados, orinarse en la ropa, abrir las bolsas de la basura, de manera que no diera lugar a despertar una sospecha, ni entre la gente ni mucho menos ante los vigilantes de esa casa.

Aquel día la señora me dijo:

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