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Authors: Lydia Cacho

Los demonios del Eden (3 page)

BOOK: Los demonios del Eden
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En Guerrero se dio a conocer como un hombre de negocios. Sus amigos le decían “Johny”, en lugar de Jean, y se dedicaba fundamentalmente a presentar personas para que cenaran tratos.

Entre las amistades que Succar entabló en Acapulco, gracias a las recomendaciones de Camel Nacif, se encontraba Joe Rank, el dueño del emporio de ropa Aca Joe. Un testigo presencial asegura que durante una comida en una de las cantinas de moda del puerto, Joe le dijo a Succar que daría lo que fuera por meter su línea de ropa en tiendas del aeropuerto de la Ciudad de México.

Tres días más tarde Johny le preguntó a Rank:

¿Dijiste que lo que sea? Dame dos millones de dólares y yo posicionaré tus tiendas en los mejores lugares del aeropuerto; te voy a lanzar a la fama internacional.

Un mes más tarde Joe Rank le dio parte del dinero a Succar y éste voló a la Ciudad de México. Llevaba consigo un portafolios de cuero tipo bolsa, donde cargaba cientos de billetes en efectivo.

—Es el hombre más aventurero que conozco —asegura G. M .,un hombre que fuera su amigo durante más de treinta años—. Succar es un tipo bajito, huraño y seductora! mismo tiempo. Está lleno de complejos y, sin embargo, tiene un arrojo para acercarse a gente que no conoce y ofrecerle negocios que no lo creerías. Ya en el aeropuerto, acudió a las oficinas de Aeropuertos y Servicios Auxiliares, donde no conocía a nadie, excepto a un agente de migración de medio pelo. Y, a pesar de ello, le consiguió el negocio a Joe.

A partir del incidente adquirió fama en Acapulco de ser un dealer, es decir, un negociador para terceros. Después de una serie de malos negocios y riñas en el puerto guerrerense, Succar Kuri decidió trasladarse a buscar fortuna en Cancún. Llegó a la ciudad en 1984 y fue recibido por su amigo Alejandro Góngora Vera, entonces funcionario de Aduanas del aeropuerto de la entidad. Succar pretendía explorar dónde podría hacer inversiones. Recibió una concesión en el aeropuerto de Cancún para abrir una pequeña fuente de sodas llamada “Pancho Tortas”. Los empresarios cancunenses se preguntaban quién sería el dueño de “las tortas” del aeropuerto y qué influencias tendría para haber logrado dicha concesión.

Succar presumía de contar con tres amigos influyentes. En primer lugar, José López Portillo, ex presidente de México. En segundo lugar, Miguel Angel Yunes Linares, quien en el periodo de 1985 a 1987 trabajó como subdirector general de Aeropuertos y Servicios Auxiliares en la capital del país y con quien, de acuerdo con Succar, había hecho negocios. Y, en tercer lugar, el operador político del PRI, Emilio Gamboa Patrón, con quien se le veía constantemente en restaurantes de Cancún.

En ese entonces, Román Rivera Torres, arquitecto perteneciente a una famosa familia de estirpe en México, terminaba en Cancún la construcción del centro comercial Nautilus, en la zona hotelera. Jean Succar visitó a Valeria Loza, amiga de Rivera Torres y famosa corredora de bienes raíces en México. La elegante mujer de origen cubano, que vive en Cancún desde 1984, cuenta que el libanés se presentó en las oficinas de Rivera Torres con aires de magnate.

—Lucía un bronceado profundo y llevaba lentes oscuros dentro de las oficinas. Chaparro y vulgar, hablaba con un acento árabe entremezclado con palabras en inglés mal pronunciado.

Valeria no confió en él; su actitud déspota y libidinosa con ella y con otra mujer ahí presente le desagradó. Sin embargo, Succar compró un local en Nautilus en dólares y en efectivo.

Pagó por él —hace más de veinte años— ciento treinta mil dólares estadounidenses. A la misma empresa le compró un penthouse en Villas Solymar, también en efectivo, por ochenta mil dólares.

