Read Noches de baile en el Infierno Online

Authors: Meg Cabot Stephenie Meyer

Tags: #Infantil y juvenil, Fantastica, Romántica.

Noches de baile en el Infierno (18 page)

BOOK: Noches de baile en el Infierno
4.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

«Ya oigo lo que le vas a contar a la poli: "Sí, oficial, sabía que me estaba metiendo en propiedad privada, pero la mujer me pareció muy sospechosa porque llevaba pestañas postizas".»

A lo cual se añadía aquel disfraz, escalofriante y reconcentrado en sí mismo. Aquello olía mal. Y además, el agujero en la nariz, para un pendiente. Y, como colofón, la manicura sutil.

«¡Tal vez no sea un agujero, lo de la nariz, sino un poro muy grande! ¿Y por qué no iba a hacerse la manicura?»

Aquella mujer no era quien parecía ser.

«¿Esto va de ayudar a alguien o de tener una excusa para no aparecer en la fiesta y, de ese modo, no tener que ver a Will con la cara metida en el voluminoso y suave…?»

A callar, Autocrítica.

«Iba a decir cabello.»

No tenía ninguna gracia, la vocecita de marras.

«Y tú no tienes valor.»

Había dos chicos en el jardín trasero, sentados a una mesa de picnic con un libro entre ellos, ambos vestidos con camiseta, pantalones color caqui y sandalias Teva, uno con gafas de montura negra y el otro con barba de tres días. Parecían dos cretinos de universidad jugando a
Dragones y mazmorras,
impresión que ganó enteros cuando uno de ellos dijo:

—Así no es. El libro de normas dice que ella no puede ver su propio futuro, sólo el de los demás. Ya sabes, como los genios, que no pueden cumplir sus deseos.

Sin embargo, desentonaba el hecho de que cada uno de ellos tuviese un enorme rifle automático apoyado en la mesa, así como las dianas dispuestas a lo largo de la valla.

«¿Y qué? Están armados, pero son unos cretinos. A lo mejor son los guardaespaldas de Sibby. Vete a casa. A Sibby no le haces falta. Se encuentra perfectamente.»

Si se encontraba perfectamente, ¿por qué no estaba allí fuera, intentando besar a los cretinos?

Miranda hizo un esfuerzo para distinguir cualquier sonido que procediera de la casa, pero le quedó claro que las paredes tenían que estar aisladas. En aquel momento, una pareja, formada por una mujer que fumaba espasmódicamente y un hombre, salió por una puerta corredera y se quedó en el patio, lejos de los cretinos. Miranda estuvo a punto de caerse del árbol cuando comprobó que aquélla no era otra que la mujer reconcentrada en sí misma, sólo que sin las gafas, la falda y el jersey, y con los cabellos sueltos.

«Lo que no tiene por qué significar nada.»

—Todavía tenemos que lograr que la niña nos indique el lugar, Byron —susurró la mujer.

—Nos lo dirá.

—Pues todavía no lo ha hecho.

—Ya te lo he dicho. Aunque yo no pueda obligarla a hablar, el jardinero sí podrá. Es muy bueno en ese tipo de cosas.

—No me gusta que haya venido con un socio. Ese no era el trato —repuso la mujer—. ¿Con la niña van a…?

El hombre llamado Byron la interrumpió.

—Olvida eso y cállate. Tenemos compañía —señaló a los cretinos, que se les estaban acercando.

La mujer aplastó el cigarrillo contra la suela del zapato y le dio una patada.

—¿Ella está bien? —preguntó el cretino barbado, sin aliento, pronunciando «ella» con gran énfasis.

—Sí —le aseguró el hombre—. Ella está recuperando fuerzas después de la terrible experiencia.

Oh, no era posible que estuviesen hablando de Sibby. ¿Terrible experiencia? No podía ser.

—¿Ella ha dicho algo? —preguntó el cretino con gafas.

—Ella se limitó a trasladar lo agradecida que está por encontrarse en este lugar —afirmó el tal Byron.

Miranda resopló.

