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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

Los ojos amarillos de los cocodrilos (7 page)

BOOK: Los ojos amarillos de los cocodrilos
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Así que aceptó escucharla.

—Hay que contratar a Chaval, si no se irá a la competencia.

—Ya casi no hay competencia, ¡me los he comido a todos!

—Abre los ojos, Marcel. Los has liquidado, es cierto, pero un buen día pueden resucitar y liquidarte a ti también. Sobre todo si Chaval les echa una mano… Venga… En serio, ¡escúchame!

Se había incorporado completamente, el busto ceñido a una sábana rosa, el ceño fruncido y la expresión seria. Tenía la expresión seria tanto para los negocios como para el placer. Era una mujer que nunca hacía trampas.

—Es muy sencillo: Chaval es un excelente contable además de un excelente vendedor. Odiaría verte un día enfrentado a un hombre que maneje a la perfección esas dos cualidades: la habilidad del vendedor y el rigor financiero del contable. El primero gana dinero con los clientes y el segundo lo rentabiliza al máximo. Sin embargo, la mayoría de la gente sólo posee uno de esos talentos…

Marcel Grobz también se había incorporado sobre un codo y, atento, escuchaba a su amante.

—Los comerciales saben vender, pero pocas veces dominan los aspectos financieros más sutiles de la transacción: el modo de pago, los vencimientos, los gastos de transporte, los descuentos. A ti mismo, si yo no estuviera allí, te costaría…

—Sabes muy bien que no podría vivir sin ti, bomboncito.

—Eso es lo que pretendes. Me gustaría tener unas cuantas pruebas tangibles.

—Lo que pasa es que soy un contable muy malo.

Josiane esbozó una sonrisa que mostraba que no la engañaba con esa salida por la tangente, y volvió a su razonamiento.

—Y, sin embargo, son esos hechos precisos, ¡esos aspectos financieros son los que marcan la diferencia entre un margen de tres cifras, de dos cifras o de cero cifras!

Marcel Grobz estaba ahora sentado, el torso desnudo, la cabeza apoyada contra los barrotes de la cama de bronce, y continuaba por su cuenta el razonamiento de su amante.

—Eso quiere decir, bomboncito, que antes de que Chaval comprenda todo eso, antes de que se enfrente a mí y me amenace…

—¡Hay que atarle!

—¿Y dónde lo meto?

—En la dirección de la empresa, y mientras él la hace crecer, nosotros nos dedicamos a diversificar, a desarrollar otras líneas… En este momento ya no tienes tiempo de anticiparte. Ya no actúas, reaccionas. Ahora bien, tu verdadero talento es el de vivir el presente, sentirlo, prever los deseos de la gente… Si contratamos a Chaval, le dejamos deslomarse con las tareas del presente mientras nosotros navegamos sobre las olas del mañana. ¿No está mal, eh?

Marcel Grobz agudizó el oído. Era la primera vez que ella decía «nosotros» cuando hablaba de la empresa. Y lo había dicho varias veces seguidas. Se separó de ella para observarla: estaba en tensión, el rostro enrojecido, la expresión concentrada y sus cejas unidas en una uve profunda y erecta de vello rubio. Pensó que esa mujer, esa amante ideal que no rechazaba ningún condimento sexual y poseía todo tipo de talentos, tenía, además, muchas ambiciones. ¡Qué diferencia con mi mujer, que me la chupa con los ojos cerrados, y eso con motivo de la elección de un nuevo papa! Por mucho que le dirija la cabeza, no viene. En cambio, Josiane no se andaba con chiquitas. A grandes golpes de caderas, de lengua, de peras, le enviaba al séptimo cielo, le hacía gritar ¡ay, Dios!, le volvía a excitar entre polvo y polvo, le lamía, le acariciaba, le enganchaba entre sus poderosos muslos y, cuando el último espasmo moría entre sus labios, le acurrucaba dulcemente entre sus brazos, le calmaba, le ponía a tono con un fino análisis de la marcha de la empresa antes de enviarle de nuevo al séptimo cielo. ¡Qué mujer!, se dijo. ¡Qué amante! Generosa. Hambrienta. Cariñosa en momentos de placer, dura en el trabajo. Blanca, lechosa, voluptuosa hasta el punto de preguntarse dónde esconde los huesos de su esqueleto.

