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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los crímenes de Anubis (13 page)

BOOK: Los crímenes de Anubis
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—¿Dónde está el Can Maestro? —exigió el magistrado.

—Estoy aquí —respondió una voz desde el otro lado de la puerta.

Uno de los custodios se apresuró a abrir la cerradura. El cuidador de la jauría salió vestido con pieles. Llevaba un tridente de puntas afiladas en una mano y, apoyado en su hombro, un látigo de cuero enrollado. Sus manos estaban manchadas de sangre y el riesgo de contaminación le hizo mantener las distancias. Sonrió al tiempo que hacía una reverencia.

—Mi señor juez, es un gran honor para nosotros.

Amerotke ocultó la intranquilidad y el miedo que le infundía aquel lugar. El hedor era casi insoportable y, de la oscuridad que se abría tras la puerta, surgía un aullido desgarrador semejante a un coro de demonios que amenaza con elevarse del mundo de los muertos. Se sentía como si hubiese dejado de ser el juez que era para volver a convertirse en el niño que huía para salvar la vida por entre los callejones de Tebas.

—¿Quieres verlos? —preguntó el Can Maestro.

Se acercó a un tonel de agua para limpiarse las manos y los brazos. Después de ordenar a los guardias que custodiaran las puertas, guió a Amerotke hasta una atalaya, a la que accedieron tras rodear el muro y subir unos escalones seguidos de Shufoy. El magistrado miró hacia abajo para observar el foso, formado por el costado cavernoso de una colina. Vio algunos árboles, un poco de hierba y algún que otro arbusto. Su mirada se vio atraída por los diversos hoyos y cuevas que se abrían en el monte.

—Aquí estás seguro —le garantizó el Can Maestro—: los perros serían incapaces de trepar el muro, por lo que dejamos que se muevan con libertad. —Hizo un gesto con la mano—. En este lugar, hay dos o tres hectáreas de tierra, más la que se encuentra tras la colina. Todo lleno de maleza.

—¿Dónde están los perros? —murmuró Shufoy.

—Acaban de comer —repuso el Can Maestro—, así que están descansando.

—¿Entras tú mismo? —quiso saber Amerotke.

—Sólo hasta ahí. —Señaló el sendero que partía de la puerta hacia el interior—. Lo que nosotros hacemos es meter la comida y arrojarla. Los perros salen, se pelean y sueltan toda clase de gañidos, pero al final todos tienen su parte.

—¿De dónde provienen? —Shufoy tenía la mirada fija en las covachas, fascinado por lo que pudiera haber en su interior.

—De las selvas y las llanuras de más allá de las cataratas: los trajeron como regalo para el sumo sacerdote durante el reinado de Tutmosis II. No son hienas ni chacales, sino que corresponden a alguna especie de perro salvaje. Mira.

De una de las cuevas, surgió un perro enorme y bajó a grandes zancadas, pero con cierto aire de abandono, por la colina. No tardaron en seguirlo otros miembros de la jauría. Amerotke sintió un escalofrío. Eran negros como la noche, con la cara achaparrada y la nariz aplastada, las mandíbulas anchas, las orejas tan largas como rígidas y el rabo enroscado. Se movían con la agilidad propia de una traílla de perros cazadores, a los que también se parecían por sus músculos marcados y su pelaje corto y brillante. El cabecilla advirtió la presencia del Can Maestro y de Amerotke y comenzó a caminar en su dirección para sentarse frente a la atalaya y mirar hacia arriba.

—Son inteligentes —aseguró su cuidador—, y se ayudan unos a otros.

—¿Se dejan domar?

—Son salvajes —apostilló—; descienden de la jauría original. Los sacerdotes del templo han intentado entrenarlos, pero resulta demasiado peligroso. Un simple descuido, un solo signo de debilidad o un leve olor a sangre pueden bastar para que ataquen.