—¿Podremos verla, a ella? —quiso saber el cretino barbado.

—Sí, una vez que haya tenido lugar la transición.

En una especie de modorra feliz, los dos cretinos se alejaron a ritmo de paseo, y Miranda juzgó que aquélla era la situación más estrafalaria con la que se hubiese encontrado.

Pero, en cualquier caso, parecía demostrarse que Sibby no corría peligro. Estaba claro que aquella gente la adoraba, a ella. Lo que significaba que había llegado el momento de…

—Sí, al jardinero se le da bien arrancar cosas.

—¿Qué cosas?

—Dientes, uñas…, articulaciones. Así logra que la gente hable.

… el momento de ir en busca de Sibby.

—Ponlas arriba —dijo el cretino con gafas—. Es decir, las manos.

Al tipo le temblaban tanto las manos que Miranda temió que se le disparara el arma. No le quedaba otro remedio que obedecer.

—¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí? —inquirió él con un tembleque en la voz igual al de las manos.

—Sólo quería verla a ella un poco —contestó, con la esperanza de que sus palabras no desentonaran con lo que había visto.

El entrecerró los párpados.

—¿Cómo sabías que ella está aquí?

—Me lo dijo el jardinero, pero escalé al árbol para descubrir en qué lugar exacto se encuentra ella.

—¿A qué organización perteneces?

«Sabía que esto iba a acabar mal. ¿Y ahora qué, listilla?»

Miranda alzó una ceja y dijo:

—¿Que a qué organización pertenezco? —repuso, y luego tiró el anzuelo—. Oye, te recordaría si te hubiese visto alguna vez.

¡Había funcionado! El se quedó como si estuviese a punto de atragantarse. Jamás volvería a dudar de
Cómo conseguir un chico ¡y besarlo!
, ¡nunca!

—Yo también me acordaría de ti —contestó él.

Acto seguido, Miranda le insufló una buena dosis de Sonrisa Encantadora y vio que el pobre hombre volvía a tener problemas para tragar saliva.

—Si te doy la mano para saludarte, ¿me dispararás? —le preguntó.

Él se rió muy contento y bajó el arma.

—No —afirmó, tan contento, ofreciéndole una mano—. Me llamo Craig.

—Hola, Craig. Yo soy Miranda —respondió ella, tomándosela. Luego, con un solo movimiento y sin hacer ni un ruido, lo tumbó y lo dejó fuera de combate.

Se quedó asombrada, mirándose la mano. Eso había estado muy bien.

«Ya que eres idiota y vas a jugártela, deberías hacer lo que has venido a hacer. O sea que deja de mirar al tipo que acabas de dejar KO, ¿vale?»

Miranda se inclinó sobre el yaciente.

—Lo siento —murmuró—. Toma tres aspirinas cuando te levantes; te ayudarán a sentirte mejor.

Dicho lo cual, bordeó la casa franca.

Tenía que haber una ventana abierta, pues estaba oyendo voces, la de Byron diciendo:

—¿Estás cómoda?

Y la de Sibby respondiéndole:

—No. No me gusta este sofá. Y no me creo que ésta sea la mejor habitación de la casa. Parece el cuarto de la abuelita.

¡Vaya con la niña!

Miranda siguió el sonido de la voz de Sibby y se arrimó a una de las ventanas del frente para espiar por entre las cortinas. Allí, en lo que parecía ser un cuarto de estar, había un sofá, una silla y una mesa baja. Sibby estaba en la silla, de perfil, frente a un plato de galletas de chocolate. Tenía buen aspecto.

El hombre se encontraba en el sofá, mirando a Sibby con una sonrisa.

—Y bien, ¿dónde se supone que vamos a dejarte? —le preguntó.

Sibby se comió una galleta.

—Te lo diré más tarde.

El hombre no perdió la sonrisa.

—Me gustaría saberlo, para poder planificar la ruta. No podemos ser excesivamente cuidadosos.

—¡Jolines! Todavía faltan horas para que nos marchemos. Además, me apetece ver la tele.

