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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo ha visto (11 page)

BOOK: Nadie lo ha visto
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E
n cuanto se volvió a sentar delante de su mesa en la sala general de redacción, Johan empezó a repasar el material que tenía. Disparos en Varberg, donde una persona con antecedentes criminales murió asesinada en plena calle con tres balas en la cabeza. Pura ejecución. La víctima había estado implicada dos meses antes en la muerte del dueño de una pizzería en Högdalen, quien fue acribillado a balazos en su coche dentro de un aparcamiento. El dueño de la pizzería, a su vez, tenía una gran deuda pendiente con el oscuro dueño de un bar de los bajos fondos de Estocolmo, del cual todos sabían que tenía contactos con la mafia rusa. Además, participó en el asesinato del dueño de un gimnasio de Farsta, liquidado a tiros en el hipódromo de Täby unos años antes. Y así seguía el material. Disparos, robos a punta de pistola, e incluso asesinatos, se habían convertido en algo cotidiano en Estocolmo. La redacción había dejado de informar de todos los atracos a mano armada. Ocurrían tan a menudo que ya no eran clasificados como noticia dentro de los informativos. La mayor parte de los asesinatos y de los delitos graves en Estocolmo los cometía una pequeña camarilla de criminales duros, ésa era la tesis que Johan pensaba sostener en su reportaje.

Tenía buena relación con la novia de una de las víctimas de los últimos años. Marcó su número de teléfono. Ella le había prometido anteriormente concederle una entrevista.

Había llegado el momento de cumplir aquella promesa.

VIERNES 15 DE JUNIO

C
on brazadas largas y enérgicas, Knutas iba dejando atrás metro tras metro. Sacaba la cabeza fuera del agua un segundo escaso, para tomar aire, y dentro otra vez. En el agua no sentía el peso, ni el paso del tiempo. Adquiría otra perspectiva que le hacía ver las cosas más claras.

Eran las siete de la mañana y estaba solo en la piscina de veinticinco metros de Solbergabadet. Había transcurrido una semana desde que Per Bergdal ingresó en prisión, y aunque el asesinato de Helena Hillerström se daba por resuelto, el comisario no se había quedado tranquilo. Bergdal tendría que presentarse ante el juzgado de Gotland el día 15 de agosto acusado del asesinato de su novia. Él lo seguía negando. Y Knutas se sentía inclinado a creerle. La incertidumbre lo atormentaba como un dolor de muelas pertinaz. Había hablado con SKL en Linköping el día anterior. Estaba demostrado que la sangre del hacha era de Helena. Con lo cual se podía dar por sentado que el hacha había sido el arma del crimen. Y, por supuesto, habían encontrado las huellas de Bergdal en ella. Sin embargo, seguía teniendo la impresión de que el novio era inocente.

Pasó de braza a espalda.

Según Bergdal, el hacha pertenecía a la familia Hillerström y tuvo que haber sido sustraída de la caseta sin cerradura que había en su terreno. La tenían desde hacía muchos años y Per Bergdal había cortado leña con ella muchas veces, así que no era de extrañar que sus huellas dactilares aparecieran en el mango.

Knutas le comentó sus dudas al fiscal Smittenberg en una de sus conversaciones. El fiscal era un hombre con quien se podía razonar, que defendía el principio de imparcialidad. Animó al comisario a continuar con su trabajo, para intentar conseguir pruebas. Lo cierto era que las pruebas técnicas eran de peso, añadió, pero si aparecían nuevas circunstancias que apoyaran la versión de Bergdal, él no sería un obstáculo. Por desgracia, no lo había conseguido. El hecho de que Per Bergdal también calzara el número 45, coincidente con las huellas encontradas en el lugar del crimen, no mejoraba las cosas. En cambio, la policía no había conseguido encontrar en casa de Bergdal ningún zapato que encajara con las huellas. Le desconcertaba la circunstancia de que Helena Hillerström no hubiera sido violada, ni tampoco sometida a ningún tipo de abuso sexual. El asunto era qué significaban las bragas en la boca, si el asesinato no tenía ninguna motivación sexual. «Hay algo que no encaja», pensó Knutas y nadó con todas sus fuerzas los últimos largos.

C
uando hubo nadado sus mil metros, se sintió satisfecho. Un rato en la sauna, después una ducha fría y se sintió como nuevo. En el vestuario se situó ante el espejo de cuerpo entero bajo la luz inmisericorde y observó su cuerpo con mirada crítica. La barriga había aumentado últimamente, eso estaba claro, y los músculos de los brazos ya no estaban como para poder presumir. Quizá debiera empezar a hacer pesas. Había un pequeño gimnasio en las dependencias de la policía. Se miró con atención el pelo. Lleno de canas, la verdad, pero al menos fuerte y brillante todavía.

De vuelta en comisaría, desayunó en su despacho. Panecillos de queso recién horneados y café.

A su regreso de Estocolmo, Karin Jacobsson y Thomas Wittberg habían presentado un informe detallado de los interrogatorios realizados. No encontraron nada que les llamara la atención en la vida de Helena Hillerström.