Más adelante compró, en la segunda fase de otro centro comercial llamado Plaza Caracol, un local en el que, al igual que en el Nautilus, abrió una tienda de camisetas baratas para turistas. De Jean Succar se sabía en Cancún que era un conocido jugador de Las Vegas, que en cada viaje al Caesar’s Palace jugaba entre diez y cincuenta mil dólares. El narraba que había hecho su fortuna en Acapulco, pero nunca especificaba cómo amasó ese patrimonio.

—Lo cierto —asegura Valeria— es que no podía hacer esa cantidad de dinero vendiendo playeras corrientes para turistas y tortas en el aeropuerto.

A partir de su llegada a Cancún, Succar viajaba constantemente fuera del país. Una ex empleada de sus tiendas, quien se niega a proporcionar su nombre completo por temor a represalias habla sobre un incidente ocurrido ya en 1992.

—Desde entonces —asegura la señora de cabello rizado y negro, que le cae hasta los hombros— al señor Succar le gustaban las niñas. Yo traje a la tienda a mi sobrina y él comenzó a hablar con ella muy interesado. A mí me dio “mala espina”, pues si con nosotras, con las mujeres, era muy grosero, ¿por qué nada más así, de pronto, se interesaba tanto en la niña? La abrazaba y le decía que si le daba un beso le iba a dar dinero. Yo me la llevé porque algo me olió mal. De todas formas apenas trabajé con él, era muy hosco y déspota y pagaba muy mal.

Jean Succar se dio a conocer en las altas esferas sociales y de inmediato buscó vincularse con políticos de alto nivel y con los líderes empresariales. Le resultó fácil Apenas había transcurrido una década de la fundación de la ciudad y cualquier persona que llegase con dinero para invertir podía reinventarse, lo cual él hizo con gran éxito.

Así comenzó, poco a poco, a acercarse a las hijas de gente conocida de Cancún, a ofrecerles dinero “a cambio” de dejarse tocar y fotografiar por él. Las extorsionaba con sutileza. Muchos de los “buenos amigos” de Jean no saben —hasta la fecha— que sus hijas, ahora adultas y casadas, fueron víctimas de quien antes gozara de su confianza. Ellas tampoco quieren revivir un pasado que han enterrado, pero una valiente jovencita, que no pertenece a las clases altas de Cancún, lo hizo. Su nombre es Emma.

3. Armando un rompecabezas

Verónica Acacio es una mujer harto controvertida en Quintana Roo. Con sus menos de treinta y cinco años a cuestas y un cuerpo deportivo y delgadísimo, la que fuera durante años, además de litigante, maestra de aeróbics, se presenta siempre con un aspecto impecable. Con frecuencia su cabellera castaño oscura va recogida en una cola de caballo; sus ojos son almendrados, con largas pestañas y mirada penetrante, los labios levemente pintados de rosa claro, la piel blanca y la mandíbula delineada a la perfección en un rostro triangular. Casi siempre viste traje sastre con pantalón, camisa o playera blanca. Se adorna con joyas pequeñas de oro amarillo. Casi siempre usa un par de pequeños aretes de Castier y una finísima cadena de oro con algún dije discreto. El reloj de la misma marca y el perfume que deja su recuerdo a su paso distinguen a esta litigante, a quien algunos hombres de la localidad apodan “Medusa”. La abogada anda con un caminar tácito que no deja duda alguna de que Acacio llegó al lugar.

A principios de septiembre de 2003 la abogada Verónica Acacio, también presidenta de la asociación civil Protégeme, A. C., que defiende a menores víctimas de abuso sexual, recibió una visita inesperada. Emma, quien llegaría a convertirse en la víctima y testigo principal del caso Succar, la visitó y le entregó el video amateur que grabara bajo la recomendación y supervisión de la subdirectora de Averiguaciones Previas de la Procuraduría General de Justicia del Estado (PGJE). En él Jean Succar le confiesa a la jovencita que le gusta tener sexo con niñas de incluso cinco años de edad. Asimismo, le proporcionó algunas fotografías de las menores con Succar Kuri.