Josiane trabajaba para él desde hacía quince años. Había acabado en su cama poco después de ser contratada como secretaria. Mujercita flacucha y triste cuando entró en la empresa, había prosperado con su ayuda. Poseía, como único título, el de una academia de tercera donde había aprendido mecanografía y ortografía —bueno… ortografía básica—, además de un curriculum caótico en el que destacaba que nunca permanecía mucho tiempo en un trabajo.

Marcel había decidido confiar en ella. Había en aquella mujercita un punto de hipocresía, de terquedad, que le gustaba sin que supiera bien por qué. Estaba llena de dientes y de espinas. Podía convertirse tanto en una aliada como en un enemigo temible. Cara o cruz, se dijo Marcel. Le gustaba jugar y la contrató. Procedía del mismo ambiente que él. La vida la había educado a base de bofetadas, de brutos pegándose contra ella; la habían manoseado, la habían penetrado sin derecho a defenderse. A Marcel le había bastado observarla un momento para comprender que sólo quería que la librasen de ese lodazal. «Mi salario llora de pobre que es, habría que devolverle la sonrisa», había declarado nueve meses después de su ingreso. Le concedió el aumento y algo mejor: la convirtió en una odalisca astuta y lista, desbordante de carne e inteligencia. Poco a poco ella había eliminado a sus otras amantes, las que le consolaban de la triste compañía conyugal. No las echaba de menos. Nunca se aburría con Josiane. De lo que se arrepentía era de haberse casado con Henriette. Esa escoba estreñida. Nunca dispuesta a gozar pero pronta a gastar, que derrochaba alegremente su dinero sin dar nada a cambio, ni físico ni sentimental. Pero ¡qué idiota fui casándome con ella! ¡Creí que iba a ascender socialmente! ¡Menudo ascensor! Siempre se quedó en el primer piso.

—Marcel, ¿me estás escuchando?

—Claro, bomboncito.

—¡Se terminó el tiempo de los especialistas! Las empresas están llenas de ellos. Faltan de nuevo los generalistas, generalistas geniales. Y ese Chaval es un generalista genial.

Marcel Grobz sonrió.

—Te recuerdo que yo mismo soy un generalista genial.

—¡Por eso te quiero, Marcel!

—Háblame de él.

Y mientras Josiane relataba la vida y carrera de ese empleado en el que él apenas se había fijado, Marcel Grobz revivía la suya. Padres judíos, inmigrantes polacos, que se instalaron en París en el barrio de la Bastilla, el padre sastre, la madre planchadora. Ocho hijos. En un piso con dos habitaciones. Pocos mimos, muchas tortas. Poca ternura, mucho pan seco. Marcel había crecido solo. Se había inscrito en una oscura escuela de química para obtener un diploma, y había encontrado su primer trabajo-encuna empresa de velas.

