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Authors: Cilla Börjlind,Rolf Börjlind

Tags: #Intriga, #Policíaco

Marea viva (35 page)

BOOK: Marea viva
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—No están interesados.

—¿Por qué no?

—El caso no es «practicable», según Verner Brost.

Los dos se miraron. Stilton apartó la mirada.

—Pero tu ex mujer trabaja en SKL, ¿no? —dijo la mujer-misil.

—¿Y cómo demonios sabes tú eso?

—Porque soy hija de Arne.

Stilton sonrió. Una sonrisa un poco triste, pensó Olivia. ¿Su padre y él habían sido muy amigos?

Llegado el momento, se lo preguntaría.

La habitación era una clásica sala de interrogatorios, concebida con un único objetivo. A un lado de la mesa estaba Mette Olsäter con un par de folios delante. Al otro lado estaba el director gerente de MWM, Bertil Magnuson. Vestía un traje gris oscuro, una corbata burdeos y una abogada. Una mujer que había sido llamada urgentemente por Magnuson para que estuviera presente durante el interrogatorio. No sabía de qué se trataba, pero hombre precavido vale por dos.

—Vamos a grabar el interrogatorio —dijo Mette.

Magnuson miró de reojo a su abogada. Ella asintió brevemente con la cabeza. Mette puso en marcha la grabadora y realizó la introducción de rigor.

Luego pasó a las preguntas.

—Cuando nos vimos anteayer negó que hubiera estado en contacto con Nils Wendt últimamente. La última vez que estuvieron en contacto fue hace unos veinticuatro años, ¿es correcto?

—Sí.

Un coche policial había recogido a Magnuson en Sveavägen para llevarlo a la comisaría de Polhemsgatan. Estaba sorprendentemente tranquilo. Mette percibió un marcado aroma a perfume masculino y un leve olor a purito. Se puso unas gafas de lectura y estudió sus papeles.

—El lunes trece de junio, a las 11.23 horas, Nils Wendt llamó a un móvil con este número. —Mette le mostró el papel a Magnuson—. ¿Es el suyo?

—Sí.

—La conversación duró once segundos. Esa misma tarde, a las 19.32 horas, Wendt realizó otra llamada al mismo número. Esta vez duró diecinueve segundos. La noche siguiente, el martes catorce, se produjo una nueva llamada; veinte segundos. Cuatro días más tarde, el sábado quince de junio, a las 15.45 horas, otra llamada al mismo móvil desde el de Nils Wendt; esta vez se prolongó poco más de un minuto. —Se quitó las gafas y contempló al hombre que tenía enfrente—. ¿De qué hablaron?

—No fue una conversación. Es cierto que me llamaron en las horas y días que usted dice. Yo contesté pero no obtuve respuesta, solo silencio en el otro extremo de la línea, y al final colgaron. Supuse que se trataba de alguien anónimo que intentaba ejercer alguna presión contra mí, o asustarme. Las aguas bajan algo revueltas últimamente con respecto a nuestra empresa, supongo que usted estará al tanto.

—Ya. Pero la última llamada fue más larga.

—Sí, verá… Me cabreé, era la cuarta vez que alguien llamaba y no decía nada, así que yo mismo le espeté algunas palabras duras a ese miserable que intentaba asustarme. Luego colgué.

—O sea, que usted ignoraba que era Nils Wendt quien le llamaba, ¿correcto?

—Claro. ¿Cómo quiere que lo supiera? Nils llevaba casi veinticuatro años desaparecido.

—¿Sabe dónde estuvo todo ese tiempo?

—Ni idea. ¿Ustedes lo saben?

—Estuvo viviendo en Mal País, Costa Rica. ¿Nunca estuvo en contacto con él allí?

—No. Creía que había muerto.

Magnuson esperaba que sus gestos no revelaran lo que pasaba por su cabeza. ¿Mal País? ¿Costa Rica? ¡Allí debía de estar la grabación original!