La abogada informó a la joven que no trabajaba de manera gratuita para mayores de edad, que su asociación estaba especializada en la defensa de menores e infantes; sin embargo, le informó que revisaría el caso y vería cómo podía ayudarle. Emma iba acompañada de la señora Paulina Arias Páez, quien había sido su maestra de formación moral en la escuela católica La Salle de Cancún.

Cuando Emma tenía dieciséis años le contó a la maestra toda su vivencia con un señor al que apodaban “Johny”. Paulina insistió en que lo denunciara, pero la madre de la adolescente y su tío materno, que vive en Mérida, se negaron. La maestra guardó silencio durante casi cuatro años, en los cuales Emma había escapado de Johny Succar. Se trasladó a Nueva Orleáns, Estados Unidos, donde recibió terapia psicoanalítica con un psiquiatra. Sin embargo, a lo largo de todos esos años se percató de que no podría cambiar su vida si no denunciaba a su violador. En su proceso, Emma entendió que Succar seguía abusando de su hermanita y de su prima, ambas de nueve años de edad, así como de otras niñas desconocidas. Por eso volvió a Cancún, para poner su vida en orden. Por eso fue con la maestra a pedir la ayuda de una abogada.

El estilo frío y calculador de la experimentada abogada Acacio no le gustó a la maestra de formación moral ni a la misma testigo, quien luego expresara que ese día se sintió lejana a la litigante.

Esa misma semana Verónica Acacio se reunió con miembros de la asociación civil CIAM Cancún, que protege a mujeres víctimas de violencia familias y sexual. La reunión se centró en un tema: la jovencita, apoyada por su maestra, quería denunciar a un hotelero libanés por abuso sexual de ella y una decena de niñas, incluida su hermanita menor.

—Pero —aclaró la abogada—, según mis investigaciones con agentes federales, este sujeto es un “pez gordo”, un jugador de Las Vegas. El asunto es muy fuerte y no podemos vulnerabilizar a esta joven, ni exponerla a la Procuraduría de Justicia local hasta que sepamos los alcances de este sujeto y sus nexos con el crimen organizado.

La comida terminó con un compromiso: Acacio trabajaría de manera silente con la Procuraduría General de la República. Una vez que dispusiera de elementos, entrarían en acción penal y, de ser necesario, solicitaría al CIAM apoyo para refugiar y proteger a las niñas, a los niños y a sus madres.

La vida de Jean Succar Kuri, el conocido empresario, estaba por convertirse en asunto público.

4. Rompiendo el silencio

Emma es una joven pequeña, de un metro cincuenta y tres centímetros de altura, rubia de tez clara, ojos color miel y labios carnosos. Tiene un cuerpo armonioso, pero nada parecido al estereotipo de adolescente anoréxica que los medios promueven como el ideal. Es por ello que sufre de bulimia, trastorno alimenticio que incita a quien lo sufre a comer en forma compulsiva, para más tarde vomitar todo el alimento ingerido. Comenzó a sufrirlo a los trece años de edad, en 1998, poco tiempo después de conocer a Jean Succar Kuri, quien prácticamente la adoptó como a una hija.

Dueña de una personalidad frágil en el aspecto emocional, si bien se muestra ante la gente como una joven fuerte y de carácter recio, está llena de ternura y es capaz, a pesar de su tragedia personal, de confiar en la gente y dejarse cuidar. Hasta la fecha, afirman las diversas psicoterapeutas que la han apoyado, la joven sufre de un severo Síndrome de Estrés Postraumático y del Síndrome de Estocolmo (del cual hablaremos más adelante), mismos que han hecho muy difícil que rompa los vínculos afectivos con su agresor.

Ésta es la historia de Emma.

