Read Los crímenes de Anubis Online

Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los crímenes de Anubis (28 page)

BOOK: Los crímenes de Anubis
2.43Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Parece ser que los dejaron encerrados —exclamó. Se detuvo para examinar los restos de uno de aquellos desdichados, sin observar en ellos signo alguno de violencia—. Murieron de inanición —determinó—. Luego, en el preciso instante en que fue a sellarse la tumba, se despejó este pasillo por entre los huesos.

Llegados al fondo de la caverna, Hatasu les indicó que cesaran de caminar. Dos de los escribas se adelantaron para golpear el techo con sus varas y saltar hacia atrás movidos por el estrépito de rocas y tierra que siguió a un ruidoso crujido.

—Ineni era un hombre competente —señaló la reina-faraón, que tosía a causa del polvo levantado por el mecanismo—. De todos modos, ya no hay más trampas.

Atravesaron otra puerta para introducirse en una larga galería de hermosa ornamentación revestida de pinturas murales. Llegaron a la antecámara real, que contrastaba de forma radical con los horrores que habían tenido oportunidad de contemplar. Aquel templo de riquezas tenía las paredes cubiertas de atractivas pinturas que recordaban las victorias de Tutmosis. Por doquier se apilaban cofres de exquisita factura, policromados y cubiertos de joyas, jarrones de alabastro de hermosa talla, sepulcros de negro y oro con estatuas de los dioses, vasijas de plata con ramos de flores secas, lechos y sillones con escabeles labrados, un trono de plata y oro, copas con forma de flores de loto, carros volcados, estatuas del soberano en diversas poses y con diferentes atuendos, y divanes con las esquinas cinceladas en forma de cabeza de león y revestidos de oro y plata. La entrada a la cámara fúnebre estaba flanqueada por dos colosales estatuas de Tutmosis vestido con las galas marciales de un guerrero. Senenmut rompió los sellos que la cerraban para que todos pudiesen entrar. Los muros del interior también estaban decorados con profusión, cubiertos de murales que representaban escenas de la vida del faraón y contenían abundantes jeroglíficos explicativos de cada una de ellas. A cada lado descansaban más sarcófagos, junto con canopes y cofres. Si Hatasu y Senenmut tenían miedo alguno de perturbar la tranquilidad de los difuntos y, en especial, el ka del faraón, sabían disimularlo. La reina comenzó a disponerlo todo con agilidad y ordenó a un sacerdote que extrajera de su bolsa las llaves de gran tamaño que abrían los diversos arcones y sarcófagos.

—¡No cambiéis nada de sitio! ¡No toquéis objeto alguno! Limitaos a encontrar el féretro de Benia.

No tardaron en dar con el sarcófago, forrado de oro, menor y más estrecho que el de dimensiones ciclópeas que dominaba toda la cámara. Valiéndose de una llave en forma de tau, Hatasu abrió los cierres y retiró la tapa. Suspiró satisfecha al percibir el perfume que surgía de la momia que yacía en su interior envuelta en vendas.

—Eso demuestra al menos que no la enterraron viva —señaló con un susurro.

Ordenó a un cirujano de la Casa de la Vida que retirase con sumo cuidado los vendajes. La operación le llevó un tiempo y requirió la ayuda de los escribas, que movían con tino el cadáver embalsamado, temerosos de causarle cualquier daño.

—¡Se deteriorará! —exclamó Senenmut.

—Tal vez no —repuso la reina—. Se ha conservado bien.

Esperaron armados de paciencia hasta que, por fin, el experto retiró las vendas que cubrían el semblante de la momia: sus rasgos se veían ajados y transmutados por el paso del tiempo. Hatasu ordenó enseguida que volviesen a envolver el cadáver.

—La leyenda no era cierta.

Tomó un abanico de la faja que ceñía la cintura de Benia y se sirvió de él para aliviar el calor de sus mejillas.

