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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Los caminantes (27 page)

BOOK: Los caminantes
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—Te debo una, hijo de puta —dijo en voz baja, sin poder evitar esbozar una sonrisa.

La situación no pintaba, sin embargo, demasiado bien. Sin la cobertura de José, los muertos se habían acercado ya demasiado a Susana y Uriguen. Disparaban sin tregua, espalda contra espalda, pero los muertos vivientes parecían no tener fin. El clamor de sus estertores empezaba a alcanzar cotas angustiosas.

—¡JOSÉ! —llamó Uriguen mientras su disparo detenía en seco el avance de uno de los espectros. El zombi describió una prodigiosa pirueta en el aire para caer con el cráneo abierto sobre los cadáveres de otros zombis.

—Ya estoy, pecholobo —dijo José, disparando contra una mujer desnuda de cintura para arriba.

—Última etapa, nenaza, tenemos que salir de aquí YA. Corrieron contra el portal de la casa. Uriguen comprobó la cerradura mientras Susana y José seguían disparando.

—Cerrada.

—A la mierda —dijo Uriguen dándose la vuelta y dándole una fenomenal patada a la cerradura. La puerta se sacudió con tremenda violencia y se abrió con un crujido.

Corrieron al interior, un pequeño portal con apenas espacio para una hilera de buzones y unos peldaños hacia arriba. Susana subió primero, con el rifle por delante, y José fue detrás. Uriguen permaneció al pie de la escalera, disparando a todos los espectros que se asomaban al pórtico. “Qué rápidos vienen”, pensó con inquietud, “les hemos puesto a cien”.

Susana y José subieron con rapidez. El piso parecía vacío, todas las puertas de las distintas viviendas estaban convenientemente cerradas y no parecía haber rastros que indicasen que allí pudiera haber alguna sorpresa. En cuestión de segundos llegaron al piso donde el helicóptero había arrasado con toda la planta. Allí, a la vista, estaba la cabina.

Susana bajó el fusil.

—¡Jaime! —llamó. No hubo respuesta.

—¡Jaime!

El helicóptero aún emitía un ligero zumbido, aunque ni las aspas ni el rotor de cola estaban funcionando.

Se acercó a la cabina, cruzando por encima de los cascotes desparramados por el suelo, temiendo encontrarse con lo peor. Jaime estaba caído sobre el panel de mandos. El cristal de la cabina estaba agrietado y tenía una mancha de sangre bien visible. Todo el lateral del aparato estaba completamente destrozado como consecuencia del tremendo impacto contra la fachada.

—Jaime...

Alargó la mano para levantarle la cabeza, pero José la detuvo poniéndole una mano en el hombro.

—Susana...

—No... —dijo Susana, levantando al fin la cabeza del joven piloto. Tenía una brecha en la frente; debía haberse dado un fenomenal golpe contra el cristal.

Los disparos resonaban en la calle. Susana siguió llamando a Jaime, sujetándole la cabeza y hablando con él para atraerlo del espectral mundo de la inconsciencia donde estaba sumido. José, sin embargo, tenía su propia opinión; estaba listo para meterle una bala entre ceja y ceja a poco que soltara el más leve de los sonidos guturales.

Por fin, Jaime zarandeó la cabeza en un intento de reanimarse. Levantó una mano y se la miró, luego miró a Susana con los ojos muy abiertos.

—Jaime...

José, situado detrás de Susana, le apuntó con su fusil. El dedo, en el gatillo, se movió unos milímetros.

—Yo... creo que la he jodido —dijo Jaime al fin.

Susana dejó escapar una bocanada de aire, y le sonrió. José bajó el fusil, contento de tener al chico aún entre la selecta banda de Los Vivos.

En el helipuerto, Dozer municionaba el fusil con otro cargador más. La distancia era bastante, y el costado le dolía ahora tanto que cada respiración se estaba convirtiendo en un nuevo reto, pero no se daba descanso: seguía descargando plomo sobre los espectros que se arracimaban en el portal.