Amerotke miró hacia abajo para ver al perro y percibió, a modo de respuesta, el brillo de sus ojos oscuros. Mostraba sus enormes fauces con la lengua colgando. Volvió la cabeza con un movimiento rápido y emitió un agudo ladrido a los que lo rodeaban.

—Han llegado a matar a personas —siguió diciendo el Can Maestro—. Uno nunca debe confiar en ellos. Si bajases, no dudarían en atacarte: pueden percibir el miedo con la misma facilidad con que huelen la sangre. He tenido oportunidad de hablar con viajeros que conocían bien a los de su especie. Son muy fieles a los de su manada y pueden pasar días cazando una presa, tal vez semanas.

Los perros estaban comenzando a caminar arracimados hacia ellos. Amerotke sintió que se le descomponía el estómago.

—¿Se han escapado en alguna ocasión?

—Estando a mi cargo, no —repuso el cuidador—. Ya has visto las puertas y cómo están custodiadas. Pero he oído relatos acerca de nobles arrogantes y borrachos deseosos de tentar al destino. Uno fue lo bastante estúpido para aceptar un reto. —Resopló—. Hubo que hacer un gran esfuerzo para encontrar un solo hueso entero.

El juez se sintió mareado.

—Ya he visto suficiente.

Se dio la vuelta y bajó los escalones. Shufoy sacó la lengua a uno de los perros antes de seguir a su amo. Al llegar abajo, Amerotke dio las gracias al Can Maestro.

—¿Has ejecutado ya la sentencia del tribunal?

—El reo está muerto, mi señor. Los perros no tardaron en acabar con él. Fue un veredicto justo. También he matado a los animales rabiosos que segaron la vida de sus tíos. Debieron de tener una muerte horrible.

—No hay muerte que no lo sea —repuso el magistrado—. Que pases una buena noche.

Regresó caminando a través de los jardines, seguido de Shufoy.

—Amo, estoy cansado; quiero ir a casa.

—Claro que sí, pequeño. Has comido, has bebido y te han dado placer; ahora sólo necesitas hacerte un ovillo y dormir… Pero todavía tenemos trabajo.

Amerotke entró en el recinto del templo. Se detuvo cerca de una fuentecilla y purificó sus manos y su rostro. Delante de Shufoy, que no dejaba de rezongar, se abrió paso a través del santuario en dirección a los misteriosos pórticos. Llamó a un acólito y le dijo quién era.

—Deseo ver a Tetiky, capitán del cuerpo de guardia, al sacerdote Khety y a la sacerdotisa Ita. Tráelos aquí enseguida.

Mientras esperaba, el magistrado entró en la capilla en la que se había guardado la Gloria de Anubis. El estanque sagrado brillaba aún y, en el puente que lo atravesaba, podían distinguirse huellas de pisadas. Las flores de los jarrones comenzaban a ajarse y desprendían un olorcillo agridulce. La estatua de obsidiana negra resultaba angustiosa a la luz temblona de la lámpara. Amerotke examinó la puerta y echó un vistazo por la sala. Aquél era un lugar sacro, en el que podían oírse los susurros de los dioses, aunque en esos momentos estuviese profanado por el sacrilegio y el asesinato cometidos. En sí, la cámara era sencilla. El juez palpó el muro y dedujo que debía de tratarse de una parte antigua del templo, probablemente un pequeño santuario al que, con los años, se habían ido añadiendo nuevas estructuras hasta quedar convertido en un extraño rectángulo de piedra salpicado de oscuros vanos. Los examinó con detenimiento, pero no pudo encontrar grieta alguna, ni siquiera un respiradero para el incienso. Era, de hecho, una habitación segura: el lugar idóneo para custodiar la brillante amatista. Recorrió la estancia dando golpecitos en las paredes: a veces, estas cámaras vetustas contaban con pasadizos o túneles secretos, según había podido comprobar en el templo de Maat. Tras cerciorarse de que el lugar era seguro, volvió a estudiar la puerta minuciosamente. Por lo que indicó Senenmut, la habían derribado, pero ya estaba repuesta. Amerotke inspeccionó minuciosamente los paneles de cedro y la cerradura de cobre sin detectar signo alguno de que hubiesen intentado forzarla. Al oír pasos, regresó hacia el interior a través del estanque sagrado.