Allí fue donde aprendió todo. El dueño sin hijos le tomó cariño. Le prestó dinero para comprar una primera empresa en dificultades. Después una segunda… Hablaban los dos, por las noches, después de cerrar la tienda. Él le aconsejaba, le animaba. Así fue como Marcel se convirtió en «liquidador de empresas». No le agradaba mucho esa palabra, pero le gustaba comprar negocios moribundos que volvía a poner en pie con su buen hacer y su capacidad para el trabajo. Contaba que se dormía a menudo encendiendo una vela y se despertaba antes de que se hubiese consumido. Contaba también que todas sus ideas las había tenido mientras caminaba. Recorría las calles de París, observaba a los pequeños comerciantes detrás del mostrador, los escaparates, las mercancías desbordantes sobre las aceras. Escuchaba a la gente hablar, gruñir, gemir y con ello deducía sus sueños, sus necesidades, sus deseos. Predijo, mucho antes que el resto, las ganas de replegarse en el nido, el miedo al exterior, a lo extraño, «el mundo se está volviendo demasiado duro, la gente tiene ganas de meterse en su casa, en su hogar, rodeado de accesorios como una vela, un juego de mesa, un plato o un camino de mesa». Había decidido concentrar todos sus esfuerzos en el concepto hogar. Casamia. Ese era el nombre de su cadena de establecimientos repartidos por París y provincia. Uno, luego dos, tres, cinco, seis, nueve negocios se habían reconvertido de esta forma en tiendas Casamia de velas perfumadas, de centros de mesa, de lámparas, canapés, marcos, perfumes de interior, de estores y cortinas, de accesorios para el cuarto de baño, la cocina. Y todo, a precios bajos. Fabricado en el extranjero. Había sido de los primeros que crearon fábricas en Polonia, en Hungría, en China, Vietnam, en la India.

Pero un día, un día maldito, un proveedor le había dicho: «Están muy bien sus artículos, Marcel, pero en las tiendas, al decorado le falta algo de clase. Debería contratar a una estilista que diera homogeneidad a sus productos, ese no sé qué que añadiese valor a su empresa». El había meditado profundamente ese asunto y, sin pensárselo dos veces, había contratado a…

Henriette Plissonnier, viuda seca pero con clase, que sabía, mejor que nadie, colocar el drapeado de una tela o crear un decorado con dos briznas de paja, un trozo de satén y una cerámica. «¡Qué clase!», se había dicho al verla cuando se presentó en respuesta al anuncio. Acababa de perder a su marido y educaba sola a sus dos niñas. No tenía ninguna experiencia, «sólo una excelente educación y el sentido innato de la elegancia, de las formas y los colores —le había dicho mirándolo de arriba abajo—. ¿Quiere que se lo demuestre, señor?». Y sin que tuviese él tiempo de responder, había desplazado dos jarrones, desenrollado una alfombra, colocado una cortina, cambiado tres naderías en su despacho, que, de repente, pareció surgido de una revista de decoración. Después se había sentado y había sonreído satisfecha. La contrató primero como encargada de accesorios, para después ascenderla a decoradora. Ella concebía los escaparates, se ocupaba de destacar la promoción del mes —copas de champán, guantes de cocina, delantales, lámparas, tulipas, candelabros—, participaba en la elección de pedidos, se ocupaba de la «tonalidad» de la temporada: temporada azul, temporada bronce, temporada blanca, temporada dorada… Él se enamoró de aquella mujer que representaba un mundo inaccesible para él.

Cuando la besó por primera vez, creyó rozar una estrella.

Durante la primera noche juntos, la fotografió con una Polaroid mientras dormía y guardó la foto en su cartera. Ella nunca lo supo. El primer fin de semana la llevó a Deauville, al hotel Normandy. Ella no quiso salir de la habitación. El pensó que era pudor, todavía no estaban casados; más tarde comprendió que le había dado vergüenza que la viesen con él.

Él le propuso matrimonio. Ella respondió: «Tengo que pensármelo, no estoy sola, tengo dos hijas pequeñas, como sabe». Se empecinaba en tratarlo de usted. Le había hecho esperar seis meses sin hacer nunca alusión a su demanda, lo que le volvía loco. Un día, sin que él supiese por qué, le había dicho: «¿Se acuerda usted de la proposición que me había hecho? Pues bien, si sigue en pie, la respuesta es sí».

En treinta años de matrimonio, nunca la llevó a casa de sus padres. Ella les vio una sola vez, en un restaurante. Al salir, mientras se ponía los guantes y buscaba con la mirada el coche con chófer que él había puesto a su disposición, le había dicho simplemente: «De ahora en adelante, les verá por su lado si quiere, pero sin mí. No creo que sea necesario continuar con esta relación…».