—Le agradecería que no abandonara Estocolmo en los próximos días.

—¿Tengo prohibido viajar? —preguntó Magnuson.

—Desde luego que no —intervino su abogada.

A Magnuson se le escapó una sonrisa, que desapareció en cuanto vio la mirada de Mette. Si hubiera podido leer sus pensamientos, probablemente ni siquiera la habría esbozado.

Mette estaba convencida de que Bertil Magnuson mentía.

Hubo un tiempo, no hace demasiado, en que el barrio alrededor de Nytorget bullía de tiendecitas con todo tipo de ofertas. A menudo con toda clase de propietarios. Pero como una sombra de la muerte etnológica, la mayoría había desaparecido cuando unos nuevos habitantes se apropiaron de la zona y la convirtieron en una pasarela para
hipsters
. Actualmente solo una minoría de las tiendas originales sobrevivía a duras penas. Se consideraban más bien como aportaciones curiosas y pintorescas a la vida callejera. Una de ellas era una librería de viejo que regentaba Ronny Redlös. Estaba frente a la casa de la antaño estrella de fútbol Nacka Skoglund, en Katarina Bangata. Estaba allí cuando Nacka nació, mientras vivió allí y cuando murió, y seguía allí hoy en día.

Ronny se había hecho cargo de ella después de su madre.

La librería en sí tenía el aspecto de cualquier otra librería de viejo superviviente. Abarrotada de libros. Con estanterías del suelo al techo y montones de volúmenes apilados sobre mesas y taburetes. «Un delicioso batiburrillo de tesoros», como rezaba el cartelito en la ventana. Colocada contra una de las paredes, Ronny tenía una butaca hundida de tanto usarla, con una lámpara de pie de la Primera Guerra Mundial inclinada sobre ella. Estaba sentado con un libro sobre la rodilla.
Klas Katt i Vilda Västern.
[4]

—Becket en forma de serie —dijo Ronny.

Cerró el libro y miró al hombre que se había sentado en una silla a unos metros de él. Era un sin techo que se llamaba Tom Stilton. Ronny recibía a menudo la visita de gente sin techo. Tenía un gran corazón y cierta solvencia económica que le permitía comprar los libros que encontraban en contenedores y entre la basura o donde fuera que los hallaran. Ronny nunca se lo preguntaba. Les daba una moneda por libro y así ayudaba a un sin techo. A menudo tiraba los libros esa misma noche en algún contenedor, para, semanas más tarde, volver a comprarlos.

Y así seguía.

—Necesito que me prestes un abrigo —dijo Stilton.

Hacía años que conocía a Ronny. No solo en calidad de sin techo. Cuando se conocieron Stilton servía en la policía del aeropuerto de Arlanda y había tenido que hacerse cargo de un par de compañeros de viaje de Ronny en un vuelo procedente de Islandia. Ronny había organizado una pequeña excursión en grupo al museo del pene de Reykjavik y un par de sus compañeros habían bebido demasiado en el vuelo de vuelta.

Aunque Ronny no.

No solía beber alcohol, solo una vez al año. Entonces se emborrachaba hasta perder el sentido. Era el día en que su novia había bajado al hielo en el puerto de Hammarby y se había ahogado. Ese día, en el aniversario de su fallecimiento, Ronny solía bajar al muelle desde donde ella había saltado al témpano de hielo y se emborrachaba hasta quedar inconsciente. Un ritual que sus amigos conocían de sobra y que procuraban no perturbar. Se mantenían a cierta distancia hasta que Ronny caía desmayado. Entonces lo trasladaban de vuelta a la librería y lo metían en la cama que había en la trastienda.

—¿Un abrigo? —repitió Ronny.

—Sí.

—¿Para un entierro?

—No.

—Solo tengo uno negro.

—Está bien.

—Veo que te has afeitado.

—Ajá.