En la cabina del helicóptero, Jaime se esforzó por mantenerse despierto, pero la visión se le nublaba. Escuchaba truenos a lo lejos, contundentes, rítmicos, y quiso decir algo al respecto, pero la cara de Susana se difuminaba cada vez más. Murmuró algo incomprensible mientras la realidad se diluía en un manto negro y, por fin, perdió la consciencia de nuevo.

XXIX

El cielo se había vuelto amarillo, de un color tan pálido que Jaime pensó inmediatamente en las sopas de ajo que comía su abuela. Entonces sintió un regusto metálico en la boca, como a cobre. Paseó la lengua por los dientes y la encía, y entonces lo identificó sin ningún género de dudas: era sangre.

¿Dónde estaba, exactamente? Abrió más los ojos y descubrió que el cielo era en realidad un techo. El techo de una habitación, iluminada por una pequeña lamparilla de noche. Reconoció el lugar, el armario blanco que descansaba contra una pared lleno de vendas y fármacos. Era la enfermería, la enfermería de Carranque.

Una voz familiar le habló desde su lado derecho.

—Eh, hola, chico. ¡Bienvenido!

Era una voz femenina, pero no terminaba de identificarla.

Jaime quiso girarse, pero el cuerpo le dolía bastante. Tenía, además, algo en el cuello que le impedía moverse. Quiso toser, pero descubrió que el solo hecho de prepararse para ello le traía una oleada de dolor en el pecho.

—Tranquilo..., quédate tranquilo. ¿Quieres toser? Espera, te ayudo.

Por fin, la propietaria de la voz se puso a la vista. Era Carmen, una de las mujeres que sobrevivían en el polideportivo. Había hablado varias veces con ella, aunque no la conocía demasiado bien.

Le ayudó a incorporarse un poco y le sujetó las manos para que Jaime pudiera toser un poco. Dolía como si tuviera una cristalería dentro de los pulmones, pero cuando terminó se sintió mejor.

—¿Cómo estás? —preguntó Carmen.

Jaime, que aún no se sentía capaz de hablar, puso los ojos en blanco.

—Sí, lo sé —dijo Carmen riendo—. Pero no te preocupes, pronto te recuperarás, ya lo verás. Te hiciste polvo dentro de ese helicóptero, y la vuelta hasta Carranque tuvo que ser incluso peor que el golpe... pero los chicos hicieron lo que pudieron. Por lo que cuentan, sacaros de vuelta fue una auténtica odisea. ¿Sabías que Dozer también tiene algunas costillas rotas? Imagínate lo que debió ser cargar con ese hombretón por las alcantarillas, perseguidos por todo un ejército de esas cosas. Jesús bendito... realmente tenéis un ángel pegado a la espalda; con todo ese traqueteo lo más normal es que la costilla rota hubiera perforado algún órgano: el corazón, o los pulmones... pero no fue así, y aquí estáis —terminó con una sonrisa.

A medida que escuchaba, Jaime intentaba recordar. En su mente nadaban algunos retazos inconexos del helicóptero, cuando se precipitaba ingobernable hacia uno de los edificios. Antes del choque, se recordaba pensando que ni siquiera llevaba el cinturón puesto, aunque fue un pensamiento sereno, como si toda la escena fuera una secuencia de una película de cine y él no fuera más que un mero espectador. Pero aunque intentaba concentrarse en recuperar más fragmentos en su memoria, no conseguía invocar ninguno más.

La sorpresa inesperada de encontrarse una esponja húmeda en la frente le arrancó de esos pensamientos.