—Tushratta no puede acusar a mi padre de haberle infligido violencia alguna. Por ende, la momia debe ser trasladada a la Casa de la Vida, donde se le aplicará un nuevo vendaje bien apretado antes de volver a sellar el sarcófago. Si Tushratta desea perturbar la paz de los muertos, vamos a ponérselo difícil.

Amerotke destensó los músculos y se alejó. La reina les comunicó que no tardarían en marchar. La luz de la antorcha y la actitud calma de Hatasu disipaba cualquier sensación de amenaza o violación. Durante el transcurso del reconocimiento, uno de los sacerdotes que la acompañaban se había arrodillado y, abriendo el Libro de los Muertos, invocó con voz suave el amparo de los dioses, a modo de irrefutable demostración de que la soberana no pretendía cometer sacrilegio.

Amerotke, atraído por las pinturas murales, se acercó para examinarlas y dejó escapar una exclamación de sorpresa al comprobar que, mientras preparaban el resto de la tumba, Ineni había hecho que los artistas decorasen la cámara con una miríada de escenas extraídas de la vida del faraón. Allí se congregaban sus triunfales victorias junto con cotidianos sucesos familiares. Hatasu se acercó para mostrarle una en la que aparecía de niña, arrodillada frente a su padre. Bajo su pequeña figura, se había grabado su nombre en un jeroglífico. Con todo, no parecía dispuesta a recrearse en sus recuerdos o entregarse a la nostalgia, por lo que no tardó en alejarse. Amerotke sabía que la reina profesaba un hondo respeto a su terrible progenitor, pero poco más. También encontró una representación de sí mismo en su infancia. Sonrió al ver lo reducido de la figura de cabeza afeitada con un mechón en el lateral, el collar de joyas y la túnica blanca propia de un miembro de la guardería real. Entre las demás escenas, se hallaba una de Tutmosis condecorando a los soldados con bandas honoríficas por su valentía. Había una serie completa que reflejaba la generosidad del faraón para con los escribas, maestros y médicos. Al reparar en la que lo representaba dando su bendición a los pajes reales, se detuvo lleno de asombro y se mordió un labio para reprimir una exclamación de sorpresa. Se trataba de una larga fila de pequeñas figuras; cada una tenía escrito su nombre debajo y dos de ellas estaban cogidas de la mano. Amerotke volvió a examinarlas para cerciorarse de que no había leído mal los de estas dos últimas y luego se dirigió al muro que había al fondo de la tumba, dominado por la imagen de Tutmosis con la doble corona de Egipto y el nemes real sobre los hombros, aceptando la sumisión de vasallos y aliados. Amerotke vislumbró un grupito de nubios enanos como los que había conocido en el campamento de Tushratta. Éstos también estaban arrodillados frente al faraón, con las manos extendidas para rogar su bendición. No llevaban más atuendo que una cinta de plumas en la cabeza y faldellines de cuero. Amerotke estudió la escena con detenimiento, sin pasar por alto las armas que portaban. Tanto se abstrajo en su contemplación que olvidó incluso dónde se hallaba. Las imágenes iban y venían por su mente: la bailarina muerta en el pabellón, Snefru sobre su lecho, Weni perseguido por una jauría de perros salvajes…

—¿Mi señor? ¿Ocurre algo, mi señor?

Amerotke meneó la cabeza para salir de su ensueño y sonrió al tiempo que hacía una reverencia.

—No, mi señora; sólo es el pasado.

Decidió ocultar, al menos por el momento, lo que acababa de averiguar sobre los asesinatos del templo de Anubis.

C
APÍTULO
XII

E
l grupo de asaltantes estaba preparado. Se habían congregado en un bosquecillo de palmeras poco después del anochecer e iban envueltos en capas, con turbantes en la cabeza y los rostros cubiertos por paños. Estaban armados con dagas y espadas, aunque algunos llevaban asimismo arcos y aljabas. Ya habían revisado la larga carreta, así como sus ruedas, y untado el eje con grasa animal. Los dos bueyes habían sido seleccionados por su fuerza y buena salud, necesarias no sólo para llevarse a los cautivos, sino también para perpetrar el otro delito que tenían en mente. El cabecilla reunió a todos. Apagada la reducida hoguera que habían encendido con estiércol seco de camello, el frío viento nocturno hacía temblar a los hombres. El jefe se mostraba intranquilo: no quería que nada saliese mal.