El capitán de la guardia entró primero, vestido con un faldellín de cuero, botas de uniforme que le cubrían los tobillos y una espada colgada con su cinturón de uno de sus hombros. En cierto modo, le recordaba a Asural: recio y formidable, dotado de un semblante recio y severo. Un hombre nacido para la vida militar. Saludó al magistrado con una mano levantada y la cabeza algo inclinada hacia delante y volvió a presentarse como Tetiky, capitán de la guardia del templo al cargo del santuario de Anubis. Entonces se echó a un lado para dar paso a sus dos compañeros, que en ese momento cruzaban el estrecho pontón, Khety vestía la sencilla túnica de lino de los sacerdotes. Tenía el rostro hierático, con ojos grandes y protuberantes y el labio inferior algo prominente, al igual que las orejas, lo que confería a sus facciones, por lo demás agradables, un aire más bien grotesco. La sacerdotisa Ita era menuda y graciosa. Por encima de su toga de lino, asomaban unos hombros bien formados. No llevaba peluca y su cabello, que le llegaba hasta los hombros, estaba ceñido con una cinta alrededor de la cabeza. Tenía unos rasgos dulces e infantiles, ojos de mariposa, nariz respingona y una boca no exenta de belleza. Los brazaletes y las ajorcas que ornaban sus miembros sonaban a su paso. Las prisas habían hecho que se olvidara de abrochar sus sandalias; sonrió a modo de disculpa y se agachó para reparar la falta. Los tres mostraron un evidente nerviosismo ante la mirada fija de Amerotke.

—¿Querías vernos? —preguntó Khety rompiendo el silencio con una voz que tendía a chillona. Tosió para aclararse la garganta al tiempo que arrastraba los pies. Parecía no saber qué hacer con las manos, así que cruzó los brazos y apartó la mirada para fijarla en la estatua.

—¡Cerrad la puerta! —ordenó el magistrado. Tomó asiento dejando la pared a sus espaldas e hizo que los otros tres se sentasen en el suelo formando un semicírculo—. ¿Dónde está la Gloria de Anubis?

—No lo sabemos, mi señor juez —contestó Ita con un tono de voz suave y reparador.

—En ese caso, ¿quién es el responsable? —preguntó Amerotke a Tetiky.

El capitán se rascó la calva y lo miró avergonzado.

—El templo sospecha de nosotros, mi señor; pero… —La voz se le fue apagando.

—Pero —Amerotke acabó por él la frase— nadie puede culparos, ¿no es así? —Recorrió la sala con la mirada—. Esto es lo que parece, ¿verdad?: un rectángulo de piedra sin ventilación, aberturas o pasadizos secretos.

—En efecto —confirmó Tetiky—. Ésa es la razón por la que se guardaba aquí la Gloria de Anubis.

—¿Qué aspecto tenía la joya? Recuerdo haberla visto siendo un niño, pero desde cierta distancia, cuando la llevaban en procesión alrededor del templo.

—Era de color morado y tan grande como un puño. Nadie ha visto nunca una amatista semejante.

—¿De dónde procedía?

—No lo sé —contestó Tetiky—. Sus orígenes se pierden en la bruma de los tiempos. Hay quien dice que era parte de una enorme roca caída de los cielos a modo de regalo de los dioses. Según otros, fue hallada en una mina a cientos de leguas al sur de la tercera catarata.

—Y no falta quien afirme —terció Ita— que fue el propio dios quien la trajo como presente para la Casa Divina.

