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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

Los ojos amarillos de los cocodrilos (39 page)

BOOK: Los ojos amarillos de los cocodrilos
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Entraron en la cocina e Iris se inclinó sobre el ordenador. Empezó a leer. Sonó su móvil y respondió. «No, no, no me molestas, estoy en casa de mi hermana. ¡Sí! ¡En Courbevoie! ¡Imagínate! Llevo una brújula. ¡Y mi pasaporte! ¡Ja, ja, ja! ¡No! ¿De verdad? Cuéntame… ¡Eso ha dicho! ¿Y ella qué dice?».

Joséphine sintió cómo le hervía la sangre. No sólo me interrumpe sino, además, se detiene en plena lectura para cotillear por teléfono. Arrancó el ordenador de las manos de su hermana asesinándola con la mirada.

—Ay, ay. Voy a tener que dejarte, Joséphine me está acribillando con los ojos. Te volveré a llamar.

Iris cerró ruidosamente su móvil.

—¿Estás enfadada?

—Sí. Estoy enfadada. Primero, te plantas aquí sin avisar, me interrumpes en pleno trabajo, y después, ¡interrumpes la lectura de lo que he escrito para hablar con una cretina y burlarte de mí! Si no te interesa lo que hago, no vengas a molestarme ¿de acuerdo?

La cólera de Florine hervía en ella.

—Quería ayudarte y darte mi opinión.

—No necesito tu opinión, Iris. Déjame escribir en paz y cuando yo lo decida, lo leerás.

—De acuerdo, de acuerdo. ¡Cálmate! ¿Pero te importa que lea al menos un poco?

—Con la condición de que no respondas más al teléfono.

Iris asintió y Joséphine le devolvió el ordenador. Iris leyó en silencio. Sonó su teléfono. No respondió. Cuando levantó la cabeza, miró fijamente a su hermana y dijo «está bien. Está muy bien».

Joséphine sintió que recuperaba la calma.

Hasta que Iris sonrió y dijo:

—Es una idea muy buena esa de que se afeita la cabeza… ¡Buen truco!

Joséphine no respondió. Sólo deseaba una cosa; retomar la escritura de su novela.

—¿Ahora quieres que me vaya?

—¿No te enfadarás?

—No… Al contrario, me alegra mucho que te lo tomes tan en serio.

Cogió su bolso, su móvil, besó a su hermana y se marchó, dejando tras ella el intenso olor de su perfume.

Joséphine se apoyó contra la puerta de entrada, suspiró y volvió a la cocina. Retomó la escritura de su historia, pero tuvo que renunciar: todas las ideas habían huido de su cabeza.

Lanzó un grito de rabia y abrió la puerta del frigorífico.

* * *

—Papá, ¿los cocodrilos van a comerme?

Antoine estrechó la manita de Zoé en la suya y la tranquilizó. Los cocodrilos no iban a comérsela. No debía acercarse demasiado ni darles de comer. Esto no es un zoo, no hay guardias. Hay que tener cuidado, eso es todo.

Había llevado a Zoé a dar un paseo a lo largo de los estanques de cocodrilos. Quería enseñarle dónde trabajaba, lo que estaba haciendo. Que pensara que se había marchado por una buena razón. Recordaba la recomendación de Joséphine: «Dedícale tiempo a Zoé, no te dejes acaparar por Hortense». Shirley, Gary y las niñas habían llegado el día anterior, cansados del viaje, del calor, pero emocionados con la idea de descubrir el Croco Park, el mar, la laguna, los arrecifes de coral. Shirley había comprado una guía sobre Kenia y la había leído en el avión. Habían cenado en el porche. Mylène parecía feliz de tener compañía. Había estado cocinando todo el día para que la cena fuese un éxito. Y lo era. Antoine se había sentido, por primera vez desde que se instaló en Kenia, feliz. Feliz de ver a sus hijas. Feliz de reconstruir una vida de familia. Mylène y Hortense parecían llevarse muy bien. Hortense había prometido a Mylène ayudarla a vender sus productos de belleza. «Entonces te maquillaré y serás una especie de publicidad ambulante, pero ten cuidado, ¡no vayas a volver locos a los chinos!». Hortense había esbozado una mueca de disgusto, «son demasiado pequeños, demasiado delgados, demasiado amarillos, a mí me gustan los hombres de verdad, con buenos músculos». Antoine las había escuchado estupefacto por la seguridad de su hija. Gary se había palpado los bíceps. Hacía cincuenta flexiones por la mañana y por la noche. Un esfuerzo más, enano, ¡y te echaré un vistazo! Shirley había refunfuñado. No soportaba que trataran a su hijo de enano.

