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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Satira, relato

Maten al león (9 page)

BOOK: Maten al león
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Belaunzarán hace pipí con atención, inclinado hacia adelante para que la barriga no le impida la visibilidad, con la barbilla hundida en la papada y la papada aplastada contra el pecho; la mirada fija en la punta del pizarrín. Al terminar se abrocha, y después, tira de la cadena, con cierta dificultad. Se extraña al oír, en vez del agua que baja, un crujido, un cristal que se rompe, y una efervescencia. Levanta la mirada y la fija en el depósito. En ese momento, como una revelación divina, ve la explosión. ¡Pum! Un fogonazo. El depósito se abre en dos, y el agua cae sobre Belaunzarán.

Con las reacciones propias de un militar que ha pasado parte de su vida en campana, Belaunzarán brinca, es presa del pánico, huye hacia su despacho, y de un clavado se mete debajo del escritorio. Al poco rato, comprende que el peligro ha pasado, se repone y monta en cólera:

—¡Alarma! —grita, saliendo del escritorio.

Regresa al lugar de la explosión, ve los pedazos del depósito, el chorro de agua que pega contra el espejo y rebota, el piso inundado. Toca el timbre que está junto al excusado.

En el cuarto de la ropa blanca, suena el timbre furiosamente y se enciende, en el tablero, el foquito que dice: «WC presidencial».

Sebastián, negro y holgazán, con filipina, despierta alarmado, da un brinco, toma un rollo de papel higiénico y sale corriendo, para auxiliar al patrón.

Belaunzarán regresa al despacho, sereno, dueño de sí mismo y de la situación. Descuelga la bocina del tubo acústico, sopla en ella y da órdenes:

—¡Todo el mundo a sus puestos de combate! ¡Hay una bomba en Palacio! ¡Cierren las puertas! ¡Agarren a los tres que van saliendo, y si resisten, fuego contra ellos!

Cuelga el tubo acústico. Entra Sebastián, agitado, y le ofrece el rollo de papel. Belaunzarán, frenético otra vez, exclama:

—¡Traición! ¡Un plomero!

Los guarupas de morrión, cierran las puertas de Palacio. La corneta toca a zafarrancho de combate. La guardia se arma. Se quita la lona que cubre la ametralladora Hodchkiss que nunca se ha disparado.

Los moderados, solemnes, sin comprender lo que ocurre, ignorantes de lo que les espera, extrañados por las voces de mando, el ir y venir de los soldados y los cornetazos, van cruzando el patio para llegar al vestíbulo, en donde está un pelotón en posición de firmes. El oficial de guardia, al verlos llegar, le dice al sargento:

—Sargento, ¡arreste a esos tres!

El oficial de guardia va al tubo acústico y mientras se comunica con el despacho particular, el sargento grita:

—¡Flanco derecho! ¡Armas al hombro! ¡Paso redoblado! ¡Cuarto de conversión a la izquierda! Formación por escuadras! ¡Doble distancia al frente! ¡Alto!

Los moderados están copados en medio de dos filas de soldados.

—¿Qué significa esto? —pregunta Bonilla.

Todos los parroquianos del Café del Vapor están mirando las puertas cerradas de Palacio, y oyendo las voces de mando y el zafarrancho de combate.

—¿Qué pasara allí adentro? —le pregunta a Malagón don Gustavo Anzures, que está en la mesa vecina.

Malagón hunde un terrón de azúcar en el café, lo saca, se lo mete en la boca y, áulico, contesta:

—¿Qué ha de pasar? ¡Qué Larrondo se levanto en armas y va a deponer los poderes! Ya estaba yo enterado.

Don Gustavo para las cejas y se va por las mesas, corriendo la voz:

—¡Qué agarraron al Gordo en su madriguera y lo van a tronar!

—Todo esto se tramo en la Embajada Americana —le explica Malagón a Cussirat, que está aplastando un cigarrillo en un plato, con mucho cuidado.