Además, se había cortado el pelo. No con demasiado estilo, pero lo suficiente para que no le colgara por todos lados. Ahora necesitaba un abrigo para parecer un poco decente. Y un poco de dinero.

—¿Cuánto necesitas?

—Para un billete de tren. A Linköping.

—¿Qué tienes que hacer allí?

—Ayudar a una chica joven con una cosa.

—¿Muy joven?

—Veintitrés.

—Entiendo, entonces difícilmente conocerá
Los detectives salvajes
.

—¿Qué es eso?

—Onanismo de alto voltaje literario. ¡Solo un momento!

Ronny fue a la trastienda y volvió con su abrigo negro y un billete de quinientas coronas. Stilton se probó el abrigo. Le iba un poco corto, pero serviría.

—¿Cómo está Benseman?

—Mal —contestó Stilton.

—¿Ha superado lo de los ojos?

—Creo que sí.

Benseman y Ronny Redlös intercambiaban cosas muy distintas que Stilton y Ronny. Benseman era un hombre leído, Stilton no. En cambio, Stilton no era alcohólico.

—Me han dicho que has vuelto a ver a Abbas —dijo Ronny.

—¿Eso te han dicho?

—¿Puedes llevarle esto? —Ronny le dio un libro fino en rústica—. Lleva casi un año esperándolo, lo conseguí el otro día,
El recuerdo de los amigos
. Poemas sufíes traducidos por Eric Hermelin, el barón.

Stilton cogió el libro y leyó el título original:
Shaikh’Attar, Ur Tazkiratú’l-Awliyà I
. Luego lo guardó en el bolsillo interior. Para devolverle el favor a Ronny, que le daba un abrigo y quinientas coronas.

Marianne Boglund se disponía a entrar por la verja de su casa adosada a las afueras de Linköping. Eran casi las siete de la tarde y con el rabillo del ojo vio una figura apoyada en una farola al otro lado de la calle. El haz de luz caía sobre un hombre delgado con las manos metidas en los bolsillos de un abrigo negro demasiado corto. En ese mismo instante el hombre levantó una mano a modo de saludo. No es posible, pensó ella, adivinando quién era.

—¿Tom?

Stilton cruzó la calle sin dejar de mirar a Marianne. Se detuvo a unos metros de ella, que fue directamente al grano:

—Tienes un aspecto horrible.

—Entonces tendrías que haberme visto esta mañana.

—No, gracias. ¿Cómo estás?

—Bien. ¿Te refieres a…?

—Sí.

—Bien. O mejor.

Se miraron un par de segundos. Ninguno de los dos tenía ganas de entrar en detalle respecto al estado de salud de Stilton. Marianne desde luego que no. Y menos en la calle frente a su casa.

—¿Qué quieres?

—Necesito tu ayuda.

—¿Dinero?

—¿Dinero? —Stilton le lanzó tal mirada que Marianne no pudo más que morderse la lengua. Había sido un comentario muy basto—. Necesito que me ayudes con esto.

Stilton sacó la bolsita de plástico con el pasador.

—¿Qué es?

—Un pasador, con un pelo. Necesito que me ayudes con el ADN. ¿Damos un paseo?

Marianne se volvió ligeramente hacia la casa adosada y Stilton vio cómo un hombre se movía por la cocina a media luz. ¿Los habría visto?

—No tardaremos mucho —insistió, y echó a caminar.

Marianne se quedó donde estaba. Qué típico de Tom, aparecer sin avisar como un desecho humano y dar por supuesto que seguía siendo él quien mandaba.

Una vez más.

—Tom.

Él se volvió.

—Sea lo que sea lo que quieras, no es la manera de conseguirlo.

Stilton la miró, bajó la cabeza ligeramente y volvió a levantarla.

—Disculpa. Estoy un poco falto de práctica.

—Eso parece.

—Me refiero al juego social. Pido disculpas. Realmente necesito tu ayuda. Tú decides. Podemos hablar aquí o más tarde, o…

—¿Por qué necesitas un ADN?