—Sí, hace un poco de calor aquí, ¿verdad?, pero el doctor Rodríguez ha dicho que el calor viene bien para tus huesos. Y el collarín en el cuello es solamente preventivo, porque no sabían si las lesiones iban más allá de las costillas. Pero si te notas mejor, si crees que puedes mover bien la cabeza, dímelo y llamaré al doctor. —Se detuvo un instante y añadió—: Pero ahora haré pasar a alguien que ha estado muy preocupado por ti. Será mejor que él te eche un vistazo. Y puede que decida que estás listo para cierta sorpresa —dijo enigmática, sonriendo con la mirada fija en sus ojos, como si esperase una respuesta. Por fin salió de la habitación con un “hasta ahora”.

Jaime cerró los ojos, aún soñoliento. Un recuerdo brumoso, vago, le sobrevino. De pronto era capaz de recordar unos contundentes sonidos repetitivos que reverberaban dentro de su cabeza, como truenos pero más breves. El rostro de Susana apareció también entre las tinieblas de su memoria. Estaba muy cerca de él, y le decía algo, pero aunque el sonido no estaba ahí, no podía entenderla; su mirada no cesaba de bailar entre sus ojos, de uno a otro, una y otra vez.

Un ruido familiar le sacó de sus ensoñaciones: era la puerta de la enfermería, que volvía a abrirse.

—Hola, Jaime... —dijo una voz inconfundible.

Jaime abrió los ojos, y le gustó encontrarse con Juan Aranda en persona, mirándole con una expresión serena en su rostro sonriente.

Se sentía, sin embargo, poco merecedor de aquella sonrisa. Intentó hablar, decirle que sentía mucho haberle fallado, que sentía haberla cagado con el helicóptero, pero su garganta estaba cerrada y no consiguió articular palabra.

—No intentes hablar, si eso te supone esfuerzo —dijo Carmen, desde algún punto de la habitación que no alcanzaba a divisar.

—Jaime... —empezó Aranda—, quiero que sepas que todo el mundo te envía abrazos y deseos de recuperación. Y no sabes cuánto nos alegra tenerte de vuelta. También queremos pedirte perdón, sobre todo yo personalmente, por haberte enviado a esa locura de misión. Nunca debimos hacerlo. No se aprende a usar un helicóptero real con un simulador de un ordenador, fue un disparate y casi acaba con todos. Sin embargo, como en casi todas las cosas, siempre se puede extraer algo bueno de una mala experiencia, y ésta no es una excepción.

—¿Les digo que entren? —preguntó Carmen.

—Sí, Carmen, por favor. Gracias.

Jaime, a quien las palabras de Aranda habían reconfortado más que un bálsamo tonificante, miró hacia la puerta, intrigado. Un hombre corpulento de tez oscura y aspecto de marroquí entró en la habitación acompañado de una chica joven, de hermosa melena negra. En su frente había un discreto vendaje. No los conocía, pensó encantado, eran gente nueva, de fuera de la Comunidad.

—Jaime... te presento a Moses, y a Isabel.

—Moses soy yo... —bromeó el marroquí, poniéndose la mano en el pecho.

Isabel sonrió; era una sonrisa radiante.

—¿Sorprendido? —preguntó Aranda, todavía sonriendo—. Son supervivientes, Jaime, como nosotros. Los encontramos gracias al incidente del helicóptero, gracias a ti. O mejor dicho... ellos nos encontraron a nosotros.

—Eso es rigurosamente cierto —dijo Moses.

—Fue una suerte. No sé cómo el equipo habría podido sacaros a ti y a Dozer de no haber sido por ellos. Pero... bueno, bien está lo que bien acaba. Ya los conocerás, tienen algunas historias que contar. Pero ahora... descansa, recupérate. Duerme mucho y deja que esos huesos vuelvan a su sitio. —Hizo una pausa, como esperando obtener una respuesta; pero Jaime sólo le miraba con ojos agradecidos—. Hasta luego, Jaime.

—Hasta luego... —dijo Isabel, brindándole un guiño.

—Un placer, Jaime.