—Recordad —murmuró con voz ronca—: no dejéis que nadie os vea el rostro. Algunos tenéis marcas de mutilaciones que resultan demasiado reveladoras. No quiero que ninguno de los dos cautivos sufra daño alguno. —Sonrió tras la máscara—. Al menos, por el momento. —Entonces se dirigió a su teniente—. Quédate con el carro para tenerlo todo listo cuando regresemos.

Volvió a inspeccionar a cada uno de los hombres, así como sus armas, y se cercioró de que llevaban bien atadas las sandalias y las máscaras.

—¿Habrá sirvientes? —quiso saber uno del grupo.

—No lo sé —replicó el cabecilla—. Si los hay, también les acuchillaremos. —Respiró hondo—. Todo debe hacerse según lo hemos planeado —ordenó—. Si es así, mañana seremos tan ricos como príncipes.

—¿A qué viene todo esto? —inquirió otro—. ¿Por qué no nos lo puedes contar ahora?

—¡Ya os he contado bastante! —le advirtió—. Limitaos a cumplir mis órdenes y todo saldrá bien.

El que había preguntado hizo ademán de protestar, pero el cabecilla lo interrumpió levantando la mano.

—Ya he dicho bastante, y aún tengo cosas por hacer. —Hizo señas a su teniente y se retiró con él a un extremo del bosquecillo.

El viajero de las dunas, que se hallaba en cuclillas con la espalda apoyada en una palmera, se levantó al verlos llegar. Era un hombre pequeño y arrugado que desprendía un desagradable tufo a sudor y piel.

—¿Has hecho lo que te pedimos? —preguntó el cabecilla.

—Sí, amo.

—¿Has memorizado la ruta y tienes el mapa?

—Me la conozco como la palma de mi mano. No resulta difícil seguir las indicaciones.

Le tendió el tosco mapa garabateado en un trozo de papiro.

—¿Estás seguro? —insistió el cabecilla mientras lo introducía en la bolsa que llevaba a la cintura.

—Amo, si una mosca aterrizase en la arena, yo sabría decirte dónde está y cuándo ha llegado. Todo estará listo, pero va a ser peligroso.

—¿Por qué? —preguntó con inquietud—. El lugar está desierto. —Soltó una carcajada—. No hay guardias. —Dio al viajero una palmada en el hombro—. Tú estarás con nosotros, amigo, para garantizar que el mapa que tenemos es correcto. Espera y verás: ¡vas a hacerte de oro!

—¿Dónde nos encontraremos?

—En las Tierras Rojas, cerca del oasis de Riyah. ¿Sabes dónde está? Recibirás tu parte, como los demás, cuando todo se acabe.

El viajero de las dunas asintió y, cuando el cabecilla se daba la vuelta, murmuró:

—Y si no vuelves, puedo irme o, mejor aún, pedir audiencia ante los sacerdotes.

El jefe se detuvo, cerró los ojos y volvió a ponerse frente a él.

—¿Qué has dicho?

—Sólo estaba bromeando —balbució—: allí estaré.

—Bien —murmuró el cabecilla. Mientras se alejaba, tomó al teniente por el codo para susurrarle: —Cuando se acabe todo esto, quiero que degüelles a ese hombre. —Y, cogiendo el mapa, lo estudió con pormenor—. Tiene sentido. —Tomó aire mientras estudiaba el minucioso trazo que marcaba el camino y la entrada a un tesoro tan espléndido—. Lo mataría ahora de no ser porque debemos asegurarnos.