Duchamps, el reportero de El Mundo, deja el café y la amistad de sus amigos, y se va a Palacio, con la libreta de notas preparada y las piernas temblonas.

En la cima de la escalera veneciana, rodeado de achichincles solícitos y aterrados, dueño de la situación, Belaunzarán da órdenes perentorias:

—Cerrojos. Todas las puertas de Palacio con candados. Las llaves las tiene usted y yo —le dice al Intendente, que le responde con zalemas y actos de contrición. Se vuelve al Coronel Larrondo, Jefe de la Guardia Presidencial—: De ahora en adelante, todo el que entre en Palacio, al Cuarto de Guardia y esculcarlo de pies a cabeza.

—Muy bien, señor Presidente —contesta Larrondo, el presunto pronunciado, cuadrándose con tremenda marcialidad.

En ese momento, van subiendo por la escalera los tres moderados, lívidos, despeinados, la ropa en desorden, después de haber sido maltratados y despojados de todo lo que tengan de valor. Una fuerte escolta los acompaña.

—Los culpables, señor —anuncia el oficial.

Con la misma precisión que ha dado las órdenes anteriores, Belaunzarán da la siguiente:

—Que los interrogue Galvazo para ver quienes son sus cómplices, y al paredón.

—Tropa: Media vuelta a la derecha… ¡Derecha! —grita el teniente.

Entre las nucas sudorosas de la escolta que baja la escalera como un gigantesco gusano verde, se ve la cara descompuesta de Bonilla, que dice:

—¡Piedad! ¡Somos inocentes!

En el Café del Vapor, se ha formado un corrillo alrededor de la mesa de Malagón y Cussirat.

—La artillería está en el complot —dice Malagón, en su salsa, conjeturando—, porque esta mañana vi a los del Primero de Campana maniobrando una pieza y poniéndola con la boca hacia el Cuartel de Zapadores.

—Impondrán la Ley Marcial y no podremos ir de farra —dice Coco Regalado, que acaba de llegar.

Los desocupados del Café del Vapor, de traje blanco, camisa a rayas, cuello de celuloide, corbata inglesa, carrete importado, mancuernillas en los puños y cadena de oro alrededor de la barriga, se ríen de dientes afuera, del chascarrillo de Coco Regalado, chupan el puro, y piensa, cada cual, en las ventajas que le vendrían si de veras agarraran al Gordo en su madriguera y lo tronaran.

En ese momento, el furgón de los muertos se detiene frente a la puerta de Palacio. Entre una muchedumbre de mendigos y vendedores de fritangas, rodeados por la escolta majadera, a empujones, los tres moderados suben al furgón.

Los señores decentes no se atreven a cruzar la Plaza, y mandan a uno de los meseros a investigar.

Duchamps regresa al Café con la boca repleta de noticias:

—Alguien puso una bomba en Palacio. No paso nada. El Gordo anda de un lado al otro dando gritos. Agarraron a los culpables y los llevan a la Jefatura para darles tormento.

Dicho esto, se va corriendo a la redacción de El Mundo, a escribir la noticia de la edición especial.

—¡Mierda!, ¿porqué no traman mejor las cosas? —dice Anzures, malhumorado.

—¿Y a ti, Pepe, que te parece tu tierra? —le pregunta Coco Regalado a Cussirat—. No le falta vida, ¿verdad?

Cussirat abre la boca para contestar, y en eso se queda. El Reloj de la Catedral da las dos, y cuando apenas acaba de sonar el último campanazo, como un eco, el relojito despertador, que está dentro del portafolio, olvidado en la silla que está al lado de Cussirat, empieza a sonar, furioso y ahogado.

Confusión, sobresalto, los pelos se erizan debajo de los carretes. La mano de Cussirat, automática, viaja en dirección al portafolio, se detiene a medio camino y se retira, prudentemente, a descansar sobre el pantalón del dueño.