La víctima practicaba judo varias veces a la semana, alternándolo con la asistencia a un gimnasio de Friskis & Svettis, y entre los amigos era considerada como una adicta al entrenamiento. Además, desde hacía algunos años mostraba mucho interés por los perros. Concurría a menudo a cursos para canes con su labrador de pelo liso,
Spencer
, del cual podría decirse que no se separaba en su tiempo libre. Todos habían observado que el animal tenía indudables cualidades de perro guardián.

El encuentro con los padres de Helena tampoco aportó gran cosa; ambos estaban aún conmocionados y les resultaba muy difícil hablar del tema. La madre tuvo que ser ingresada de urgencia en la sección de psiquiatría del hospital de Danderyd, donde permaneció un par de días. Cuando Wittberg y Jacobsson entrevistaron a los padres, ella acababa de volver a casa. Apenas respondió a las preguntas que le formularon. El padre no podía recordar nada raro en la vida de su hija. Ningún antiguo novio celoso, ninguna amenaza, ni cualquier otra cosa que pudiera ser de interés para la investigación del caso.

Los hermanos, los amigos y los compañeros de trabajo de Helena, todos, habían dado la misma imagen de ella. Una mujer estable, dedicada a su trabajo. Inteligente y con facilidad para relacionarse con la gente. Tenía muchos amigos, pero se mostraba reacia a dejar que otras personas se entrometieran en su vida. La persona que parecía más cercana a ella era Emma Winarve, a pesar de que vivían lejos una de otra.

Los padres de Per Bergdal estaban lógicamente desesperados al saber que su hijo era considerado sospechoso del asesinato. La mayoría de quienes lo conocían, con los que había hablado la policía, estaban seguros de su inocencia. El único que parecía convencido de su culpabilidad era Kristian Nordström. «Nordström, sí», pensó Knutas. Había algo inasible en aquel tipo. El comisario no sabía a ciencia cierta qué era, pero había algo. Además, estaba seguro de que Nordström no lo había contado todo.

Knutas dedicó la mañana a dar salida al montón de papeles que se acumulaban en su mesa. Dejó de pensar en el asesinato de Helena Hillerström por unas horas. Su despacho era bastante grande, aunque estaba muy deteriorado. La pintura de las ventanas aparecía desconchada en varios puntos, y el papel pintado amarilleaba debido al paso de los años. La pared que tenía detrás de él estaba cubierta de lomos de archivadores de color anaranjado, verde y amarillo. Al lado de la ventana que daba al aparcamiento, cuatro sillas para las visitas rodeaban una mesa, pensada para reuniones pequeñas. Sobre la mesa se amontonaban algunos folletos informativos sobre la policía de barrio. No había dedicado mayor cuidado al aspecto del despacho durante años, y eso se notaba.

Una fotografía sobre la mesa dejaba constancia de que tenía una vida fuera de las dependencias policiales. Line y los niños, riendo en la arena de la playa de Tofta. En la ventana, una maceta con una planta solitaria. Un geranio de flores blancas con el que hablaba casi todos los días cuando lo regaba. Se lo había regalado Karin por su cumpleaños hacía varios años. Solía darle los buenos días y preguntarle qué tal estaba. Esa costumbre la mantenía en secreto.

Salió a comer solo. Fue una liberación salir fuera. El verano estaba a la vuelta de la esquina. En la ciudad también se notaba que el estío estaba próximo; cada vez había más restaurantes abiertos, llegaban los turistas y había más vida y más movimiento por las tardes en Visby. Por esas fechas llegaban a Gotland clases de estudiantes y grupos que asistían a conferencias.

Después de comer se encerró en su despacho con una taza de café. No tenía ganas de hablar con ningún colega. Y aquel viernes la comisaría estaba tranquila. Empezó a hojear los papeles de la investigación del asesinato de Helena Hillerström. Observó las fotografías.

Le interrumpió una llamada discreta en la puerta. Karin asomó la cabeza. Su amplia sonrisa dejaba al descubierto el hueco que tenía entre los incisivos.

—¿Todavía estás aquí? Que es viernes, por Dios. Ya son más de las cinco. Tengo que ir al súper a comprar algo de bebida. ¿Quieres algo?

—Te acompaño —respondió levantándose de la silla.

Una buena cena con una botella de vino tinto seguro que le haría sentirse mejor.

E
l local estaba lleno. Munkkällaren continuaba siendo un sitio muy frecuentado. El establecimiento, de estilo rústico, con sus arcos medievales, llevaba abierto más de treinta años y ya era casi una institución en Visby. En invierno sólo permanecían abiertos el bar pequeño y una zona del restaurante. Lo cual se quedaba pequeño los fines de semana. Durante la temporada alta, «Munken», según la denominación popular, se transformaba en un centro de diversión, con varias zonas de restaurantes, bares, pistas de baile y un escenario para actuaciones en directo. Ya por esas fechas, el viernes por la tarde abrían algunos de los bares pequeños: el bar de la salsa, el bar del vinilo y la pequeña e íntima cervecería. Todos estaban llenos hasta la bandera.