Esa mañana, Zoé había entrado en su habitación sin llamar a la puerta. Él le había hecho una señal para que no hiciese ruido y se habían marchado los dos de paseo.

Caminaban en silencio. Antoine enseñaba a Zoé las instalaciones del parque. Le enseñaba el nombre de un árbol, de un pájaro. Se había preocupado de poner crema solar a Zoé y le había dado un gran sombrero para protegerla del sol. Ella apartó una mosca con la mano y suspiró.

—Papá, ¿vas a quedarte aquí mucho tiempo?

—Todavía no lo sé.

—Cuando hayas matado a todos los cocodrilos, cuando los hayas metido en latas y los hayas convertido en bolsos, podrás marcharte, ¿no?

—Habrá otros. Tendrán bebés…

—¿Y a los bebés los vas a matar también?

—Tendré que hacerlo.

—¿Incluso a los bebés?

—Esperaré a que crezcan… O no esperaré si encuentro otro trabajo.

—Preferiría que no esperases. ¿A qué edad es mayor un cocodrilo?

—A los doce años…

—¡Entonces no esperes! ¿Eh, papá?

—A los doce años, elige un territorio y a una hembra.

—Un poco como nosotros, entonces.

—Un poco, es cierto. La mamá cocodrilo pone unos cincuenta huevos y después permanece tres meses incubándolos. Cuanto más alta es la temperatura del nido, más cocodrilos machos tendrá. Eso no es como nosotros.

—¡Entonces tendrá cincuenta bebés!

—No, porque algunos morirán en el huevo y a otros se los comerán los depredadores. Las mangostas, las serpientes, las garzotas. Vigilan las ausencias de la madre y rebuscan en el nido.

—¿Y cuando nacen?

—La mamá cocodrilo los mete en su boca con mucho cuidado y los pone en el agua. Se quedará con ellos durante meses, incluso uno o dos años, para protegerles, pero se las arreglan solos para comer.

—¡Eso significa muchos hijos de los que ocuparse!

—El noventa y nueve por ciento de los bebés cocodrilo mueren muy jóvenes. Es la ley de la naturaleza.

—¿Y la mamá siente pena?

—Sabe que es así… cuida a los supervivientes.

—Debe de sentir pena a pesar de eso. Parece una buena madre. Se ocupa mucho de ellos. Es como mamá, se ocupa mucho de nosotras. Trabaja muy duro…

—Tienes razón Zoé, tu mamá es formidable.

—Entonces ¿por qué te fuiste?

Se había detenido, había levantado un borde de su sombrero y miraba a su padre con ojos serios.

—Eso es un problema de personas mayores. Cuando se es pequeño, uno cree que la vida es simple, lógica, y cuando crecemos, nos damos cuenta de que es más complicada… yo quiero muchísimo a tu mamá, pero…

Ya no sabía qué decir. Se hacía la misma pregunta que Zoé: ¿por qué me fui? Después de haber dejado a las niñas la otra noche, hubiese querido quedarse con Joséphine. Se hubiese metido en la cama, se hubiera dormido y la vida habría vuelto a empezar, tranquila, suavemente.

—Debe de ser complicado si ni siquiera tú lo sabes… A mí me gustaría no convertirme en una persona mayor. No hay más que problemas. Quizás pueda crecer y no convertirme en una persona mayor.