Miranda percibió que el corazón del hombre se aceleraba y vio que apretaba los puños. Pese a ello, su tono de voz fue amable.

—Desde luego —dijo, y agregó—: Siempre y cuando me digas adonde te llevamos.

Sibby lo miró con el ceño fruncido.

—¿Es que eres sordo? He dicho que más tarde.

—Lo mejor que puedes hacer es decírmelo ahora. De otro modo, siento decirte que tendrá que venir otra persona. Alguien un poco más… enérgico.

—Vale. Mientras le espero, ¿puedo ver la tele? Dime que tenéis tele por cable. Si no veo la MTV, esto va a ser un horror, ¡jolines!

El hombre tenía expresión de querer romper algo, y se volvió de repente. Miranda oyó pasos que se aproximaban a la habitación desde el pasillo y, con ellos, el clásico pulso chachachá. Dos segundos después, el sargento Caleb Reynolds entró por la puerta.

«¿Lo ves? Sibby no corre peligro. Está aquí la policía. ¡Lárgate!»

—¿Por qué nos retrasamos? —le preguntó Reynolds al hombre.

—Se niega a hablar.

—Estoy seguro de que cambiará de opinión —el ritmo cardiaco de Reynolds iba en aumento.

Sibby lo miró.

—¿Quién eres tú?

—El jardinero —contestó Caleb.

Miranda decidió que aquello se estaba poniendo feo de verdad.

—Pues no me parece que el jardín esté muy allá —repuso Sibby.

—No soy un jardinero de ese estilo. Me llaman así porque…

—Mira, no me interesa lo más mínimo. Lo que sea que hagas, mago de las plantas, me…

—Jardinero —corrigió él, cada vez más rojo.

—… me da igual, pero, como sabrás, tiene que venir a buscarme el capataz, de modo que estás obligado a mantenerme con vida, ¿comprendes? Así que no se te ocurra amenazarme con la muerte.

—No, no con la muerte. Con el dolor —se dirigió al otro hombre—. Ve a buscar mis herramientas, Byron.

Mientras el aludido abandonaba la estancia, Sibby dijo:

—No voy a decirte nada.

El sargento Reynolds se le acercó y se inclinó sobre ella. Estaba de espaldas a la ventana.

—Escúchame bien… —le dijo, y su pulso cardiaco se redujo de pronto.

Miranda atajó la situación: entró rompiendo el cristal y lo dejó inconsciente de una certera patada en la nuca, tras lo cual le susurró en el oído que lo sentía por él, decidió que no merecía que le diese el consejo de las aspirinas, cogió a Sibby, corrió con ella hasta el coche, lo arrancó y salió a todo gas.

—Ni siquiera le dio tiempo a saber que estabas allí —dijo Sibby—. Jamás sabrá quién lo atacó.

—De eso se trataba.

Miranda había aparcado el coche en las cercanías de un edificio de mantenimiento abandonado, perteneciente a las líneas ferroviarias Amtrak, situado junto a unas vías viejas. Era imposible verlo desde la calle.

Aquél era el lugar al que Miranda había empezado a ir hacía siete meses para probar sus alocados superpoderes e intentar maniobras que jamás podría practicar en ningún otro lado… El roller derby estaba bien para ganar agilidad, equilibrio, potencia y fuerza, pero en los entrenamientos no se estilaba el judo avanzado. Ni tampoco el uso de armas.

Divisó las marcas que había dejado en su último ejercicio con la ballesta en la pared lateral del edificio, y también, en el suelo, el trozo de vía al que le había hecho un nudo el día después de que Will la rechazase. Nunca había visto a nadie por allí, y estaba segura de que, mientras estuvieran en el coche, nadie iba a molestarlas.

—¿Dónde has aprendido a dejar a la gente fuera de combate de esa manera? —preguntó Sibby, repantigada en el asiento trasero—. ¿Me enseñas?

—No.

—¿Por qué no? Sólo un movimiento de nada.

—Ni de broma.

—¿Por qué le dijiste que lo sentías después de tumbarlo?