Volvieron a unirse al resto del grupo. El cabecilla les dio algunas instrucciones en voz baja, tras lo cual salieron en fila del bosquecillo para escurrirse como sombras a través del suelo baldío y de los angostos callejones, pegados a los muros y encorvados. De cuando en cuando, se detenían en respuesta a una serie de señales acordadas. Se oyó el ladrido de un perro y un gato que hurgaba la basura en un montón de desperdicios arqueó el lomo antes de soltar un bufido. El grupo siguió avanzando. Al llegar a la encrucijada, fueron cruzándola en silencio uno por uno y volvieron a congregarse al otro lado para proseguir su viaje. Al fin, el cabecilla llegó a la puerta que daba al jardín de la casa de su víctima.

—Ésta es la parte trasera —susurró—. Un jardincito pequeño.

Entrelazó los dedos de las manos y ayudó a los primeros a saltar el muro. Al ver al perro que se acercaba dando gañidos, soltó una maldición. Oyó un apagado juramento seguido del sonido de una porra al caer. Uno a uno, los demás miembros del grupo se fueron encaramando al muro, sin mirar siquiera al animal que yacía en el suelo, con los sesos fuera. El vergel estaba bien cuidado. A la tenue luz de la noche, se abrieron camino por entre las plantas aromáticas y las parcelas del jardín, el pozo y el estanque ornamental. La casa tenía dos plantas y un pequeño pórtico con columnas en la parte de atrás. El cabecilla tanteó si podía abrir la puerta, pero tenía la llave echada. Oyó un ruido: una voz apagada. Entonces se hizo a un lado; el cerrojo se abrió y en el umbral apareció una anciana medio encorvada de pelo gris frotándose los ojos. Desde el filo del pórtico, llamó con voz suave al perro. El cabecilla sacó la daga y se puso de pie tras ella; le pasó una mano por debajo de la barbilla y, en un abrir y cerrar de ojos, la mujer había muerto degollada. Depositó el cadáver en el suelo e hizo gestos a dos de sus hombres.

—Limpiad la sangre —les ordenó—. Enterrad su cuerpo y el del perro en el jardín. ¡Rápido!

Mientras tanto, él y los demás entraron a hurtadillas, pasaron ante los hornillos de barro de la pequeña cocina y subieron las escaleras. El pasillo de suelo encerado daba a tres habitaciones: una de ellas tenía la puerta abierta y estaba vacía; otra estaba cerrada con una reja. El cabecilla indicó con un susurro que debía de ser un almacén y condujo al grupo al dormitorio principal. Al correr el pasador de madera, la puerta se abrió con gran suavidad. Eso lo hizo sonreír: era evidente que se hallaban en la casa de un cerrajero, que debía de haber puesto cuidado en que la puerta no chirriase ni tuviese un gozne mal colocado. Entraron de puntillas y se dividieron para situarse en los dos costados del espacioso tálamo. La joven dormía boca abajo, con el rostro girado a un lado; al jefe le bastó con dirigir una mirada al otro ocupante para reconocer de inmediato a Belet.

—Es horrible incluso cuando duerme —murmuró.

Se disponía a hacer un chiste acerca de la facilidad que tenía para roncar sin nariz cuando recordó que entre sus compañeros había algunos que sufrían amputaciones similares. La mujer se revolvió para ponerse boca arriba. El cabecilla de los allanadores pudo admirar la suave curva de su cuello, sus pechos redondeados y la breve cintura. Retiró el velo de gasa y, cuando ella abrió los ojos, le tapó la boca con una mano al tiempo que colocaba la punta de su daga al lado del ojo de la joven.

—¡Calla, pequeña! —susurró.

Belet se despertó y levantó la cabeza. Al vislumbrar la mano del intruso abrió la boca para gritar, aunque también le mandaron callar. Entonces los bandidos los obligaron a salir del lecho.

BOOK: Los crímenes de Anubis
2.43Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Texas Gold by Lee, Liz
On the Ropes by Holley Trent
My Life in Middlemarch by Rebecca Mead
The Art of Murder by Michael White
The Girl from Baghdad by Michelle Nouri
The Creek by Jennifer L. Holm
Cold Target by Potter, Patricia;