Don Gustavo Anzures toma el portafolio y lo abre. Malagón, que no quiere ser menos, ni quedarse atrás, mete la mano y saca el relojito. Se vuelve al corrillo y, sabio, explica:

—¡Es un reloj despertador!

—¿De quién es el portafolio? —pregunta Anzures.

Coco Regalado, repuesto del sobresalto, tiene ánimos para decir el gran chiste del día:

—¡Alarma, que ha llegado el momento de fusilar pendejos!

Nadie se ríe.

—¿De quién es el portafolio? —repite Anzures.

Nadie contesta, algunos señores regresan a sus mesas, hay quien pide un café; Cussirat abre la cigarrera, y de ella extrae el último English oval, que enciende con mano temblorosa, deteniéndolo entre los labios tiesos.

XIV. CONSECUENCIAS

—¡Hay que hacer algo! —dice Ángela, con El Mundo todavía entre las manos.

Barrientos, Anzures y Malagón, que acaban de traerle el periódico, fúnebres, están de pie frente a ella en la sala de música.

—A eso vinimos, Ángela —explica Barrientos—. Carlos debe intervenir. Él es amigo personal de Belaunzarán.

Ángela se pone de pie.

—De nada serviría —dice—. Carlos cree que es amigo de Belaunzarán, pero, en realidad, no ha hecho más que jugar dominó con él dos veces.

Va al teléfono que hay en el hall y pide comunicación con Lady Phipps.

—La Embajada Inglesa podrá hacerlo mejor, estoy segura —explica a sus amigos, antes de dejarlos.

Malagón se mesa la melena, y la caspa le cae sobre los hombros del traje a cuadros.

—¡Y yo, sentado en la mesa del café, bromeando! ¡Cómo iba yo a pensar que mi gran amigo Paletón estaba en semejantes aprietos!

Va de un lado a otro de la sala. Barrientos se sirve una copa del cognac que saca de un armario. Anzures va a la ventana y se queda mirando los pavorreales en el atardecer.

—En el fondo, se lo merecen, por hacer las cosas tan mal. Si la bomba hubiera explotado, estarían velando al Gordo, y nosotros de fiesta.

En el hall, Ángela cuelga el teléfono en el momento en que entra Cussirat.

Pepe —le dice Ángela—, dime la verdad: ¿fuiste tú?

Cussirat finge no comprender.

—¿Fui yo qué cosa?

—Quien puso la bomba en Palacio.

Con seriedad digna, Cussirat responde:

—Ángela, si yo fuera el culpable, me entregaría.

Ángela se excusa:

—Sí, claro. Ni por un momento pensé que dejaras a otros en el atolladero si tú fueras quien puso la bomba.

—De esa manera —agrega Cussirat con un dejo de ironía—, nos fusilarían a los cuatro.

Ambos entran juntos en el Salón.

—Lord Phipps está en Palacio tratando de arreglar las cosas —anuncia Ángela.

Barrientos, cojeando, se sienta en un canapé, desde donde reflexiona en voz alta, incrédulo, mientras se calienta el cognac que tiene en la mano.

—Lo que no me explico es cómo, después de quince años de hablar de civismo, se les pudo ocurrir una cosa tan descabellada a esos tres hombres.

—¡Tan torpes! —concluye Anzures, dando la espalda a la ventana.

Ángela le reprocha:

—¡Gustavo, no hables así! ¡Su vida está en peligro!

—¿Qué podemos hacer? —pregunta Cussirat.

—Se puede formar una comisión —dice Barrientos, sin entusiasmo—, juntar firmas, pedir clemencia… pero eso lleva tiempo. Y no lo tenemos. Esto lleva toda la traza de juicio sumario. Lo único que puede salvarlos es una intervención personal de alguien que tenga influencia sobre esta bestia.

—¿Por qué no interviene usted? —le pregunta Cussirat.