Yo tenía miedo, mucho miedo. Llevaba cinco años intentando olvidas lo que Johny me hizo, pero la verdad es que resultó imposible. Ahora, por culpa, primero de Succar y luego de Leidy Campos, me veo obligada a repetir la historia una y otra vez. Estoy cansada, triste, asustada. Mi cabeza es una maraña de recuerdos muy dolorosos. A veces lloro durante horas por la noche. Otras veces me acuesto a dormir y pareciera que me hubiera salido de mi cuerpo... Así me pasaba cuando Johny me tocaba, cuando tenía trece años. Yo era una niña y nadie me había hablado de sexo. Al principio Johny me decía cosas bonitas, me hacía cariños y a mí me gustaban. Yo no tuve un padre. Mi papá biológico se fue cuando era niña; vive en Mérida pero no quiere yerme, lo he buscado y me rechaza. Mi mamá era alcohólica; ahora ya no toma, pero la pasamos muy mal. Recuerdo que cuando tenía cuatro o cinco años la veía dormida, tirada en el piso; estaba muy tomada y yo trataba de llevarla a la cama, pero no podía. Crecí llena de miedos, pero al mismo tiempo me hice fuerte. Es muy difícil de explicar. Quiero mucho a mi mamá y entiendo que ella sufrió siempre; trabajó y se esforzó toda su vida pero, como eran muy pobres, nunca estudió, por eso vendía gelatinas en la calle y a mí eso me daba mucha vergüenza. Mi mamá perdió un brazo y yo recuerdo que cuando se lo conté a Johny él me dijo:

“No te preocupes, chaparra, le vamos a compras la mejor prótesis a tu mamita, para que tenga un brazo”; y se la compró. ¿Cómo no iba a pensar que era un hombre bueno?

Cuando estudiaba segundo de secundaria en la escuela Amsterdam —tenía doce años, casi trece —, escuché a otras niñas más grandes contar que conocían a un señor llamado Johny, que era muy bueno, les daba dinero y les ayudaba a comprar cosas. Samaria, de dieciséis años, y sus amigas no me invitaban. Quien me llevó a su casa fue Sandra, la hermana de Samaria; me dijo que su “Tío Johny” le iba a dar dinero para comprar- se el uniforme de la escolta porque sus papás no podían pagárselo. Fuimos a su casa y me presentó al señor. Se veía muy tierno, como un empresario muy educado. Me trató con mucho cariño pero no me hizo nada. Estaba en la escalera y dijo que subiéramos a su cuarto por el dinero. Yo me senté en la orilla de la cama y Johny me dijo: “M’ija, súbete a jugar Nintendo”, pero vi la cara de Sandra —me peló los ojos con terror— y contesté: “No, aquí me quedo”. Sentada en la orilla del frente de la cama, veía la tele que estaba encendida mientras ellos platicaban. De pronto el señor me dijo:

“Cierra los ojos, vamos a jugar”; lo obedecí y me besó, lo empujé y se empezó a reír de mí asegurando que sólo era un juego. Le dio algo de dinero a Sandra, pero le pidió que regresara al día siguiente porque no tenía todo lo que necesitaba, se dio la vuelta y me dio doscientos pesos, así nomás.

Dos días después Sandra me llevó otra vez. Volvió a subimos al cuarto de la villa número nueve del hotel Solymar. Nos dijo que no había prisa, que nos acostáramos a ver la tele; él se puso en medio. Yo traía un vestidito azul con blanco y me puse la almohada encima para taparme las piernas. Sandra se volteó hacia el otro lado y Johny empezó a acariciarme las piernas. Súper nerviosa, le retiré la mano, pero él me dijo que no pasaba nada malo e insistió. Yo estaba aterrorizada. Metió rápido la mano en mi parte íntima y luego un dedo allí. Salté de la cama, congelada. Él le ordenó a Sandra que fuera por un vaso de agua y yo arranqué detrás de ella y llorando le pedí que nos fuéramos. Subimos a avisarle que nos marchábamos —le teníamos miedo — y él respondió que otra vez no tenía dinero. A Sandra le dio veinte dólares ya mí me dijo al oído que revisara mi bolsa, pero que no le dijera nada a mi amiga. Lo hice en el taxi y vi que había cien dólares. Él pagó el taxi.

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