—Ahí está todo el problema, cariño: aprender a convertirse en una persona grande y buena. Tardamos años en aprender y, a veces, no lo conseguimos… O comprendemos demasiado tarde que hemos cometido un error.

—Cuando duermes con Mylène, ¿duermes completamente vestido?

Antoine se sobresaltó. No se esperaba esa pregunta. Cogió la mano de su hija, pero ella se soltó y repitió la pregunta.

—¿Por qué me preguntas eso? ¿Qué importancia tiene?

—¿Haces el amor con Mylène?

Él balbuceó:

—Pero, bueno, Zoé, ¡eso a ti no te importa!

—¡Sí! Si haces el amor con ella, vas a tener muchos bebés y yo, yo no quiero…

El se puso de cuclillas, la tomó en sus brazos y le murmuró en voz muy baja:

—Yo no quiero más hijos que Hortense y tú.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo… Vosotras sois mis dos únicos amores y llenáis todo mi corazón.

—¡Entonces duermes completamente vestido!

No quiso mentir; decidió cambiar de tema de conversación.

—¿Tienes hambre? ¿No tienes ganas de un buen desayuno con huevos, jamón, tostadas y mermelada?

Ella no respondió.

—Vamos a volver… ¿De acuerdo?

Asintió con la cabeza. Adoptó un aire serio. Pareció reflexionar un momento. Antoine la observó, temiendo otra pregunta embarazosa.

—Es Mylène la que hace el pan aquí. Está riquísimo, a veces demasiado cocido pero…

—Alexandre también está preocupado por sus padres. Durante un tiempo dejaron de dormir juntos y Alexandre me dijo que ya no hacían nunca el amor.

—¿Y cómo lo sabía él?

Ella se rio y lanzó una mirada a su padre que significaba: ¿me tomas por un bebé o qué?

—¡Porque ya no oía ruido en su habitación! Así es como se sabe.

Antoine pensó entonces que debería tener cuidado mientras las niñas estuviesen allí.

—¿Y eso le preocupaba?

—Sí, porque después los padres se divorcian…

—No siempre, Zoé. No siempre… Mamá y yo no estamos divorciados todavía.

Se detuvo en seco. Más valía cambiar de tema para evitar otras cuestiones incómodas.

—Sí, pero estamos en las mismas. Ya no dormís juntos.

—¿Te gusta tu habitación aquí?

Ella hizo una mueca y dijo «sí, está bien, no está mal».

Regresaron a casa en silencio. Antoine cogió de la mano a Zoé y ella se dejó.

Pasaron la tarde en la playa. Sin Mylène, que abría su tienda a las seis. Antoine sintió un sobresalto cuando Hortense dejó caer su camiseta y su pareo: tenía cuerpo de mujer. Largas piernas, un talle curvo, hermosas nalgas redondeadas, un vientre suave, musculoso y dos senos bien turgentes que el bañador no conseguía contener completamente. Un cuerpo y un porte de mujer. La forma en la que levantó su larga cabellera y se la ató, en la que untó sus muslos, sus hombros, su cuello de crema le turbó. Desvió la mirada y miró si había hombres en la playa que la observaban. Le alivió comprobar qué estaban casi solos, aparte de algunos niños que jugaban entre las olas. Shirley percibió su turbación y constató:

—Asombroso, ¿no? ¡Va a volver locos a los hombres! En cuanto la ve, mi hijo empieza a tropezar.

—Cuando me fui, era todavía un bebé.

—¡Vas a tener que acostumbrarte! Y no ha hecho más que empezar.

Los niños se habían precipitado hasta el mar. La arena blanca se pegaba a sus pies y se tiraron al agua gritando sobre las olas. Antoine y Shirley, sentados el uno al lado del otro, les miraban.

—¿No tiene novio? —preguntó Antoine.

—No lo sé. Es muy discreta.