—Pero ahora ha desaparecido —murmuró Amerotke—. Dime, Tetiky: tú perteneces al cuerpo de seguridad y supongo que has servido con los
maijodou… —
Se refería a la policía de la ciudad.

—Sí, y antes pertenecí a la brigada del Escorpión del regimiento de Isis.

—En tal caso, has pasado la mayor parte de tu vida como soldado o policía.

—Sí, mi señor.

—Si yo robase una joya, ¿qué podría hacer con ella?

—Venderla.

—Pero ¿a quién?

—A extranjeros, como los de Mitanni. —Tetiky hizo un mohín—. Tal vez pudiese intentar cortarla, pero eso llevaría su tiempo, por no hablar del esfuerzo. Otra posible solución estaría en llevarla como objeto de contrabando al barrio de los mercaderes. La amatista es un objeto precioso: es imposible calcular su precio en oro y plata.

—No, claro está —asintió Amerotke—; pero el ladrón podría lograr una cantidad considerable, lo suficiente para procurarse una vida regalada para el resto de su vida. ¿Alguno de vosotros sabe cómo robaron la joya?

Su pregunta fue recibida por un coro de disentimiento. Amerotke se levantó y, tras quitarse un brazalete, caminó hacia la estatua. Entonces la colocó en el hueco excavado en el pecho del dios y retrocedió.

—Supongamos que ese brazalete es la Gloria de Anubis y yo soy Nemrath, el sacerdote de vigilia… ¿Cuándo comenzaría a custodiarlo?

—A la caída de la tarde —respondió Tetiky—, cuando el sol comienza a ocultarse tras el remoto horizonte y se oye la bocina de caracola.

—¿Qué sucede entonces?

—Yo escolto a los dos sacerdotes hasta aquí —explicó— y llamo a la puerta. El sacerdote que ha terminado la vigilia del día libera el pasador de la cerradura y yo abro la puerta.

—Espera —ordenó el magistrado inclinándose hacia delante—. Observa el estanque: debe de tener casi tres metros. ¿Cómo puede abrir la cerradura el sacerdote sin que esté colocado el pontón?

Tetiky sonrió.

—Ven, mi señor.

El capitán le llevó al borde del estanque. Entonces dio un paso al frente, como si estuviese caminando sobre el agua, para asir el tirador de la puerta y volver a retroceder. Amerotke exclamó sorprendido antes de agacharse.

—Ingenioso —murmuró.

Al examinar el lugar, no había reparado en el plinto de piedra colocado dentro del estanque, dispuesto junto al borde interior y pintado de color para que se confundiese hábilmente con el verde oscuro del agua.

—El sacerdote lo emplea para apoyarse —explicó Tetiky—. No es difícil: introduce la llave, abre el cerrojo y retrocede. Entonces yo coloco el puente. —Dejó escapar una carcajada—. Se supone que lo del plinto es un secreto; sin embargo, la mayoría de los sacerdotes conocen su existencia. No es sólo por seguridad, sino también para garantizar que el sacerdote de vigilia no bebe más de la cuenta durante la vela.

Amerotke asintió con la cabeza.

—Si lo hiciese, se tambalearía y daría con sus huesos en la piscina, ¿no es así?

—Se han dado casos —respondió el capitán—. Lo importante es que el plinto sólo puede usarlo el sacerdote que haya en la capilla, pero no quien entra en ella. Cualquier intruso podría intentar saltar, pero el estanque es demasiado ancho. —Se encogió de hombros—. En fin, éste es el ritual de cada día. La noche que murió Nemrath, el sacerdote del día abrió la puerta y dio un paso atrás. Yo puse el madero en su sitio; un sacerdote salió y el otro entró en la capilla. Entonces me llevé el pontón, cerré la puerta y la sujeté firmemente mientras Nemrath echaba la llave desde el interior. Luego él retiró la llave y comenzó su turno de vela.

—¿Y estás seguro de que quedó bien cerrada?

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