Fue ella la que le bautizó Chef, jefe. Le parecía que Marcel era demasiado común. Ahora todo el mundo le llamaba Chef. Salvo Josiane.

Si no, él era Chef. Chef que firmaba los cheques. Chef que presidía la mesa en las cenas de compromiso. Chef al que se le interrumpía cuando hablaba. Chef que dormía aparte en una habitación minúscula, en una cama diminuta, en una esquina del inmenso apartamento.

Y, sin embargo, le habían prevenido. «Te equivocas con esa mujer —le había dicho René, su encargado y amigo con el que bebía al salir del trabajo—. ¡No debe de ser fácil de ordeñar!». El había tenido que reconocer que René tenía razón. «A duras penas me deja montarla. Y ni te cuento lo que me cuesta que se incline hasta el canario, ¡muerto de hambre! Hay que sujetarla fuerte y con la nuca bien apoyada. Muchas veces me tengo que dormir con las ganas, con esa mujer, y el pobre canario, la mayor parte del tiempo a media asta. Ni hablar de manoseos o mamadas. Se hace la remilgada». «Pues entonces… déjala», le había dicho René. Y, sin embargo, Chef dudaba: Henriette le mantenía en sociedad. «Sólo tengo que llegar con ella a una cena para que los invitados me miren de otra manera… ¡Y te juro que hay contratos que nunca habría firmado sin ella!». «Pues yo, si fuera tú, ¡pagaría a una profesional! Una puta con estilo, que las hay. Sólo tienes que encontrar una que te valga para la cena y para la cama. ¡Al precio que pagas por la legítima…!».

Marcel Grobz se partía de la risa.

Pero había seguido con Henriette. La había nombrado finalmente presidenta del consejo de administración. Bien a su pesar: si no, ella se exacerbaba. Y cuando Henriette se exacerbaba, de insoportable pasaba a ser detestable. Así que había cedido. Se habían casado con un contrato de separación de bienes, y él había realizado una donación a su nombre. Cuando muriese, ella heredaría todos sus bienes. Había caído en la trampa. Cuanto peor le trataba, más se ataba a ella. Llegó a decirse que le habían dado demasiadas tortas de pequeño, y que le había cogido el gusto; el amor no estaba hecho para él. Era una explicación que le convenía.

Y entonces llegó Josiane. El amor había entrado en su vida. Pero hoy, con sesenta y cuatro cumplidos, era demasiado tarde para volver a empezar. Si se divorciaba, Henriette reclamaría la mitad de su fortuna.

—Y de eso nada —protestó en voz alta.

—Pero ¿por qué, Marcel? Le podemos hacer un buen contrato sin darle participación o simplemente una pequeña para que se sienta implicado y no tenga ganas de irse a otra parte.

—Pequeñita, entonces.

—Bien.

—¡Joder, qué calor! Se me están derritiendo las bolas. ¿Podrías ir a buscarme una naranjada helada…?

Ella salió de la cama entre siseos de bordados y muslos frotándose. Había engordado otra vez. Marcel no pudo evitar sonreír. Le gustaban las mujeres jamonas.

Sacó tabaco de su pitillera sobre la mesita de noche, se puso a cortarlo, a enrollarlo, a aspirarlo para después encenderlo. Pasó la mano sobre su calva. Hizo una mueca de disgusto. Habrá que vigilar a ese Chaval. No darle demasiado poder ni importancia en la empresa. También habrá que comprobar que la pequeña no esté colada por él… ¡Señor! Con treinta y ocho años, debe de tener ganas de carne fresca. Y de un buen sitio en primera fila. Siempre escondida, obligada a la ilegitimidad por culpa de la Escoba, eso no es vida ¡pobre Josiane!

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