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Authors: Eden Phillpotts

Los rojos Redmayne (2 page)

BOOK: Los rojos Redmayne
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Por dos caminos se podía llegar hasta la cantera de Foggintor, donde se hallaban esas charcas. Entre el seno granítico del páramo, abierto para obtener la piedra con que se construyó antaño la antigua prisión de guerra de Princetown, se extendía un camino hacia aquel lugar abandonado y ochocientos metros más allá se unía con la carretera principal. Varias casitas —viviendas ocupadas por picapedreros— se levantaban sobre este camino cubierto de hierbas; pero la enorme excavación se hallaba abandonada hacía tiempo y, pese a que la naturaleza la había embellecido, convirtiéndola en un lugar maravilloso, era poco apreciada y sólo servía de refugio a diversos animales en libertad.

Pero Brendon se dirigió hacia la cantera por un sendero directo que atravesaba el páramo. Dejando a su izquierda la estación ferroviaria de Princetown, se encaminó hacia el Oeste, donde la oscura desolación se erguía frente a él bajo el cielo encendido. Se ponía el sol y un radiante crepúsculo dorado, salpicado de tonos lilas y carmesíes, iluminaba la tierra lejana; aquí y allí la luz se reflejaba en los cristales de cuarzo de los graníticos cantos rodados y centelleaba en el sereno atardecer de los campos.

Recortada contra el resplandor del poniente, apareció una figura que llevaba una cesta al brazo. Marc Brendon, con el pensamiento fijo en la hora de la tarde en que las truchas suben a la superficie, irguió la cabeza al oír un rumor de leves pisadas. En ese instante pasó junto a él la mujer más hermosa que había visto en su vida y esa inesperada belleza lo sobresaltó e hizo que su imaginación echara a volar. Parecía que del árido desierto hubiese brotado una flor exótica o que la luz crepuscular, que ahora se apagaba en los helechos y en las piedras, se hubiera concentrado en una llamarada para encarnarse en aquella bellísima mujer. Era delgada y de estatura mediana. No llevaba sombrero y sus cabellos de tono cobrizo, levantados sobre la frente, parecían atraer los cálidos rayos de la puesta del sol y brillaban como una aureola alrededor de su cabeza. El color de esos cabellos era deslumbrante; poseía las tonalidades raras y perfectas con que el otoño engalana las hayas y los helechos. Y la joven tenía ojos azules, azules como la nomeolvides. El tamaño de esos ojos impresionó a Brendon.

Había conocido a una sola mujer de ojos realmente grandes, y era una criminal. Pero los ojos brillantes de esta desconocida parecían achicar su rostro. Aunque su boca no era pequeña, sus labios llenos estaban delicadamente dibujados. Su andar era rápido y la ligera falda de color gris perla y la blusa de seda rosada realzaban su figura: las redondeadas caderas y el pecho firme y juvenil. Andaba ágilmente, como una imagen fugaz de alegría y belleza, cuyos leves piececillos no tocaran el suelo.

Durante un segundo los ojos de la muchacha se encontraron con los de Brendon; su mirada era franca y confiada, pero no se detuvo. Brendon esperó medio minuto y se volvió para contemplarla de nuevo. Oyó que cantaba con la alegría despreocupada de la juventud y retuvo en el oído unas cuantas notas claras y jubilosas, semejantes a las de un pájaro. Luego, andando siempre con rapidez, la mujer se alejó hasta convertirse en un punto brillante en medio del páramo, descendió repentinamente por una de las ondulaciones del terreno y desapareció. Parecía hija del matorral y del suelo salvaje y era difícil imaginársela encerrada en vivienda alguna.

Como suele ocurrir cuando la sensibilidad se enfrenta con una belleza inesperada, la visión tornó pensativo a Marc. Sintió que despertaba en él una viva curiosidad por saber quién era aquella muchacha. Supuso que estaría allí de paso y que tal vez formara parte de un grupo de turistas que había ido a visitar la región. Presumió que tendría novio. Una criatura tan exquisita no podía haber escapado al amor. Era evidente que esta pasión y un estado de ánimo feliz se reflejaban en sus ojos y en su canción. Se preguntó cuál sería su edad, y calculó que no podía tener más de dieciocho años. Y por asociación de ideas, pensó en su propia apariencia. Tendemos a ser en extremo indulgentes cuando se trata de nuestro físico; pero Brendon vivía demasiado en contacto con las duras realidades de la vida para engañarse a sí mismo, en ésta o en cualquier otra materia. Era bien proporcionado, ágil y delgado para su edad y poseía gran vigor físico; pero sus cabellos tenían un feo color pajizo y su rostro, afeitado y pálido, no se salía de lo común, salvo por determinados indicios de rectitud, carácter y voluntad. Era un rostro muy adecuado para su profesión porque resultaba fácil desfigurarlo, pero no un rostro que pudiera encantar o interesar a una mujer; Marc lo sabía demasiado bien.