—Yo no soy más que el Director del Banco de Arepa. Estamos peleados a muerte. ¿Por qué no interviene usted? —le pregunta, a su vez, Barrientos a Cussirat.

—Porque antier no me quiso recibir. Me dejó plantado, haciendo antesala.

—Carlos es la solución —dice Barrientos.

—¡No, qué Carlos! —dice Malagón, dejando de pasear—. ¡Hay que lanzar otra bomba!

—¿Con qué objeto? —pregunta Anzures.

—Que se vea que no estamos de acuerdo —dice Malagón.

—¿Quién va a lanzarla? —pregunta Barrientos.

—Yo la lanzaría, de mil amores —dice Malagón, pero advierte—, si no fuera un exiliado político.

—Un momento —dice Anzures—. Si alguien tiene valor para poner una bomba, debe tenerlo para afrontar las consecuencias. Si nosotros intervenimos, es por humanidad, no por obligación.

—Gustavo —dice Ángela—, debes tener en cuenta que lo que hicieron estos hombres lo hemos pensado muchos, sin atrevernos.

Hay un silencio. Un mozo entra.

—Lady Phipps al teléfono, señora.

Ángela sale, rápidamente, llena de esperanzas.

Barrientos se levanta trabajosamente y va a servirse otra copa, Malagón sigue sus paseos, Anzures vuelve a mirar por el ventanal, Cussirat se sienta. Ángela entra, desolada. Todos la miran.

—Han confesado su culpabilidad. La Embajada Inglesa no puede intervenir. Están perdidos.

Todos se abaten.

—No queda más que esperar a Carlos —dice Barrientos.

Esperan a don Carlitos jugando tute. Cussirat gana tres partidas al hilo.

Cuando don Carlitos llega, viene desencajado. Se para a medio Salón, y con lágrimas en los ojos, y abriendo los brazos, dice:

—¡Han sido condenados! ¡Los van a fusilar!

Todos lo miran consternados.

—Tienes que intervenir —le dice Barrientos.

Don Carlitos, en el colmo del abatimiento, contesta.

—Ya traté de hacerlo. De nada sirvió. No me recibieron. Ángela, ¿te das cuenta de lo que esto significa? Sin diputados moderados en la Cámara, la Ley de Expropiación se nos viene encima, la Cumbancha se nos va… estamos perdidos.

Dicho esto, tragándose un sollozo, caminando con paso inseguro, pero levantando la cabeza con dignidad, como si fuera él el fusilado, don Carlitos sale.

Después de un momento de silencio, Ángela exclama:

—¡Qué vergüenza! ¡Tres vidas en peligro y este hombre pensando en su hacienda de la Cumbancha!

Se pone de pie y sale tras de su marido. Cussirat baraja y reparte las cartas.

Ángela llega al hall del primer piso con agitación de gasas, jadeante. Camina hasta la alcoba de su marido, abre la puerta y lo ve, sentado en la cama, con un pie desnudo, el calcetín en la mano, y la mirada fija en el fondo del zapato que se ha quitado.

Ángela se suaviza. Entra en el cuarto y va hacia la cama. Él la mira y cree que viene a consolarlo. Cuando ella está cerca, él se echa a llorar, apoyando la cara contra la barriga de su mujer, quien, después de dudarlo, le acaricia levemente la cabeza.

Gaspar, el gato de Pereira, sentado en la mesa del comedor, posa somnoliento para su dueño, que está haciéndole un retrato, a lápiz, sobre un bloc de dibujo.

En la sala, Rosita Galvazo, en refajo, se mira en el espejo. Esperanza da la última puntada al percal floreado con que trata de cubrir las carnes rotundas de su amiga y cliente. Doña Soledad, en una mecedora, le da de comer al canario recién nacido que tiene en el puño, sobre el regazo, metiéndole por el pico abierto un palillo de dientes mojado en una sopa inmunda: dice una frase célebre:

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