—Para compararlo con un ADN del caso de Nordkoster.

Stilton sabía que funcionaría, y así fue. Marianne había vivido con él aquel caso. Sabía lo mucho que él se había involucrado y el precio que había tenido que pagar. Y también ella. Y ahora él reaparecía en un estado físico que la desgarraba, pero no permitiría que se notara. Por varias razones.

—Cuéntame.

Marianne lo siguió sin pensárselo más. Lo alcanzó cuando él empezaba a contar. Cómo un niño había encontrado aquel pasador en la playa la misma noche del asesinato. Cómo había acabado en la caja de los tesoros de este mismo niño, y cómo lo había vuelto a encontrar hacía un par de días y se lo había dado a una joven aspirante a policía. A Olivia Rönning.

—¿Rönning?

—Sí.

—Hija de…

—Sí.

—¿Y ahora quieres averiguar si coinciden, el pasador y el ADN de la víctima de Koster?

—Sí. ¿Puedes hacerlo?

—No.

—¿No puedes o no quieres?

—Cuídate.

Marianne dio media vuelta y desanduvo el camino hacia la casa adosada. Stilton la siguió con la mirada. ¿Se volvería? No lo hizo. Nunca lo había hecho. Cuando algo ha terminado es que ha terminado,
no loose ends
. Él lo sabía.

Pero al menos lo había intentado.

—¿Quién era?

Marianne le había dado vueltas a la pregunta que la esperaba durante el camino de vuelta a la casa. Sabía que Tord los había visto por la ventana de la cocina. Los había visto alejarse. Debía ir con tiento.

—Tom Stilton.

—¡Vaya! ¿Qué hacía aquí?

—Quería que le ayudara con un ADN.

—¿No había dejado la policía?

—Sí.

Marianne colgó su abrigo de su propio gancho. Todos los miembros de la familia tenían un gancho propio. Los niños los suyos y ella y Tord cada uno el suyo. Los niños eran del primer matrimonio de Tord, Emelie y Jacob. Ella los quería mucho. Y la predilección por el orden de Tord, incluso en el vestíbulo. Él era así. Todo en su sitio y nada de experimentos en la cama. Era director deportivo del Frederiksbergs IP. Estaba en buena forma física, era equilibrado y educado. En muchos aspectos, parecido a un Stilton más joven.

En muchos otros aspectos, no.

Los aspectos que la habían llevado a lanzarse de cabeza en un cenagal de pasiones y caos y, finalmente, después de dieciocho años, a la rendición. Y a abandonar a Stilton.

—Quería que lo ayudara como amigo —dijo Marianne.

Tord seguía en el umbral de la puerta, expectante. Ella sabía que él sabía. Lo que ella y Stilton habían tenido ellos no lo tenían, y eso daba lugar a ciertas dudas en Tord. Tal vez fuera inseguridad, Marianne no creía que se tratara de celos. Su relación era demasiado estable para ello. Pero sí suscitaba algunas dudas.

—¿Y de qué se trata?

—¿Qué más da? —Se dio cuenta de que se había puesto a la defensiva. Era una tontería. No tenía nada que defender. ¿O tal vez sí? ¿Acaso el encuentro con Stilton la había afectado de una manera para la que no estaba preparada? ¿Por su lamentable estado físico? ¿Su concentración? ¿Su total indiferencia ante la situación? ¿Por confrontarla delante de su propia casa? Posiblemente, pero no era nada de lo que tuviera que enterarse su marido—. Tord, a Tom se le ha ocurrido buscarme, hace seis años que no hablaba con él, tiene algo entre manos que no me gusta nada, pero estaba obligada a escucharle.

—¿Por qué?

—Ya se ha ido.

—De acuerdo. Bueno, solo me lo preguntaba, porque te vi aparecer y luego os fuisteis. ¿Preparamos
pyttipanna
[5]
para cenar?

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