Avanzando a grandes pasos, el detective llegó a un enorme cráter situado en la ladera de la desolada cantera de Foggintor. A los pies de Brendon se abría una cavidad cuyas paredes tenían sesenta metros. En algunas partes sus picos y precipicios trazaban rústicos y gigantescos escalones, formando, en otras, escarpadas y bruscas superficies de granito donde únicamente la maleza y los renuevos del serbal y del espino hallaban asidero. En el fondo se mezclaban desordenadamente las piedras y los helechos y las escrofularias crecían sobre los montones de escombros donde se escondían alimañas de toda clase. El agua caía sobre más de un saliente del granito, alimentando varias charcas grandes y pequeñas.

Brendon empezó a descender por un sendero de ovejas que serpenteaba hasta el fondo de la hondonada. Una jaca de Dartmoor con su potrillo se alejó galopando a través de una salida orientada hacia el Oeste. En cierto punto las piedras se agrupaban en forma de abanico y, sobre esa inclinación del granito desintegrado, goteaba musicalmente el agua que caía de los salientes de la roca. En todas direcciones corrían arroyuelos y, desde el sitio en que se hallaba ahora el deportista, la cantera abandonada presentaba una desconcertante confusión de enormes cantos rodados, pozos profundos y colosales riscos que formaban sucesivas escarpas. En una visita anterior, Brendon había descubierto el espíritu guardián del lugar y, elevando la voz, gritó:

—¡Aquí estoy!

—¡Aquí estoy! —contestó claramente el eco escondido en el granito.

—¡Marc Brenton!

—¡Marc Brenton!

—¡Bienvenido!

—¡Bienvenido!

Cada sílaba retornaba repetida con vigorosa claridad y atenuada apenas por ese matiz deshumanizado que constituye el hechizo de las palabras devueltas por el eco.

Una enorme mancha purpúrea parecía inundar el cráter, y el zumo de la noche lo llenaba gradualmente, mientras a lo largo de la cumbre oriental de la hondonada, la roja luz del poniente bordeaba de oro el inmenso tazón. Abriéndose paso a través del amontonado desorden, Marc se dirigió hacia la parte más espaciosa de la cantera, a cuarenta y cinco metros al Norte y se detuvo en una altura situada sobre dos anchas y tranquilas charcas que había en el centro. Cubrían el sector más profundo de la vieja obra; por un lado, su fondo se inclinaba formando una playa desigual y, por el otro, descendía a una profundidad de nueve metros; el granito, partiendo del borde del pequeño lago, se elevaba a pique como la pared de un precipicio. El agua clara y cristalina se hundía en una penumbra azulada. La superficie total de las charcas estaba, sin embargo, al alcance de cualquier pescador que tuviese una caña suficientemente fuerte y habilidad para lanzar una cuerda larga. Las truchas se movían y, aquí y allí, círculos de luz se dilataban sobre las aguas y sus ondas concéntricas llegaban hasta los bordes del escarpado. Luego se produjo un movimiento más violento y, saliendo de una roca que surgía en el centro de la charca más pequeña, un pez grande cazó una mariposilla blanca que había revoloteado demasiado cerca.

Marc se instaló para pescar; pero sentía que una disociación desacostumbrada se había producido en su cerebro. Mientras, sacaba de una caja dos moscas artificiales de ojos diminutos y las ajustaba al finísimo sedal que siempre usaba, persistía en su mente el recuerdo de la muchacha de cabellos cobrizos, de andar rápido y leve, de ojos azules como el cielo de abril, de voz tan parecida a la de los pájaros y tan carente de emoción humana.

Comenzó a pescar al ver que oscurecía; pero después de lanzar su caña una o dos veces decidió esperar media hora más. Dejó en el suelo el aparejo de pesca y sacó del bolsillo su pipa y una tabaquera. La vida diurna se preparaba al sueño; no obstante, persistía aún cierto sonido metálico, intermitente y monótono, que el deportista atribuía a algún pájaro. Procedía de las pronunciadas cuestas que ascendían frente al sitio en que él se encontraba. Comprendió, de pronto, que no se trataba de un sonido natural, sino del ruido producido por alguna actividad humana. Era, en realidad, la nota musical de la paleta de un albañil; y al cesar el ruido, contrarió a Marc oír rumor de pasos en la cantera; supuso que sería algún obrero.

Pero el que apareció no lo era. Se le acercaba un personaje corpulento que vestía chaqueta de cazador, anchos pantalones ceñidos debajo de la rodilla y chaleco rojo con llamativos botones dorados. Había entrado por la parte inferior de las canteras y se dirigía a la salida norte, donde el arroyuelo que alimentaba las charcas desembocaba por un angosto paso.

El desconocido se detuvo al ver a Brendon, clavó los pies en el suelo, se quitó el cigarro de la boca y dijo:

—¡Ah! ¿Las ha descubierto, entonces?

—¿Qué dice que he descubierto? —preguntó el policía.

—Esas truchas. Vengo a nadar aquí algunas veces. Me extrañaba no ver nunca una caña en este agujero. Hay aquí una docena de truchas que pesan un cuarto de kilo, y tal vez haya algunas más grandes aún.