Miranda se dio la vuelta para mirarla.

—Ahora es mi turno de hacer preguntas. ¿Quién quiere matarte y por qué?

—¡Jolines, no lo sé! Podrían ser mil personas distintas. No es como crees que es.

—¿Y entonces cómo es?

—Complicado. Pero si esperamos hasta las cuatro de la madrugada, tendré un sitio en el que esconderme.

—Todavía faltan seis horas.

—Sí, lo que significa que aún tengo tiempo para diez besos más.

—Sí, claro. ¿Qué otra cosa ibas a hacer cuando alguien intenta asesinarte que salir por ahí y darte el lote con todos los extraños que te encuentres por la calle?

—No querían asesinarme, sino raptarme. Estás equivocada. Pero vamos, quiero divertirme. Divertirme con chicos.

—No es el momento para eso.

—Oye, que seas miembro fundador de Abajo la Diversión S.A. no implica que el resto del mundo lo sea.

—No soy miembro fundador de Abajo la Diversión S.A. Me gusta divertirme. Pero…

—Aguafiestas.

—… como comprenderás, la idea de pasear por ahí mientras miles de personas distintas están intentando raptarte no me suena a divertido. Me suena, por el contrario, a manera inmejorable de entrar en el
Libro Guinness de los records
bajo el título de «Las más estúpidas del mundo». Por no hablar de los inocentes viandantes que podrían verse envueltos en el asunto en el momento en que te secuestren.

—Si es que me secuestran. Además, a los viandantes yo no les importo.

Miranda volvió a mirar hacia delante, frustrada.

—Por eso precisamente son inocentes viandantes. Andan por la calle sin saber quién eres tú, y eso puede resultar peligroso.

—Entonces está claro que deberías alejarte de mí. En serio, aunque no haya nada que me guste más que pasarme seis horas en un baño apestoso teniéndote a ti por única compañía, opino que sería más seguro para ambas que fuésemos a algún lado. A la heladería por la que pasamos hace un rato, por ejemplo. ¿Te fijaste en los labios del chico que atendía la barra? Era un verdadero monumento. Déjame allí, y asunto arreglado.

—No irás a ninguna parte.

—¿Ah, no? ¿Oyes este sonido? Soy yo, abriendo la puerta.

—¿Ah, sí? ¿Y tú oyes este otro? Soy yo, poniendo el seguro.

Miranda miró por el retrovisor y vio que los ojos de Sibby relampagueaban.

—Eres muy mala —le dijo Sibby—. Seguro que te ocurrió algo horrible que explica que seas tan mala.

—No soy mala. Sólo intento mantenerte a salvo.

—¿Estás segura de que lo haces por mí? ¿No será que escondes un esqueleto en el armario? Como cuando te…

Miranda encendió la radio y subió el volumen.

—¡Apaga eso! Estaba hablando yo, y además soy la clienta.

—Ya no.

—¿Qué le pasó a tu hermana? —gritó Sibby a pleno pulmón.

—No sé de qué me hablas —gritó Miranda por toda respuesta.

—Mentira.

Miranda no dijo nada.

—Antes te pregunté si tenías una hermana y casi te pones a llorar —le gritó Sibby en el oído—. ¿Por qué no me hablas un poco de eso?

Miranda bajó el volumen de la radio.

—Tendrás que darme tres buenas razones.

—Te aliviará. Nos dará un tema de conversación mientras estamos aquí. Y si no me lo cuentas, intentaré adivinarlo.

Miranda apoyó la cabeza en el respaldo del asiento, consultó su reloj y miró por la ventanilla.

BOOK: Noches de baile en el Infierno
4.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Various Positions by Martha Schabas
Skeleton Justice by Michael Baden, Linda Kenney Baden
What Remains of Me by Alison Gaylin
Circus of the Grand Design by Wexler, Robert Freeman
Not Until You: Part I by Roni Loren
The Passing Bells by Phillip Rock
Michael's Discovery by Sherryl Woods, Sherryl Woods