Antoine suspiró.

—¡Ay, ay ay! Y no estaré allí para vigilarla.

Shirley dibujó una sonrisa irónica.

—Te lleva del lazo como a un perrito. Engatusa a todos los hombres. Vas a tener que prepararte para lo peor, será más sencillo.

Antoine dirigió su mirada hacia el mar en el que los tres niños saltaban entre las olas. Gary atrapó a Zoé y la tiró sobre una ola. ¡Cuidado!, estuvo a punto de gritar Antoine, y después recordó que no había mucho fondo y que Zoé hacía pie. Su mirada volvió a Hortense, que se había separado y flotaba cabeza arriba, los brazos a lo largo del cuerpo, las piernas unidas como una larga cola de sirena, dejando que sólo sus ojos entornados afloraran por encima del agua.

Le recorrió un escalofrío. Se levantó y propuso a Shirley:

—¿Nos unimos a ellos? Ya verás, el agua está deliciosa.

Sólo cuando entró en el agua, Antoine se dio cuenta de que no había bebido ni una gota de alcohol desde la llegada de sus hijas.

* * *

Henriette Grobz estaba preparándose para la guerra.

Ante el espejo, terminaba de colocar su sombrero y clavaba vigorosamente un largo alfiler de una parte a la otra de la estructura de fieltro, para que se mantuviese bien derecho en su cabeza y no se volara con la primera ráfaga de viento. Después subrayó sus labios con un trazo rojo bermellón, las mejillas con dos toques de colorete oscuro, enganchó dos pendientes a sus lóbulos secos y arrugados, y se irguió, dispuesta a empezar su investigación.

Esa mañana era Primero de mayo, y el Primero de mayo nadie trabaja.

Nadie, excepto Marcel Grobz.

Él le había anunciado durante el desayuno que se marchaba al despacho y que no volvería hasta última hora de la tarde, y que no le esperase para cenar.

¿Al despacho? Había repetido en silencio Henriette Grobz, inclinando su cabeza y sus cabellos pegados al cráneo por abundantes chorros de laca. Su moño estaba tan estirado que no necesitaba ningún lifting. Cuando lo deshacía se echaba encima diez años: su piel hundida y blanda caía a falta de alfileres que la sostuviesen. ¿Al despacho un Primero de mayo? Aquí había gato encerrado. Era la confirmación de lo que presentía desde la víspera.

Una segunda bomba que soltaba el bonachón Marcel mientras decapitaba la punta de su huevo pasado por agua y mojaba su trozo de pan con mantequilla. Ella contempló a ese hombre embutido y graso por cuyo mentón se derramaba la yema del huevo, y sintió que se mareaba.

La primera bomba había estallado la víspera. Estaban cenando frente a frente, uno a cada lado de la larga mesa del comedor, mientras Gladys, la sirvienta procedente de Isla Mauricio, servía la mesa, cuando Marcel le preguntó «¿has pasado un buen día?», como hacía cada noche cuando cenaban juntos. Pero esa noche había añadido dos palabras que habían sonado como los disparos de una ametralladora. Marcel no sólo había preguntado «has pasado un buen día» sino que había añadido «mi amor» al final de su pregunta.

«¿Has pasado un buen día, mi amor?».

Y había vuelto a hundir sus narices en su estofado de carne con zanahorias sin prestar atención a la tormenta que acababa de desencadenar.

Hacía veinte años o más que Marcel Grobz no llamaba a Henriette «mi amor». Primero porque ella le había prohibido tratarla así en público, después porque ella encontraba esas palabras «grotescas». «Grotescas» era la interpretación que ella tenía de esa marca de ternura entre esposos. A fuerza de oír reprimendas cada vez que se dejaba llevar, Marcel ya sólo se dirigía a ella empleando términos más neutros como «querida» o, simplemente, «Henriette».

Pero ayer noche, él le había llamado «mi amor».

Fue como si un nervio del estofado le salpicara en la cara.

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