Por instinto, Marc estudiaba siempre a toda persona que entraba en contacto con él. Era extraordinario fisonomista. Levantó los ojos y observó las facciones poco comunes del hombre que tenía delante. Su examen fue rápido y certero; pero de haber sabido el enorme significado de esta visión, o de haber previsto la trascendencia que aquel hombre tendría en los años de su futuro inmediato, sin duda Marc hubiera prolongado la breve entrevista para estudiarlo con mayor detenimiento.

Advirtió las anchas espaldas y el cuello vigoroso, sobre el cual sobresalían las mandíbulas rectangulares y fuertes y el mentón característico de las voluntades resueltas; luego, una boca grande y el bigote más largo que Brendon recordaba haber visto en rostro humano. Era un bigote casi grotesco; pero para el desconocido constituía evidentemente un motivo de orgullo, porque lo retorcía de cuando en cuando, estirando sus guías hasta las orejas. Cuando hablaba (su voz era áspera y algo discordante), se vislumbraban sus grandes dientes blancos. Daba la impresión de estar encantado consigo mismo y de poseer temperamento apasionado y mentalidad materialista. Tenía los ojos grises y pequeños, bastante separados por una nariz de gran tamaño. Sus cabellos de un rojo encendido, muy cortos, eran de tono aún más vivo que el del bigote. Ni la luz cada vez más tenue amortiguaba la rubicundez de aquel rostro.

El hombre se mostraba afable, pero Brendon deseaba sinceramente que se marchara.

—La pesca en el mar es mi deporte preferido —dijo el desconocido—. El congrio y el bacalao, la caballa y el abadejo: cargar media barca, eso es deporte. Significa sedales tirantes y mucha sed después.

—Lo creo.

—Pero este maldito lugar parece hechizar a las gentes —prosiguió el hombretón—. ¿Qué tiene Dartmoor? No es más que un desierto de colinas, piedras y arroyuelos de mala muerte que un niño puede vadear; sin embargo..., ¡ya los oirá usted hablar de este sitio como si fuera mejor que el cielo!

El otro rió.

—Hay algo mágico aquí. Se le mete a uno en la sangre.

—Así es. ¡Un rincón olvidado de Dios, sin otro interés que esos pobres diablos de presidiarios! Una persona que conozco está edificando una casita por aquí. Él y su mujer van a ser más felices que una pareja de tórtolos; por lo menos así lo creen.

—Oí el ruido de una paleta de albañil.

—Sí, a veces trabajo en la obra cuando se han marchado los obreros. Pero ¡imagínese usted!... ¡Volver la espalda a la civilización y construir una casa en un desierto!

—La idea no es mala..., si no se tiene ambición.

—Es verdad que la ambición no es el punto fuerte de esos dos. Los pobres creen que el amor basta. ¿Por qué no pesca usted?

—Estoy esperando que oscurezca un poco más.

—Bueno; ¡hasta la vista! ¡Cuidado con pescar algo que lo arrastre al fondo!

Riéndose de su chiste y provocando la aguda repercusión del eco sobre la quieta superficie del agua, el pelirrojo se alejó y desapareció por la abertura situada a cuarenta y cinco metros de donde se hallaba Brendon. Luego éste oyó el estruendo de un motor que rompía el silencio. Evidentemente, el hombre se había alejado en motocicleta hacia la carretera principal, situada a ochocientos metros de distancia.

Cuando el ruido del motor se desvaneció, Brendon se puso de pie y se acercó a la otra entrada de la cantera, con el objetivo de ver la casita que el desconocido había mencionado. Dejando atrás la enorme cavidad, dobló hacia la derecha y en una depresión del terreno que daba frente al Sudoeste encontró el edificio. No estaba aún terminado, ni mucho menos. Las paredes de granito se elevaban dos metros y eran de considerable anchura. El replanteo indicaba que la casa constaría en el futuro de una sola planta con seis habitaciones. En torno a la construcción iniciada habían levantado una tapia que rodeaba una extensión de media hectárea, pero los límites no estaban aún totalmente delineados. Hacia el Oeste y el Sur, el panorama era magnífico. A pesar de la luz imprecisa de la hora, la aguda vista de Brendon distinguía el puente Saltash que atravesaba las aguas de Plymouth, donde Cornualles surgía contra el agonizante resplandor del Oeste. Era un sitio magnífico para vivir y el detective se preguntó cómo serían los que edificaban su casa en aquel silencioso desierto.

Supuso que estarían cansados de las ciudades o de sus semejantes. Pensó que quizá se sintieran desilusionados del mundo y desearan volver la espalda a la vida gregaria, eludir en lo posible sus problemas, escapar de su vergüenza y de sus locuras y vivir allí entre austeras realidades que nada prometían, pero que encerraban innumerables riquezas para determinada clase de seres humanos. A su juicio, la pareja que se resolvía a vivir junto a la silenciosa cantera de Foggintor debía de haber sufrido mucho hasta llegar a un estado de ánimo cuyo mayor anhelo era la soledad en el seno de la naturaleza. Tales personas —se dijo— no podían ser muy jóvenes. Recordaba, sin embargo, las palabras del hombretón, según las cuales la pareja creía que «el amor bastaba». Eso significaba que el idilio proseguía, sea cual fuere la edad de ambos.

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