Frida Lindh y sus amigas estaban sentadas alrededor de una mesa redonda en el centro del bar del vinilo. Se habían sentado allí estratégicamente para poder ver y ser vistas.

El ambiente era ruidoso y desenfrenado. En los altavoces sonaba
Riders on the storm
de The Doors a todo volumen. Estaban tomando unas cervezas en jarras grandes y unos chupitos en vasos pequeños. En la mesa de al lado, unos chicos más jóvenes jugaban al backgammon.

Frida se sentía bien después de haber bebido un poco. Vestía un top ajustado y una minifalda negra de un tejido suave. Se sentía mona, sexy y llena de energía.

Era muy agradable salir con sus nuevas amigas. Se había trasladado a vivir a Gotland, con su familia, hacía sólo un año y entonces no conocía a nadie en Visby. Pero a través de la guardería a la que iban sus hijos y del trabajo en la peluquería, conoció a varias chicas y se hicieron buenas amigas. Ella las apreciaba mucho. Ya era costumbre salir al menos una vez al mes para tratar de divertirse. Aquélla era la tercera salida y los ánimos en la mesa estaban a tope. Frida disfrutaba y se relamía con las miradas de interés de los hombres que había alrededor. Se rio a carcajadas de un chiste y observó con el rabillo del ojo la presencia de alguien que acababa de llegar. Un hombre alto y rubio, que se apostó en la barra del bar. Las cejas oscuras, el pelo recio, jersey tipo polo y hombros anchos. Parecía un marino.

El tipo estaba solo. Observaba el local; sus miradas se encontraron. «Un tío bueno de verdad», pensó. Él bebió un trago de cerveza, clavó su mirada en ella otra vez, algo más larga, y sonrió. Frida se ruborizó, encandilada. No lograba concentrarse en lo que se decía en la mesa.

Las amigas charlaban de todo. Desde libros y cine hasta recetas de cocina. En aquellos momentos comentaban lo poco que las ayudaban sus maridos en las tareas hogareñas. Todas eran de la misma opinión: a los hombres les faltaba sentido práctico y capacidad para comprender que un niño no podía ir a la guardería con el jersey sucio, o para ver que el cesto de la ropa sucia estaba lleno a rebosar. Frida las oía sin prestar mucha atención, daba sorbitos a su vino y miraba de vez en cuando al hombre de la barra. Cuando la conversación de la mesa empezó a tratar de lo mal que funcionaban las guarderías y de lo gamberros que eran los grupos de niños, perdió totalmente el interés. Decidió ir al servicio para poder pasar cerca del recién llegado. Dicho y hecho.

Cuando volvía, él le rozó el costado y le preguntó si podía invitarla a tomar algo. Se lo agradeció encantada y se sentó a su lado en el bar.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Frida. ¿Y tú?

—Henrik.

—No eres de aquí, ¿verdad?

—¿Se me nota tanto? —sonrió—. No. Vivo en Estocolmo.

—¿Estás aquí de vacaciones?

—No. Soy dueño, con mi padre, de una cadena de restaurantes, y estamos pensando en abrir uno aquí en Visby. Estoy sondeando un poco el terreno.

Tenía unos ojos verdes que la miraban en la oscuridad. Eran casi increíblemente verdes.

—Qué divertido. ¿Has estado antes en Gotland?

—No; es la primera vez. Mi padre sí ha estado mucho por aquí. Cree que sería una buena idea abrir un local con comida sueca de calidad y con música en vivo por las tardes. Para quienes quieren comer bien y divertirse, sin necesidad de ir a una discoteca. Y no sería sólo un local de verano, sino algo que estuviera abierto todo el año. ¿Qué te parece?

—Sí, suena bien, creo yo. Esto no está tan muerto en invierno como muchos piensan.

Para entonces sus amigas se habían percatado de lo que sucedía. Lanzaban miradas a la pareja que continuaba en la barra, miradas interrogantes, con una mezcla de admiración y envidia.

Frida se estiraba la falda, daba sorbitos al vino que tenía ante ella en la barra del bar y miraba de reojo al hombre que estaba a su lado. Tenía un hoyo en la barbilla y parecía aún más guapo de cerca.

—Y tú, ¿a qué te dedicas? —preguntó él.

—Soy peluquera.

Henrik se alisó el pelo con la mano de forma instintiva.

—¿Aquí, en la ciudad?

—Sí, en un salón que está en el centro comercial Östercentrum. Se llama Harfastet. Pásate por allí si necesitas un corte.

—Gracias. Lo tendré en cuenta. ¿Tú no hablas el dialecto de Gotland?

—No, me mudé aquí hace un año. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte?

Cambió bruscamente de tema para evitar tener que dar explicaciones de por qué se mudó y hablar de su marido, sus hijos y todo lo demás. Frida era consciente de que atraía a los hombres. Le gustaba coquetear y quería seguir manteniendo el interés de aquel bombón. Al menos, por un ratito. Sólo porque era divertido.

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