Jaime asintió casi imperceptiblemente, y se deslizó suavemente hacia el mullido mundo interior de la inconsciencia. Ahora que estaba tranquilo sobre el asunto del helicóptero, se quedó dormido pensando que aquél iba a ser un sueño muy reparador.

Salieron los tres al pasillo, y anduvieron de vuelta al edificio principal.

—Se le ve bastante bien —comentó Moses.

—Se recupera, gracias a Dios —dijo Aranda—. Es aún joven. Me preocupaba que tuviera alguna lesión interna que complicara las cosas. Como sabéis, no tenemos demasiado instrumental, aunque el doctor Rodríguez hace lo que puede.

—Hace un buen trabajo. ¿Dónde está hoy? No le he visto en todo el día.

—Está trabajando en algo que le he pedido —dijo, y Moses sintió que se trataba más bien de una respuesta evasiva para una pregunta sobre la que no quería dar muchos detalles—. Pero ahora será mejor que vayamos a dormir; ha sido un día muy largo y mañana tenemos cosas que resolver.

Se despidieron con deseos de buenas noches y fueron a las habitaciones que les habían asignado. Aunque eran pequeñas y desprovistas de ventanas, se quedaron profundamente dormidos apenas sus cabezas tocaron las almohadas.

Al día siguiente, alrededor de las diez, se celebró una reunión con casi todos los integrantes de la Comunidad. Aranda abrió la reunión comunicando a todos que tanto Jaime como Dozer se hallaban fuera de peligro y en franca recuperación, lo que arrancó aplausos de todos los asistentes. Después, Moses fue invitado a subir al rudimentario púlpito, y desde allí relató su historia: les habló de su casa en la calle Beatas, de cómo habían sobrevivido a la infección, y habló del Cojo, haciendo un esfuerzo por contener sus emociones. Cuando llegó el momento de hablar del misterioso sacerdote, Isabel ocupó su lugar, y les contó cómo los había expulsado de su refugio en la Plaza de la Merced, y cómo les había tendido una emboscada cerca del Corte Inglés. Su relato mantuvo a la audiencia en un sobrecogedor silencio, algunos escuchaban con ambas manos cubriéndose la boca. Cuando terminó, no faltaron quienes se levantaron para darles un abrazo a ambos, mientras la sala se llenaba del rumor de los susurros.

Aranda se unió a los supervivientes del cráter y se dirigió a la concurrencia con una expresión seria en el rostro.

—Creo que ha quedado claro para todos —dijo con voz clara— que ese hombre constituye un serio peligro para la supervivencia de esta comunidad. Se trata de un hombre que camina entre los muertos, y que parece estar dedicado a la repugnante tarea de acabar con los supervivientes de esta catástrofe. Por lo que hemos oído, sus motivos son una falacia: parece creer que estamos ante el Juicio Final, y desea sobre todas las cosas arrancar a los vivos de sus escondites para entregarlos a su ejército de resucitados. Esto nos lleva a una única conclusión posible: estamos ante un demente, un loco, lo que lo convierte en un enemigo aun más peligroso.

La sala reaccionó con un murmullo que recorrió las filas de asientos como un constipado en una oficina. Aranda pidió silencio, levantando solemne una mano.

—Debemos tener... un gran respeto por este enemigo. Puede buscarnos, y lo hará, y puede encontrarnos, desde luego. Sólo es cuestión de tiempo. Él puede moverse por donde desee, sin restricciones. Puede acceder a todas partes, conseguir el equipo que necesite. Quiero que os deis cuenta de que, mientras hablamos, nuestro sacerdote podría estar debajo nuestra, en las cloacas, colocando algunas de sus cargas explosivas.

Ese comentario despertó una nueva oleada de murmullos entre los asistentes, pero Aranda retomó su discurso.

—Es imperativo que redoblemos el número de hombres dedicados a los puestos de vigilancia. Ya no es suficiente con un par de turnos que echen un ojo a los muertos vivientes. Ahora es algo nuevo.

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